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Consejo editorial:

David Escobar Arango
• Tomás Andrés Elejalde Escobar
• Juan Luis Mejía Arango
• Héctor Abad Faciolince
• Sergio Osvaldo Restrepo Jaramillo
• Luis Fernando Macías Zuluaga
• María Elena Restrepo Vélez
• Luis Ignacio Pérez Uribe
• Juan Correa Mejía
• Juan David Correa López
• Mauricio Mosquera Restrepo
• Juan Diego Mejía Mejía

Ilustración carátula:
• Daniel Gómez

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LA CASA DE VECINDAD


José Antonio Osorio Lizarazo

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Prólogo

José Antonio Lizarazo nació en Bogotá el 30 de diciembre de 1900 y murió en la misma ciudad el 12 de octubre de 1964. Se desempeñó como periodista en distintos medios en Bogotá y Barranquilla —firmando algunos de sus artículos con el seudónimo de “El Solitario”— y ejerció cargos públicos en los ministerios de Guerra y Educación. Su mayor influencia, sin embargo, la ejerció como novelista. Concebía este género como instrumento de análisis y lucha social, adecuado para despertar la sensibilidad de los lectores y para la búsqueda del equilibrio y la justicia. Sus ideas políticas fluctuaron entre el comunismo y el liberalismo. Participó en campañas proselitistas al lado de Jorge Eliécer Gaitán. Viajó extensamente; en Argentina colaboró con el presidente Juan Domingo Perón y en la República Dominicana con el dictador Rafael Leonidas Trujillo, de quien escribió su biografía. A nivel latinoamericano se le considera como uno de los fundadores del subgénero de la novela urbana. También fue pionero en el país en la ciencia ficción con el texto Barranquilla 2132 publicado en 1932. Fue galardonado con el Premio Esso de Novela (1963) por El camino de la sombra.

La lista de sus novelas es extensa y vamos a 10 mencionar algunos títulos que por sí mismos indican sus intereses sociales y políticos. Por su temática podríamos agruparlas en dos categorías: las del campo y las de la ciudad. Entre las primeras están La cosecha (1935), La maestra rural (1936), El hombre bajo la tierra (1944) y Fuera de la ley (1945). Entre las de temas citadinos están La cara de la miseria (1926), La casa de vecindad (1930), El criminal (1935), El día del odio (1956) y El camino de la sombra (1965).

Una de sus obras más conocidas es El día del odio. En ella, el autor intenta demostrar que la violencia es la consecuencia inevitable de la humillación y el maltrato: el hombre nace bueno, pero una jerarquía social injusta lo envilece. Dice: “La sociedad es ciega y sorda para el dolor de los humildes”. Y este dolor acumulado se convierte en un odio contenido, palpitante, impreciso, que se incendia con cualquier incidente. Los proscritos, los vencidos se convierten en víboras de fuego y su violencia desenfrenada confiere contornos épicos al disturbio. Tal es el sustrato ideológico que le permite, en esta novela, describir con el mayor detalle la crudeza y el horror que se vivieron en Bogotá y otras regiones del país a partir del 9 de abril de 1948, cuando asesinos cegaron la vida del principal candidato liberal, Jorge Eliécer Gaitán, para las elecciones presidenciales que iban a celebrarse poco después.

Presentamos en esta ocasión otra de sus novelas famosas, La casa de vecindad. La primera edición fue publicada en Bogotá por la editorial Minerva, en 1930. Está dividida en 28 capítulos y asume la forma de un diario íntimo que se escribe día a día, a medida que suceden los hechos. El protagonista es un tipógrafo de unos cincuenta años de edad, separado de su mujer después de un año de matrimonio. Ahora está desempleado y acaba de tomar en arriendo una habitación en una “casa de vecindad” en el centro de Bogotá, cerca del Parque de los Mártires. Se queja de pobreza, es cliente frecuente de las prenderías del barrio y ha decidido prescindir del licor para ahorrar dinero.

Sus valores morales están arraigados en la tradición del decoro, las buenas maneras del trato, del hablar y el vestir, y en ciertos clichés de la educación religiosa de antaño. Se queja, sin embargo, de que todo está cambiando porque la ciudad está en vías de modernización. Hay automóviles, luz eléctrica y otras comodidades, pero aumenta el desempleo porque las máquinas eliminan los oficios tradicionales. En algún momento exclama: “No lograré hacerme al ambiente de la ciudad moderna”.

Su mente desbocada fluctúa entre dulces sueños de bienestar y premoniciones de miseria extrema y aún de suicidio. Como en espirales, el flujo de su pensamiento desciende a estratos mentales cada vez más oscuros y desesperanzados. Su único consuelo es la escritura, a la que dedica diariamente un buen espacio de tiempo. Es su forma de catarsis, su estímulo para seguir luchando: “Hoy, escribiendo esto, he sentido un poco de alivio”.

Haciendo eco del seudónimo que utilizaba Osorio Lizarazo en algunos de sus artículos de prensa, la condición más evidente del tipógrafo es la soledad.

Carece de familiares y amigos y se queja de no tener alguien por quién preocuparse, a quién ayudar. Pero su vida cambia cuando encuentra una mujer joven con un niño de pocos años que vive en la pieza vecina. Aunque algunas residentes la tratan de ramera, el tipógrafo desarrolla hacia ella un sentimiento de ternura, tal vez de amor; un sentimiento de pesar y protección que es lo que impulsa la trama y le da un desenlace inesperado.

La población que habita la casa de vecindad es de diversa condición. Hay campesinos recién llegados, agentes de policía, albañiles, drogadictos, prostitutas. Hay encuentros, conflictos, peleas, escenas sórdidas. Al igual que en otras de sus novelas, Osorio Lizarazo utiliza un esquema social simple de ricos y pobres. Para los ricos hay amor, cariño, buenos sentimientos. Para los pobres, “el mundo es hostil, profundamente hostil” y solo ofrece tristeza, hambre y desesperación. Así quedan descritos los bajos fondos durante las primeras décadas del siglo pasado, cuando en la capital se combinaban las formas tradicionales de la Colombia del siglo XIX con algunas modernas que estaban cambiando las estructuras y las visiones de mundo.

Celebramos la iniciativa del programa Palabras Rodantes (patrocinado por el Metro de Medellín en alianza con COMFAMA) de poner a disposición de las nuevas generaciones este tipo de obras. La novela, como género literario es, sin duda, el vehículo más efectivo para el conocimiento de las realidades y de la historia del país. No existe otro registro más potente para penetrar en la intimidad de las personas, de las familias, para presentar lo cotidiano y lo esencial. Por eso invitamos al amable lector a transitar por estas páginas, con la certeza de que tal experiencia le aportará una mirada sobre nuestra identidad colectiva y un motivo de reflexión sobre nuestro pasado y sobre nuestro destino como nación.

Álvaro Pineda Botero

¡Comienza la lectura!

I - V

Capítulo I

Por fin estoy instalado. Los arrendamientos en Bogotá han ascendido a sumas inverosímiles y no he logrado conseguir este cuartico de ocho pesos al mes sino después de dos semanas de buscarlo. Es frecuente ver en la ciudad el clásico aviso, colgado de una ventana o adornando alguna puerta:



SE ARRIENDAN PIEZAS Y APARTAMENTOS



¡Pero qué precios! La más modesta habitación vale un dineral. ¡Es imposible vivir! Y más imposible para mí, que llevo ya dos meses sin trabajar. La vida está muy dura para los pobres. Mi oficio de tipógrafo ha decaído considerablemente con la invención de los linotipos. Las invenciones son muy útiles y buenas, son una expresión de progreso pero quitan el pan a los pobres. Hace veinte años, cuando conocí a Carmen —la pobre Carmen que me dejó tan pronto para marcharse con otro—, los tipógrafos éramos personas consideradas y no se nos negaba el saludo. Ahora es distinto. Pero esto no es lo esencial. Lo esencial es que llevo dos meses sin trabajar. Menos mal que he reducido mis gastos hasta un límite mínimo: diez centavos para desayunarme, veinte centavos para almorzar, veinticinco centavos para comer y diez centavos para cigarrillos y fósforos. Total, setenta y cinco centavos. ¡Ah! Y lo del arrendamiento de esta pieza: ocho pesos al mes. Por fortuna he logrado ahora, a los cincuenta años bien cumplidos, arreglarme un poco la vida y prescindir del trago por completo. No es que yo haya sido nunca borracho, pero el trago es un supremo consuelo, sólo que es demasiado caro y rebaja mucho la categoría social de las personas; entre otras cosas, porque yo me convertiría en un viejo repugnante y sucio y nadie me daría trabajo. Sin embargo, cuando me encuentro con los amigos antiguos, los que compartieron conmigo las mejores épocas de la profesión, bueno, pues echamos una cana al aire. Pero esos amigos van escaseando. La muerte se los ha llevado, uno a uno. Otros han cambiado de oficio y, con ello, de costumbres.

Yo soy ahora un viejo —¿para qué negarlo?—, pero un viejo ordenado. Me gusta mucho el orden. Mi cama es bastante decorosa: tiene un colchón de paja y dos buenos cobertores. Mi mobiliario, además de la cama, se compone de dos asientos y esta mesa en que escribo. ¡Ah! Y un lavabo, que me contempla seriamente desde un rincón. No es mucho, pero con él he vivido largo tiempo. ¿Para qué más? Yo no me explico cómo es que los ricos necesitan tantas colgaduras y tantas alfombras y tantos asientos. Yo mismo hago el aseo, arreglo mi cama y hiervo mi chocolate en una lamparilla de alcohol. Después me echo a la calle a solicitar trabajo, sin encontrarlo. ¡Dos meses llevo sin trabajar! En la cuenta de mis gastos olvidé anotar el alcohol.

La casa está situada en las inmediaciones del Parque de Los Mártires. En una de sus ventanas, situada casi al nivel de la calle, porque las urbanizaciones han elevado el piso sobre las construcciones antiguas, está siempre el cartelito que anuncia las piezas y apartamentos. Observé que se encuentra salpicado de lodo urbano, indicador del largo tiempo que lleva en exposición. La pared está pintada de color rosa pálido y las puertas son verdes. El zaguán va en descenso hacia el patio, que es cuadrado y con pavimento de ladrillo. Yo creo que en las fuertes lluvias debe inundarse. Pude observar que el desagüe es muy exiguo y como la casa está situada por debajo del nivel de la calle… El cuarto es carísimo. Mide seis pasos de longitud por cinco de anchura. Apenas el sitio para colocar los muebles y para moverme un poco. Además no tiene ventanas. Es un cuarto interior. Me gusta este detalle porque estoy cubierto de los ruidos callejeros y porque el frío —ese frío bogotano— debe ser menos intenso de noche.

Mi llegada no dejó de producir sensación. Todas las gentes que viven aquí son muy pobres y creo que extrañaron la suntuosidad de la cama y la relativa pulcritud de mi traje. Mi traje se compone de un vestido de paño y de un sobretodo amplio, de paño negro, que yo conservo limpio gracias a este buen cepillo, otro antiguo compañero mío. Con mis tres camisas puedo mantenerme siempre aseado. ¡Me gusta tanto el orden!

La dueña de la casa es una mujer gorda, de aspecto plebeyo, áspera y sucia. No accedió a hacerme la menor rebaja en el precio y parecía desafiarme a que por ocho pesos consiguiera otro cuarto igual. No tiene, en absoluto, la amabilidad del que quiere granjearse simpatías. Su actitud, al verme, fue igual, exactamente igual a la del dueño de la prendería situada en la esquina de La Concepción, donde voy algunas veces a llevar los objetos de mi uso y mi ropa.

—Dos pesos —dice cuando ve mi sobretodo, que ya conoce.

Y yo puedo humillarme pidiendo dos con veinte. Él no me mira. Se dedica a otra cosa, atiende a otros clientes y me deja tirado el sobretodo con actitud de desprecio. Yo sé que todos los prestamistas tienen un cálculo idéntico sobre el valor de las cosas y que ninguno me ofrecería más. Por fin, tímidamente, tengo que aceptar los dos pesos y pagar al mes dos con veinte.

Así es la señora esta.

—Ocho pesos —me dijo bruscamente.

—¡Ay, señora! ¡Es muy caro! Considere usted…

Pero ella se puso a hacerle observaciones a otra vecina sobre el aseo de la casa y a murmurar de los inquilinos.

—¿De modo que no le rebaja nada? —insinué con suavidad.

No me contestó. Me miró de arriba abajo, con arrogante actitud y me volvió la espalda. Tuve que llamarla.

No me contestó. Me miró de arriba abajo, con arrogante actitud y me volvió la espalda. Tuve que llamarla.

—Bien, señora, lo tomo. Aquí están los ocho pesos.

—Tiene que traerme un fiador o pagarme dos meses anticipados.

¡Lo que luché para conseguir el fiador! ¿Quién va a fiar, por ocho pesos al mes, a un hombre que hace siete semanas vive sin trabajar? Pero gracias a los buenos servicios de un antiguo amigo, logré que el administrador de la Imprenta de los Caballeros accediese a prestarme el señalado servicio. Es una buena persona este administrador. Me ha ofrecido muchas veces trabajo y estoy seguro de que si no ha cumplido, es porque en realidad no hay manera. Tan buena persona, que me sirvió de fiador.

La dueña de la casa me ha cobrado, además, veinte centavos para papel sellado y un peso por la redacción del contrato de arrendamiento. Yo me creí obligado a ofrecerle un trago al fiador. Total, uno cincuenta de exceso sobre el valor del alquiler. Gracias a Dios que no tuve que recurrir a una agencia de negocios. ¡Allí sí que le sacan a uno por todo!

¡Ah! Y fue preciso que pagara también lo de mi mudanza (aquí en Bogotá se dice “trasteo”, pero yo creo que esa palabra no es bien castiza). Vivía por los lados de Belén. Dos pesos me cobraron por pasar estos muebles desde allá hasta aquí. No, si es que no se puede vivir. Todo el mundo gana, menos yo, que hace dos meses que busco en vano trabajo en todas las imprentas de la ciudad.

Mi capital, al iniciar la vivienda aquí, se reduce a veinte pesos libres de arrendamiento (tengo que preguntar si está bien dicho “arrendamiento” o si es mejor decir “alquiler”). Con veinte pesos, a razón de setenta centavos al día, puedo vivir un mes. Bueno. Si no se presenta algo inesperado.

Cuando cambio de habitación, me gusta mucho estarme encerrado en ella, como para familiarizarme, por lo menos un día. Yo creo que las habitaciones son buenas o son hostiles y el que las ocupa debe congraciarse con ellas. Si todos lo hicieran así, es seguro que a nadie le iría mal. Hay cuartos que le traen desgracia al habitante y es porque no ha sabido lisonjearlos. Yo, en cambio, escudriño los rincones, ausculto las paredes, contemplo el piso y anoto en mi memoria todos los detalles, de suerte que cuando salgo a la calle por primera vez y retorno, me parece llegar a un sitio donde he vivido durante muchos años. Y en la calle me acuerdo de todo. Voy reconstruyendo con cariño el cuarto, voy analizando uno a uno los detalles y tengo la sensación de que el alma del aposento me lo ha de agradecer.

Ahora no escribo más. Voy a cumplir con mis deberes respecto de mi nueva habitación.

Capítulo II

Hoy fue un día perdido. ¿A dónde irán los días perdidos? Toda la tarde he estado solicitando trabajo. Nada. Que vuelva mañana, que pasado, que dentro de una semana, que… En fin, ese sistema que tienen aquí para desesperar a los pobres. Deberían decir de una vez todo. Deberían hasta sacar a puntapiés al importuno que va a molestar para pedir trabajo. Pero no hacen siquiera eso. Una sonrisa de amabilidad. “No. Por ahora, no. Pero no deje de estar viniendo”. Y así todos. Bueno, yo no he perdido las esperanzas. Quizá por fin me resulte algo. Por fortuna, mientras tanto, estoy al cubierto del hambre. Con mis veinte pesos voy a vivir bastante bien.

Como por la mañana estuve completando la obra de amistarme con el cuarto, que está cubierto por un bonito papel de florecitas rojas sobre fondo verde, pude apreciar bastantes circunstancias de esta casa. Yo me levanto muy temprano. Yo creo que soy un espíritu fuerte porque rechazo las tentaciones del lecho. Pero primero voy a decir cómo es la casa. La casa es así:

El patio es cuadrado y está rodeado por un pasillo o corredor, como dicen aquí, pavimentado también de ladrillo. En cada uno de los costados del patio hay tres columnas y en la que hace ángulo está un tubo de latón, de esos que se llaman canales, que conduce al centro las aguas de lluvia. Sobre cada uno de dos pasillos en ángulo se abren tres cuartos que deben ser semejantes al mío, puesto que es uno de estos el que habito. Otro pasillo está limitado por una pared lisa, que debe ser medianera de la casa vecina y el otro, que hace ángulo con este, por un bastidor de vidrios, algunos de colores. Esto debe ser el comedor, pero también está alquilado. Lo digo porque los vidrios aparecen tapados con papel de periódico, sin duda para evitar que los curiosos puedan mirar hacia adentro. A un lado del comedor, otro pasillo se precipita al fondo de la casa. Es, precisamente, el que está limitado por una pared lisa. Yo fui al interior de la casa. Hay otro patio, en cuyo centro se levanta una fuente. Está cruzado por cuerdas en todas direcciones para poner a secar la ropa que se lava en la fuente. Allí queda la cocina y allí se reúnen todas las mujeres de la casa. Luego, separado de este patio por una pared muy baja, hay un solar. En él se encuentran los otros servicios higiénicos y hay también muchas cuerdas, que estaban ocupadas esta mañana por ropa blanca. Había pantalones muy remendados con telas de otros colores, lienzos que debían ser sábanas y ropa de mujer. Unas camisas amplísimas, también remendadas. Algunas parecían casi inservibles.

Así es la casa. Yo no sé si la habré descrito bien. Los cuartos que se abren en el primer patio hacia occidente deben tener ventanas a la calle. Para llegar a mi habitación, al entrar por el zaguán se tuerce a la izquierda, pasando por frente a estos últimos cuartos, vuelve a torcerse hacia la derecha y la tercera puerta de este nuevo pasillo. ¡Dios mío! ¡Tengo la preocupación de que no he logrado describir bien esto! No, no es que lo vaya a leer nadie. ¡Pero me gusta tanto el orden!

Me levanté, pues, temprano. Mi edad no me permite ya ser mujeriego. Me doy cuenta de que el amor, a estas horas, me resultaría ridículo. Es cierto que nunca he sido afortunado y que todos los días me acuerdo de Carmen: me acuerdo del amor que me fingía y de la tranquilidad con que me abandonó. Estas aclaraciones tienen por objeto consignar que la chica que vi en cuanto me levanté, si me sedujo por su hermosura, no me hizo pensar propiamente en una esperanza más o menos concreta de llegar a intimar con ella. Se trata de una admiración espontánea y platónica, como conviene a mi edad.

Yo no la describo, porque no me gustaría tener que repetir las frases que echan mano todos los que quieren pintar una mujer bonita. Mi vecina —porque ocupa el cuarto inmediato al mío— podrá tener diez y ocho años. Es bien formada. Tiene rasgos nobles en el rostro (yo no sé con propiedad en qué consisten los rasgos nobles, pero los de ella me lo han parecido). Se viste bien. Bien, en el sentido de que sabe llevar la ropa, porque las telas son baratas, el sombrero de paja y lleva los zapatos, demasiado antiguos, un tanto limpios, a pesar de la torcedura de los tacones. La saludé al pasar. Yo salía a las seis y media para traer agua.

—¡Buenos días!

Procuré que mi frase fuera cordial. Yo sé que en estas casas de vecindad es preciso parecer amable con todos. Pero ella me respondió secamente, con desconfianza. El tono un poco áspero con que me habló me hizo creer que esta chica es virtuosa. Puede no serlo.

Ésta es la primera de las habitantes de la casa que he conocido. ¡Ah! También conozco a la dueña de la mansión, que vive en una pieza interior. Podrá tener mi edad: cincuenta años largos. Tal vez no tenga más de cuarenta y cinco. Hay que tener en cuenta que una mujer vieja parece más vieja que un hombre viejo. Su aspecto es muy vulgar, excesivamente plebeyo. Esta mañana estaba calzada con unas chinelas de paño que dibujaban sus pies anchos y juanetudos. Acababa de levantarse y se ostentaba en toda su fealdad. Es horrible. Por la tarde, sin embargo, no es tan fea. Tiene unos pechos enormes que le cuelgan sobre un vientre pronunciado y flojo. Las caderas son planas y anchas y cuando anda las agita tumultuosamente. He visto que se unta colorete, que se pinta ojeras y que se echa capas de albayalde. Por eso he dicho que por la tarde no es tan fea. Yo tolero el maquillaje (¿no es así como se llama?) en las mujeres. Comprendo muy bien que las pobres mujeres traten de retardar la ancianidad. ¡Es tan triste sentirse uno viejo! Bueno, uno no tanto. Las mujeres… Porque, en fin, yo me he acomodado muy bien a mi edad. Vivo como lo que soy: un hombre de cincuenta años. No ando con enamoramientos ni tengo vicios inconfesables, ni uso tinturas para el cabello. Dicen que esto es una mediocridad. Pues yo soy mediocre.

La chica que salió al amanecer no ha regresado sino en las primeras horas de la noche. Llegó con todos los síntomas del cansancio. También la saludé y me contestó con la misma actitud hosca, encerrándose enseguida en su cuarto. Un niño que ha estado todo el día en el patio, gritando y atormentando a los vecinos con sus travesuras y desatando las iras de la dueña de casa, es hijo suyo. Debe ser una obrerita. ¡Pero cómo trabajará! Está ojerosa y pálida. Yo creo que no siempre ha de ser así. En cuanto llegó se encerró en su habitación, después de haber llamado al chico, que podrá tener cuatro años. Lo riñó con aspereza por haberlo encontrado sucio y destrozado, luego pareció darle algo de comer. Las voces airadas primero, los llantos después y un silencio indicador finalmente me lo hacían conjeturar así. El pobre niño, con haberme parecido detestable su gritería y con haberme visto precisado a arrojarlo cinco veces de mi aposento, debía estar hambriento y me dio lástima. Las otras vecinas no lo han llamado sino para reñirlo. ¡Y qué palabras le decían! Yo creo que no le han dado nada de comer.

Estoy lleno de curiosidad por esta muchacha. Debe tener un misterio en su vida. Yo, claro está, no tengo razón concreta para creerlo así. Pero me ha asaltado esta idea. Casi todas las muchachas solas que figuran en las novelas tienen su misterio.

Estoy lleno de curiosidad por esta muchacha. Debe tener un misterio en su vida.

Después de que llegó, me situé en la puerta de mi cuarto. La vi entrar, la oí reñir al chico, la contemplé salir después a traer agua, e ir a la calle a comprar chocolate, que probablemente hizo en una lamparilla de alcohol y salir de nuevo para volver enseguida a encerrarse. No saluda a nadie. No habla con ninguna persona. Yo la he estado observando, ella lo ha notado y, sin embargo, no se ha dignado hacerme caso.

En otra habitación vive una mujer de aspecto campesino, perezosa y desaseada. Es rubia, de ese rubio encendido que presentan a veces los campesinos del nordeste de Bogotá y se mantiene cubierta por un sucio pañolón negro. Calza alpargatas.

Más allá hay otra mujer, quizá más basta que ésta. Tiene tres chiquillos que se mantienen gritando y que a todas horas están mocosos. He tenido tentaciones de arrojarles un jarro de agua cuando se aproximaban a mi cuarto, pero el temor me ha contenido. Yo no puedo meterme con nadie mientras no conozca el carácter de esta gente.

agente de policía, el cual llegó durante su turno de licencia. He visto entrar a varios otros hombres, que se desparraman por los diversos cuartos, que se sumergen en la casa, que se pierden dentro de ella.

Pero nadie me ha intrigado como la vecinita, porque es la persona más pulcra de toda la casa, porque en el fondo de sus ojos hay una huella indefinible de dolor, porque estoy seguro de que su vida encierra un misterio y porque me he sentido atraído hacia ella por una irresistible corriente de simpatía (tengo que decirlo así, aunque me fastidia usar las mismas expresiones que he visto en libros tontos). Yo he de hacerme amigo de ella.


Capítulo III

Por la mañana, muy temprano, me situé en la puerta de mi aposento. Miraba el cuadradito de cielo recortado por el patio, que presentaba un color azulenco. Allí las estrellas parecían irse desplomando en el fondo del infinito, una a una. Las nubes que cruzaban por el pedacito de cielo que veía tenían un fantástico color, que no era gris, que no era negro, que no era blanco, que no era azul. Era un color único. Tal vez como de plata oxidada. En el patio hay un bombillo a la entrada del zaguán (no me explico por qué no se ha de masculinizar esto de “bombilla”, resultando más enfático y más característico). La luz estaba amortiguada y parecía ser más débil que durante la noche. La casa estaba en silencio. Parecía muerta. Yo bien sabía que era dormida.

Miraba el cielo y pensaba, no sé por qué causa desconocida, en Carmen. Claro que yo no experimento dolor al acordarme de ella. Tengo un retrato suyo sobre la mesa —siempre me ha acompañado— y no me produce angustia el mirarlo. Lo que siento es una dulce melancolía. Carmen era una bella muchacha en la época en que la conocí. Comenzaba yo a trabajar y el tipógrafo era considerado como un auxiliar insustituible del escritor. Todavía le alcanzaba al cajista una parte minúscula de las glorias que conquistaba el que suministraba los originales. Tenía yo muchas esperanzas de bienestar. Carmen me quería. Ella lo afirmaba. Nos casamos y al año se fue con otro. Es verdad que yo no podía satisfacer todas sus ambiciones… ¡Pobrecita! ¿A dónde habrá ido a parar? Nunca, nunca volví a saber nada de ella.

¡Qué historia tan vulgar esta de Carmen! De veras que si alguien leyera esto, diría que soy un viejo sentimental e imbécil. Llegaría a creer que hago versos. Y tendría razón. ¿Quién me obliga a escribir? ¡Contar una historia como la de Carmen, sin anotar las grandes luchas espirituales, sin enumerar los obstáculos materiales, sin apuntar los diálogos interminables ni las frases de amor que nos decíamos! Es, realmente, una vulgaridad. Decir que la quise, me quiso y luego se cansó, así, sin adornos literarios, ¡y que cuando se cansó me fue infiel! ¡Ah! Y que no la he olvidado. Claro, como soy poco mujeriego, no he tenido tiempo para perder entre otra mujer el recuerdo de aquella. Es decir, tiempo sí. Lo que no he tenido es oportunidad. Estoy seguro de que cada mujer nueva a quien amamos absorbe los recuerdos de las anteriores. Bueno, pero vulgar o no, esto es lo que me aconteció con Carmen.

De pronto, la casa empezó a animarse. Naturalmente, esta agitación exterior trajo consigo la extinción del recuerdo y el espíritu se dedicó a interpretar los ruidos de la mansión que despertaba. Se escucharon voces en el segundo patio, las mujeres empezaron a salir silenciosamente, arrebujadas en sus pañolones y luego la luz eléctrica se extinguió.

Salió el agente de policía de la pelirroja y se marchó sin mirarme. Salieron otros hombres de otras habitaciones y la casa parecía vomitar uno a uno los seres que había devorado la víspera de mi presencia. Había, sin embargo, muchos a quienes yo no había visto entrar. Eran obreros, humildes obreros de albañilería, cubiertos con ruanas y calzados con alpargatas enlodadas. No faltaban los zapateros, denunciados por un sello inconfundible, que yo no podría decir en qué consiste. Un estudiante, a quien acusaban los libros. Un chofer o mecánico, a juzgar por la indumentaria. Hombres, hombres.

De pronto, mi vecinita abrió su puerta. Asomó la cabeza por entre las dos hojas, miró al cielo, frunció los ojos, se los limpió con el revés de la mano y se ocultó de nuevo. Minutos más tarde estaba vestida con el mismo traje de la víspera y pasaba frente a mí. Iba apresuradamente y sabiendo que yo la contemplaba no se había dignado mirarme.

—Buenos días.

Apenas me contestó. Pero yo me interpuse en su camino.

—¿Por qué va a salir tan temprano? —le pregunté tontamente.

Ella supuso que yo iba a cometer alguna indiscreción. Y me dijo con tono airado:

—Hágame el favor de dejarme salir.

—No, si es que yo quisiera salir por usted. Yo voy a comprar también mi desayuno. Puedo traerle el suyo.

—Gracias. Yo voy.

—No. Deme el dinero. Yo no tengo. ¿Qué le traigo?Sin mirarme casi me hizo el encargo y se volvió a su habitación. Contemplé su silueta, grácil y elegante, hasta que se perdió dentro de la oscuridad del cuarto —habían apagado ya la luz— y luego me eché a la calle. Volví enseguida, llamé a la puerta, le entregué la compra y me alejé sin añadir palabra. Después caí en la cuenta de que esta actitud mía podía hacerme acreedor de su confianza.

Un cuarto de hora más tarde salió. Cerró un candado en su puerta, dio un beso al chico y al pasar frente a mí se detuvo. Estaba bastante bien arreglada, tenía el rostro coquetamente cubierto con polvos ordinarios, el sombrerito de paja colocado con gracia sobre el pelo recortado y los zapatos recién lustrados.

Daba una sensación de aseo que me agradó.

—¿Usted va a salir? —me preguntó.

—Tal vez no, señorita.

—Le recomiendo a Pedrito —Pedrito era el niño. Lo indicó con una mirada—. Que no se salga a la calle. Tengo que irme a trabajar.

Me ofrecí a cuidárselo. Me dio las gracias y se marchó.

En realidad no fui a la calle. No tenía hacia dónde encaminar mis pasos. Nadie me había quedado de dar razón de trabajo. Todas las imprentas me eran familiares. Las esperanzas que abrigaba no habían de realizarse aún. Decidí, pues, quedarme en casa.

El niño tenía un carácter comunicativo y hablador. Su media lengua podía interpretar todas las palabras y se mantenía haciendo preguntas. A pesar de lo temprano de la hora, no se quejaba de frío. Tampoco lamentaba la ausencia de su madre. Debía estar ya acostumbrado. Yo lo invité a mi cuarto y lo dejé que curioseara a gusto cuanto en él había. Después salió y yo tuve el cuidado de observar que no se dirigiera a la calle.

La dueña de la casa se llama Georgina. A la hora de almorzar me di cuenta de que el estudiante, el chofer o mecánico y otro tipo de aspecto repulsivo, a quien no había visto, eran hijos suyos. Le dijeron mamá al entrar. La mujer estaba en el patio y por eso escuché la forma en que la iban saludando uno por uno. Había otra mujer, también de cierta edad y de idéntica indumentaria, que se llama Araceli. Parece hermana de Georgina. Mientras barrían el patio, conversaban las dos. Por las frases que se cruzaban y que llegaban nítidamente hasta mi cuarto, me enteré de muchos detalles de la casa. Esta conversación ocurría antes de que hubieran llegado los hijos a almorzar.

—La mujer esa viene ahora muy tarde, por la noche —decía Georgina (a ella le dice todo el mundo “misia Georgina”, pero a mí no me gusta eso de “misia”).

—Sí. Como tiene quién le cuide el niño… Yo me mantengo detrás de él, como si me importara. ¡Idiota que es uno!…

—Y alcahueta. Mientras nosotras vemos por el “sute” ese, ella se mantiene vagabundeando.

—¡Quien la ve! ¡Y deja cerrado, como si tuviera muchas cosas que perder!

Miraban las dos mujeres hacia el cuarto contiguo al mío y comprendí que hablaban de mi vecinita. El niño estaba ahora jugando con mis calcetines sucios, al pie de mi cama. Yo, parado en la puerta, contemplaba las dos mujeres, cuyo diálogo me sedujo. Y sabiendo que yo las escuchaba, ellas no se abstenían de hablar.

—¡Uy! Yo detesto a la mujer esa. ¿Despreciar a mi hijo, a Francisco? ¿Quién es ella? Yo le advertí a Francisco que no se rebajara a mirar a semejante ramera. Con un muchacho, quién sabe de qué padre, ¡y quien la ve! Por la calle parece una señorita. Seria y callada. ¡Si uno no supiera!… Pero es táctica para ganar más dinero. Pura táctica.

Mientras hablaba, hacía por imitar, con gestos ridículos, los movimientos de mi vecina al andar. Yo sonreí.

—Pero Francisco parece loco… —dijo Araceli—. ¡Habiendo tantas mujeres bonitas! ¿Qué gracia le encontrará a ésta? Que se pinta la boca, que se hace ojeras, que se disfraza toda… Yo no sé cómo podrán enamorarse los hombres de una mujer así. Francisco tendría lo que quisiera.

—Hubiera visto yo la escena… Me la imagino —exclamó Georgina—. Francisco entraba de la calle a las doce. La mujerzuela tenía la puerta cerrada. Francisco la empujó y se abrió. Sin duda esperaba a alguien. Ella lo mordió, lo pateó, lo empujó y lo amenazó con promover un escándalo. ¿Cómo le parece? ¡Un escándalo en mi casa! Yo por eso le dije que se largara. Y si no fuera por el muchachito, que no es culpable de los vicios de la madre, ya le habría sacado sus andrajos. ¿Despreciar a Francisco una ramera? Yo había pensado ayudarle, servirle… Sí, mire…

Se golpeaba con el puño izquierdo el codo derecho, mientras el palo de la escoba desaparecía entre las dos protuberancias colgantes de los pechos. De pronto, cuando recogió de nuevo la escoba para continuar barriendo, pareció caer en la cuenta, por primera vez, de que yo la estaba mirando. Me apresuré a saludar con el más gentil movimiento de cabeza. Debió gustarles mi ademán, porque ambas me respondieron con una sonrisa cordial. Me preguntaron si me amañaba en mi domicilio. Yo respondí que sí.

—Aquí es muy bueno —dijo Georgina—. La vida es muy sabrosa, muy familiar. Lo malo es que una no puede saber siempre a quién le arrienda ¡y vienen a veces unas gentes!… Mire usted, sin ir más lejos. ¿Ha visto una muchacha fea, mal vestida, muy pintada, la madre de ese muchachito —el niño sacaba entonces la cabecita por entre mis piernas— que sale por la mañana y no regresa sino a media noche? La que vive ahí, en esa pieza…

—Si se refiere a la vecina, la he visto.

—Pues no se imagina qué clase de mujer es. ¡Una vagabunda! ¿Qué necesidad tenía de echar hijos al mundo? Cualquier día sale con otro… Ella dice que trabaja, que gana muy poco, pero yo no lo creo. Hace que trabaja para disimular sus vicios. Y a mí me tiene aburrida su muchachito. No, si es que no ha querido irse. Ahí la irá conociendo. De seguro que procurará hacerse su amiga.

Cuando acababa de hablar entraron, uno en pos de otro, sus tres hijos: el estudiante, el chofer y el que me pareció de repulsivo aspecto. Este daba la sensación de empleado de oficina. Ella los saludó por sus nombres. Supe así que el primero se llama Luis, el segundo Juan y el tercero Francisco. No sé por qué miré al último con particular atención y tampoco sé por qué me disgustó profundamente su semblante desde el primer momento en que le vi. Su petulancia, su presencia innegable de canalla, que él parecía esforzarse en aumentar… Era como un odio temeroso, como la angustia de la convicción íntima de que este hombre iba a intervenir en un momento decisivo de mi vida.

Las dos mujeres se marcharon al interior de la casa y yo continué largo tiempo inmóvil, viendo entrar gente, salir gente, volver a entrar. Mujeres, hombres, chiquillos harapientos, de todo.

Pero creo que no veía nada. Ni siquiera me fijé en las caras, yo que soy muy curioso. Estaba preocupado. No podía creer que aquella muchacha fuese lo que decían las mujeres que me habían hablado. Sin embargo, podía serlo. Su aspecto no era tan pudoroso como el de una virgen y además el niño… A propósito, ¿quién sería su padre?

He hallado, en la esquina más inmediata, lo que buscaba. Es una tienda en cuyo interior sirven comidas. No tiene el anuncio de “Asistencia”, que es tan detestable y tan vulgar. Pero es una asistencia. Precisamente me sirven por la suma presupuestada, de suerte que voy a vivir como lo había pensado. Apenas almorcé —llevé al niño: me recargaron el almuerzo en diez centavos—, retorné a mi habitación.

Ya se iniciaba el desfile de personas. Todos los que habían venido a almorzar salían ruidosamente. Habían entrado en silencio, hambrientos, con la urgencia excesiva de llenar el vientre y ahora marchaban satisfechos, alegres, como consecuencia de la digestión que había saciado a la bestia y que, al mismo tiempo, estimulaba la circulación de una sangre más provista de calor. Hacían comentarios, intentaban concebir chistes y reían por cualquier cosa.

Bueno. No es que yo esté como un espía en esta casa. A mí no me importa lo que hagan los vecinos. Cada uno es libre. Pero como no tengo dónde irme a pasar la tarde y no puedo ambular por las vías sin riesgo de quedarme sin zapatos, estoy obligado a presenciar las escenas que se desarrollan en la mansión y a mirar las caras de todos los habitantes. Además, como aquí se murmura mucho, tengo que darme cuenta de todo, si no quiero pasar por la incomodidad de taparme los oídos. Y es que también me gusta enterarme de lo que se dice, aunque sólo sea para saber dónde me he metido.

Y es que también me gusta enterarme de lo que se dice, aunque sólo sea para saber dónde me he metido.

El niño se acostó a dormir en mi cama. Nos hemos hecho muy amigos. Parece agradecido por haberlo llevado a almorzar. Cuando todo el mundo se había ido y sólo quedaban en la casa los que nunca salían de ella, Georgina llamó a gritos desde el patio.

—¡Pedro!…

Y como el niño no contestara, empezó a maldecir y a proferir insultos contra la madre, “que tantos trabajos le hacía pasar”. Poco después se calló.

Por la tarde salió del interior otra muchacha. Viste también con coquetería, pero pude observar en ella esos detalles que uno no puede describir, pero que denuncian las malas costumbres. Esta muchacha debe ser… Sí, naturalmente. La otra, no. La presencia de mi vecina es más noble, más sincera. Además, ella no me lanzó esa mirada insinuante y provocativa que vi en los ojos de ésta. La acompañaba una anciana de cincuenta años, una campesina que no había podido amoldarse al ambiente de la ciudad. Era de la más modesta clase de gentes del pueblo.

La anciana fue hasta la puerta e hizo algunas recomendaciones, de las que sólo escuché esta frase, dicha en voz alta:

—Y no sea boba. Mire, ni esto —me imagino que hacía chasquear las uñas, pero yo no lo veía—, mientras no le den plata… El todo es la plata. Pero no se venga sin alguito, que estamos muy pobres.

Y oí también la voz de la muchacha:

—¡Hasta luego, mamacita!


Capítulo IV

También el valor de la comida se me recargó en diez centavos, pues llevé a Pedrito a comer conmigo. Su madre, en cuanto entró, me dio las gracias y me sonrió. El niño, llenito y satisfecho, se había dormido. Yo me ofrecí a llevarlo a su cuarto. Pero ella se opuso y como yo me obstiné, me permitió conducirlo hasta su puerta, donde me lo arrebató de los brazos y, entrando de prisa, cerró bruscamente. No quiere que nadie entre en su habitación.

Más tarde me puse a contemplar el cielo, a escuchar la noche. La casa estaba en silencio. Serían las once. Confusamente llegaba el rumor de la calle, ese rumor formado por la mezcla de muchos ruidos distintos. Yo estaba en mi puerta entreabierta, mirando a las pocas estrellas que colgaban sobre el patio. Sentía un contagio de serenidad inconfundible. Estaba de pie hacía rato. Ni sentía el cansancio, ni experimentaba la fatiga y el ruido llegaba a mis oídos de una manera tan confusa, que no acierto a asegurar si alguien se rió estrepitosamente en la misma casa.

De pronto, entró la muchacha. Al entrar miró a todas partes. Me vio. Se detuvo. Dio dos o tres pasos. Volvió a detenerse. Y luego, acercándose resueltamente, me habló:

—Buenas noches, señor.

Yo le respondí y luego ambos guardamos silencio. Ella esperaba que yo le dijera algo, algo que yo no quería decirle. Pasaron cinco minutos, ella y yo frente a frente, mirándonos a la luz tímida del bombillo. Me sonreía. Me lanzaba miradas incitantes. Por fin habló para quejarse del frío de la noche. Luego me dijo que estaba trabajando hasta esa hora y, como me obstinase en guardar silencio —no se me ocurría una sola frase—, me propuso francamente que le permitiera entrar en mi cuarto.

Se sentó al borde de mi cama y se despojó del sombrero. Elogió el lecho, pasando la mano sobre los cobertores y, luego, insinuante, inició confidencias. Se llamaba Inés y nació en Soacha. Ha buscado un trabajo honesto por todas partes sin haberlo encontrado y esto la tiene desesperada. Ella quiere ser honrada, pero su mamá le dice que “es preciso vivir”. Y como la pobre no tiene qué comer y está tan vieja…

Se aproximaba al hablarme. Me miraba los ojos, como si se complaciera en verse retratada en el fondo de mis pupilas. Probablemente no se veía. Yo le contemplaba sus ojos húmedos, de pestañas encrespadas, untadas de algo. Echaba hacia atrás la cabeza, mirando hacia el techo y conservándose a pocos centímetros de mi rostro. Estoy seguro de que me ofrecía su boca. Después colocó sus manos sobre las rodillas mías y este ademán pareció aproximarla más.

Yo la miraba con fijeza, emocionado. He esquivado siempre estas cosas, que son impropias de mi edad. Dos o tres veces alargué mis manos hacia su cuello, en un intento impetuoso de oprimirla, pero luego volví a cruzarlas monásticamente sobre el vientre. A pesar de todo, sentía junto a mi cuerpo el contorno del suyo, y junto a mi boca el aliento cálido de la suya.

Otra vez alargué mis manos y otra vez las dejé caer, cuando se me ocurrió pensar en que sus confidencias no habían sido discretas. Por lo mismo que eran espontáneas, no eran sinceras. Constituían simplemente el sistema que se había impuesto para cobrar sus favores. Al hablar así estaba aleccionada, sin duda, por su madre. Al mismo tiempo se me ocurrió analizarla y no descubrí en ella nada seductor. Es vulgar su rostro, su boca es de un dibujo detestable, su sonrisa es perfectamente antipática… No. Yo soy casi un viejo y ella casi una niña; hay una profunda diferencia de edad entre los dos. Por otra parte, yo soy un hombre serio. ¡Cómo ha de ser que yo me comporte como cualquier mozalbete!

De pronto me levanté y, dejándola al borde de mi lecho, salí de nuevo a la puerta y me puse a observar el cielo. No quise mirar los gestos de despecho que debió hacer. Quizás me contempló con ojos de odio. Posiblemente frunció la boca en un ademán despreciativo. Masculló alguna injuria y se puso en pie. Yo escuché el crujido del lecho producido por el movimiento, pero no aparté los ojos de las estrellas. La sentí ponerse el sombrero y sentí también sus pupilas fijas en mí, recorriendo de arriba abajo mi espalda, que debía presentar un lamentable aspecto de caducidad. Luego, al salir, se detuvo a mi lado, me dirigió un gesto copiado de alguna actriz de cine —yo voy a veces a cine—, frunció los hombros y se alejó. Se metió en el interior de la casa. Miré su silueta, a la luz opaca del bombillo, miré también la sombra que proyectó un momento sobre la pared fronteriza, sombra que partía del suelo, se alargaba por el pavimento, se plegaba en el ángulo que formaba la pared y luego escalaba ésta, adquiriendo contornos grotescos. El corredor la absorbió y tuve la sensación de que en ello invirtió más del tiempo normal. Escuché después el ruido de sus zapatos, hasta que se detuvo. Sonó una puerta violentamente golpeada y se hizo el silencio.

Otra sombra surgió entonces pausadamente del zaguán y avanzó hacia el patio. No producía ruido alguno al moverse y tampoco lo había producido al entrar. Comprendí que estaba oculta en la oscuridad y tuve la sensación de que lo había hecho con el fin exclusivo de espiarme. Reconocí, en cuanto la luz me lo permitió, a Georgina. La misma mujer plebeya a quien pagué el alquiler del cuarto. ¿Cuánto tiempo había permanecido allí? Pensé que podía haberse dado cuenta de… Pero no. Como nada había pasado… Y además, ¿qué importaba?

Desde lejos, al entrar por el corredor en el interior de la casa, me dijo:

—¡Que tenga buena noche!

¡Cuánta ironía ostentaba la frase trivial! Comprendí toda la burla que la mujer quería hacer de mí. Iría en seguida, sin duda, a contarles a sus amigas, a sus hijos, a todos, que Inés había salido de mi cuarto. Me llamarían viejo verde, se acordarían de mi decrepitud y cada uno tendría derecho a sonreír al verme.

Entonces el ambiente del patio se llenó de infamia.

No he dormido nada durante la noche. Tengo angustia de que vayan a creer…


Capítulo V

Por la mañana, Georgina, que se levanta, al parecer, muy temprano, vino hasta mi cuarto a saludarme y a preguntarme qué se me ofrecía. Yo me acababa de dormir. Había amanecido. Pero qué gesto más insólito el de Georgina: venir hasta mi habitación, ofrecerme sus servicios, parecer amable, ¡después de lo de anoche! No, es que algo ha ocurrido.

Luego, Araceli vino al patio, después de que yo me había levantado. Con el pretexto de recoger las basuras que el niño había hecho, se puso a conversar conmigo. Habló primero del tiempo. Después de la casa. Finalmente, del pequeño. En este punto fue más explícita. Dijo que la madre —mi vecinita se había marchado ya— no tenía corazón. Que, además, era muy presuntuosa. Que el muchachito era insoportable. Que hacía muchos daños. Yo le respondía con monosílabos. Pero luego, la madre de Inés, a quien había conocido cuando ésta marchaba a la calle, pasó incidentalmente al parecer, aproximándose poco a poco se detuvo junto a Araceli. Minutos después volvió Georgina. Las tres mujeres me rodearon. Hablaban a la vez. Me manifestaban una inmerecida solicitud. ¡Me parecieron tan buenas! ¡Cómo es el mundo! Yo las había juzgado malas. ¡Pobres gentes! Yo sólo creía en la bondad de mi vecina. Y sin embargo, debe ser lo que suele llamarse una mala hembra.

Conversamos largo tiempo. Inicié algunas confidencias. Dije que estaba sin trabajo, pero hice creer que tenía mis buenos ahorros (bueno, tengo como diez y ocho pesos, pero yo di a entender mucho más). De mi pasado no dije nada. Conté algunas anécdotas de las partes donde había trabajado. Hablé sobre las costumbres de algunos de mis conocidos. Y luego nos separamos todos cordialmente. Ellas se ofrecieron a hacerme la cama, a ir por mis compras, a verme la ropa. La más expresiva era la madre de Inés, que se llama Verónica.

Por la tarde salí y regresé muy temprano. Antes de que se marchara Inés. Ahora no la acompañaba su madre. Salía sola. Se detuvo a saludarme con fingida simpatía y luego se aproximó como si hubiera olvidado lo de anoche. El patio estaba solitario y todas las puertas cerradas. Nadie presenciaba nuestra conversación.

¡No, si es que no debo escribirlo! Pero, en fin, como esto nadie lo ha de leer…

Bueno. Pues la chica se detuvo, me habló, le hablé, se hizo invitar al interior del cuarto, me pidió tres pesos, que yo me apresuré a darle y luego ocurrió lo que tenía que ocurrir. Algo vergonzoso, que no me atrevo a detallar porque me da asco.

Después, ella me expresó sus deseos de ser honrada junto a un hombre bueno, ojalá de alguna edad, para mayor respeto, “aunque fuera pobre”. Se lamentó de la vida que se veía precisada a hacer, de la miseria en que vivía, de la crueldad de su madre que la obligaba a salir de noche a buscar dinero, de todo. En realidad, debía sufrir. Yo me precio de tener un corazón muy duro, muy insensible, pero esto me conmovió de veras. Si yo pudiera hacer algo por ella… Pero no, imposible. ¡A mi edad! Mi edad es una de mis mayores preocupaciones.

Se marchó. Vi con tristeza que en vez de volver a su cuarto se dirigía a la calle, cuando empezaba a oscurecer. Estaba yo conmovido. ¡Pobre chica! La vida es muy cruel…

¡Quince pesos! Caramba, ¡no me quedan sino quince pesos! ¡Pero no importa! Ya vendrá el trabajo. En esta misma semana, seguramente. Y si no, tengo algunos amigos… No me faltarán. Pueden prestarme.

Después de la comida, Georgina y Araceli me invitaron a su cuarto. Pude observar que mi vecina no había llegado, con ser las siete. Primero pensé dónde estaría el niño. Pero esa curiosidad se desvaneció. En realidad, ¿a mí qué me importaba? Decididamente era gente que no valía la pena. Era una mujerzuela…

Ahora pasaba con más confianza hacia el interior de la casa. Saludé al agente de policía y a su mujer. Saludé a la madre de los tres mocosos que al principio me habían disgustado. Saludé a otros vecinos, que me respondieron amablemente. Luego Georgina me presentó a dos de sus hijos, que se hallaban presentes: Juan, el chofer y Francisco, el empleado. Me presentó otras personas. La conversación se generalizó. Me sería muy difícil copiarla toda. ¿Para qué? Pero lo que saqué en limpio, a las diez de la noche, hora en que regresé a mi cuarto, fue esto. ¡Ah! Estaba también la madre de Inés. Cuando me retiré, ésta no había llegado.

La mujer de los tres mocosos vive con un tipo estafador, que ahora se halla en la cárcel. Dicen que es persona muy decente, que quiere mucho a los niños y que sostiene relaciones con el marido de otra mujer de la misma casa, que está enferma del estómago desde hace varias semanas. Creen que no sea el estómago, sino una tuberculosis. Allá ellos. La pelirroja del policía era, hasta hace pocas semanas, una criada. El agente la trajo a vivir a esta casa, pero no se llevan bien. Ella parece quererlo, pero es muy perezosa y desaseada. En una pieza interior viven dos mujeres, de esas que venden víveres en el mercado, a quienes no he visto, que entran muy tarde y que a veces llegan borrachas y hacen escándalos. Desde que yo estoy en la casa no ha ocurrido, por fortuna, eso. En la pieza inmediata a la que ocupa Inés con su madre, vive un zapatero que se emborracha los domingos y viene con el propósito de matar a su mujer, de cuya fidelidad sospecha. Luego, en el patio exterior, donde yo vivo, residen dos aprendices de sastre que casi nunca van a la casa. La dueña sospecha que están en la cárcel y que no son tales aprendices sino simples rateros. La vecina que me llamó al principio la atención se llama Juana. Esta joven es, definitivamente, una mala mujer. Deja ese muchachito abandonado los días enteros. Durante todo el día se mantiene mariposeando en la calle en busca de amigos. A mí me ha parecido inverosímil, pero lo ha dicho una persona como Georgina que, a pesar de su brusquedad aparente y de su aspecto plebeyo, parece seria y honrada. Juana se separó del padre del niño, que la quería mucho, por obedecer a sus malos instintos. Sobre las tentativas que hizo Francisco por hacerla suya, no se dijo nada. En las dos piezas que tienen ventanas a la calle vive un matrimonio que ahora está en el campo. No tienen muchos detalles sobre ellos.

Este conjunto tan heterogéneo de huéspedes es muy natural, pues, como dice doña Georgina, “uno no sabe nunca a quién le arrienda”. Estas palabras fueron pronunciadas cuando hacía un elogio personal a mi simpatía y mi aspecto de persona decente.

Yo creo que todavía hay más gente en la casa, pero nada me han dicho.

Yo creo que todavía hay más gente en la casa, pero nada me han dicho.

Ahora tengo una impresión muy favorable sobre Georgina, he de cuidarme de volver a hacer juicios temerarios.


VI - X

Capítulo VI

Mi vecina —todos son vecinos míos, pero es a Juana a quien designo con este nombre, porque ocupa el cuarto inmediato al mío— no salió como de costumbre por la mañana. Yo me levanté temprano, hice mi desayuno, arreglé mi habitación y me eché a la calle a las ocho, sin que la puerta suya se hubiese abierto ni la voz de Pedrito se dejase oír.

No tengo para qué decir que no hice nada en la calle. En las partes donde me habían prometido trabajo me han dicho que volviese, dentro de algunos días, en la semana próxima. En otras me han desilusionado. ¡Y ayer le obsequié tres pesos a Inés! De seguro, hoy también vendrá a visitarme. Y no, es imposible. Yo no debo hacer eso. Además, que me da lástima esa muchacha. ¡Parece tan buena! Si yo tuviera dinero, es seguro que aceptaría sus insinuaciones y me convertiría en su protector. Ella, precisamente, desea un hombre así, de mi edad, “que la haga respetar”. Sólo que lograra conseguir trabajo… No, no es que la quiera. No es amor. Es como piedad. En fin, yo he tenido tan pocas oportunidades de analizar mis sentimientos…

Vine a las once, con el fin de darme de cepillo antes de ir a almorzar. La asistencia no merece estos cuidados, pero yo, ante todo, soy muy ordenado. Necesité un poco de agua para lavarme las manos y tuve que ir por ella hasta el segundo patio. Allí, sobre una esterilla, estaba sentada Juana, peinando al niño. Me saludó con una vaga sonrisa impregnada de tristeza —por lo menos así me pareció—. Otras mujeres entraban a la cocina, salían, se trasladaban de un cuarto a otro con una agitación y un movimiento que anunciaban la próxima venida de sus hombres. Saludé, con gentiles ademanes, a todo el mundo. Me interesé por la salud de Georgina, por la de Araceli, por la de Verónica. Ésta, al ver que iba por agua, se apresuró a tomarme la jarra y se quejó de mi falta de confianza “para ocuparla”, con una solicitud que, realmente, me conmovió. Yo siempre he vivido en casas de vecindad, porque siempre he sido pobre. Pero aquí he recibido muchas atenciones de estas buenas gentes.

Me detuve un rato, viendo la actividad de aquellas mujeres, como si fuera un espectáculo nuevo. Estuve contemplando la manera de lavar de una de ellas y miré cómo el jabón, al descender por el declive de la piedra, se convertía en mil diminutas bombas tornasoladas. ¡Qué bonitas! Luego, la espuma caía al suelo y al llegar a los ladrillos, sucios por el contacto de todos los pies, se manchaba de negro, se convertía en gris y rodaba, sin mérito alguno, hasta sumergirse por los cuatro agujeritos del desagüe, que la devoraba alegremente, con un ruidillo característico.

De pronto, Juana se puso en pie. ¿Cómo ocurrió lo que sigue? Georgina estaba barriendo. El cambio de posición de Juana bastó para que mi atención, que se había concentrado en la corriente, se detuviese en las cosas vivas. Juana había tomado de la mano al niño y se encaminaba hacia el sitio donde yo estaba, para tomar el corredor que la llevaría a su aposento. Vi muy claramente la mirada que le lanzó Georgina y vi un reflejo semejante en los ojos de Araceli, que estaba en la puerta de la cocina. Ahora, cuando escribo esto, he caído en la cuenta de que tales miradas eran de odio. Al pasar Juana, Georgina hundió una escoba, que había cogido en aquel momento, en un laguito de lodo, de los que había formado el jabón y luego la lanzó con fuerza sobre Juana. El lodo cubrió las medias y llenó de manchas su traje, el mismo traje con que la había visto salir a la calle. Juana se miró el cuerpo, sorprendida. Miró a Georgina. Yo hice lo mismo que Juana y pude apreciar, como ella, la sonrisa burlona que brotó en los labios de la dueña de casa. Llegó hasta mí la ira que se apoderó de Juana y escuché la voz temblorosa con que dijo:

—¡Tenga usted más cuidado! Me ha dañado el vestido.

—¡Ay! ¿Qué hacemos con la señorita! —contestó Georgina burlescamente. Y luego, con ira repentina: —¡de barro te llenaré la cara!

No, yo desisto de escribir lo que siguió. Juana respondió airadamente, pero empleando vocablos pulcros y, entonces, como si obedeciera a un acuerdo previo, las tres mujeres —Georgina, Araceli y Verónica— se precipitaron sobre ella. Nunca han llegado a mis oídos palabras tan insultantes como las que se le dijeron a aquella muchacha. Yo me he educado y he vivido con pulcritud y no puedo relatar indecencias ni siquiera para leerlas yo solo. Todo esto era a voz en cuello. Juana contestaba procurando usar frases menos toscas. Contestaba cada vez más débilmente, hasta que un torrente de lágrimas se escapó de sus ojos. Entonces echó a correr hacia su cuarto y cerró con violencia la puerta, cuyo golpe se escuchó hasta donde yo estaba. Porque yo presencié toda la escena. Yo me sentí angustiado. Las tres mujeres se habían precipitado en pos de Juana y ante la puerta cerrada detuvieron sus pasos, esgrimiendo sus puños y sin cesar de lanzar gritos y vociferaciones. Comprendía yo que le enumeraban sus debilidades. Pero como hablaban todas a la vez, yo no podía entender. Por fin, Georgina inició unas frases que llegaron a mis oídos completas:

—¿Con que querías seducir a Francisco? —se dirigía a Juana, encerrada en su cuarto—. ¡Perra! ¡Hija de perra! Por fortuna yo estaba para impedirlo. ¡Corrompida! Lo que pretendía era perder al muchacho, para seguir luego con los otros. ¡Así has vivido siempre! ¿Yo no te he calmado hambres? ¡Cuántas veces has venido a llorarme, hipócrita, para que te diera algo de comer! Y yo, tan buena, tan generosa… ¡Ay! ¡Es que uno carece de vergüenza!

Y luego, dirigiéndose a mí:

—¡Métase usted a apoyar, a servirle a una ramera de estas! ¿Ha visto usted cómo paga?

Yo, en realidad, no había visto cómo pagaba. No sabía tampoco qué clase de servicios debía Juana a estas mujeres. Pero a juzgar por lo que acababa de ver y oír, no había nada de censurable en el proceder de Juana. Bueno, puede que me ciegue la simpatía que experimenté por ella cuando vine aquí.

Todavía las tres mujeres siguieron hablando a gritos. Todavía descubrieron nuevos secretos de su vocabulario. Escuchaba yo, en silencio, no atreviéndome a formar una opinión concreta. Oí decir:

—Y a ver si te largas de aquí, perra. Hoy mismo te vas, antes de que te haga arrojar de mi casa por la Policía. Hoy mismo has de sacar tus harapos. Te encierras, miserable, porque la vergüenza de tu vida te hace enrojecer. ¡Maldita!

Las mujeres se iban alejando poco a poco, a medida que veían saciada su necesidad de expansionarse. Desde el corredor, antes de desaparecer, lanzaban el postrer insulto, como si no quisieran que se les quedara nada dentro. Aún agitaban sus manos iracundas. Por fin se callaron y se metieron en el interior de la casa.

Cuando los hombres empezaron a entrar, a la hora del almuerzo, se había extinguido el eco de la reyerta. ¡Ah! No, no se había extinguido, porque hasta mí llegaban, confusos, los sollozos de Juana, a través del tabique que separaba nuestros cuartos. Yo estaba tendido en mi lecho. No tenía deseos de almorzar. Y esos sollozos me hacían daño. Yo no soy sensible: soy un espíritu fuerte. Por ejemplo, a mí no me domina la pereza y me levanto temprano, aunque haga frío. A mí no me conmueve nada. Pero este modo de sollozar parte el alma.

Analizaré la situación:

Estas mujeres parecen muy buenas. Lo han sido conmigo. Han tenido una solicitud que no merezco. Lo de Inés, ayer tarde, carece de importancia. No hubo en eso cariño, ni nada. La pobre muchacha estuvo conmigo como con cualquiera. No, eso no. Pero las otras mujeres son buenas. Juana es una mala mujer. Lo han dicho ellas. Debe ser digna de su suerte. Pero hoy, ¿merecía esos ultrajes? ¿Qué mal estaba haciendo ella, sentada al sol, silenciosa, con su hijito? ¿Y por qué Georgina le ensució el vestido? Además, Juana no tiene quién la defienda. ¡Vive tan sola! Bueno, esto de que sea sola no quiere decir nada. ¡No vivimos en las selvas! A todo el mundo se le respeta. Eso es. He procedido con orden, me parece. Y tengo que convenir en que en este caso ha habido injusticia con Juana. ¿Y a mí qué me importa eso? Yo debo irme a almorzar. Esta tarde, de seguro, vendrá Inés y… Pero antes voy a apuntar este razonamiento que he hecho. Puede olvidárseme.

Salí con el fin de almorzar. Hasta mi oído continuaban llegando los sollozos de Juana. Hablaba sola. Tal vez diría algo interesante. Yo no soy un espía, pero se me ocurrió aproximarme a su puerta. Era el niño, que trataba de consolar a su madre, con su media lengua apenas inteligible. Me imaginé el cuadro. Oí las frases.

—No llore, mamá. Cuando yo sea hombre…

—Cuando tú seas hombre hará mucho tiempo que yo he muerto, hijo mío —exclamó ella, con voz ahogada por los suspiros.

Yo estaba interesado. El niño dijo algo que quise escuchar, pero que no llegó claro hasta mí. El afán que yo ponía en entender me hizo empujar, sin quererlo, la puerta, que se abrió.

—¿Quién está ahí? —dijo ella desde adentro.

En su acento se adivinaba el sobresalto. Supuse que se habría limpiado los ojos al hablar.

Yo pensé en escaparme. Pero ella podría verme. ¿Cómo quedaría yo?…

—Soy yo, vecinita —me decidí a contestar—. Yo, que vengo a ofrecerle mis servicios.

Y empujando más las hojas, entré en el cuarto. Al principio no vi nada. Volví hacia la puerta, que abrí un poco más. Mis pupilas se acostumbraron pronto a la semioscuridad. ¡Pero si el cuarto estaba vacío! ¿Dónde se hallaba la cama? ¿Dónde los muebles? ¿Cómo vivía esta mujer?

En un rincón, sobre una estera, colocada encima de unas tablas —residuos de empaques de mercancías— se encontraba Juana. Era, sin duda, su lecho. A un lado, enrollada, había una mantica de algodón. En el suelo, junto a la cabeza, un periódico extendido protegía del contacto con los ladrillos, sucios por la humedad, el conocido sombrerito de paja. La almohada era un rollo de ropa. Y nada más. Nada más en aquel cuarto.

—Por Dios, vecina, ¿cómo vive usted?

No me contestó. Con el rostro contra la ropa que reemplazaba la almohada sollozaba convulsivamente. Veía yo su cuerpo subir y bajar, impulsado por los sollozos. Pedrito estaba sentado junto a ella y con sus manecitas le acariciaba la cabeza.

—Vecina, ¿en qué puedo servirle?

Tampoco me respondió. Yo, en verdad, me sentía cohibido. Era aquel cuerpo de diez y ocho años un andrajo más entre los que se encontraban en el cuarto. Yo no sabía qué hacer. Intenté sentarme y tuve que lanzar otra mirada circular para convencerme de que, en realidad, no había asiento alguno. En aquel momento, todas las ideas habían huido de mí. No encontraba una frase trivial de consuelo. Yo hubiera podido, tal vez, decirle algo si la hubiera hallado en una cama decente y si me hubiera podido sentar. Pero en tales circunstancias, ¿qué podía yo intentar? Me cogía los dedos de una mano con los de la otra y me acuerdo que extrañé el tamaño de ellos.

Sentía la necesidad de expulsar alguna frase. Lo más sencillo hubiera sido irme, pero ni siquiera se me ocurrió pensar en ello. ¡Era preciso que yo encontrara una frase! De pronto, poseído de este pensamiento, inconscientemente caí de rodillas al pie del miserable lecho y mis manos se encontraron con las del niño sobre la cabeza de la madre, que no modificó su posición ni demostró con movimiento alguno la sensación de este nuevo contacto. Mis dedos se deslizaron bajo su frente, encontraron la humedad tibia de las lágrimas y luego levantaron aquella cabeza, donde el dolor había logrado encontrar una manifestación perfecta, digna de un cuadro de renombre. Ella permitía todos mis movimientos, completamente abandonada, desposeída de voluntad. Así pude sentarla, enjugarle los ojos con mi pañuelo, retirar el pelo del rostro, donde se pegaba con las lágrimas.

¡Ah! ¡Si yo hubiera tenido una hija! ¡Y si mi hija fuese desgraciada como esta pobre mujer! Así me hubiera aproximado yo a ella, así la habría cogido, así le habría manifestado mi ternura… Así, oprimiendo contra mi pecho la cabecita doblegada como una flor marchita.

Con un movimiento repentino, en cuanto se dio cuenta del contacto de mi cuerpo, saltó lejos de mí y se refugió en uno de los rincones del aposento. La actitud inesperada me tornó a la realidad. Aquella no era hija mía, ni, quizás, sus penas me importaban nada. Además, era una mala mujer. Ya lo había oído decir muchas veces. Bueno, ¿pero por qué huía?

—Sálgase usted —me dijo—. ¡Sálgase usted de mi cuarto!

—Pero vecinita… Yo he venido por servirle…

No es que lamentara propiamente haber entrado a aquel cuarto. Pero un sentimiento raro se apoderó de mí: ¡se me arrojaba de él de manera tan áspera!…

Mi silenciosa actitud debía ser sincera. Por ella debió comprender que, en realidad, quería servir. Y dulcificándose, me respondió, sin dejar de llorar:

—¿Pero no ve usted que después hablan de mí? Lo ven salir a usted de mi cuarto ¿y qué van a decir, Dios mío?

Al pensar en esto su llanto aumentó. Fue entonces un torrente. Se mordía las manos, se arrancaba los cabellos. El niño se conmovió, llorando a su vez, poseído de angustia, pero ni sus llamamientos ni sus palabras lograron distraerla de su dolor. Ella se volvió de cara a la pared, apoyó contra ésta un brazo e, inclinando sobre él la frente, continuó sollozando. La contemplé durante breves minutos. Miré la elegancia de su cuerpo, enflaquecido sin duda por las privaciones, por el hambre. Ese pobre cuerpo que ahora se estremecía, se agitaba, como si toda la esperanza del mundo hubiera muerto para él.

Ese pobre cuerpo que ahora se estremecía, se agitaba, como si toda la esperanza del mundo hubiera muerto para él.

Dando un paso y deteniéndome, dando otro y deteniéndome de nuevo, llegué a su lado. Mis dos manos subieron hasta sus hombros y, con otra invasión de ternura, la volví hacia mí y lentamente la conduje al lecho, donde se dejó caer. Torné a limpiarle el rostro y luego le sostuve la cabeza largo tiempo entre mis manos, mirándola, mirándola, mientras ella permanecía con los ojos cerrados, de donde fluían las lágrimas. Se quejaba como un niño moribundo. ¡Cómo me pareció entonces de indefensa y pobrecilla! No era la pobreza material, esa falta de lecho que me obligaba a permanecer arrodillado en el suelo, en una posición violenta. Era la pobreza del alma. Era el desconsuelo infinito que irradiaba de aquel rostro. Era, tal vez, más bien, la ternura, una ternura paternal que se había apoderado de mí, al contacto de aquel cuerpo, al contacto también de aquella miseria. ¡Era tan dulce, tan amargamente dulce, la expresión de su cara!

—¿Quiere algo, Juanita? ¿Desea alguna cosa?

—Nada. Gracias. Que se vaya. Váyase. Yo no soy mala. Yo soy buena y, sin embargo, ¡cómo hablan de mí! Es que me odian. Si usted supiera… Pero no… ¿Para qué? Váyase. Mire, váyase.

Poseído de un súbito egoísmo, yo pensé en que también podrían hablar de mí. Y depositando con suavidad la cabeza sobre lo que hacía de almohada, salí lentamente, andando hacia atrás, contemplando todavía su cuerpo grácil, estremecido por el dolor. Salí lentamente, tomando precauciones, como si hubiera cometido un crimen. Oí esta frase:

—¡Qué desgraciada soy, Dios mío!


Capítulo VII

Por la tarde, como a las tres, salió. Yo había estado vigilando su cuarto. Ella no había almorzado. Aunque quería aparecer serena, su rostro delataba el sufrimiento interno. Yo la esperaba, sin haberme atrevido a entrar de nuevo en su habitación, porque sentí en la pobre mujer, por la mañana, la necesidad de hacerme confidencias. No era que yo fuera curioso. Comprendo que en determinados momentos se haga preciso alguien a quien poderle contar lo que nos pase y que, una vez satisfecha esa necesidad, se experimente consuelo. No es porque lo haya leído en un libro, aunque creo que está impreso. Es porque es así. Y ahora, yo quería prestarle ese servicio a Juana. Un espíritu malévolo que leyera esto seguramente diría que obraba impulsado por el deseo malsano de satisfacer mi curiosidad. ¡Qué error! ¡Lo juro que sería un error!

Salió, pues, con el niño de la mano. El niño iba descalzo y sin sombrero. Ella había procurado limpiar, sin lograrlo del todo, las manchas de barro del traje y de las medias. Yo la detuve. Había abierto de par en par mi puerta.—¡Vamos a cambiar el mundo!.

—¿Por qué no entra un momentito? —le dije mostrando el interior de mi habitación y señalando la puerta abierta. Empleé el más cordial ademán que me fue posible.

Me miró tristemente. Sorprendí en sus ojos un destello de sorpresa, ocasionado, sin duda, por la solicitud que me tomaba. A lo menos me pareció eso. ¡Ella no debía estar acostumbrada a despertar compasión por su miseria! Titubeó:

—Yo quiero ser buena. Y si me ven entrar a su cuarto, se ponen a hablar mal de mí. ¡Con todo lo que han murmurado de mí!

—No, si no vamos a cerrar. Además, estará el niño en mis rodillas.

Accedió. Tomó asiento. Yo ocupé el borde de la cama y senté, como había dicho, a Pedrito en mis rodillas.

—Bueno, vecinita —le dije—, yo quiero servirle. ¿En qué puedo ayudarle? Soy muy pobre, pero…

No sé si era sincero. Y si en realidad aquella era una mujer indigna de que se preocupara por sus desgracias un hombre como yo, esto era lo que yo, ante todo, quería poner en claro. Me empezó a obsesionar ese deseo: el de investigar sus costumbres. No tenía derecho a ello, lo reconozco, pero nadie puede dominar todos sus deseos.

Ella, por toda respuesta, se echó a llorar. Yo la consolaba con frases cariñosas, pero no me atrevía a aproximarme ni a bajar al niño, con cuyas manecitas me parece que jugaba mientras contemplaba a la madre. Era, en realidad, aquella mujercita muy bella. La posición en que se encontraba la hacía muy interesante y cuando levantaba sus ojos llenos de lágrimas para mirarme, me acordaba de una imagen religiosa que conocí en mi niñez, cuya belleza asombrosa será perdurable para mí.

—Me voy a buscar para dónde irme. Ya me es imposible continuar aquí. Pero, ¿dónde voy, Dios mío?

Lo dijo con un desconsuelo infinito. Yo advertí ese desconsuelo balanceándose en cada una de las letras que pronunciaba.

—¿Hace mucho tiempo que vive usted aquí? —le interrogué.

Ella se enjugó los ojos. Guardó silencio durante un momento y luego me respondió:

—Tres meses. Pero jamás había sido tan atormentada en mi pobre vida. Figúrese usted que, desde cuando llegué, se enamoró de mí el hijo de ella, ese a quien llaman Francisco. Es un borracho y un perdido que no quiere trabajar. No, y aunque fuera bueno. ¿Qué necesidad tengo yo de hombres? Yo no le hice caso. Yo no tuve la culpa de que se hubiese enamorado, porque jamás le dirigí una sonrisa ni le contesté a un saludo. La vieja Georgina juzgó, sin duda, que si Francisco se ponía a vivir conmigo arreglaría su conducta y empezó a tratarme con un cariño extremado. Me ofrecía sus servicios. Me invitaba todos los días a su cuarto, proporcionaba entrevistas entre él y yo. Le hablé claramente desde el primer momento. Le dije que yo no quería unirme con nadie, que yo trabajaba y ganaba lo suficiente para vivir. Todavía durante algunos días se me ofrecieron atenciones, me invitaron a comer, para situarme junto a él en la mesa. Además se me hicieron insinuaciones. Una noche el miserable…

—Eso es. Yo no quiero nada con ellos. Yo vine a vivir aquí sola y no necesito de nadie. Pues me han tomado un odio mortal. ¡Cómo sufrirá el muchachito mientras yo me voy a trabajar! Deben pegarle, injuriarlo… Yo sentí un gusto cuando usted se pasó aquí… Porque tiene cara de ser bueno.

—Se engaña. Yo no soy bueno. Soy igual a todo el mundo.

—¿Sí? ¿Y entonces por qué se ha puesto a consolarme? ¿Por qué se ofreció el otro día a traerme el desayuno para impedirme salir a la calle? Porque supongo que…

Guardó silencio. Estuvo mirando el suelo, fijamente, como si hubiera descubierto un espectáculo insólito en la juntura de los ladrillos. Y luego, con ese acento que delataba una resolución repentina:

—Mire usted. Yo soy muy desgraciada. Sufro mucho. No puedo ni siquiera trabajar. Los hombres me persiguen por todas partes. Cuando voy a buscar trabajo me hacen propuestas infames: “Usted tan bonita, ¿buscando trabajo?”, “Si usted quisiera…”. Yo, claro, he procurado ser siempre honrada. Ayer, sin ir más lejos, perdí el puesto que tenía. Era en una imprenta, donde plegaba. Me pagaban a treinta centavos cada mil pliegos y yo soy muy activa. Obtengo sesenta centavos al día. ¿Usted sabe plegar? Se dobla primero así, luego se voltea así y ya está. Pues bueno: uno de los obreros, un pobre diablo que es el encargado de la sección, se atrevió a cogerme por la cintura. Tuve que huir del contacto de sus manos. Naturalmente, por la tarde me despidió. Y así de todas partes. Es que una pobre mujer, sola y desamparada como yo, no puede conservarse virtuosa. La mujer que pretenda vivir de su trabajo, sólo de su trabajo, tiene que luchar mucho. Mucho más que un hombre. ¡La cantidad de propuestas canallas que he recibido!… Pero yo prefiero el hambre, a la cual, por otra parte, ya estoy acostumbrada. Prefiero el hambre a cambio de mantenerme en paz con mi conciencia.

Yo no supe qué contestar. Me quedé en silencio, con un lamentable aspecto de imbécil. No comprendía yo aquello. Es decir, sí. Lo que no comprendía era que el mundo fuese de este modo, que la perversidad se pasease por todas partes triunfalmente, sobre la virtud, sobre la miseria.

—Como la ven a una pobre, todo el mundo se imagina que el cuerpo es de cualquiera. ¡El cuerpo de una miserable! Hay muchos viejos que me han aconsejado. Viejos que trabajan en las mismas imprentas y que tienen un corazón más malo que los demás. Me dicen: “¡Tan boba! Sufriendo necesidades ¡y con tanto medio de hacer dinero!”. ¿Habrá visto usted cosa más infame? Al hablarme, esas gentes, me miran de manera tan procaz que… Y luego, aquí en la casa, todos los hombres que conocen mis circunstancias me miran, me molestan, me ultrajan con sus inmundas propuestas. Por la calle, como me ven mal vestida, se imaginan que ando en busca de dinero. Y todos se creen con derecho de tocarme, de hablarme o de invitarme. Y como a veces, por ganar más, estoy plegando hasta después del crepúsculo… Pero yo, a pesar de todo, me he de sostener contra el mundo y contra el vicio.

Yo continué sin encontrar una frase adecuada para la respuesta.

—Donde más he sufrido ha sido aquí —continuó ella—. Creerá usted que esta vieja Georgina, en venganza de que no atendí al hijo, ¿me ha denunciado en el dispensario? ¿No es al dispensario donde van las mujeres de mala vida? Pues allá. Que me registraran como profesional. ¿Yo? ¡Dios mío, ¿cómo permites estas infamias?! Y en vista de que no tengo a nadie que responda por mí me llevaron allá. Me hicieron muchas preguntas. Esto fue ahora, en la semana pasada. Yo contesté satisfactoriamente. Comprobé que vivía de mi trabajo. Me regañaron, me leyeron papeles y códigos y por fin me dejaron salir. ¡Cómo es de horrible eso! Jamás he padecido una angustia semejante. Veía las caras de otras mujeres que estaban allí y me sentía morir de miedo. Pensaba que yo podría llegar a eso, a ese estado miserable…

Se echó de nuevo a llorar, al evocar el doloroso recuerdo.

—Vea. Yo soy muy desgraciada —continuó luego—. Si estoy con hambre y voy a pedir trabajo, ¡tengo que escuchar antes de conseguirlo veinte declaraciones amorosas, señor! Cuando me dan ocupación, es con la esperanza de que con el tiempo acceda a sus pretensiones. La propuesta, entonces, se tarda un poco más, pero es segura. Yo tengo que huir o sufrir las represalias, que se traducen en multas, en castigos, en ultrajes personales y, finalmente, en la despedida ignominiosa. He salido por ladrona de dos partes, sin haber hurtado nada.

Yo continuaba mirándola en silencio, sin haber abandonado mi actitud de imbécil. Ahora no ocurría que no encontrara una frase adecuada. Comprendía que cualquier frase era inoportuna e inútil.

—Es la desgracia que me ha perseguido. Yo sé de mecanografía, tengo buena letra, entiendo de redacción, algo de cuentas… Yo estudié en el Colegio de la Merced. Pero ya ve, tengo que ganarme la vida como plegadora. Porque cuando murió mi madre, hace como siete años, yo quedé sola en el mundo. Las personas que nos conocían se apresuraron a ofrecerme su apoyo. Ese niño es el resultado del primer apoyo —del único— que acepté. Bueno, eso otro día se lo cuento. Después de que nació el niño, me quedé pobre del todo. Había vendido, durante mi enfermedad, todo lo que poseía mi madre: muebles, vajillas y otras cositas. Yo me dejé una cama, una silla, en fin, lo indispensable… y me busqué una pieza. Desde entonces soy desconfiada. Jamás me han ofrecido un auxilio desinteresado. El nacimiento del niño me enseñó muchas cosas. Lo demás me lo ha enseñado la miseria. Yo desconfío de todo el mundo: creo que existe un interés colectivo por hacerme mal. Un día se me habían agotado todos los recursos. Iba por la calle, triste, sin esperanzas. De pronto vi un aviso: “Se necesita una plegadora”. Yo no sabía qué era eso, pero entré resueltamente y ofrecí mis servicios. Tenía la intuición de que debía ser algo fácil. Me condujeron a un salón, me señalaron un sitio, me ofrecieron pagarme a treinta centavos el mil. Yo miré a todas partes, me aproximé a la compañera de trabajo más inmediata, le pedí instrucciones y luego, fingiéndome enferma, me comprometí a volver al día siguiente. Con los centavos que tenía para la comida compré unos pliegos de papel y aprendí a doblarlos como lo había visto, al regresar a mi pieza. Al siguiente día pude hacer una labor apreciable. Desde entonces soy plegadora. Y posiblemente ésta será mi profesión definitiva. Lo que pude aprender en el colegio no me ha servido para nada. Nunca he podido emplearlo, ni siquiera demostrarlo. Además, no he tenido complacencias con nadie. ¿Cómo puede ascender una mujer en tales circunstancias?

Ya se había calmado. Mientras hablaba, la tristeza iba desapareciendo gradualmente. Las ideas que expresaba, con referirse a su misma desventura, la habían distraído de su pesar más próximo. Ya todas aquellas otras miserias formaban parte de su vivir cuotidiano. Dentro de mí existía una sensación que no sé bien si era de asombro, si era sorpresa, si era piedad, si era odio. Una sensación que no acertaba a definir.

—Bueno, yo me voy. Lo he molestado mucho. Voy a ver qué hago.

Se levantó. Fue a tomar la mano del niño. Yo le dije, deteniendo el ademán:

—¿Pero qué va a hacer usted? ¿Tiene dinero?

—Tengo tres pesos que me pagaron ayer por mi trabajo de los tres últimos días. Hay una amiga que vive casi como yo y me ha propuesto tomar una pieza en compañía. Así nos resulta más barato. Quizás la encontremos de seis pesos. Y como el trasteo no me vale nada...

Sonrió con amargura intolerable al decir esto. En esa sonrisa había colocado todo el dolor de su vida infinitamente triste.

Se fue. Yo me quedé en el mismo lugar. Ni siquiera la despedí decorosamente. Dentro de mí se reconstruían, con vigorosos contornos, todas las escenas que me había contado. Tenía que convenir en que el mundo es más perverso de lo que suponía. ¿Qué mal había hecho esta criatura de Dios para que se la persiguiese con saña? ¿Por qué no había de poder conservar su honor? Había vendido todo para comer, dormir en el suelo, no tenía un miserable lecho. Y todavía querían comprarle lo único que le restaba. ¿Quién hizo las cosas así?

Había vendido todo para comer, dormir en el suelo, no tenía un miserable lecho. Y todavía querían comprarle lo único que le restaba. ¿Quién hizo las cosas así?

Tengo la necesidad de ayudarla. No, no soy tan miserable como ella. Yo soy un hombre. Es ahora cuando siento todo el valor de la palabra hombre. Yo me he lamentado también, muchas veces, tontamente, de mi suerte. De todos modos, ahora lamento ser pobre. Porque estoy sintiendo por esta desventurada mujer una ternura… Esto debe ser una excitación, un perfeccionamiento de la piedad. ¡Pero si es una buena mujer! ¿Entonces quién es el que no es bueno? ¿Estas ancianas que viven aquí o ella? No, no hay duda. Ella es buena. ¡Qué injusticias las de la vida! Ellas son unas harpías. Harpías, harpías… ¿De dónde vendrá la palabra harpía? Me parece que interpreta bien mi pensamiento.

Pero yo, ¿qué voy a hacer? ¿Cómo le ayudaré? Su problema es de dinero. Estoy sin trabajo y ella necesita pagar su alquiler, necesita irse de aquí. O que no se vaya. No, no debe irse. Le voy a decir que no se vaya. Yo asumiré en adelante su defensa. Todavía no debe cumplirse su mensualidad y es imposible que vaya a regalar lo que ha pagado. Entre tanto, yo he de conseguir trabajo y podré ayudarla con eficacia. Yo quisiera servirle de manera delicada, sin que ella se enterase, no sea que se rehúse, pensando que yo también… ¿Pero yo? ¡Qué infame el que se atreva a pensarlo! ¡Si lo que yo tengo es piedad infinita! No, yo rechazaría aunque ella me brindara… ¡Pero si es canalla esto que me pongo a pensar! Me parece, después de conocer su abandono y su miseria, como una profanación. ¿Para qué se me ocurrió esta idea? ¡Yo no, nunca!

Bueno, ahora sí tengo que conseguir trabajo. Hay una persona fuera de mí mismo que necesita que yo consiga trabajo. Esta circunstancia va a ser un estímulo.

En cuanto consiga trabajo, vengo y le digo: “Señorita, aquí tiene usted estos veinte pesos. Yo se los presto. No es que se los regale. Son para que se compre algunos muebles”. Naturalmente, cuando pretendiera pagármelos, yo no los recibiría. Y luego, a la semana siguiente: “Señorita, aquí tiene diez pesos. Se los presto”. Y luego… Y nunca, nunca, dirigirle una palabra que pudiera parecer equívoca. Hasta ahora no se me ocurre pensar en lo dulce que sería tener una hija. No me había dado cuenta de que vivo solo, muy solo. Había de ser una hija así como ella. ¿Pero lo del niño? ¡Ah! Eso no tiene importancia. Ella ya me había dicho que fue miserablemente engañada. He de saber esa historia. No, yo no se la preguntaré. Pero ella me la contará. Lo ha prometido.

Definitivamente, mañana mismo tengo que conseguir trabajo. Veamos las probabilidades que existen a mi favor… No, ninguna. ¿Y si en vez de obstinarme en buscar sólo en las imprentas me dedicara a otra cosa? Es una buena idea. ¿Que soy muy viejo? No importa. Otros más viejos que yo también trabajan en otras cosas.

Esta tarde es inútil que vaya a la calle. Pero mañana, desde muy temprano me dedicaré a ello. Por lo pronto, me voy a poner a esperarla. No tardará en regresar. Y si otra vez esta gente, estas viejas odiosas, van a insultarla, pues se entenderán conmigo. Sí. Decididamente asumo su defensa. ¡Está tan solita! Y que no se vaya de aquí antes de completar el mes de alquiler que debe tener pagado. ¿Cómo va a dejarse robar? Después, todo se arreglará.


Capítulo VIII

Ha venido a las seis. Me saludó con cariño, pero no se detuvo a hablarme, lo cual me sorprendió, después de lo acontecido. Esperaba que me diese cuenta de sus actividades durante la tarde. Mas no lo hizo.

Parece que ha vuelto a surgir la desconfianza sistemática que tiene hacia todos los hombres. La escena violenta con Georgina debió hacerle sufrir una depresión nerviosa que quebrantó su silenciosa actitud y le impuso la necesidad de hablar con alguien. Yo era, simplemente, el que estaba más próximo a ella y por ello fui su confidente. Puede que se haya arrepentido de lo que ha hecho. Sería un absurdo. No tiene de qué arrepentirse. Yo no soy bueno, pero en este caso…

Inés vino a saludarme algunos minutos antes de que Juana regresara. Yo le contesté con aspereza. Tengo que quitarle todas las esperanzas que, según entiendo, había concebido respecto a mí. Sentía, mientras esa muchacha estaba en mi puerta, el espionaje de las dueñas de casa. No las veía, pero estoy seguro de que me miraban. Mejor. Que sepan que a mí no me seduce una chiquilla. Además, estoy en un raro estado de ánimo. Yo no sé al fin qué camino adoptar. Por lo pronto, me parece que odio a toda esa gente, porque ha escogido para sus pasiones una víctima, una pobre víctima inocente. ¿Qué mal les ha hecho Juana con no aceptar el amor de Francisco? Pero si Juana me ha engañado y ha fingido… Y si, en realidad, ella es mala… Esta duda es espantosa.

Me he puesto a meditar en la puerta de mi cuarto. El crepúsculo estaba terminando y la oscuridad se adueñaba del mundo. No, se adueñaba de la vida. La luz eléctrica estaba adquiriendo entonces un vigor sorprendente. Mientras empezaba a meditar, me he dedicado a escuchar los ruidos de la casa. A escucharlos y a clasificarlos, porque así, en el primer momento, todos forman una algarabía insoportable.

Presidía el choque de los cubiertos contra los platos. Ruido característico e inequívoco. En cada pieza debía haber uno, dos, tres hombres comiendo. Las mujeres les servirían, solícitas. No todas tendrían esta solicitud por cariño. Se oían exclamaciones, a veces una carcajada. Obteniendo el balance de esos ruidos, se deduce que la casa es triste. Sí, aunque escuché varias voces de alegría. Pero eran voces insólitas, que se me antojaban impropias, completamente impropias, porque el ambiente las rechazaba.

Reñían en una de las piezas. Hice el vacío dentro de mis cavidades acústicas para todos los otros ruidos y me concentré en el de la reyerta. A un amo de estos, a un hombre déspota de los que ofrece con abundancia la clase popular, no le había gustado la comida. ¡Cómo ultrajaba a la mujer! Ella intentaba darle explicaciones, humildemente, pero no le escuchaban. Entonces, abandonando repentinamente la mansedumbre, su voz ascendió, ascendió hasta dominar la del hombre:

—¡Ladrón! ¡Tú no tienes derecho a nada aquí! ¡Yo tengo mi marido, que no eres tú!

El hombre pareció tornarse prudente y no pude oír su respuesta. Apenas llegó el sonido de la voz airada.

—Sí. Está en la cárcel. Pero tú no vales nada. Eres un miserable y no mereces que yo le sea infiel. ¡De modo que no has de volver!

Me asombró la desvergüenza de aquella mujer que pregonaba su infidelidad como un mérito. De pronto, resonó el ruido inconfundible de una bofetada. Sentí claramente y con toda intensidad el momento en que la mano fuerte cayó sobre el rostro de la mujer. Ella debió defenderse. Un instinto me arrancó del sitio donde me hallaba. Hay veces que yo me entrego a movimientos instintivos de los que luego me arrepiento. Me aproximé a la puerta tras la cual se desarrollaba la escena. Caían muebles, vibraban golpes sordos, se escuchaban jadeantes respiraciones. La lucha debía ser violenta. Me imaginaba a los contendores agarrados del cabello, destrozándose las caras con las uñas, golpeándose silenciosamente y sufría una verdadera angustia, como si aquella gente, cuyo semblante ni siquiera conocía, fuese algo mío. Como si tuviese la misma sangre que corre por mis venas.

De pronto se abrió la puerta y apareció la mujer, desgreñada, aullando con un inimitable aspecto de fiera. Así he visto yo representaciones de la locura. Todavía el hombre la abofeteó de nuevo y luego salió. La mujer, vencida definitivamente, cayó al suelo. Se levantó en seguida y se precipitó a la calle, en actitud desafiadora. Pronto regresó, bañada en lágrimas y en sangre que le fluía de la nariz.

No fue mucha la inquietud que despertó la riña en la mansión. Yo estaba en aquel momento en el segundo patio, frente a la cocina. No sé cómo había llegado hasta allí. Hubo algunos comentarios.

—Ella tiene la culpa. ¿Quién le manda meterse con ese hombre, que es un cualquiera?

—Hubiera podido buscarse otro mejor. Yo se lo aconsejé. No todos les pegan a sus mujeres.

—Pero el marido no saldrá de la cárcel antes de seis meses. Y como no le dejó dinero y ella no puede trabajar, tiene que buscarse la vida.

Reconocí las voces. Hablaban Georgina, Araceli y Verónica. Yo me hice visible. Tuve la insensata ocurrencia de tomar parte en la conversación. Las palabras que acababa de oír me habían hecho formar un rápido concepto sobre el problema de esa mujer, que se había encerrado a gritar. Y aproximándome a la puerta de la cocina, lancé mi idea:

—¿Y por qué no ha de buscar la manera de serle fiel a su marido? Nada hay que disculpe la infidelidad.

Las tres mujeres se miraron unas a otras y no me respondieron. Cruzaron en voz baja algunas palabras que, aunque no escuché, reputé hostiles contra mí y luego se echaron a reír, por lo inesperado de mi frase. Comprendí que había “caído en desgracia” con aquellas mujeres. ¿Sería que mi pensamiento era absurdo? Pero entonces, ¿qué concepto tienen de la moral estas mujeres? Yo creo que tengo el concepto sano y si este no es el mismo de ellas, entonces es que no son buenas. Es indudable que me miraron mal, que tuvieron una actitud despectiva hacia mí, bien diferente de la que observaron hasta ayer. Este cambio no ha podido ocasionarlo si no mi frase. ¿Sería, sin embargo, otra cosa? No, no puede ser. Yo no soy susceptible, pero las cosas son como son.

Ahora siento que he solucionado mis dudas. Pero esto no se me ocurrió en aquel momento, sino ahora, cuando estoy escribiendo. Por eso me gusta escribir. Es como mejor resultan los razonamientos. Como mejor se pueden ordenar las ideas. Naturalmente, si ellas no son buenas, Juana sí lo es. Porque las dos partes están situadas en puntos opuestos.

¡Juana es buena! ¡Juana es buena! ¡Cómo es de conveniente escribir! He descubierto el razonamiento inconfundible.


Capítulo IX

Experimento impulsos insensatos de echarme a reír como los dementes. Sufro también verdaderos accesos de desesperación. Todas las ilusiones que acariciaba ayer sobre la posibilidad de conseguir trabajo han fracasado miserablemente. Ayer, poco después de que Juana me hubiese hablado, encontré una facilidad sorprendente para vivir. Me parecía que todo se había puesto de acuerdo para estar bien conmigo, que me estaban esperando empleos y oficios bien remunerados, que todo el mundo se iba a preocupar por mí y me sentí contento de existir. Pero hoy, que me ha tocado echarme a la calle en pos de esa facilidad, no la he encontrado por parte alguna. Casi nunca me había dado cuenta de que el mundo es hostil. Profundamente hostil para los pobres y Juana ha venido a revelármelo, primero con sus confidencias y luego con esta sensación que sufro a causa de un fracaso al que ya debía estar acostumbrado por la frecuencia con que se ha repetido durante la vida. Todo esto debe ser porque siempre he querido vivir para mí solo y es ahora cuando quiero, cuando quisiera vivir para otra persona.

Yo he cumplido siempre con mis deberes: voy a misa los domingos, confieso y comulgo una vez al año, hago, si puedo, el bien, no le quito nada a nadie… Pero lo que es obligaciones no he tenido. Obligaciones como la de atender a la subsistencia de una persona, como la de vestirla, como la de pagarle el alquiler… Porque esto es lo que me gustaría hacer con Juana. Eso sí, que viva ella sola. Ella sola, en su cuarto, sin tener nada que ver conmigo. Bueno… y que trabaje también, para ayudarse.

Pero se me ocurren unas locuras… Ni yo voy a intentar nada ni ella me lo ha de aceptar. Hoy, por ejemplo, ha estado por ahí, dando vueltas, fue al interior de la casa, estuvo otra vez al sol un largo rato y ni siquiera me ha mirado. Sí, porque un saludito que me hizo, como por pura educación, no vale la pena. Creía que con lo de ayer, con la escena ocurrida en mi cuarto, yo era ya algo para ella. ¡Pero nada! No soy nadie. ¡No soy nadie para nadie!

Me he dado cuenta de que, de pronto, se ha formado en la casa contra mí una hostilidad manifiesta. Tanto más notable cuanto mayores eran las atenciones que me prodigaban estas mujeres. Yo he pensado mucho en ello y temo haber sido desatento, haberlas ofendido sin querer. Lo que dije el otro día, cuando se trataba de la mujer que riñó, no valía la pena para… Debe haber otro motivo. Quizás mi interés por Juana…

Ya sé. Debe ser el fracaso de un complot (eso es: un complot. Qué palabra más sonora esa: complot) para que yo me pusiera a vivir con Inés. Sí. La maquinación salta a la vista, aunque yo no sé nada del mundo. Porque precisamente cuando comprendieron que tal cosa era imposible, dejaron de prestarme atención. Ahora soy como cualquier otro huésped. Sin duda han averiguado mi situación pecuniaria (financiera se dice ahora). ¡Pero esta gente quiere que todo se haga al momento! No es que yo sienta nada por Inés, ni mucho menos deseos de hacer vida común con ella, pero han debido concederme más tiempo, antes de retirarme su simpatía.

Y lo peor es que me está entrando la idea de que yo he de vivir con alguien. Yo siempre he vivido solo y es un absurdo pensar… No, si no es tan absurdo. Yo debería tener a alguien que viera por mí, que me cuidara, que se preocupara por mis cosas, por mi salud. Al fin, ya soy un poco viejo y no sé qué voy a hacer en el mundo dentro de algunos años. Nunca había caído en cuenta de todas estas cosas, ni había experimentado tal necesidad. ¡Ah! Pero es que nunca me he detenido a meditar en ello, como ahora. El trabajo, algunos amigos y relacionados, el cansancio con que regresaba a mi habitación, la hora en que lo hacía, todo esto me impedía pensar con el cuidado con que lo hago ahora y, por consiguiente, sentir lo que estoy sintiendo. Pero al presente me mantengo los días enteros encerrado. Huyo de mis amigos —yo llamo amigos a mis compañeros eventuales de trabajo— porque no tengo manera de corresponderles el trago que, sin duda alguna, me ofrecerían y como no soy un vicioso ni un petardista… ésta es una palabra que no me gusta. Siento la soledad. La soledad es ahora algo tangible que pesa sobre mí, que me persigue, que me obsesiona.

Siento la soledad. La soledad es ahora algo tangible que pesa sobre mí, que me persigue, que me obsesiona.

¿Y por qué la compañía que ambiciono ahora y que, sin duda, no querré mañana cuando esté trabajando ha de ser una mujer? Es lógico: porque una mujer tiene cuidados maternales. Porque las mujeres son todas buenas. Todas no, pero casi todas… y es lo mismo. Además son cariñosas. Sólo que lo que yo quisiera fuese como una hija. No, una mujer como una esposa, no. Una hija. Una hija mía, muy mía, semejante a Juana, aunque tuviese un nietecito como Pedro. Pero esto son puras tonterías. Por fortuna, yo sé que cuando me dedique otra vez a trabajar se me quitarán tan absurdas ideas. Luego lo que yo tengo que hacer ante todo es buscar trabajo (creo que yo pienso las cosas con mucho orden).

Debe contribuir a esta serie de pensamientos que me han asaltado, el hecho de que hoy sea sábado. Yo estoy acostumbrado a recibir dinero, mi pago, el pago de seis días de trabajo, todos los sábados. ¿Cuánto llevo ya sin recibirlo? Mañana es domingo. ¿Qué voy a hacer? Lo mismo que todos los días. No, si es que el domingo es un día distinto: el sol no es igual, las horas no transcurren como el lunes, ni el mundo es como el jueves, ni los crepúsculos son como los martes. El domingo tenía que ser domingo aunque nadie hubiese pensado en ello.

Esta noche yo saldría de la imprenta con algunos amigos. Con mis compañeros de trabajo. Nos iríamos a cenar juntos, a comer tamales en cualquier parte. Beberíamos cerveza. Quizá también —¿por qué no?, ¿qué tiene eso de malo?— algunos tragos. No, emborracharnos, no. ¡Pero alegrar el espíritu, caramba! O iríamos a casa de uno de ellos, que tiene mujer e hijos y pasaríamos el rato jugando a los naipes, al dominó o a la lotería. Los chiquillos se subirían sobre mis rodillas y… Bueno, me ensuciarían los pantalones. Por eso, a mí no me gustan los muchachos.

Lo que sí tengo que hacer es comprar una baraja. Juana debe saber los juegos y este será un medio de que mañana nos pasemos el día juntos. Yo se lo propondré. Lo malo es que no me va a escuchar. ¡Hoy no me ha tenido en cuenta! Creo que no será digno proponérselo. Yo me aprecio lo suficiente para considerarme obligado a no humillarme ante nadie. Antes de comprarla tengo que ver si acepta mi oferta. Si me desprecia…

Por lo que es sábado, estoy tan melancólico. En lugar de comida, voy a comprar un tamal. Esto me traerá algunos recuerdos juveniles… No, juveniles y recientes también. No hace mucho comí tamal en alegre compañía. Pero esto no ha de mermar mi tristeza, la opresión que me atormenta. ¡Tal vez si Juana aceptara uno y lo comiéramos juntos, conversando! ¡O si viniera conmigo a comer!… Tendría gusto en pagarle la comida. Por otra parte, ella quizá no tenga.

Ahí viene. Se lo diré.

Se lo dije:

—Juanita, ¿quiere venir a comer conmigo? Es allí cerca…

Me interrumpió con brusquedad:

—No quiero. Muchas gracias.

—O un tamal, Juanita. ¿Quiere que le traiga un tamal?

Me volvió la espalda y se metió en su cuarto sin responderme.

Yo ya lo había pensado. ¡No me había de aceptar! ¡Ni siquiera me dio las gracias con cariño, como correspondía al sacrificio que iba a imponerme por ella! No, si yo comprendo que no hubiera debido…


Capítulo X

Siempre, desde hace mucho tiempo, me siento a comer sin compañía. Pero esta tarde me ha parecido muy triste, abrumador. Pagué con remordimiento, porque dejé casi intacto todo.

Es una desdicha lo que me está ocurriendo. Yo, por fortuna, soy un espíritu fuerte y no me impresiono por nada. Por ejemplo, no he pensado en toda la tarde en Juana. Es decir, así de manera incidental, sí. Hasta creo haber escrito alguna cosa sobre ella. Pero yo entiendo que la fuerza de voluntad no consiste en impedir que lo asalten a uno pensamientos que no desea, sino en rechazarlos en cuanto se presentan. El pensamiento acude sin que nadie lo llame y la fuerza de voluntad, si el pensamiento no es grato, debe rechazarlo. Debe rechazarlo también si no conviene, aunque sea grato. Y yo tengo fuerza de voluntad, porque no he pensado en Juana. Ahora mismo que la estoy nombrando, no pienso en ella.

Por la calle toda la gente anda alegre. ¡Cómo mueven las piernas y los brazos, con entusiasmo, con regocijo, al andar, los hombres y las mujeres! Es claro: salen del trabajo, llevan su dinero, el dinero que han ganado con su esfuerzo y mañana no irán. Podrán divertirse. Experimentarán el placer del descanso. Yo, en cambio, no salgo del trabajo y, si mañana no voy, es porque tampoco he ido: porque no tengo a dónde ir. Estas cosas son para poner melancólico a cualquiera. Yo necesito ocuparme en algo y, de paso, si puedo, servirle a esa muchacha. A propósito: ¿ella, que también está acostumbrada a trabajar y que ahora perdió el empleo, no estará melancólica, como yo? ¿No tendrá pensamientos semejantes? Digo en el sentido abstracto y no en el de la preocupación por la posible escasez, por el hambre de mañana, por la desnudez de su hijo.

Yo no he escuchado, no he querido escuchar los pasos alegres de las personas que entran a la casa. Estoy seguro de que aumentarían mi dolor, porque todo en la casa está regocijado y alegre, menos mi espíritu, abandonado y solo. Sin embargo, gritos e imprecaciones del interior de la casa llegaron de pronto a mis oídos, con tal intensidad que rompieron mi inercia.

Supuse que se estaba desarrollando otra reyerta y un franco anhelo de aislarme de mi soledad o quizás una simple novelería me llevaron a averiguarlo. Primero me detuve en el umbral de mi cuarto y, después, avanzando lentamente, llegué hasta el segundo patio.

Allí se presentó a mi vista un espectáculo insólito. En el suelo se retorcía un montón de piernas, brazos, rostros y vientres. Y de ese montón informe salían de vez en cuando palabras obscenas y las clásicas interjecciones que usa el pueblo de Bogotá para expresar todas sus emociones. Al mismo tiempo, como el resoplido de un monstruo, se escuchaba el jadeo de los combatientes. ¿Cuántos eran y a qué sexo pertenecían?

Formaban círculo en torno al grupo los vecinos. Había hombres, mujeres y niños, que reían y hacían comentarios burlescos del incidente. Los más entusiasmados parecían ser los chiquillos desharrapados y medio desnudos que viven en esta casa y que han aumentado de manera considerable (no, no es que hayan aumentado, es que yo no los había visto a todos). Algunos animaban, con frases plebeyas, al combate, que se desarrollaba con una ferocidad inaudita, en una semi oscuridad inquietante, porque los reflejos de las luces procedentes de los cuartos abiertos apenas lanzaban sobre el patio una luz difusa.

Durante breves minutos me detuve a mirar también el grupo confuso que se debatía en el suelo. Ahora parecían salir de él voces de mujeres. Miré luego a los espectadores y los que no ostentaban una cara impasible y tranquila expresaban de todas maneras el regocijo que les producía. Entonces, no sé por qué, me precipité en el montón. Creo que pasó por mi mente la idea de evitar aquel acto de salvajismo, pero lo que me indujo a obrar fue más bien un movimiento instintivo ante la complacencia colectiva, enteramente criminal (¿pero todas estas gentes son bestias?).

Pude ver, antes de lanzarme, a Georgina, a Araceli, a Verónica y a otras personas de rostros ya conocidos. No olvidaré, a pesar de lo rápido de la sensación, las risotadas de Georgina y las frases canallas que se escapaban de su boca cada vez que un muslo aparecía desnudo, en los incidentes de la lucha. Ahora creo que estas risotadas excitaron mi sistema nervioso e influyeron eficazmente en mi súbita determinación de arrojarme sobre el montón. Es difícil determinar de dónde proceden o qué circunstancias externas han originado cada uno de los movimientos instintivos.

Me sentí llevado y traído, impotente. Yo intentaba coger los brazos, inmovilizar algo, detener a uno siquiera de los combatientes y me desesperaba al darme cuenta de que, lejos de ayudarme, los que contemplaban esto y observaban mis esfuerzos inútiles me dirigían injurias y me hacían objeto de burlas y de sarcasmos.

De pronto, sentí un violento golpe en el rostro que estuvo a punto de hacerme perder el sentido. Y en seguida una mano robusta me tomó por el cuello del saco, me levantó en vilo y me puso en pie, extrayéndome del grupo. Yo no tenía ya plena conciencia de lo que estaba ocurriendo. El golpe, que no sé de dónde provino ni con qué instrumento me fue dado, me había producido una gran confusión de ideas. Sin embargo, segundos después reaccioné. Me enteré entonces de que quienes estaban allí eran unos agentes de policía. Casi todos los habitantes de la casa habían desaparecido y apenas se dibujaban sus siluetas en las puertas de las habitaciones. El grupo había cambiado de forma y ahora se componía de un agente que me sujetaba y otros dos que tenían agarradas de los brazos a dos mujeres que parecían estúpidas. Estaban casi desnudas, con los trajes desgarrados, las caras cubiertas de sangre y el cabello en repugnante forma esparcido sobre el semblante. No hablaban —contrario a lo que podía esperarse— y parecía que la riña había agotado todas sus fuerzas, dejándolas incapaces de acción y de movimiento.

Desde los cuartos llamaban inútilmente a los chiquillos que nos rodeaban.

Yo fui a marcharme para mi habitación, pero la mano que me sujetaba no se aflojó a pesar de mis esfuerzos. Oí una voz ronca, autoritaria:

—¿A dónde va usted?

—A mi cuarto —respondí.

—No, señor. Usted sigue con nosotros.

—Pero es que… ¿Entonces estoy preso?

—Sí, señor. Está preso. Allá se arreglará con el Inspector, para que aprenda.

Juro que creí enloquecer de ira al escuchar una carcajada colectiva. Todos los vecinos de la casa maldita se reían de mí, de mi absurda intervención en la riña. Pero me sobrepuse a aquel movimiento que hubiera podido conducirme a hacer algo indebido. Entonces me preocupé mucho por el ridículo que estaba haciendo. Protesté, intenté explicar mi actuación pacifista, quise citar testigos, pero el agente no me dejó concluir.

—Bueno, esas no son cuentas mías. Allá lo explicará. Cállese, si no quiere que…

Quizá me vio mover los labios porque repitió:

—¡Le digo que se calle!

Pensé entonces en que alguien debió llamar a los agentes de la calle cuando yo me interpuse entre aquellas dos mujeres, con el fin exclusivo de que me sorprendieran en el grupo y me creyeran culpable.

De pronto escuché una voz cuyo sonido me hizo estremecer:

—¡Pero si él no estaba haciendo nada! Intentaba separar a las dos mujeres, generosamente.

Reconocí a Juana. Cuánto bien me hicieron aquellas frases, que demostraban un interés especial en mí. En silencio volví a mirarla. Ella no se reía y todas las otras personas de la casa reían gozosamente de mi situación.

Los agentes, sin embargo, no quisieron escuchar nada y dándome de empujones me sacaron de la casa, sin concederme siquiera el tiempo necesario para cepillarme un poco el traje, para arreglarme la corbata, para ponerme, a lo menos, el sombrero, que estaba en mi cuarto. Al salir, me torturaba mucho no haberme podido cepillar, lo mismo que ir en cabeza, como un loco.

Entonces caí en la cuenta de que las dos mujeres estaban borrachas. Hasta mí llegaba el aliento inconfundible de la chicha. Ahora presentaban ese aspecto de idiotas que adquieren los que se embriagan con tal licor. Marchaban pasivamente, maquinalmente, como si nada les importara en el mundo, poseídas de una total indiferencia y sin recordar, sin tener idea alguna sobre la riña en que minutos antes procuraban despedazarse.

Recordé que en la casa vivían, según me había contado Georgina, dos vendedoras de víveres en el mercado y supuse que serían éstas. Su aspecto enteramente plebeyo, los restos de su indumentaria, todo me lo demostraba.

Tuve que recorrer, al lado de estas mujeres ebrias y seguido por tres agentes de policía, la distancia que hay entre el Parque de Los Mártires y las oficinas de la Policía. La calle 10, a inmediaciones de la Plaza de Mercado, estaba llena de gente del pueblo, atraída por el expendio clandestino de chicha que se hace en todos los restaurantes que hay en aquel lugar. Azorado y lleno de angustia, yo miraba a todas partes, con el temor de descubrir de pronto una cara conocida. Algunos se detenían a contemplar el grupo que formábamos al marchar, del cual yo, con mi vestido sucio, la corbata mal puesta y el cabello alborotado, era, a pesar de todo, el más pulcro. Otros seguían con absoluta indiferencia, como si estuvieran acostumbrados al espectáculo. A nuestro lado marchaban, como si fueran también obligados, casi todos los muchachos de la casa que estaban en disposición de salir y muchos otros que se habían agregado en la calle, lo que aumentaba nuestro grupo y lo hacía más ostensible.

Sentí alivio cuando entramos en el edificio de la Policía. Pude descansar del temor de que me viera alguna persona conocida en tan lamentable estado.

Allí se arregló todo. Mi presencia, mi aspecto, mis respuestas que revelaban un estado normal —un poco asustado, a lo sumo— hicieron comprender al juez de turno que yo no era un hombre de meterme en esos líos. Mi actuación quedó bien explicada, pero a pesar de ello se me hicieron algunas advertencias, varias amenazas en toscos vocablos y con ásperas maneras y me citaron muchas leyes antes de ponerme en libertad. En suma, me trataron como a un delincuente y me dieron a entender que era una excesiva benevolencia el hecho de que no me detuvieran siquiera cuarenta y ocho horas. La manera de hablar el juez y su acento autoritario, lo mismo que la sensación de sentirme bajo la garra de un poder infinitamente superior, me impedían hablar y apenas balbuceaba las respuestas. ¡Nunca, en mi larga vida, me había ocurrido nada semejante!

Yo me apresuré a regresar, buscando otras calles. Por la calle 9 descendí hasta la carrera 13 —yo vivo en la carrera 13— y pronto llegué a mi habitación. Durante el camino traía dos preocupaciones primordiales, suspendida ya la angustia que me poseyó frente al funcionario: cepillarme un poco la ropa y dar las gracias a Juana por su intervención, por haber declarado mi inocencia cuando todas las demás personas que también estaban persuadidas de ella apenas se echaban a reír. Pero al mismo tiempo, sobre mí pesaban sensaciones que no puedo describir con claridad. Era como si yo fuese el más profundamente infeliz de los mortales, como si me hubieran golpeado, por castigarme una injuria verbal, en la cara, delante de mucha gente, como si yo no tuviera razón de existir. No sé. Posiblemente era cierto absurdo regocijo, que sucedió al temor que abrigaba, al ser conducido, de que me condenaran a un largo presidio. Lo que recuerdo con claridad es que, al andar, el suelo me parecía elástico y ondulante, lo que me obligaba a dar pasos irregulares, como si en realidad estuviese borracho. ¡Todo era tan insólito!

Lo que recuerdo con claridad es que, al andar, el suelo me parecía elástico y ondulante, lo que me obligaba a dar pasos irregulares, como si en realidad estuviese borracho. ¡Todo era tan insólito!

Cuando llegué a la casa, Juana se había encerrado en su cuarto. No consideré conveniente llamar a su puerta con el fin exclusivo de darle las gracias. ¡Era ésta una cosa tan trivial! Entonces me encerré a mi vez, con un gran anhelo de estar solo, de aislarme, de pensar en lo que me había acontecido.

Yo comprendo que esto que me pasó a mí le puede suceder a cualquiera. Pero también comprendo que cualquiera a quien le ocurra no puede sentirse satisfecho después de ello. Es terrible eso de pasar por la calle, en medio de dos agentes de policía, ante las miradas indiferentes o regocijadas, pero nunca compasivas, de cincuenta imbéciles que se detienen en las aceras para contemplar el estúpido cortejo… Por primera vez en mi vida, cuando he reconstruido la escena de mi paso por la calle en tan lamentables circunstancias, yo sentí algo semejante al odio contra mí mismo. Algo que me decía que mi vida entera había fracasado en aquel momento supremo.

No. Lo que debo hacer es alegrarme. He estado toda la tarde melancólico y ahora se ha presentado este maldito incidente que va a torturarme y al que le he dado proporciones que sin duda no tiene. Yo quise hacer un bien, evitar un delito, un crimen quizá. Sí, porque alguna de esas mujeres hubiera podido estar armada. Y hasta me habría podido matar a mí. ¡Qué estúpido lo que hice! Yo no tenía ninguna necesidad de ir a ver la riña para que luego me viniera ese impulso súbito de evitarla, que me ha tenido próximo a la muerte.

Imposible que yo pudiera dormir. La vida se ha convertido para mí en algo hostil desde que vine a esta casa, que no me deja en paz. Han surgido preocupaciones que antes no tenía, inquietudes que no experimentaba y deseos que no sentía. Por eso, después de haber estado un rato en el lecho, tuve que levantarme y salir a la puerta. Yo no puedo permanecer en la cama cuando no duermo. Prefiero contemplar las estrellas y mirar al cielo. Esto no es porque yo sea un soñador. No. Yo soy un hombre práctico. Pero es innegable que el cielo, en las noches claras, es bellísimo y que tiene la virtud de hacerle olvidar al que sufre, cuando lo mira con atención, las penas y los sinsabores. Bueno ¿y a qué se reducen mis penas y mis sinsabores? El lunes quizá me haya empleado y la conducción a la Policía no tendrá consecuencias.

Mientras yo estaba en la puerta entró un hombre. Otro que entraba borracho. La luz del bombillo me mostró que era Francisco, el hijo de Georgina. Vi sus facciones alteradas por el alcohol y contemplé el gesto idiota que él pretendía hacer irónico, con que me saludó al entrar. Después lo oí golpear en la puerta de su habitación, abrir ésta y, durante largo tiempo, un murmullo monótono. El borracho quería sin duda cantar. Escuché claramente la voz de Georgina:

—¡Caramba! Acuéstese y deje dormir.

Esta frase bastó para excitar la furia latente de Francisco. Alzó entonces el tono:

—Váyase a…

Luego, dirigiéndose a su madre, a su propia madre:

—¡Vieja ramera!…

Georgina contestó:

—¿Cómo te atreves con tu madre? ¡Mal hijo!

Y otra voz masculina, sin duda la de un hermano de Francisco:

—Déjelo, mamá. Está borracho.

Esa intervención torció el rumbo de la cólera de Francisco:

—Sí, estoy borracho. ¿Y a ti qué te importa?

Los dos hermanos continuaron su diálogo, en forma cada vez más viva. Pensé que terminarían por venir a las manos. Sin duda el mismo temor asaltó a la madre, que volvió a intervenir:

—¡Podían irse a pelear a la calle!

La voz de Francisco arrojó entonces sobre su madre una bocanada de lodo:

—Ya sabemos que tú nos tuviste en la calle. Pero ahora no estamos acostumbrados a vivir como vivías tú, prostituyéndote en los portones. ¡Vieja cerda! ¿Quién, dime, quién te estaba pidiendo que nos echases al mundo sino tus vicios?

—Cállate —dijo Georgina con cierta timidez.

—¿Qué me calle? Tú no sabes quién soy yo. A mí no me importa nadie. Te he de decir la verdad. Te he de contar lo que pienso de ti. Nada me da miedo, ni siquiera temo tus maldiciones inofensivas. ¿Qué van a valer las maldiciones de una mujer como tú?

La otra voz masculina se había callado y parecía hacerse cómplice de la de Francisco. Es posible que el espíritu, en el fondo, compartiese estas ideas.

El escándalo prosiguió durante un rato, llenando toda la casa. Yo creo que todo el mundo estaba pendiente de él. Escuchaba, por mi parte, las frases y sentía un gran malestar. Y me asombraba yo, que apenas pude conocer a mi madre, de que el cielo no se hubiese caído sobre la casa, que desde este instante me parece maldita hasta en sus cimientos.


XI - XV

Capítulo XI

Decididamente, mi permanencia en esta casa me va a conducir al manicomio. ¿Yo, al manicomio? Hace algunas semanas esto me hubiera parecido inverosímil y absurdo. Hoy me parece posible. No, si no es por la falta de trabajo. Es porque la casa está maldita. Todos los que en ella vivimos vamos a tener un mal fin. Quizás el único que no lo tenga sea Francisco. Así suelen desarrollarse estas maldiciones misteriosas, que nadie sabe de dónde proceden, pero que todo el mundo siente.

Yo no puedo encontrar la causa de lo que ha ocurrido hoy. Es fantástico. Podría quizás explicarse por la maldición que pesa sobre la casa. Recapacitaré y anotaré uno por uno los detalles, ordenadamente. Eso es.

Durante la mañana dominical, que era luminosa —desde luego, si es cierto que era domingo—, hubo una aparente tranquilidad en la mansión. No parecía que se estuviesen incubando los acontecimientos que luego se desarrollaron y que me tienen absorto. Algunas personas salieron con trajes limpios, por la mañana. Irían a misa, como voy yo. Eso está muy bien. Luego tornaron a almorzar, cumplidamente. Yo sabía que muchos no se habían levantado y pasaban el día de descanso dedicados a una culpable pereza.

Georgina y Araceli estuvieron haciendo el aseo de la casa y parecían comunicativas y alegres a pesar de la violenta escena de la noche. Hablaban entre sí de cosas que no alcancé a escuchar. Yo me les hice presente, con el fin de averiguar de manera exacta su actitud respecto de mí. Pero sentí su desprecio como un latigazo (bueno, no tanto, porque ellas no valen la pena de sentirlo tan fuerte). Me despreciaron. No me miraron. No me contestaron a la frase insinuante que deslicé. Entre dientes, dieron una confusa respuesta a mi atento saludo. Observé también a Verónica. Pude ver salir a un hombre desconocido del cuarto de la mujer que riñó ayer con su hombre, la madre de los tres mocosos a quienes conocí desde el principio.

Juana se levantó tarde. Yo guardaba, respecto de ella, una actitud de simple expectativa. Pude apreciar la displicencia con que contestó a mi saludo. ¿Se le acabarían los tres pesos de que me habló? Vi también que, al salir, saludó a Araceli y a Georgina y que la sonrisa que les dirigió fue más cariñosa y más expresiva que la que tuvo para mí. Este detalle me produjo un pesimismo terrible, porque es claro que yo, en el mundo, no represento nada. Quizá mañana hubiera conseguido trabajo. ¿Pero ahora para qué? Sin embargo, yo necesito vivir, pero me había hecho a la idea de que le iba a servir a esta muchacha, que me parece tan pobrecita, tan digna de atención. ¡Yo la hubiera querido como a una hija! ¿Por qué no había de ser ella quien me acompañara en mi vejez? Por otra parte, los dos podríamos trabajar. Con el auxilio de mi dinero, que le permitiría vestir mejor y esperar todo lo que fuera necesario, ella podría adquirir una posición más lucrativa. ¡El oficio de plegadora de imprenta es tan basto! Eso es, podría vestirse mejor y encontrarse con más comodidades. Y que se saliera de esta casa, primero que todo. Tengo que decirle, a pesar de su modo de ser, que se vaya de esta casa, porque está maldita. Esto no lo debe saber ella.

Bueno, yo me empeñaba en creer que ella no iba a despreciarme del todo, pero los acontecimientos posteriores me han producido un desconsuelo semejante al que sufrí cuando Carmen se marchó de mi lado. Me parece que es igual, si bien no estoy seguro, porque esto ocurrió hace mucho tiempo y es fácil que me engañe al analizar el sentimiento que experimenté entonces.

Yo definitivamente tengo una gran fuerza de voluntad y esto me regocija, porque ha sido una de mis preocupaciones constantes: tener fuerza de voluntad y poseer un carácter de hierro. Lo digo, porque de otra suerte no estaría a estas horas escribiendo con tranquilidad, sino que me habría echado a llorar o me habría sentido enfermo. Y estoy bien. Lo que siento es una cosa parecida a la melancolía, pero más honda, mucho más honda.

Por la tarde, Francisco, que tenía en todo su vigor el guayabo de anoche, envió a comprar licor. ¿De dónde sacará plata este hombre que no trabaja? Supongo que primero se haya bebido una, dos o tres copas, solo y en silencio, mientras se vestía. La madre debía permanecer a su lado, arreglando el cuarto, limpiando las huellas que había dejado el borracho durante la noche. En esta labor debió ayudarle Araceli. Inés se había colocado sus mejores trapos y había extremado el maquillaje —hay que emplear esta palabra, que es muy expresiva—. Tenía más rojos los labios, más oscuras las cejas, más erectas las pestañas y las mejillas más sonrosadas. Vestía un trajecito de crespón, que le lucía. Andaba por la casa y me dirigió dos o tres miradas equívocas que yo me guardé mucho de corresponder.

De súbito, rompió a sonar una victrola. Yo escuché con asombro las voces nasales del aparato, que no había oído antes en la casa. Por su boca salían deformes y asordinadas las notas de todos los instrumentos. Pensé entonces en el asesinato del arte, llevado a cabo por los mecanismos. ¿Cuál Beethoven va a resultar ahora con una pianola? ¿Cuál Schubert con una victrola? Yo no he oído a Beethoven ni a Schubert, pero he oído decir que fueron grandes músicos. No, yo no sé nada de música, pero tengo cierto instinto artístico, que me hacía muy apreciable para armar páginas de libros y revistas en las imprentas donde he trabajado. Pensé algunas otras cosas sobre este mismo tema, pero se me han olvidado. Además, no tienen importancia.

Juana estaba en aquel momento en el segundo patio. Yo no la veía, pero la imaginaba, sentada al sol, un poco melancólica, despreciativa y silenciosa, en idéntica posición a la que ostentaba el día que Georgina la ultrajó. Sentía yo un deseo vehemente de aproximarme, de hablar con ella, de reanudar aquella conversación jamás terminada. Pero me contenía la actitud desconfiada que ella había asumido contra mí.

Surgían presagios de fiesta del cuarto de Georgina, que se abría sobre el patio interior. La victrola había dejado de ladrar canciones y ahora tocaba asuntos bailables. Uno de los hermanos de Francisco, el chofer, entró con unas botellas de vino. Supongo que habrán sido de vino y no quiero pensar en otro licor, después de lo que aconteció.

Georgina salió y llamó a Juana. Le habló en voz baja con esa sonrisa que ya conocía yo, porque me había sido dirigida y que ahora me pareció terriblemente odiosa. Y Juana —¡lo inaudito!— la escuchó y sonrió a su vez, haciendo ademanes de conformidad. Luego se vino hacia su cuarto. Yo había sacado una silla y me había sentado en la puerta del mío. En primer lugar no tenía deseos de ir a ninguna parte y, en segundo, me había llamado la atención todo aquello que empezaba a desarrollarse. Por eso me decidí a permanecer encerrado.

Juana vino a su pieza y después de un cuarto de hora salió vestida como cuando se disponía a marchar a la calle. Lo único que no llevaba era el sombrerito de paja, que ya se me había hecho familiar. Y decididamente, sin titubeos, con algo que me pareció valor, entró en la habitación de Georgina. Mientras ella estaba entregada a su toilette (detesto los galicismos, pero aquí no puedo emplear otra palabra), yo había visto entrar en el aposento interior a Verónica, a Inés y a otros vecinos cuyos nombres ignoraba.

Sonó la victrola, se escucharon algunas risas, llegaron hasta mí frases triviales (¡muchas gracias!, ¡con mucho gusto!, etc.) y después ese ruido especial de arrastrar los pies que denuncia el baile. ¡Estaban bailando! Bueno, muy bien que se divirtieran. Cada uno era libre de divertirse. Pero Juana había entrado allí y, posiblemente, estaba bailando, risueña, despojada por primera vez de ese ceño adusto que tenía para mí. ¡Tendría sonrisas para otros! No, no son celos, en absoluto. ¿Por qué voy a tener yo celos de una mujer que no me interesa o que si significa algo para mí es desde el punto de vista de la curiosidad? Por otra parte, ella vivía muy triste y hacía bien en proporcionarse un rato de alegría.

Lo que no me explicaba era que hubiese escogido precisamente el cuarto de Georgina para divertirse. Y, sobre todo, que hubiese aceptado dócilmente la invitación de esta mujer, que debía serle odiosa. En fin, cosas de ella. ¡Ella era dueña de sus actos!

En un breve silencio de la música, escuché la voz de Francisco, impregnada de alcohol. Explicaba que los había querido reunir a todos para ofrecerles una copita de vino. Estaba alegre y quería que todo el mundo lo estuviera: él no era egoísta. Todo esto era con un gran énfasis, con acento de orador de plazoleta. ¡Qué gran petulancia en aquellas frases insignificantes!

Después alguien debió pensar en mí, porque Araceli vino hasta mi cuarto y con frases demasiado frías me hizo una invitación. Yo pensé aceptar. Podría sentarme al lado de Juana, servirle de auxilio, de defensa tal vez. Quizás pudiera, a la postre, encontrar un poco de alegría para mí también. Dije:

—Muchas gracias.

Entonces ella, dando a esta palabra su valor convencional de negación, se retiró sin insistir. La vi marchar con cierta innegable tristeza. Ahora no podría presentarme por mi cuenta en el cuarto ese, donde volvía a oírse el ruido de arrastrar los pies. Había perdido, quizás, una preciosa oportunidad. ¿Pero oportunidad de qué?

Había perdido, quizás, una preciosa oportunidad. ¿Pero oportunidad de qué?

Entonces se aumentó hasta lo infinito la melancolía que desde la víspera pesaba sobre mi espíritu. Todo el mundo se alegraba, todos reían, cada uno procuraba ahogar su tedio. ¡Hasta Juana! Sólo yo, en el mundo, me dejaba devorar por el aburrimiento, en la puerta de mi cuarto, frente a la tarde luminosa e inexpresiva. También la música que fluía sobre la tarde era inexpresiva. Debía ser, en sí misma, a pesar de todo, alegre, porque comunicaba ganas de reír, ganas de hacer esos movimientos estúpidos e irreflexivos que se ejecutan al bailar. Sólo que al llegar a mi corazón, por una misteriosa alquimia, se transformaba en tristeza, se sumaba a mi melancolía.

Por otra parte, no me importaba nadie ni yo le interesaba a nadie. ¡Qué soledad más absoluta y más rotunda! Siempre había vivido así, pero esta tarde llegaba a mí con una intensidad inusitada el sentimiento de soledad. Con tal intensidad, que me producía angustia. Era estúpido vivir así.

Al mismo tiempo me parecía espantosa la algarabía que brotaba de aquel cuarto.

Música, música, ruido de risas, de pies, de manos, voces que se cruzaban en el espacio sin definirse, más risas, más voces. Esto era infernal. Y posiblemente no estaban hablando de nada. Dirían palabras sin sentido. A propósito: ¿de qué estaría hablando Juana?

Sobre todo: ¿con quién estaría hablando? Esto, desde luego, no me importaba, pero se me ocurrió pensarlo.

De pronto, se me ocurrió ir al segundo patio. No sé qué impulso desconocido me condujo a esa determinación. Quizá fuese el pensamiento de que Juana estaría a disgusto y la necesidad de comprobarlo con mis propios ojos… Yo, en realidad, no tenía razón alguna para dirigirme al patio. Hay veces que hago ciertos movimientos instintivos, de los que después me doy cuenta, pero cuyo motivo no encuentro jamás. Por ejemplo, lo de anoche. Sin embargo, me dirigí. Pasé con lentitud por el frente del cuarto de Georgina, donde la fiestecilla se desarrollaba y miré hacia adentro…

Había por lo menos veinte personas. Algunas rodeaban la mesa donde habían colocado las botellas, mientras que otras estaban sentadas en el borde de las tres camas que ocupaban los rincones, sobre los baúles y en tres o cuatro sillas. Busqué con los ojos a Juana. La vi sentada, al lado de Francisco, sobre un pequeño banco, en un lugar un poco apartado. Él jugaba con una de las manos de ella, parecía admirar la flexibilidad y brillo de las uñas y le deslizaba palabras suavemente, con la cabeza inclinada hacia ella, con los labios casi rozándole las mejillas. El alcohol ponía un gesto de bestia en cada uno de sus ademanes, pero, a pesar de ello, Juana levantó el rostro y le sonrió. ¡Le sonrió cariñosamente, prometedoramente!

Torné a mi cuarto. No, eso no me importó nada. Eso no significaba nada para mí. Nada me ligaba a nadie, ya lo he dicho. Ninguna de aquellas personas, todas desconocidas por mí hasta hace ocho días, me importaba nada. ¡Ninguna!

Bueno, pero algo raro me está pasando mientras escribo. No puedo respirar bien. Tengo el corazón mal. Quizás esté enfermo del corazón desde hace tiempo y no lo sepa. Debe ser por lo prolongado de mi inacción, perjudicial por hallarme tan acostumbrado a trabajar. Además, no veo claro. La luz de la tarde está muy fuerte y me hace llorar los ojos. ¿Pero quién va a decir que yo estoy llorando? No. Yo no estoy llorando. Es que la luz está muy fuerte. ¡Pero si está oscureciendo! ¡Ah! Entonces debe ser que estoy violentando la vista. Y como ya estoy un poco viejo… No, yo no estoy llorando. ¿Por qué iba a llorar yo? Y esto del corazón debe ser la angustia por la maldición que pesa sobre esta casa… No niego que… en fin, ¡nada! Que no estoy llorando. Es la luz que le hace mal a mis pupilas un poco caducas…


Capítulo XII

Todo esto que llevo escrito son puras tonterías. Frases sin ilación, conceptos absurdos, tonterías. ¿Pero quién ha dicho que yo soy un escritor? El único motivo lógico de mi empeño de escribirlo todo, es que haciéndolo puedo desarrollar mejor mis planes de trabajo, mis proyectos para conseguir dinero y además mis propias impresiones. ¿Por qué no he de tener yo impresiones de las cosas que ocurren a mi alrededor?

La semana pasada ha transcurrido tranquilamente. Hemos dado una vuelta completa y hoy es otra vez sábado. Todavía estoy sin trabajo y mis recursos van mermando con rapidez. Apenas me quedan ocho pesos y algunos centavos. Hoy, al contarlos, he acariciado largamente los billetes, los últimos billetes que me quedan para comer. ¿Qué voy a hacer cuando se hayan consumido?

Lo que experimento ahora es un deseo infinito de abandonarme. Lo estoy practicando. He pasado cuatro días sin cepillarme la ropa, sin afeitarme, sin lavarme siquiera la cara. Me parece ahora que no tengo ninguna necesidad de ponerme en todas esas cosas. Bueno, que parezca un imbécil completo. Está bien. En realidad, lo soy: un pobre diablo. ¿Y esto qué importa? ¿Quién se preocupa por mí? Estoy solo, ¡solo en el mundo! Tengo la sensación inaudita, a mi edad, de que soy un niño huérfano. No lo digo con ira, sino con cierta íntima tristeza. ¡Yo, convertido en niño huérfano, en el ocaso de una vida inútil!

Ya no me preocupa en absoluto lo que ocurre en esta casa. Por ejemplo, a mí no me importa que desde la noche del domingo Francisco, en vez de ir a dormir a su cuarto, lo haga en el de Juana y salga de allí al amanecer o más tarde, tranquilamente, a la vista de todo el mundo. Tampoco me preocupa la situación actual de Juana, que no ha vuelto a conseguir trabajo, ni siquiera a salir a la calle.

No sé lo que me sucede. Tal vez sí me preocupe. Porque de otra suerte yo no hubiera continuado acaparando detalles. ¡Ah! Sólo que lo hago porque soy esencialmente observador… No, no debe ser esto. Yo me he fijado con intención —¿por qué no he de ser sincero conmigo mismo?— en que Juana está en idénticas circunstancias de miseria. No he visto entrar a su casa un solo mueble. Tampoco le he visto un traje nuevo y, las veces que sale a sentarse en el patio interior, lleva el mismo vestido que le conozco, ahora más viejo y más gastado. Naturalmente, cada vez que sale y entra, pone un ostensible cuidado en no mirarme, aunque yo esté en la puerta de mi cuarto. ¡Como si yo fuera a recriminarle su conducta o como si ésta me importara algo!

Todo esto es muy complicado para mí. Me parece a veces que la acción de Juana al aceptar el abyecto amor de Francisco ha quebrantado para siempre mi vida. Pero esto supondría que yo, a mi edad, me he enamorado de ella. Y tal cosa es imposible. Yo no he pensado jamás en ella como he pensado en otras mujeres. Lo que me inspiraba era ternura, era una piedad llevada al último límite, como si fuera una niña de esas que imploran centavitos en la calle con voz llorosa. O no: como si fuera un pajarillo con un ala rota. Esto es una cosa que no puedo negar. No puedo aunque mi voluntad lo pretenda. Yo escribo a veces cosas que después considero absurdas. Por ejemplo, eso de que la semana ha transcurrido tranquilamente. No es cierto. Es decir, sí. Ha transcurrido tranquilamente para todo el mundo. Todos los días ha brillado el sol, todos los días han entrado y han salido las mismas personas, todos los días ocurren escenas de una trivialidad desesperante. ¡Pero yo! Yo no he podido ver pasar los días tranquilamente, ni esperar en paz a que la rotación del tiempo haya traído frente a mí este otro sábado y cada día ha caído sobre mi espíritu con pesadumbre de siglo.

Una vez más voy a intentar proceder con orden para ver si acierto a definir exactamente lo que experimento. Ante todo, he de tener una calma absoluta, como si estuviera examinando los sentimientos de otro hombre. No he de dejarme llevar de impresiones, sino que he de hacer predominar la fuerza de voluntad, que he procurado practicar desde que me enteré de su valor por un libro traducido del inglés.

Ante todo, debo declarar que lo que hice el lunes es sencillamente idiota. Es decir, puede que llegue a encontrarle una disculpa. Pero no se la he de buscar: ¡no debo encontrarla! Lo mejor es declarar, simplemente, que fue un acto de demencia. El lunes me eché a la calle muy temprano y, en vez de dedicarme a buscar trabajo, vine al anochecer completamente ebrio. No sé quién me vería, pero he sorprendido, aunque no me he puesto a buscarlas, miradas irónicas en rostros conocidos: Georgina, Verónica, Araceli. Yo sabía, cuando salí, aquella mañana, que en el cuarto vecino Francisco dormía con Juana. Pensé que no debía hacerme cómplice de aquello y que mi presencia en la casa entrañaba la complicidad. Esto debió ser lo que pensé. No lo recuerdo bien, sin embargo. Ambulé por las calles, estuve en el Paseo Bolívar y por la tarde me encontré en el barrio Ricaurte, metido dentro de una tienda, solo y con una copa de aguardiente en la mano. Me parece que durante todo el día —y mientras andaba sin rumbo— pensaba en que Juana estuviese con Francisco, como si esto me importara. Después me reuní con unos hombres mal trajeados, posiblemente conocidos míos, a quienes invité a beber. No he logrado precisar por dónde anduve, ni quién me trajo al cuarto este donde vivo. Pude haber venido por mis propios pies. Creo que no era muy tarde y que, por consiguiente, había gente que me debió ver. Supongo que en seguida me acosté. Entre las personas que me vieron, quizás estaba Juana. Y puede que al contemplarme en el lamentable estado haya dicho:

—¡Es un viejo sin vergüenza!

No lo habrá pensado, pero quiero creerlo.

Al día siguiente no abandoné el lecho. Ni al otro tampoco. Ya he intentado, sin lograrlo, hacer un recuento de las cosas que pensé entonces. Yo hice muchos monólogos, no sentí hambre y solo bebí agua. Pero esos monólogos… Yo siempre me he preocupado por el camino que toman las ideas que acuden a la mente y que ésta deja perder.

Eso, a pesar de todo, no vale nada. Nuevas ideas acudirán. Lo esencial es que no he vuelto a preocuparme por conseguir trabajo. Es estúpido. No, no es que esté lamentándome de la inacción de la semana, sino que reconozco un hecho cumplido, como si fuera extraño a mí. ¡Pero si antes tenía buena voluntad para trabajar! Ahora eso parece haberse perdido. ¿De dónde me ha llegado la idea de que si no tengo alguien con quien compartir el fruto de mi trabajo, este es inútil e innecesario? Y sin embargo, siento que así es. Otra cosa: antes yo me cepillaba, me afeitaba todos los días, me aseaba, sin preocuparme que nadie me viera, sino por una satisfacción íntima, más bien por una costumbre. Y ahora no lo hago. Parece como si, de pronto, necesitase que alguien me estimulase en el cumplimiento de tan elementales deberes. No, esto es imbécil. Sin que haga un acto de contrición, debo confesar que ahora he procedido como un idiota. ¡Cómo es de conveniente escribir! Las ideas que he copiado me han conducido sin esfuerzo a esta excelente conclusión.

Yo no he querido espiar a nadie, pero las cosas se me entran por los ojos y no puedo someterme a tenerlos cerrados a todas horas. Es así como me he dado cuenta del arreglo que hicieron Juana y Francisco, sancionado por la complicidad y la aquiescencia de todos los vecinos de la casa, que lo han hallado muy natural. He oído comentarios en este sentido:

—¡Pobrecita! ¡Con lo que estaba sufriendo!
O bien:

—Es seguro que ahora podrá comprarse otro vestido.
O esto:

—Le va mucho mejor viviendo con un solo hombre.
Y otras cosas igualmente estúpidas.

Bueno, pero lo esencial es que yo decida si todo esto me importa algo. Ningún nexo me une a Juana, que es, simplemente, una vecina de pieza, como pudiera serlo un hombre. Pero es innegable que yo experimenté, desde la primera vez que la vi, un sentimiento nuevo. Era como admiración, como lástima, como ternura… Yo he visto cerca a mí a muchas otras mujeres, pero ninguna me ha producido una impresión semejante. Me han intrigado de otra manera. La misma Inés…

Y eso que yo sufrí el domingo, ¿qué era, en realidad? Quizás no fuese otra cosa que un inexplicable sentimiento de despecho ante la imposibilidad de ganarme la confianza de Juana (¿pero esa confianza por qué, para qué la quería?) O tal vez fuese una especie de dolor ante la humillación a que se había sometido Juana… ¿Y yo por qué iba a sufrir esa humillación? No, esto se encuentra bastante complicado. Voy a embrollarme.

Pero esto de Francisco, ¿por qué lo hizo Juana? Parecía haber creído en mis ofertas espontáneas, en la amistad que le brindé, tímida, pero sinceramente. Nada la obligaba a aceptar esa invitación, hecha precisamente por Georgina, que días antes le había dicho tantas injurias. De mí no aceptó una comida. A ellos les recibió licor, detestable licor. Bebió y después aceptó también el repugnante cariño de Francisco, que antes la exasperaba. No, si esto es inexplicable. Sería que supuso que yo… Bueno, como Francisco es joven y yo peino canas… ¡Pero esto es monstruoso! ¿Cuándo he concebido yo semejante pensamiento? ¿Y ella cómo iba a darse cuenta de que yo lo había tenido? Tenía que comprender que yo, para ella, era distinto a todos los hombres, porque ella, a su vez, para mí era diferente a todas las mujeres. Pero si no se dio cuenta de esto, entonces yo, con mi estúpida actitud, con mi servil deseo de hacer algo por ella, contribuí a este espantoso epílogo. Quizás yo fui algo así como su última esperanza durante algunas horas y, perdida ésta, decidió abandonarse definitivamente a la suerte lógica que le señalaba su orfandad.

No, esto no debe ser. Sería horrible. Sería desesperante para mí.

En todo caso, yo sufrí cruelmente el domingo.

No, que yo haya dicho que no llorara no quiere decir nada. Sospecho que no era la luz crepuscular ni había otra causa para mis lágrimas que un dolor íntimo, que una recóndita herida. Nadie, por fortuna, se enteró de esto. Cualquiera se hubiera burlado de mí. Además, supongo que no se habrá dado una falsa interpretación a la borrachera del lunes. Una interpretación que no tiene (¿la tendrá?, ¿sería por la escena del domingo por lo que me puse a beber?) Pero este sufrimiento…

Debe proceder de la ruptura brusca de una ilusión que había acariciado y no del fracaso de un sentimiento amoroso. Puesto que Juana no será ya nunca amiga mía, puedo hablar impunemente de amor. La ilusión de serle útil. Hay que tener en cuenta que ahora experimento la necesidad que no sentía antes de conocer a esta mujer, de serle útil a alguien. Es decir, que ahora me siento más solo que nunca. Solo, absolutamente solo, como un niño huérfano. Otra vez se me ha ocurrido esa imagen del niño huérfano.

Es decir, que ahora me siento más solo que nunca. Solo, absolutamente solo, como un niño huérfano. Otra vez se me ha ocurrido esa imagen del niño huérfano.

Definitivamente, lo que yo sentía por ella era simple ternura paternal. Creo que es el único sentimiento que puede existir con intensidad después de los cincuenta años. El único lógico y natural. La soledad suya me mostró de repente la soledad mía. Quizás una idea inconsciente surgió sobre la posibilidad de que esas dos soledades se juntasen, se destruyesen al juntarse. Eso es. No debió ser otra cosa. Y entonces, ¿por qué esta tristeza, por qué este dolor, por qué esta congoja, esto tan indefinible que sufro desde el domingo? ¿Por qué desde aquel día se me dificulta la respiración, como si hubiese concebido una enfermedad repentina y el corazón hubiese dejado de funcionar bien? Hay veces que me parece que me voy a ahogar. Pero esto se pasará. De otra suerte voy a tener que ir donde un médico. Por fortuna hay consultorios para pobres, donde no cobran nada. No, voy a trabajar también. Voy a dejar este estúpido marasmo que se ha apoderado de mí, porque una de las cosas que debe contribuir a mi enfermedad, a mi estado depresivo, es la inacción, acostumbrado como estoy a trabajar.

Hoy, escribiendo esto, he sentido un poco de alivio. No acierto ni acertaré nunca a explicar la razón para que, después de fatigarme durante una hora sobre el papel, termine por respirar mejor. Son de esas cosas inexplicables que todo el mundo debe sentir…


Capítulo XIII

He llamado con suavidad a la puerta de Juana y le he dicho:

—Juanita, necesito hablar con usted.

Me ha respondido con aspereza:

—¿Qué quiere decir?

Entonces yo no he sabido qué decirle. Fue uno de esos impulsos repentinos e inexplicables que suelo experimentar a veces. Empecé a jugar maquinalmente con los dedos de las manos, mientras miraba el pavimento con obstinación. Recuerdo que, al bajar los ojos, me descubrí una pequeña mancha que antes no había visto, en los pantalones, ya demasiado viejos. Yo sentía sobre mí su mirada y se me antojaba que era cruel y despectiva.

—¿Por qué hizo eso? —exclamé de pronto.

Comprendo que mi primera frase haya sido idiota. ¡No se me ocurrió otra! Y a pesar de ello, tuve que sentir regocijo al encontrar algo, aunque fuera esta suprema tontería para no continuar mudo ante la puerta. Yo debía presentar un implorante aspecto de mendigo.

—¿Eso? ¿Qué? —me respondió.

Había agresividad en sus palabras.

—Lo de Francisco. ¡Yo hubiera sido con usted tan bueno! Yo no quería de usted lo que anhelaba Francisco. Yo sólo deseaba servirle, trabajar para usted, tener una razón concreta para existir, para moverme, para todo. He descubierto que no tengo nada que justifique tales hechos y esto lo descubrí el día que la conocí a usted. No vaya a creer que me he enamorado como un muchacho. ¡Le juro que soy sincero!

Ahora, al escribir lo que me ocurrió, no me explico cómo fui capaz de decir tantas cosas juntas. Lo asombroso es que interpretaban bastante bien mi pensamiento. Ella pareció comprenderme, porque se suavizó un poco al responder. ¡Cómo se lo agradezco! Me ha evitado una vergüenza y un bochorno. Si hubiese continuado con su primitiva aspereza, de seguro que me habría embrollado y hubiera quedado en un lamentable ridículo. Por mi parte, yo considero que había dicho por lo menos una parte de lo que tenía que decir y que minutos antes no hubiera podido definir.

—¡Pero si yo no podía hacer otra cosa! Estoy sola, sola en el mundo. Uno u otro, lo mismo significa. ¡He de ser esclava! ¡He de venderme! No tengo para comer. Van a echarme de aquí. No he logrado conseguir trabajo. Ahora desistí de buscarlo. No vaya a creer que lo hice por amor.

¡Cómo me alegró la última declaración! ¡Yo bien sabía que no era por amor! ¡Cuánto la compadezco! Es estúpido que me haya alegrado esa declaración. Sea por amor, sea por interés, el hecho esencial es que pertenece a Francisco y que yo no debía estar en aquel momento hablando con ella. Pero no puedo ocultar que me alegró su frase.

—¿Pero por qué había de ser con él y no con otro a quien yo no hubiese conocido? —exclamé con afán.

—No comprendo. Por otra parte, para mí era lo mismo.

Yo tampoco comprendía. Estaba diciendo cosas impropias. En realidad, ¿a mí qué me importaba que fuera este o aquel? Nada, ninguna ventaja obtenía yo con que fuese con un hombre a quien no hubiera conocido. Guardé silencio pensando en esto. Me arrepentí de lo que había dicho. Era una frase irrazonada. Iba a decir que Francisco era un miserable. Pero comprendí a tiempo que era un absurdo injuriarlo.

—Pero todavía, si usted quisiera… —empecé a decir, pero me contuve.

—¿Qué? —respondió rápidamente—. ¿Si yo quisiera qué?

En realidad, ¿qué? Yo no sabía lo que acababa de decir. Si ella quisiera… Entrañaba esto una oferta simulada, en la cual yo no había pensado. Cuando, de pronto, me encontré llamando a su puerta, sin que meditación alguna hubiese precedido a tal acción, ¿cómo me iba suponer que llegaría hasta hacerle una propuesta formal? Y ya lo había dicho. No podía volverme atrás. Y después de un breve silencio, durante el cual flotó la interrogación en el ambiente, ella agregó, con las pupilas dilatadas, fijas en un punto que indudablemente veía:

—Yo si quisiera… Quisiera no haberlo hecho. Es un despreciable. Un vago. No trabaja. Nada ha hecho por mí. Lo único que he recibido ha sido la limosna de una mala comida, servida en la mesa de Georgina. Y nada más.

—¿Nada más? ¿Y el cariño y el amor y la dulzura de un afecto compartido no le hacen falta?

—Todo eso no vale nada. La miseria me ha endurecido el corazón, que antes pudo creer en esos sentimientos. ¡He sufrido tanto! Ahora no quiero cariños, ni afectos, ni nada. Lo que quiero es comer. Lo que quiero es no vivir más esta permanente angustia sobre el dinero del alquiler, sobre todo. El cariño es para los ricos. No sé cómo no he arrojado este muchacho… al hospicio, por ejemplo. Creo que lo conservo a mi lado porque me he acostumbrado a él.

Al reconstruirla, he pensado en que esta declaración es demasiado cruel. Es tan cruel como si me hubiese dicho que estaba leprosa. Es indudable que la miseria tiene que formar como una lepra en las almas. ¡No tiene sentimientos! Bueno, yo mismo, ¿cómo he vivido? ¿Cómo viven todas las personas, igualmente miserables que se aglomeran en esta casa?

—Yo me había hecho ilusiones —le dije, después de un breve silencio, mientras devoré el dolor de sus afirmaciones—. Pero si usted quiere, yo… Mire, yo trabajaré. Le daré más de lo que pueda darle él y no le pediré nada. Se mudará de casa. No vivirá más aquí. Llegaría hasta a acceder a que no nos viéramos nunca. Yo le enviaría… lo que pudiera, a donde usted me dijera. Y aunque no le diera sino lo que están dando ellos: comida y alojamiento… ¡No se sometería a esa humillación!

—¿Quién dice que yo no he de vivir humillada? ¿Y a qué llama usted humillación? ¡Si yo no puedo ocultar la miseria, esta miseria espantosa que se ha apoderado de mí y que es el producto final de una estúpida honradez! ¿Buscar la manera de salir de esa miseria es acaso humillación? ¿Qué concepto tiene usted, pues, de la vida? ¿No sabe usted que si yo tuviera unos cuantos vestidos, un padre, un hermano, algo de eso que es privilegio de los ricos, este hombre me hubiera hablado con circunspección, me hubiera pedido en matrimonio, en fin? Pero no tengo nada. Y ha hecho de mí lo único que podía hacer. ¿Y esto es humillación?

Mientras me decía estas cosas, yo me puse a jugar de nuevo con los dedos. Cuando ya iba a terminar, entonces me dediqué a mirarme las uñas y me puse a arrancar, con un cuidado meticuloso, un pedacito de piel que se me había levantado en el borde de la uña, operación que continué después de que guardó silencio. No me atrevía a mirar lo que ella estuviese haciendo. No sabía cómo contestar a esto. Por fin dije:

—Acepte mi oferta. Mire, aquí tengo ocho pesos. Es lo único que poseo ahora. Acéptelos.

Había sacado los billetes del bolsillo y, teniéndolos en la palma de la mano, la alargaba hacia ella.

—¿Y quién me dice a mí que usted no es igual a los demás hombres y que al fin procurará cobrarme, como todos, estos servicios de apariencia desinteresada? ¡Todos son iguales! ¡Todos son iguales, señor! Y yo no quiero ir rodando de uno a otro. Ya decidí ser de Francisco y le seré fiel mientras Georgina no me niegue la mesa y el techo.

—Yo no. Se lo juro, Juanita. Si lo que yo siento por usted es una piedad enorme. Si yo…

Inesperadamente, se ocultó el rostro con las manos y empezó a sollozar. Experimenté un vago remordimiento. Había ido con la intención de consolarla —en realidad esto fue lo que me llevó a su puerta: no había caído en ello— y en vez de animarla la torturaba. Comprendo que no tengo método para tratar estas cuestiones delicadas y que mi inexperiencia tergiversa mis buenas intenciones. La contemplaba llorar y me parece que a lo largo de mis mejillas, encogidas por los últimos padecimientos, resbalaron también gotas irrazonables. Dos veces alargué hacia ella los brazos, con el ánimo de sostenerla en ellos y dos veces me contuve, temeroso de que me sorprendieran.

—¡Dios mío! ¿Qué he hecho yo para ser tan desgraciada? ¡Dios mío! ¡Si yo quería ser buena!

—Juanita, ¡no llore así! Confíe en mí. Yo…

—¡No, yo no quiero nada de nadie! ¡Que me muera! ¡La muerte!

Todo este tiempo habíamos estado hablando en la puerta. Cuando empezó a pedir la muerte, entró en el cuarto, sumergiéndose dentro de la penumbra, que era dócil para transmitir el ruido ahogado de los sollozos. Yo permanecí un rato inmóvil, mirando al interior que había devorado la grácil silueta, sin ver nada. Mis ojos estaban fijos en un solo punto, donde no había cosa alguna. Después me volví, lentamente, mirando entonces al suelo y di dos o tres pasos. Las articulaciones no me funcionaban bien como si hubiera sufrido una ataxia repentina.

En aquel momento, escuché una risotada. Recordé al oírla haber leído que las hienas en el desierto ríen siniestramente dentro de la noche y que esa carcajada es un grito de triunfo. Levanté los ojos y contemplé a la entrada del pasillo, con innegable angustia, las figuras plebeyas y repugnantes de Georgina y de Verónica, que habían presenciado, sin duda, toda la escena que acababa de desarrollarse entre Juana y yo. Desde el lugar donde se hallaban no habían podido escuchar nuestras frases. ¡Pero nos habían visto! Tuve la sensación de que me amenazaba un peligro cierto: como si hubiera sido sorprendido en un asesinato. Para ellas era indudable que yo había iniciado la conquista de Juana, con perjuicio de Francisco. ¿Cómo iban a vengarse de mí? Y, sobre todo, ¿cómo iban a vengarse de ella?

Entré en mi cuarto y me tendí en la cama, desde donde me puse a completar los dibujos inconexos que formaban en el techo, pintado de cal, algunas grietas que parecían líneas. ¡Tenía ganas de gritar!


Capítulo XIV

Por la noche Georgina decía en voz alta, a fin de que todos los habitantes de la casa pudiesen enterarse, dirigiéndose a Francisco:

—¡Lo que te había dicho! ¡Es una ramera! Yo ya lo había sospechado. ¡Engañándote con ese viejo sucio y mantecoso del cuarto vecino! Es insufrible. Yo no sé cómo puedo soportar estas cosas en mi casa. Lo peor es que tú te hayas decidido a hacer sacrificios por esa mujer. ¡Tonto!

Todavía me encontraba yo en el lecho mirando hacia arriba. La voz de Georgina y la manera de interpretar la escena que había sorprendido me volvieron a la vida, que parecía haberse suspendido desde que hablé con Juana. ¡Me volvieron al dolor!

—Pero, mamá, es imposible.

La voz de Francisco no tenía entusiasmo al hacer esta declaración. No es que lo encontrara imposible. Al través de esta respuesta trivial, pude apreciar que, saciado ya su capricho por Juana, la mujer le era por completo indiferente. Decía “es imposible”, como si hubiera dicho “va a llover”. Yo no sé por qué tenía en aquel momento la lucidez necesaria para descubrir esto, en el preciso instante en que se me calumniaba.

—Los vi yo misma. Verónica y yo los vimos. Estaban conversando con mucha animación, en voz baja. Yo no sé lo que le diría el viejo, pero ella reía y después se puso a llorar, sin duda para conmoverlo y sacarle dinero. ¡Yo conozco lo que son esas mujeres!

Después agregó:

—Pero el viejo ese es un sinvergüenza. Él tiene que saber que Juana es tuya, que se comprometió contigo, desde hace ocho días. ¿Con qué derecho, pues, va a hablarle, a intentar conquistarla? ¡Hay que tener en cuenta, también, la conducta de la mujer!

Y Verónica:

—Desde que ese hombre se vino a vivir a esta casa, ella ha estado conquistándolo. Y como todos esos viejos son unos… En fin, que están uno para otro. Pero ella…

En esta forma siguieron hablando largamente. Las voces se fueron atenuando poco a poco.

De todo esto surgía el despecho de Georgina, mucho mayor que el de Francisco. Había cierta innegable vanidad en la manera como la mujer decía el pronombre posesivo al dirigirse a Juana. Ya sabía yo que en el entendimiento primitivo de la dueña de casa se había formado la obsesión de que un compromiso de su hijo con Juana implicaría para este la obligación de trabajar, de que hasta entonces había prescindido. Juana era la única que podría conducir a la virtud a Francisco, a pesar de todos sus vicios, de todos los pecados que le atribuía la gente. ¿Cómo funcionarán estas inteligencias?

Comprendí que hablaba en voz alta con el fin exclusivo de que todo el mundo se enterara en la casa. Cuando supuso que la escena estaba lo suficientemente detallada, la voz fue disminuyendo. Como continuaban hablando en la pieza, comprendí que se estaba urdiendo un plan infame. ¿Qué irían a hacer contra Juana?

Como continuaban hablando en la pieza, comprendí que se estaba urdiendo un plan infame. ¿Qué irían a hacer contra Juana?

Francisco se marchó a la calle, sin detenerse frente al cuarto de Juana, poniendo cuidado en no mirar hacia allí. Tuve la sensación de que él acababa de sentir el regocijo de la libertad. Ya no le interesaba mi vecina y todo lo había hecho por dar gusto a su madre y por satisfacer un deseo momentáneo. Al menos, yo lo comprendía así.

De pronto, Georgina se aproximó al cuarto de Juana y empujando violentamente la puerta gritó:

—Sabrá que mañana se cumple su arrendamiento.

Necesito que por la tarde la pieza esté desocupada.

Yo estaba de pie, junto a mi puerta, en el interior de mi aposento. Sentía algo semejante al temor. Bueno, pero si sufría, era por Juana. A pesar de mi deseo, yo no acertaba a encontrar la forma sensata en que hubiera podido intervenir. Y mientras la buscaba, escuché la voz llorosa de la perseguida:

—Está muy bien. Mañana le desocuparé.

Tan sencillas palabras, dichas tímidamente, excitaron hasta el paroxismo la ira de Georgina, que gritó:

—Es que yo no quiero vagabundas en mi casa. Los burdeles tienen sus puertas abiertas a toda hora, ¡y en uno de ellos es donde deberías estar, perra!

Entonces fue cuando yo comprendí cuán incapaz soy de toda acción noble y generosa. Yo soy un pobre diablo, un hombre sin energías, sin nada. Y además, cobarde. Es ahora cuando caigo en la cuenta de que he debido salir y escupir en el rostro a aquella mujer, a pesar de sus hijos, a pesar de todo. Pero lejos de ello, me estuve inmóvil en mi sitio, escuchando su procacidad, conteniendo mi respiración, como si temiera que se sospechase mi presencia.

—¡Vete con el nuevo amante que conseguiste! ¡Vive con él, pero no en mi casa! Márchate con tu viejo decrépito y ayúdale a ganar dinero.

Es bien estúpido que esta frase me hubiera producido cierto sentimiento de recóndita alegría, como si se hubiese dicho una cosa que no podía dejarse de cumplir. Las injurias resbalaron sobre la superficie de mi alma, pulimentada con la frase trascendental: “Vete con él”. Que se viniera conmigo, pobrecilla y que dijeran de nosotros cuanto quisieran. No, si los dos podríamos ser felices: ¡una hija, una hija, a mi edad! Yo no quería la mujer: me lo he dicho muchas veces. Detrás de mi puerta, sonreí beatíficamente. Y, sin embargo, estaba diciendo contra mí una de las máximas injurias. Pero había surgido la posibilidad inesperada de que Juana se fuese conmigo.

Ya no llegaron a mis oídos claramente las frases que siguieron y que debieron ser más villanas. El sonido de las voces agresivas, hirientes, llegaban hasta mí sin significación alguna. Estaba entregado al pensamiento supremo. Los vocablos acababan de perder toda su expresividad. Seguramente al injuriarla a ella, se refería a mí y le enrostraba el hecho de que hubiera hablado conmigo. No sé.

De pronto se hizo el silencio y entonces se operó la reacción imprescindible dentro de mí. Ahora era allá adentro donde se escuchaba la voz odiosa, que continuaba haciendo comentarios inútiles. Pensé que en torno de ella, pendientes de su boca, debía haber cinco, seis o más mujeres y unos cuantos hombres.

Me asomé con precauciones. El patio estaba solo. Muy suavemente, apagadas por todos los ruidos de la ciudad, llegaron a posarse sobre el tejado de la casa las nueve campanadas con que indicaba la hora del reloj de la Catedral. Avancé lentamente. Dos, tres, cuatro, cinco pasos. Los conté. Estaba frente a la habitación de Juana. Llamé, como siempre, tímidamente: suaves golpecitos, dados con los nudillos de la mano.

Apareció el rostro bañado en lágrimas. El bombillo del corredor le dio relieves inesperados e hizo más profundas las huellas del dolor en la cara juvenil… Los grandes ojos negros se posaron sobre mí, sin expresión alguna. Yo estaba en la obscuridad y ella recibía directamente la luz eléctrica.

—Usted no tendrá dinero para irse mañana —le dije—. Yo tengo estos ocho pesos. ¿Los quiere ahora?

Alargué la mano, en cuyo centro se aplastaban los ocho billetes. ¡Dios mío! ¿Tendría la mano sucia? Ella los tomó y cerró bruscamente la puerta, sin decir una palabra. Pero cuando me retiraba, abrió de nuevo y exclamó rápidamente:

—Si usted quiere, mañana hablaremos. Podremos encontrarnos en cualquier parte, en la calle. Aquí no, porque no quiero que se repitan estas estúpidas escenas.

Nos citamos a las cinco, en el Parque de Los Mártires, junto al obelisco central.


Capítulo XV

¡He triunfado! Ahora Juana va a estar dependiente de mí. Bueno, esto en cierto modo. Porque nada le he de exigir yo jamás. Cuando ella quiera corresponder a los pequeños servicios que yo pueda prestarle y yo esté más viejo y se decida a salir conmigo por las calles… No, y ahora también. Ahora mi vida tiene un objeto preciso. Tengo algo así como una hija. Una hija, eso es.

Es curioso cuanto me ha acontecido en esta casa. Primero, el sentimiento súbito de soledad, en el que no había caído en cuenta jamás, sentimiento alimentado por la falta persistente de trabajo. Luego, el deseo de ser útil a alguien, complementario del sentimiento de soledad. Finalmente, el hallazgo de ese alguien a quien ser útil. Es curioso. No, la casa no está maldita, como yo lo había pensado, porque de otra suerte su permanencia en ella no me habría producido este bienestar que estoy experimentando.

Ahora me parece que va a ser fácil tarea la de conseguir trabajo. Este es, desde luego, el problema capital, porque mi trabajo es el único medio con que cuento para mi propio sostenimiento y para el de Juana, en adelante. Pero yo soy un hombre de energías —ayer decía que era un cobarde, pero no es cobardía haberme abstenido de provocar un escándalo con Georgina, lo que más bien puede llamarse prudencia— y pronto conseguiré un trabajo bien remunerado. He de ganar, lo menos, veinte pesos semanales, aunque tenga que esforzarme. Los distribuiré así: doce para Juana y ocho para mí. Yo viviré con ocho como un príncipe. En cambio, Juana estará estrecha con doce. Pero en todo caso, se encontrará mejor que ahora. No, pero es que ella debe vivir muy bien. Lo merece.

Otra cosa: yo también tengo que mudarme de aquí. Juana se irá mañana. Yo esperaré a que se cumpla mi arrendamiento y entonces me marcharé. Buscaré el modo de que mi nuevo domicilio sea próximo al de Juana. Ella me dirá a dónde se va a vivir. Me lo dirá espontáneamente, porque yo no se lo preguntaré. Podría creer que tengo algún oculto interés y como eso no es cierto… Yo no tengo otro interés que el de servirle. Nada quiero, nada espero de ella.

¡Ah! Y esta tarde estoy de cita. Como un colegial, me ruborizo al pensar en que la gente puede verme al lado de Juana. La cita es en un lugar bastante concurrido y hoy es domingo. Por las calles enarenadas del parque habrá paseantes, habrá estudiantes de medicina, habrá niñeras y todos me mirarán, murmurando. Y yo seré el acontecimiento sensacional de la tarde. Pero todo esto es inevitable.

Le llevaré un paquete de dulces. Podría llevarle también un ramo de flores… No, esto resultaría demasiado vistoso. Y quizá no le gustaría. Es mejor dulces. Nadie se dará cuenta de ello y, además, hará mucho tiempo que no come dulces. ¡Ah! Pero no tengo dinero. No importa. Poseo cincuenta centavos. Quiere decir, simplemente, que hoy no almorzaré. No es mucha privación abstenerme de almorzar. En cambio, le voy a proporcionar un placer, un verdadero placer a Juana. Juana, Juanita… El nombre no me gusta. Si yo tuviera una hija, no me agradaría que se llamase Juana. ¿Cómo, entonces? A ver… Carmen, Julia, Blanca, Ester… Bueno, estos detalles de nombre no valen la pena. Y en el fondo, Juana es un bello nombre. Yo sé que hay muchas Juanas en la historia: Juana de Arco, Juana la Loca… Qué raro se me hace que una persona se llame Juana: jamás había caído en ello.

Tengo que cepillarme muy bien. Es lástima que los pantalones se encuentren tan arrugados. La camisa está limpia, por fortuna. El saco tiene los codos un poco transparentes. Pero esto sólo se observaría mirándolo mucho. El sombrero… es un problema. Tiene la cinta muy deteriorada y la grasa de la cabeza le ha dibujado una línea curva a todo lo largo, destruyendo el color primitivo. Pero no hay remedio. Ella sabe que soy pobre. En fin, bien afeitado, con los zapatos brillantes de betún —yo acostumbro comprar una caja de crema—, tal vez no presente un aspecto muy deplorable.

Bueno: ¿y cómo me recibirá? ¿Tendrá para mí una sonrisa? Naturalmente. Me dirá: “Creí que no vendría” u otra expresión semejante que me demuestra la impaciencia con que me aguardaba. Tendrá de la mano a Pedrito, que se me subirá a las rodillas en cuanto tomemos asiento en una banca. Indudablemente, nos sentaremos. Yo le daré la mano. Tengo que limpiarme muy bien las uñas. Pondré en mis primeras palabras toda la ternura que siento por ella. Y combinaremos nuestro plan de vida para el futuro. Lo que me preocupa es que no vaya a interpretar con justicia la ternura que quiero manifestarle.

De Francisco no le diré ni una palabra. Lo mejor es guardar silencio. Yo creo que es un recuerdo bien triste para ella. Si cometió una falta al aceptarlo, bien castigada está la desventurada mujer, para que yo vaya a aumentar su dolor. Es curioso lo que me ocurre, pero ahora me siento con deseos de perdonarle todo a todo el mundo. Primeramente a ella, desde luego. Nada importa que me haya despreciado, que después se haya reunido con Francisco sin importarle el interés que me tomaba por ella, que… Nada. Le perdonaría hasta a Georgina. No: a Georgina sería a la única que no le perdonaría las afrentas que le ha hecho a Juana. Por lo demás, a todos. ¿Quién me habrá hecho daño a mí para perdonárselo?

En fin, la entrevista ocurrirá apaciblemente. Cuando se inicie el alumbrado eléctrico regresaré satisfecho, con su confianza como un tesoro inapreciable. ¿Qué confidencias me habrá hecho? ¿Qué escenas de su pobre vida me habrá contado?

¿Y ahora por dónde andará? Salió en las horas de la mañana. Yo la vi, pero ella no me miró. Pasó a mi lado mirándose los pies, con una inclinación que me pareció muy elegante. No me dijo nada. Yo, claro, no la recrimino por eso. Hace bien.

Debe estar buscando habitación. ¡Con lo difícil que se ha puesto eso! Pero si es que yo debería ser quien anduviese buscándosela. Cuando la hubiera hallado, bien aireada y luminosa, con ventanas a la calle, frente a un patio con flores, vendría a decirle: “Juana: se va a vivir en tal parte”. Tendría la dirección anotada en un papelito para que no se me olvidara. Bueno y que yo tuviera dinero, que cuando llegase se encontrara con un cuarto bien lujoso provisto de todo, con su par de sillas de mimbre, su tocador de tres pies, con jarra y bañadera de esmalte con florecitas, su estera de esparto, de la más fina, sobre el suelo… Caramba, pero esto es absurdo: ¡no tengo dinero!

No hay que hacer otra cosa sino esperar el final de este día emocionado. ¿Cómo concluirá? ¿Cuáles serán mis sentimientos al anochecer? ¿Habré sufrido un nuevo desengaño? ¡Quizás ella no vaya! ¡Quizás, si va a la cita, me injurie! No, hay que esperar lo mejor. Esta noche regresaré regocijado; antes de irme a dormir, me frotaré las manos satisfecho y me diré: “Vamos a empezar una nueva vida”. Esto, por otra parte, ya creo poderlo decir. De otra suerte, ella no me hubiera aceptado ayer el dinero.

Me afeitaré, me arreglaré, me asearé y, cuando vaya a misa, compraré los dulces.

Con cincuenta centavos puedo adquirir algo bonito: una cajita de esas que tienen una postal encima, donde puede verse una hermosa mujer rodeada de flores o una dulce escena familiar —es mejor lo último— envuelta en papel de seda y atada con un cordoncito rojo…


XVI - XXI

Capítulo XVI

¡Estoy encantado con la tarde que hacía! Era bellísima. En el parque jugaban muchos niños, que recorrían las avenidas en pos de pelotas de caucho o de pintados aros de madera. Había también algunas parejas juveniles, que olían a amor. Finalmente, grupos de personas que parecían acomodadas y que eran conducidas por un señor casi siempre de anteojos.

Yo llegué a la hora precisa. No, llegué un rato antes. Tuve tiempo de pasearme por ahí, de ponerme a contemplar la aguja del obelisco y los contornos de las figuras que adornan sus costados. Contemplé las flores y me detuve mirando la violencia con que salía un chorro de agua por el extremo de un tubo de caucho. Pensé en lo difícil que sería hacer obtener al agua esta presión. Saltaban diminutas gotas en todas direcciones y en ellas se formaba el arco iris, de colores tan brillantes que herían la vista y luego parecían cristalizarse entre los prados, corriendo finalmente en un pequeño arroyo que se detenía en laguitos. Había una rara sonoridad en el ambiente, como si los gritos infantiles, las voces de los paseantes, hasta los ásperos chirridos del tranvía sonasen bajo una gran campana de cristal, capaz de dulcificarlo todo. Y todas las cosas brillaban y parecían dotadas de luz propia: los verdes multiformes de los prados y los colores de mil pétalos. Y frente al espectáculo magnífico, la serenidad suprema del templo del Voto Nacional, con su severa arquitectura, predominando imperativamente. ¡Descubrí dulzura en la estatua de Jesús que se ha colocado en la cúspide del templo para que domine al parque!

Todo era bueno y hermoso en esta tarde sonora y luminosa y estoy seguro de que mi espíritu estaba contagiado. Así, por ejemplo, recibí con placer el choque de una pelota sobre mi rostro y, en vez de enfadarme, me precipité detrás de su agilidad, hasta detenerla y entregársela, riendo, al pequeño propietario, que me miraba temeroso, como si esperase una reprimenda. Luego me limpié la cara, que conservaba la huella enlodada de la pelota.

De vez en cuando detenía mi admirativa contemplación para mirar en torno. ¿Por dónde aparecería Juana? Llevaba yo en el bolsillo la cajita de dulces que le había comprado. Por cierto que no me gustó. Pero era imposible conseguir algo mejor por cincuenta centavos. Sin embargo, creo que, a pesar de todo, le proporcionará un placer.

Al fin, por la esquina de la calle 11, surgió la silueta grácil. Llevaba al niño de la mano y recuerdo que en aquel momento evoqué no sé qué estatua milagrosa. Avanzaba lentamente hacia el obelisco, mirando al suelo con obstinación. A ella no le interesaba el asombroso espectáculo de la tarde. Pero su tristeza me pareció seductora y bastó para borrar dentro de mí todas las suaves impresiones que había recibido durante dos horas. ¿Dos horas? Creo que sí. ¿Llegaría dos horas antes de la fijada? Mientras recorría la avenida diagonal yo me puse a pensar en todo lo que había sufrido esta mujer desventurada. Y sus dolores me parecieron los mayores del mundo. Los revelaba al andar, al mover los ojos en el decaimiento que presentaba su cuerpo, esbelto a pesar de todo.

El niño no llevaba sombrero, pero estaba bien peinado. Intentaba librarse de las manos maternales para echar a correr también, detrás de otros chiquillos que reían, que jugaban, que participaban de la alegría luminosa. Pero la madre comprendía que su miseria no le daba derecho a ello y detenía los impulsos del chiquillo que entonces se ponía a mirar con tristeza, haciendo preciso que ella lo arrastrara para obligarlo a avanzar.

El saludo fue más trivial de lo que yo esperaba. No me sonrió. Me dijo solamente las frases indispensables, seria, recogida dentro de sí misma. Luego, en un obstinado silencio, paseamos. Yo no me atreví a mirarla a mi lado, pero al dar algunos pasos su cuerpo rozaba el mío y me hacía estremecer. Tampoco me atrevía a mirar a las personas que pasaban a mi lado, porque tenía la certidumbre de encontrar la burla en sus ojos. Ella, en cambio, parecía no darse cuenta de estos detalles. Parecía encerrada dentro de su propio dolor, indiferente a todo. Comprendía que era a mí a quien correspondía iniciar la conversación, pero como suele ocurrirme a veces, no encontraba una sola idea adecuada. ¡Ni una sola idea! A veces ella me miraba y creo que encontraba extraño el hecho de que yo no hablase, de que no le dijese esas mil tonterías que todos expresarían en caso semejante.

El saludo fue más trivial de lo que yo esperaba. No me sonrió. Me dijo solamente las frases indispensables, seria, recogida dentro de sí misma.

Nos sentamos. Todavía el silencio se prolongó. Me di cuenta de que me empezaban a llegar algunas ideas, pero todas eran tan disparatadas e incoherentes, que era imposible que pudiese formar con ellas una sola frase.

Las primeras palabras procedieron de ella.

—Encontré una pieza por la carrera sexta, adelante de Las Cruces, en el camino a San Cristóbal. Cuesta siete pesos.

Las dijo como si cumpliese con una obligación. A lo menos tal me pareció. Sin embargo, no pensé en ello, sino que me detuve un minuto largo a meditar en que debía estar emocionado. Creo que fue precisamente la emoción lo que me sugirió este pensamiento. ¡Había razón para estar emocionado! Juana empezaba a darme cuenta de sus actos humildemente y esto me abrumaba. Precisamente el hecho de que lo hubiese dicho fríamente, como si cumpliese con un deber, daba más valor a todo. ¡Pero es inverosímil que en frases tan cortas y triviales quepa tan grande cantidad de emoción! Yo sentía con esas palabras, en las que descubrí un renunciamiento total, que ella accedía a convertirse en algo mío, que aceptaba ponerse para siempre entre mis manos. Y como el curso de mis pensamientos me había llevado hasta ese punto, exclamé inesperadamente:

Debe estar buscando habitación. ¡Con lo difícil que se ha puesto eso! Pero si es que yo debería ser quien anduviese buscándosela. Cuando la hubiera hallado, bien aireada y luminosa, con ventanas a la calle, frente a un patio con flores, vendría a decirle: “Juana: se va a vivir en tal parte”. Tendría la dirección anotada en un papelito para que no se me olvidara. Bueno y que yo tuviera dinero, que cuando llegase se encontrara con un cuarto bien lujoso provisto de todo, con su par de sillas de mimbre, su tocador de tres pies, con jarra y bañadera de esmalte con florecitas, su estera de esparto, de la más fina, sobre el suelo… Caramba, pero esto es absurdo: ¡no tengo dinero!

—No, no se arrepentirá, Juanita.

Me miró, con innegable sorpresa. Indudablemente no hallaba relación alguna entre lo que ella me había dicho y lo que yo le respondía después de pensarlo mucho. Pero después pareció encontrarlo todo bien y sonrió. Me alegré de haber provocado aquella sonrisa. Era, acaso, la primera que veía en su rostro con plena sinceridad. Y, sobre todo, la primera que estaba dirigida a mí.

initivamente, la conversación se hizo más regular. Me dijo que venía por sus cosas, que podría llevar en un paquete. ¡Eran tan escasas! Había pagado ya el alquiler del nuevo domicilio y se empeñó en que yo le recibiera el peso que le había sobrado. Yo lo rechacé. Lo rechacé con los ojos fijos en el suelo, porque me avergonzaba que la cantidad fuese tan pequeña.

Después le ofrecí el obsequio que le llevaba. Destapó con infantil regocijo la caja, cuyo contenido le hizo dirigirme, conscientemente —lo juro—, una nueva sonrisa de gratitud. ¡Qué excelente idea fue la de llevarle este regalito! Con sus manos, con sus propias manos —¡cómo las movía armoniosamente!—. Me dio algunos dulces. Pedrito tomaba también de vez en cuando uno. Pronto se acabaron. Entonces, como ya estaban encendidos los faroles del parque, decidimos separarnos. Nos levantamos, avanzamos algunos pasos y, luego, deteniéndose de pronto, me dijo:

—Yo, por mi parte, procuraré conseguir trabajo, a fin de no tener que vivir sólo de usted. Además, le juro que estoy arrepentida de lo ocurrido en esa casa. Creo que está maldita. Mañana mismo me iré a buscar trabajo. ¡Si lograra ganar algo más de lo que he ganado siempre!

—No se preocupe, Juanita —me creí obligado a responderle—. Yo trabajaré y le serviré en cuanto pueda. Gaste ese peso mañana. Por la tarde nos encontraremos aquí y le daré algo más. Por ahora vamos a andar un poco escasos…

Sonreí tímidamente al decir la última frase, como para darle carácter de humorada.

Después de pensarlo bien, agregué:

—Si trabaja, mejor. Pero de todas maneras yo le ayudaré.

Al fin nos separamos. Ella se vino para la casa con el fin de llevarse sus cosas y yo me fui a pasear por la calle 10, descendiendo hasta el barrio Ricaurte, de donde regresé una hora más tarde, cuando la noche había caído.

Bueno, ahora estoy aquí, frente a mi mesa. El cuarto vecino muestra el hueco negro de su puerta, con sugestiones siniestras. Está indiferente, como si ella no se hubiese ido. ¡Cómo es de criminal esa indiferencia! Mañana vendrá otra persona y la recibirá con idéntica actitud. El patio también parece indiferente. Todo es igual. Sólo yo, esta noche memorable, soy distinto. No puedo soportar la soledad. Ahora me doy cuenta de que la presencia de Juana en la pieza inmediata era una especie de compañía.

Debo declarar que no me encuentro tan alegre como lo suponía al principio del día. ¿Quién explicará esto? He acudido a una cita, con una mujer. Una de las primeras citas de mi vida. ¡Ha sido con Juana! Pero estaba más alegre cuando esperaba, contemplando el parque. Esa cuestión de los anhelos satisfechos de que he oído hablar… Debe ser eso.

Estoy sintiendo hambre. Quizás esto influya en el desaliento espiritual. ¡Como dicen que hay tantas relaciones entre el cuerpo y el alma! No he comido otra cosa que los dulces que me dio Juana en el parque. Y no tengo dinero. A estas horas las prenderías se encuentran cerradas y no hay dónde llevar mi sobretodo, que tantas veces ha ido a sus estantes. Tengo que resignarme a esperar a mañana. Por fortuna, nadie sabe de esto en la casa. Nadie lo sabrá.

¡Caramba! ¿Y si no logro conseguir trabajo mañana? Tenía una confianza ciega hasta la hora de la cita, pero ahora ha disminuido. Ahora dudo.


Capítulo XVII

De los dos pesos que me prestaron sobre el viejo abrigo le di uno a Juana en la tarde y el otro me lo guardé. Mejor dicho, no pude guardarlo, porque tenía necesidad de comer.

Lo que presumía: no he podido hallar trabajo. En vano he ido a todas las imprentas, a los diarios, a todas partes. Yo también soy armador y podría hacer algo en un periódico. Pero creo que ahora se han inventado también máquinas de armar. No, si las máquinas nos están matando. Cada máquina debería prever la manera de que vivieran los obreros a quienes va a desalojar. A desalojar de la vida. Pero esto son inútiles filosofías.

Y es preciso que yo trabaje. Hoy comí. Hoy le di un peso a Juana, que lo gastará mañana. ¿Y después? Bueno, por Juana seré capaz de todo. Me haré mendigo. Pero creo que eso no me va a producir nada. La gente tiene el corazón muy duro. Nadie es capaz de leer mi tragedia. Yo creo que esto es una tragedia. No es que se haya muerto nadie de manera violenta ni que haya ocurrido un siniestro de esos que publican los periódicos con titulares de gran tamaño. Pero es indudable que mi situación es una tragedia. Yo debo llevarla escrita en la cara, pero como todo el mundo pasa y nadie me mira…

Llegan ruidos de la casa y se almacenan estúpidamente en mi cerebro, donde se confunden, se mezclan y de la mezcla sale una especie de suave rugido interminable. Se reúnen bajo mi cráneo de tal manera los ruidos, que se aíslan de los objetos de donde proceden y toman una vida propia, capaz, acaso, de ensordecerme. Experimento con angustia la sensación de que estos ruidos no vienen de afuera hacia adentro, sino que salen de adentro hacia fuera.

Sin embargo, los ruidos existen independientemente de mí. Yo no debo pensar más en ellos ni preocuparme por su existencia. Hay algo más terrible que todo: encontrar trabajo. Esto me oprime como una mole, que descansara desde el principio de los tiempos sobre mi corazón. Ahora estoy dándome cuenta de toda la dificultad de este sencillo hecho. La ciudad es hostil para mí. Y es hostil para mí también la vida. Y yo no puedo dominar ni la ciudad ni la vida. ¿Por qué será que hay personas que se suicidan? Debe ser por algo semejante a esto que estoy sintiendo.

He hablado de suicidio. Ahora se me ocurre pensar si no será una sugestión malévola. Dicen que el diablo lanza en esta forma las tentaciones para apoderarse de las almas. Debe ser así. Pero yo no he de pensar más en el suicidio. Yo soy de los que creen que es una cobardía. Sería curioso… Bueno, si me muero de hambre y si Juana y Pedrito padecen también hambre… No, si lo que he hecho ha sido una torpeza. Estoy condenado a hacer y a decir sólo tonterías. Yo no he debido ofrecérmele a servirle jamás a Juana. La simple oferta me ha conducido ya a pensar en el suicidio. Pero es que nada de esto pensé. O si lo pensé —no recuerdo bien—, veía entonces todo muy fácil. El cumplimiento de un deseo hace que existan errores de apreciación entre lo fantástico y lo real. La vida ha venido a demostrarme —demasiado tarde, por cierto— que somos unas pobres cosas, menos que nada. No, sólo yo soy así. Hay personas que son algo, que viven bien… que, en fin, que podrían ayudar a Juana sin exigirle el odioso interés que siempre le han cobrado. Como le quisiera servir yo.

No debo pensar más en estas cosas. Empiezo a creer otra vez que la casa está maldita. Es curioso: ella me lo ha manifestado también. Ha sentido, como yo, el influjo pernicioso. Y yo no soy una de las personas que están condenadas irremisiblemente a perecer dentro de ella. ¡Si se incendiara…!

Pero es preciso pensar en cosas más prácticas. Haré un plan para mañana… Bueno, ¿qué plan voy a hacer si no tengo un centavo? Es preciso que por la tarde le lleve a Juana por lo menos otro peso. ¿De dónde voy a sacarlo? ¡Ah! Sólo que… Sí, no puedo hacer otra cosa. Es un recurso desesperado. Me detendré, sin embargo, hasta última hora: las cinco, por ejemplo. Quizás entonces haya conseguido algo. Porque, en cuanto me emplee, solicitaré un pequeño adelanto. Y si no he obtenido nada, pues apelaré a la cama. Prestarán sobre ella cinco pesos. Es una buena cama de nogal, que vale sus veinte pesos. Y como los usureros dan la cuarta parte… Tendré que rogarles mucho, porque sólo querrán darme dos o tres, pero no importa. Confío en obtener los cinco. De ellos, le llevaré tres a Juana. ¡Cómo se va a poner de contenta con tres pesos! Yo guardaré dos, porque es preciso comer. Lo único será que restringiré lo más posible la comida. Lo más económico es una taza de peto. Sometiéndome a ese régimen el dinero me alcanzará para cuatro días. Quizás esto no vaya a ocasionarme alguna enfermedad. Y como tendré que dormir en el suelo… Se me va a hacer duro, pero al fin y al cabo me acostumbraré. ¿Acaso Juana no dormía en el suelo? Y mi cuerpo, ¿mi cuerpo masculino y deforme es más digno de comodidades que el de ella, delicado y hermoso?

Y con esto he solucionado el problema de mañana. Esto es una prórroga para que yo consiga trabajo. Ella, por su parte, también debe estar buscando. Ayer lo anunció. ¡Pobrecita! Yo quisiera que ella no sufriese esta obligación, pero va a ser preciso, mientras yo logre el éxito. Por otra parte, es la ley común: todos tenemos que trabajar. ¡Pero si yo veo que no todos trabajan! Entonces no cumplen con la ley, abandonan su deber. Pero a pesar de ello viven bien, sin sanción alguna, están contentos, más contentos que los que trabajamos… ¿Cómo será esto? Solamente sobre los pobres pesa la obligación funesta… No: no es que me pese trabajar. A mí me gusta. ¡Pero es tan difícil encontrar el medio de ganarse la vida! Yo tengo una profesión. Otros no tienen ninguna. Pero en cambio tienen dinero, viven bien, andan en automóvil y podrían proteger a Juana, sin que ello implicase una serie de esfuerzos inauditos. Cuando pienso en todo esto me dan ganas de volverme socialista. Los socialistas, según me decía un amigo, pretenden el reparto de todas las cosas, de manera que todos nos encontremos en idénticas circunstancias para vivir. Es decir, que los ricos tienen que darles a los pobres parte de lo que tengan. Yo no creo en esto. Porque los ricos no darán con gusto. ¡Niegan una limosna de cinco centavos! Por eso dicen que hay que hacer una revolución. Todo esto es muy difícil y casi imposible. No creo en tal reparto. En lo único que creo es que el mundo está mal hecho y que es preciso dejarlo así. Unos debemos trabajar y otros no. Eso es todo. Bueno, yo no me meto en estas cosas que me confunden. Pero si hubiera un reparto, ¿yo qué pediría? A ver… ¡Ah! Una casita que vi el otro día en Chapinero. Tenía dos ventanas, llenas de dibujos como bordados. Al frente había un jardincito lleno de rosas rojas y de claveles, en el cual yo mismo podría plantar nuevas flores. Y que me dieran cincuenta pesos mensuales. No, cincuenta no me alcanzarían. Lo menos ciento. Cien pesos mensuales y una casita como esa. Y que allí viviera Juana y que por las mañanas se levantara bien temprano y toda colorada se dirigiera al jardín, donde yo estaría desde antes de amanecer regando mis flores y nos saludáramos. Me besaría en la frente. Me diría: “Papacito”. Y yo: “¡Juanita!”.

¡Cada día se me ocurren tonterías más absurdas! Hay que dejar estos sueños imposibles, que son consecuencia de la falta de ocupación. Yo nada soy, nada puedo hacer, nada represento. Y ella no es hija mía y yo… En fin, prefiero ponerme a escuchar lo que ocurre en la casa.

La noche está serena y estrellada. Es una tenue claridad que no procede de ninguna luz y que parece un residuo de sol. Esta luz, reunida a la que cae de las estrellas, podría cogerse con las manos. Dan tentaciones de intentarlo. Debe sentirse resbalosa al tacto. La bombilla eléctrica, que siempre está en acecho en el ángulo del pasillo, frente al zaguán, se encuentra esta noche en ridículo. Tiene algo de petulante que mueve a risa. Yo ahora estoy en mi puerta, mirando a la noche. El patio está solitario y por eso puedo mirar a la noche. Adentro hay voces, que parecen guardar equilibrios sobre los hilos invisibles de la luz nocturna. Creo que esta imagen me ha resultado bastante original.

Las voces llegan hasta mí tenues, confusamente. Hablan de cosas que no me interesan. Nada puede ya interesarme en esta casa. Yo tengo un problema que absorbe todo. Mas cada uno debe tener un problema para resolver. No creo que haya vida sin problema. Y como cada problema constituye una preocupación capaz de concentrar todos los pensamientos, nadie puede hablar de otra cosa que de la urgencia de su solución.

Parece que hay mucha gente donde Araminta. Tal vez se ha reunido allí la mayor parte de los vecinos. Hablan pausadamente, como si todos tomaran precauciones, como si estuvieran fraguando una conspiración. ¡Aquí, que siempre se habla a voz en cuello! Tal vez no será cosa de conspiración sino cierta emoción religiosa, producida por la serenidad infinita de la noche. Durante breves momentos hice esfuerzos por escuchar una frase siquiera que me permitiese orientarme, pero no lo he logrado. A última hora, creo que todo esto es idiota. Creo firmemente que a mí no me importan los problemas de nadie.

Creo firmemente que a mí no me importan los problemas de nadie.

Digo que hay bastante gente porque el ruido de las voces es multiforme y porque existe un sonido especial que delata a los grupos numerosos, aunque estén en el más absoluto silencio. Debe ser el conjunto de las palpitaciones cardiacas. Cardiaca es una palabra demasiado técnica.

De pronto se abrió suavemente la puerta del zaguán y entró Inés. Al ver mi silueta, recortada sobre el fondo oscuro de la habitación, se detuvo. Me miró largamente y luego se aproximó cautelosamente. Me sorprendió que lo hiciese así. No había vuelto a acordarme de esta muchacha y ahora experimenté cierta sorpresa. Llegó junto a mí, me saludó en voz baja —está acostumbrada a hacerlo todo con cautela— y me preguntó:

—Se fue Juana, ¿no?

Comprendí que tenía instrucciones especiales para espiarme y sin responder di media vuelta y entré a mi cuarto. Me senté frente a la mesa y me puse a mirar la pluma, como si estuviese contemplando un espectáculo trascendental. Ella había entrado también y estaba de pie, a mi lado. Se echó a reír. Alcé los ojos y me detuve a meditar en la causa de su risa. Fue a colocar sobre mi espalda uno de sus brazos, al mismo tiempo que se inclinaba hacia mi rostro, pero me pareció indigno aquello y me levanté airadamente. Entonces, con toda tranquilidad, tomó asiento sobre la cama y, sacando cigarrillos de su cartera, me preguntó:

—¿Usted no fuma?

Negué con la cabeza. Encendió un fósforo sin dejar de mirarme a los ojos, sonriendo. Así pasaron algunos minutos. Luego dijo:.

—Yo he querido mucho a Juana. Ella no se ha dado cuenta nunca de tal cosa. Sufre mucho la pobre. Pero si sufre, es porque le falta espíritu. Yo se lo he aconsejado muchas veces. ¡Si ella hubiera tenido una madre como la mía! Hubiera podido…

La interrumpí con violencia:

—¿Pero es que usted está rica? ¿Y le parece bien lo que hace? Y el honor y la virtud y…

No se alteró. Dijo:

—No, no estoy rica. Pero no me falta nada. Puedo pagar el alquiler puntualmente, puedo irme para otra parte si me insultan, me visto, sostengo a mi mamá y voy los domingos al Olimpia.

Tenía un deseo inaudito de injuriarla, de golpearla. Pero conteniéndome, exclamé simplemente:

—Tengo sueño. Buenas noches.

Fue preciso que se lo dijese dos, tres veces consecutivas y que cerrara los ojos esquivando las miradas incitantes que me dirigía, demostrándole con ello la absoluta inutilidad de sus esfuerzos, para que por fin se marchase. Ella tiene sus principios de vida completamente abominables. Pero quizás no tenga la culpa. Lo que me causa extrañeza es que pueda encontrarse tan tranquila, sin concepto alguno del honor, ni de la virtud, ni de nada. En fin, nada de esto me importa.

Lo único es que con mi actitud, demasiado hosca y muy áspera, posiblemente me he ganado una enemiga más en esta mujer. ¡Podría haber sido mi única amiga!


Capítulo XVIII

Esta noche ya no tengo dónde dormir. Me echaré en el suelo. Todo es la costumbre y ésta se adquiere con relativa facilidad. Además, creo que no podría dormir ni en una cama de príncipe. Las de príncipe deben ser las mejores. Estoy demasiado preocupado para que logre conciliar el sueño. ¡Si me paso las noches en claro! Por otra parte, desde que Juana es algo para mí más que la persona indiferente que admiré el primer día, yo estaba sufriendo remordimientos por acostarme en un buen lecho, mientras ella continuaba haciéndolo sobre el duro suelo.

Es preciso que escriba, para que se deslice parte de la noche. La luz está incluida en el alquiler del cuarto…

Ayer murió un niño en la casa. Cuando escuché las conversaciones ahogadas que se cruzaban en el cuarto de Georgina comprendí que acontecía algo insólito. Era que se había muerto el hijito de una vecina y lo estaban velando. No se me ocurrió pasar al segundo patio. Lo hubiera sabido todo. Además, no me conviene ir por allá, habiéndose despertado contra mí tan ruda aversión. Por eso no me enteré del acontecimiento sino esta mañana, cuando sacaron el pequeño ataúd forrado en papel blanco, de ese con que se cubren las paredes. Lo llevaban dos muchachos sucios y descalzos. Una de las mujeres que se embriagaron y riñeron una noche, ocasionando mi conducción a la Policía, era la madre del muerto y seguía en pos del cadáver con alpargatas nuevas, pañolón negro cruzado sobre la cabeza y falda negra, de zaraza con dibujitos blancos. Llevaba en una mano una corona y en la otra un pañuelo con el que se enjugaba los ojos y se sonaba ruidosamente. A su lado marchaba la otra mujer, la enemiga de la madre desconsolada en la noche aquella. Lloraban las dos, pero lo hacían pausadamente, sin entregarse a excesos de dolor. Me pareció ver una especie de obligación en ese llanto. Dicen que esto es fortaleza de ánimo, pero yo creo que es falta de sentimientos. En fin, lo que sea.

Era tan pobre el ataúd y tan infeliz el cortejo, que sentí deseos de irme en pos de él, de asociarme a aquel dolor, que, en el fondo, nada me interesaba. Hubiera sido una tontería de esas que hago a menudo. Lo que sí me ha pesado ha sido no haber ofrecido una coronita. No me hubiera costado gran cosa y me habría dado un placer contemplar dos coronas sobre el ataúd, en vez de la única que llevaba la madre. Pero no hubo tiempo. ¡Si me hubiera enterado anoche!

Después de que salió el cadáver quedaron en el patio las mujeres, que habían venido hasta el zaguán con caras compungidas, artificiosamente compungidas. Marchaban tenuemente junto al ataúd y movían los labios como si rezaran. Algunas, en efecto, debían rezar.

Pude ver entonces reunida a casi toda la vecindad, con excepción de los hombres, que estarían en sus trabajos. Había solamente uno, que parecía tísico, a juzgar por su escandalosa flacura, su extremada palidez, sus ojos hundidos, su cuerpo anguloso. Estaba sin sombrero y traía el cabello revuelto, libre de contacto con el peine desde hacía mucho tiempo. Yo no sé cómo podrán vivir las gentes sin peinarse. No usaba cuello y la garganta, bastante morena, emergía dentro de las solapas del saco, sujetas entre sí con un imperdible. Las demás eran mujeres. Casi todas del bajo pueblo, en trajes de percal o de zaraza, con las manos anchas y sucias colocadas sobre las caderas y los pies metidos en alpargatas sin atar.

Georgina, dirigiéndose a todas, que la rodearon, en espera de algo interesante, empezó a decir:

—Ese niño murió de abandono. Yo estaba por avisar a la Policía. Pero es mejor dejarlo así, para no meterme en escándalos. De puro abandono, porque esas mujeres lo dejaban los días enteros encerrado y se iban para la calle. Lloraba el muchachito desconsoladamente de hambre, sucio y golpeándose contra el suelo. Una vez les dije que lo llevaran a la Cruz Roja, que tiene casas para que las madres pobres dejen sus niños, pero no quisieron. ¡Es una mala madre!

Gesticulaba la dueña de casa y hacía mil ademanes descompuestos al hablar. Comprendía yo que sus frases no eran de conmiseración ni de piedad hacia el muertecito atormentado, sino que las dictaba el afán de murmurar de alguien. Conocía ya a la mujer para dudarlo. Luego se puso a contar con todos sus detalles la agonía del “angelito” y terminó:

—Todas estas mujeres han de estar echando hijos al mundo para hacerlos sufrir. Todas son como unas perras. Yo sé de una que también matará a su hijo.

Yo estaba detrás de la puerta, contemplando el patio por la rendija que dejaba la unión de las bisagras. Y pude ver que cuando dijo estas palabras miró retadoramente a mi cuarto.

La conversación se prolongaba y las mujeres parecían no irse nunca. Yo tenía que salir, con el fin de presentarme cumplidamente en una cita que me había dado: una cita que constituía una esperanza. Por eso tuve que abandonar mi cuarto, aunque bien hubiera querido no hacerlo todavía. Y ocurrió lo que estaba temiendo. Al verme, Georgina me saludó con exagerado ademán, lleno de burla y de procacidad:

—Buenos días, caballero…

Contesté entre dientes. Hice una inclinación de cabeza y me dirigí al zaguán. Pero la mujer era implacable:

—¿Cómo está Juanita?

Entonces puso toda la ironía de que era capaz en cada una de sus letras. Siguió:

—¿Y se puede saber dónde viven para irlos a visitar?

Yo no sabía qué responder. Por fin dije:

—Señora, le suplico…

Pero había tanta timidez en mi frase, que ella ni siquiera me la dejó concluir:

—No, si hacen muy bien los dos. Ella está mejor con usted que con Francisco. Mucho mejor.

—Yo no…

No sabía nada de nada. Mi mente se había tornado incapaz de concebir una respuesta. Por eso aventuraba frases inconexas, sin sentido alguno. Y por eso también me detuve como un imbécil a escuchar las injurias que me dirigía, en vez de marcharme apresuradamente. Todas las mujeres que escuchaban antes a Georgina me habían rodeado. Yo estaba reclinado contra la pared y tenía la sensación de estar en el centro de un gran círculo de perros famélicos. Georgina siguió:

—¡Ah! ¿Y usted se supone que nadie los ha visto todas las tardes en el Parque de Los Mártires? ¡Qué ternura en las miradas! ¡Qué agilidad en las manos!

Todas las caras sonrieron: hicieron la misma contracción canalla. Procuré entonces energizarme, obtener algún coraje:

—Bueno, ¿y qué hay con eso?

Pero mi acento era demasiado tembloroso —yo creo que por la indignación que me poseía—, para que creyeran en mi valor, enteramente ficticio. Así, Georgina me respondió:

—¿Y qué? ¡No! ¡Y nada! Que se ande con cuidado, no sea que de pronto le vaya a ser difícil ponerse el sombrero. Yo la conozco… A no ser que el negocio sea por partes iguales…

—¡Miserable! ¡Infame! ¡Ruin! ¡Vieja cochina!Algo semejante fue lo que yo dije, de pronto, como si las palabras me hubiesen sido dictadas por un impulso incontenible. Pero no puedo describir lo que me contestaron. Sólo diré que Georgina hablaba en voz tan alta, que la gente empezó a aglomerarse en la calle. Las mujeres que la acompañaban reían a veces y a veces también lanzaban una frase contra mí, como un ladrido. Guardé silencio y me resbalé hacia la puerta, sin dejar de mirar a las fieras. Cuando llegué a la puerta, volví la espalda y me lancé afuera. Después he pensado en la angustia que experimenté por no saber cómo era yo por detrás, cómo me estaría viendo esa gente al alejarme. Pasé por en medio de la multitud, que me recibió con sonrisas y bromas agresivas (es asombrosa la capacidad de tiene el pueblo bogotano para darse en seguida cuenta completa de las cosas) y me alejé rápidamente.

Más tarde ambulé por todas partes. Me ofrecí para todos los servicios. Hablé en todas las oficinas públicas. Fui a las notarías con el fin de brindarme como escribiente. Mi caligrafía no es muy mala. Obtuve una audiencia con el gerente del tranvía. Intenté ver al alcalde. Todo, absolutamente todo lo que puede hacer un hombre honrado para ganarse la vida lo ensayé hoy sin resultado. Sólo he obtenido un fracaso absoluto, rotundo. Sin duda me encuentran muy viejo. Tal vez mi rostro, mis ademanes, mis gestos, que yo procuro hacer cordiales, no son simpáticos. Yo no tengo la culpa.

Por la tarde regresé con toda la pesadumbre que podía soportar. No, con más de la que podía soportar mi pobre cuerpo. Se unían el fracaso moral y el cansancio material para agotar mi resistencia. A la fatiga corporal se mezclaba una infinita depresión espiritual. Todo esto concretaba en un sentimiento de inferioridad, de vencimiento rotundo. Ya no podría jamás ser nada. ¡No podría volver a levantar la cabeza

Tales circunstancias influyeron, sin duda, en que fuera infinito mi sufrimiento cuando fui a llevar mi cama a la prendería. Mientras la desarmaba, contemplaba con cariño cada una de las piezas. Quizás, después de veinte años de asidua compañía, me iba por fin a abandonar definitivamente. Todo es efímero. Limpiaba el polvo como si enjugase lágrimas. Acariciaba los tornillos como si fuesen dedos. Y me parecía concederle forma humana al antiguo mueble, con el que mis relaciones iban a cesar. Era como si el amigo sempiterno y fiel hubiese cometido un crimen y fuese conducido al presidio o se hubiese vuelto loco y lo llevasen al manicomio.

Por fin, un mandadero se la llevó. A lo largo de la calle, mientras marchaba yo en pos de ella, me parecía ir siguiendo un ataúd. ¡Un ataúd en el que estaba mi propio cadáver! Me asombraba que las personas que estaban en las aceras estúpidamente paradas no se descubriesen a su paso.

Después, en la prendería, frente al viejo templo de Santa Inés, mi espíritu quebrantado sufrió otro combate. Tenía impulsos de tomar siquiera una de las piezas de que se componía la cama y echar a correr con ella, robármela, ocultarla después en mi cuarto y ponerla a mi lado cuando me echase a dormir en el suelo, en el sitio que antes ocupaba el lecho. Negociación abominable:

—¡Seis pesos, señor!

Lo decía con voz implorante, como si mendigase. Pedía seis pesos, porque tengo cierta práctica y a esta gente hay que pedirle algo más de lo que se necesita, porque siempre piden rebaja.

—¡Cuatro! Está muy mala. Viejísima…

El miserable no sólo se iba a quedar con mi cama, sino que aun le encontraba defectos. ¿Por qué me sabían a injurias esas enumeraciones?

Por fin, cinco. Era una verdadera victoria contra la avaricia. ¡Desalmados usureros!

Al regresar, contemplé el lugar que había ocupado la cama largamente, como si allí hubiese quedado su huella permanente, como si el espíritu del mueble estuviese aún allí para consolar mi dolor. ¡Qué desolación y qué amargura! ¡Y qué miserable y diminuto era yo!

Han de haber hecho peregrinos comentarios en la casa, porque el incidente los vale. No es precisa la infame suspicacia de estas mujeres para deducir muchas cosas del hecho de que me hubiese llevado la cama.

Luego me fui a buscar a Juana, en el lugar de costumbre, junto al obelisco de Los Mártires. Estaba sola. Había dejado en la casa al niño. En el parque sólo había algunos grupos de estudiantes, paseando por las avenidas, embebidos en su lectura.

Hablamos muy brevemente. Yo tenía la certidumbre de que éramos espiados. Le detallé la escena de la mañana, las injurias de Georgina. Todo, menos el negocio sobre la cama. Después le entregué los tres pesos que me había prometido darle, mirando a lo profundo de sus ojos, para descubrir en ellos algún relámpago de gratitud, alguna lumbre de extrañeza y de regocijo ante lo importante de la cantidad. Pero nada extraordinario sorprendí. Recibió el dinero como si hubiesen sido veinte centavos, con profunda indiferencia, los guardó en su cartera y se quedó mirando el suelo.

Hablamos muy brevemente. Yo tenía la certidumbre de que éramos espiados.

Después me dijo que había estado buscando inútilmente trabajo durante todo el día. En todas partes le habían dicho que actualmente no era posible y que iban a cerrar muchas imprentas, pues debido a la crisis las obras de encargo escaseaban.

Nos citamos para mañana a las cinco, en la Plaza de Las Cruces, donde también hay bancas y podremos hablar sin ser vigilados. Ella marchó tranquilamente, confiada —yo le inspiré confianza cuando me habló sobre la dificultad de encontrar trabajo— y yo torné a la casa cabizbajo, meditabundo, abrumado bajo el peso de mi tragedia. Al llegar, se me ocurrió un pensamiento pecaminoso:

—¿Merecerá los sacrificios que estoy haciendo, los que haré?

Pero no tenía voluntad de meditar en estas cosas.

Bueno, ahora me voy a acostar en aquel rincón, en el suelo. ¡Caramba! ¡Y el piso es de ladrillos!


Capítulo XIX

El hombre aquel que se cubría con andrajos y que mostró su miserable persona —más miserable que la mía— ayer, cuando iban a enterrar el chiquillo muerto, me miró esta mañana detenidamente. Tenía en sus ojos una angustia innegable. Sus labios temblaban. La frente estaba cubierta de sudor y gotas resbalaban sobre las protuberancias de los pómulos, a lo largo de las cóncavas mejillas. En la punta de su nariz hacía equilibrios una gota cristalina. Luego se aproximó y me dijo:

—Caballero: ¿usted puede darme un auxilio? ¡Estoy enfermo!

Yo necesitaba distraer mis dolorosos pensamientos. Yo necesitaba olvidar durante algunos minutos que tengo sobre mi espíritu el mundo. Que ahora todas las pesadumbres se han hecho para mí. Y me puse a conversar con él.

—¿Y qué tiene? ¿De qué padece?

—Señor, no debía decirlo. ¡La morfina!

—¿La morfina? He oído hablar de eso. ¿Qué es?

—Mire usted.

Se levantó la manga y me mostró su descarnado brazo en el que hervían algunas pústulas.

—Mire usted cómo estoy. Esto es de la aguja, que no siempre se puede desinfectar. Pero, por Dios, ¡présteme algún auxilio, que me estoy muriendo!

Yo no suponía que el caso fuera tan apurado. Me dijo que se estaba muriendo con una sinceridad tan manifiesta, que me pareció posible que de pronto cayese a mis pies. ¡Pero aquel hombre estaba sufriendo más que yo! Le di veinte centavos. No lo escribo para recordarlo después y lisonjearme de mi buen corazón. Lo escribo porque he adquirido esa costumbre.

—Esto no me alcanza, señor. ¿No tiene usted un peso?

No, yo no tenía un peso. Pero él dijo entonces que quizás alguno de los otros vecinos se lo diese.

Observé que gruesas lágrimas descendían de sus ojos y que una baba líquida fluía de su boca. De un manotazo se limpió el rostro.

—¿Pero es que le duele mucho? —inquirí al observar su gesto violento.

—No, si no es que me duela. Es, simplemente, que voy a morirme. ¿Pero no comprende usted que voy a morir? ¡Tengo una angustia mortal! Me hace falta, una falta terrible, la inyección. Desde ayer no me pongo.

—Bueno, pero eso es un vicio. ¿Por qué no lo deja?

—¿Dejarlo? ¡Si yo pudiera!… Pero es que no se trata de una de esas costumbres en que interviene la fuerza moral. Es una tortura puramente física la que experimento ahora. Es una desesperación que penetra el más escondido de mis nervios. Es que cada poro, cada cabello, cada órgano, me piden cruelmente morfina. Y es también tormento moral. ¡Cómo debo tener el espíritu! Así como el brazo este.

De nuevo me mostró las llagas del brazo. Cada pinchazo había dejado una pústula. Y luego, de pronto, echó a correr hacia el interior de la casa.

Lo vi tan desgraciado, lo vi tan pequeño dentro de su vicio, ejercido sin producirse placeres sino por una necesidad absurda, que experimenté un vago consuelo. Aquel hombre era más desgraciado que yo. Indudablemente lo era. ¿Y esto no quería decir que yo era casi feliz?

El hombre salió después rápidamente hacia la calle. Había conseguido, sin duda, el dinero que le hacía falta y ahora iba a proveerse de morfina. ¿Para qué les venderán esto al principio, cuando están cogiendo el vicio?

Yo he recordado todos los detalles de esta entrevista, porque necesito consolarme. Es una crueldad y un egoísmo buscar consuelo en el mal ajeno. Pero no tengo con quién hablar. Además, nadie me entendería. Yo no podría decir otra cosa que mi dolor y mi tristeza. Y por esto aprisiono estas cosas que me revelan el dolor de los demás. Siento con ello que el mío parece empequeñecerse.

Parece empequeñecerse, pero no disminuye. Ese hombre no debe tener preocupaciones ajenas a su vicio. Yo no tengo vicio alguno. Deseo ganar dinero para ayudar a una pobre mujer que ha confiado en mí. Yo creo que esto debe ser lo que se llama perseguir un noble fin. Y sin embargo, no puedo hacerlo. ¡No consigo trabajo! Todas mis gestiones son inútiles. Y estoy sano, activo, puedo trabajar. Ese pobre hombre, en cambio, no puede hacer nada. Luego mi problema es mayor. Yo quiero, yo quiero trabajar. Él no puede.

Lo que ocurre es que se ha hecho el vacío para mí. Yo he oído hablar del vacío y de la máquina neumática y me siento lo mismo que el pajarillo que se emplea para el experimento. Y además del vacío, un círculo de hierro, que me oprime, que me tritura, que me mata. Estoy dentro de él con mi soledad y con mi abandono.

El mundo, a su vez, está vacío para mí. Vacío, porque eso que pasa a mi lado por las calles no es nada. Son figuras errantes, inexpresivas, mecánicas y crueles. ¿Saben acaso que yo no tengo dónde dormir, que he empeñado mi lecho, que mañana no voy a poder comer, que me he hecho cargo de una mujer y de un niño miserables y desamparados? Me agrada decir esta última frase, que me presta cierto valor. Pero me agradaría mucho más donde alguien la oyera. No lo saben. No lo sabrán nunca, ni cuando mi pobre cuerpo, vencido definitivamente por el sufrimiento, vaya a podrirse en un rincón del cementerio al lado de otros cadáveres anónimos, rendidos, como yo, en una lucha intensa e insensata.

¿Qué dirán entonces de mí? Dirán: “¡Pobre! Murió de hambre y de miseria”. Y pensarán que hubieran podido salvarme tan fácilmente… O no dirán nada, sino que dejarán mis restos como los de un perro. Bueno, pero yo, en las circunstancias en que vivo, ¿soy algo más que un perro?

Cuando voy a buscar trabajo (qué amargura más infinita encierran esas palabras que antes me parecían triviales), yo procuro que esos señores bien vestidos y de rostros satisfechos y alegres que me reciben se den cuenta de todo. Yo no detallo mi existencia. Sería imposible que yo dijese por ejemplo: “Mañana no comeré”, aunque sea la verdad. ¡Pero si ellos me miraran un poquito a la cara! En cada uno de mis gestos adivinarían todo. No me miran. O si lo hacen, es a través de su optimismo, desde el punto de vista de su bienestar personal. Ellos no conciben que haya un hombre que pueda pasar las angustias que vivo yo. Y si yo les confesara todo, de seguro me responderían con sonrisas de incredulidad, cuando no me dijeran francamente que mentía.

¡Una mano! ¡Una mano que se me tienda en este desamparo infinito! ¿Dónde está esa mano? No existe. Es inútil buscarla. Y si fuera para mí solo, todavía podría pasar. ¿Qué tengo yo para perder? Pero se trata de Juana. De Juana, que va a padecer hambre si yo no trabajo. Que va a suponer que soy un embustero y un mal hombre. Por lo menos pensará que soy un incapaz, si es que yo me atreviese a decirle la verdad.

Mañana voy a llevar a la prendería las sillas y la jofaina. Ya sé que “platón”, palabra que se emplea en Bogotá, es inadecuada. Me prestarán tres o cuatro pesos. Y mi pieza quedará tan vacía como la de Juana. Bajo cierto aspecto me alegro, porque me he igualado a ella. ¿Pero no hubiera sido mucho mejor haberle dado a ella esas cosas, a fin de que viviera con comodidad y quedarme yo así, como ahora voy a estar, sin nada? Este sacrificio hubiera tenido una mayor utilidad y, sobre todo, le habría producido mayor placer. ¡Pero entregárselas a un usurero por unos cuantos centavos que no le bastan ni para una comida decente! Por ejemplo, ¿qué voy a hacer con tres o cuatro pesos que obtendré mañana? Algo le daré a ella y con algo me quedaré. ¿Y después? ¡La eterna interrogación, la angustia infinita colgadas siempre sobre mí, próximas a aplastarme!

No es que me declare vencido. Hay gestiones que todavía puedo hacer. Por ejemplo, no he solicitado aún trabajo en el ramo de aseo. Creo que los empleados se ganan un peso diario. Sería curioso que los que me conocen me viesen con la escoba y la pala recogiendo el excremento de los caballos de los coches. Bueno, ¿y qué dirían? Quizá: “¡Pobre!”. Y agregarían: “Pero ya se ve, los vicios”. Y terminarían por alegrarse de mi mal. ¿Y qué importa? ¿Acaso ellos han hecho algo por conservarme dentro de la posición en que he procurado vivir?

Ahora tengo una sensación que se asemeja al miedo. Es como si me acechara algún peligro, como si una mano asesina estuviese levantada sobre mí. ¿Qué va a pasar el día en que Juana crea que soy un incapaz o, lo que es peor, que soy una mala persona? Pero esto no es posible. Ella no puede imaginarlo: tiene que comprender que no he podido hacer otra cosa.

De pronto, me he dado cuenta de que la vida ha sido hostil para mí en todas las ocasiones. Soy muy infortunado y un perseguido y antes no lo había observado. Vivía como podía, pero nunca me quejaba. Es cierto que antes no me había visto así, en una situación tan angustiosa. Y que nunca había procurado serle útil a nadie. ¿Por qué, precisamente el día en que quise vivir para alguien más que para mí mismo, todas las puertas se me han cerrado? Siento sobre mí una mano en puño que me amenaza, que puede triturarme, que me triturará. Debe ser, definitivamente, que la casa está maldita. Quizás todos los que viven en ella experimenten una sensación semejante. Si yo me sustrajese a su sombra perversa…


Capítulo XXI

¡Cómo miraba yo a Juana, ayer al atardecer, sentados los dos en una banca de la Plaza de Las Cruces! La encontraba hermosa, tan hermosa, que su aspecto hacía surgir el presentimiento de que iba a perderla. Y al mismo tiempo, es seguro que este mismo presentimiento es lo que hace que su belleza se me presente como algo inalcanzable, como algo que pudo ser mío y no fue.

No quiero que me pertenezca en el concepto que le dan a esta idea de posesión los autores de novelas. Que sea mía como un precioso objeto de arte. O no: como una hija. Es decir, que Juana no es para mí una mujer. Además, que es demasiado. Bueno, no sé explicarme y prescindo de hacerlo.

Lo único que puedo asegurar es que por encima de todos esos sentimientos flota un pensamiento supremo: serle útil. Ofrecerle un cariño desinteresado, uno solo, a ella, que no los ha conocido. Esto lo he dicho ya muchas veces, pero no me canso de repetirlo, porque me gusta detenerme a meditar en que yo no quiero a Juana como a una mujer cualquiera.

Yo la miraba, pues, en silencio. Le había dado dos pesos, que obtuve en la prendería. Ahora mi cuarto está solo, absolutamente solo, porque yo, que permanezco en él, no soy nadie ni nada. Me parece que ella quería decirme algo, hacerme una confidencia. Pero esperaba, sin duda, a que yo iniciase la conversación y le diese motivo de hablarme. Como de costumbre, yo creo que tenía una ausencia completa de ideas.

Por fin, sin habernos hablado nada, se puso en pie y se marchó. Me quedé otro rato, hasta que todas las bombillas predominaron sobre la tarde. Después me vine para mi habitación. Durante todo el camino anduve con las manos cruzadas a la espalda. Tenía y tengo aún una sensación rotunda de fracaso.

La vida me ha vencido. ¿Para qué ocultármelo?

Yo nunca me había preocupado por estas cosas. Ahora no puedo hacer otra cosa que pensar continuamente en ello.

¡Qué soledad tan fría la de este cuarto! He acercado el baúl a la mesa para poder escribir. El baúl y la mesa son los dos únicos muebles que poseo. Mañana quizás tampoco los tendré.

Los días se prolongan indefinidamente y cada uno trae consigo una tortura nueva. Siento que no puedo soportar esta acumulación de angustias. El organismo está fatigado y pronto va a enfermar. Debo estar ya enfermo. Todavía procuro agitarme dentro de este vacío, pero sé que mis esfuerzos son inútiles. Además, ahora son más débiles que antes. A veces me imagino que estoy de pie sobre una columna elevada a una altura inconmensurable y que por todas partes me acecha el abismo, a donde caeré al primer movimiento. ¡Y he de hacer este movimiento inexorablemente!

Antes oía hablar de la caridad. Me imaginaba que el mundo estaba bastante bien organizado, que cada uno procuraba servir a los demás. Pero esto es un absurdo. No existe nada en la tierra. Por el contrario, mucha crueldad, que parece haber sido hecha sólo para mí.

Bueno, ¿y por qué he de seguir viviendo? Naturalmente, si no me acomoda el mundo, debo hacer lo que realizaba cuando no me encontraba a gusto en la casa donde vivía: buscaba otra. No, no es lo mismo. La idea que se me está ocurriendo es, sencillamente, el suicidio. Y es un absurdo… No, no sería tan absurdo. Si la vida no quiere nada conmigo…

Éstas son tonterías. Yo no he de ser capaz de suicidarme. Entiendo que para eso se necesita mucho valor. Y mucha despreocupación. Yo tengo mucho miedo a los dolores. No es propiamente a la muerte. Es al dolor. Debe ser muy doloroso morirse uno… ¿Pero no es más doloroso vivir? Además, muchas veces he oído decir que el suicidio es una cobardía. En fin, no sé. No quiero pensar más en esto. Prefiero salirme a contemplar la noche. Procuraré escuchar, para distraer mi imaginación, los múltiples rumores de la casa. Creo que a esto que me ocurre es a lo que se llama idea fija y es ahí por donde se entra la locura.

Reclinado contra mi puerta he permanecido largo tiempo. Hablan adentro y escucho voces que me suenan como injurias, porque revelan tranquilidad y paz. Yo no me explico cómo, en conciencias manchadas por el pecado, por el vicio permanente puedan existir esos sentimientos y exteriorizarse tan claramente. Yo no podría vivir con un remordimiento. Como siempre, algunos riñen, pero eso me parece que no quita la tranquilidad y la paz. Esto es un absurdo, pero a mí me parece que es así. Y estoy seguro también de que sólo yo soy el que no las tiene, sobre la tierra.

Escuché la voz de Georgina, que hacía comentarios sobre algo que no se me alcanzaba:

—No se despierta. ¿Qué hacemos?

Y la voz de otra de esas mujeres:

—¿Y qué vamos a hacer? Dejarlo.

Los comentarios se hicieron más animados. Pero ya no quise escucharlos. Nada me interesaba nadie. Por ejemplo, no le he dado importancia al detalle de que la dueña de casa no sea Georgina sino otra mujer que se llama también Inés, que vino esta tarde, dio órdenes, insultó a dos o tres de los vecinos, habló largamente con las mujeres e hizo un poco de escenas indicadoras de su calidad. Estoy seguro de que Juana y yo no fuimos ajenos a sus conversaciones, por la manera como miró a mi cuarto, con intención, al marcharse. Esta mujer tiene un aspecto ridículamente suntuoso, llena de joyas, vestida de sedas, pero muy vulgar. No quisiera aventurar nada sobre su antigua profesión.

En fin, voy a echarme. La palabra es adecuada: a echarme como un perro. Yo no soy otra cosa que un perro, un miserable perro.


XXII - XXVI

Capítulo XXII

El que no quería despertarse anoche era el morfinómano que me pidió unos centavos. Ese ya solucionó su problema. Sin duda con el dinero que yo le di y con el que consiguió adentro, compró una dosis excesiva y se intoxicó. A propósito, la morfina debe ser un excelente medio para suicidarse.

A pesar de todo, no pude resistir a la curiosidad de mirar el cadáver. Me fui a la puerta de su cuarto, invadido por todos los vecinos en las horas de la mañana. La escena hubiera podido servirme de consuelo, si yo fuera aún susceptible de consuelo. Pero es inútil: yo tengo clavada en mi cerebro la obsesión: encontrar trabajo.

Pero es inútil: yo tengo clavada en mi cerebro la obsesión: encontrar trabajo.

En un rincón estaba la cama. Consistía en tres tablas colocadas sobre dos cajones y cubiertas con una esterilla. Sobre otro cajón estaba la jeringuilla y un frasquito, que debió contener la droga. Y nada más. ¡Ah! Y estaba también el cadáver, que daba la sensación de que se había muerto y que se había secado, en vez de pudrirse. No sé bien si esto es lo que se llama precisamente momia. Las paredes estaban untadas de excrementos. Por el suelo había muchos papeles sucios y una gruesa capa de polvo que conservaba las huellas de los pies. Al pie del lecho podían verse los harapos que constituían el último traje del difunto. El cadáver estaba desnudo. Del cuarto salía un olor acre, que no alcanzaba a destruir el hálito de las personas acumuladas allí ni el aire que penetraba ampliamente, quizás por la primera vez en mucho tiempo.

Me impresionó mucho este espectáculo. Las gentes hacían los comentarios más absurdos y Georgina ensayaba chistes sobre el sexo del muerto. Después dijo:

—Hay que avisar a la Policía.

Agregó:

—¿Y quién lo va a vestir?

Alguien respondió:

—¿Para qué? Eso corresponde a los agentes.

Comprendí que el aspecto repugnante que presentaba el cadáver era lo que había sugerido esta observación. Me dio lástima del pobre cadáver, de su desamparo y me ofrecí a vestirlo. Tomé las ropas del suelo y empecé la tarea. Mientras le colocaba la camisa sorprendí que había hecho una tontería. Sin duda se estaban burlando de mí. Había mucha gente contemplándome. Y además, la cosa no era tan posible como lo había creído.

El muerto no pesaba mucho. Me parecía que iba a desarmarse cuando lo tomé entre mis manos. La gente se había aproximado y ahora me impedía maniobrar con libertad. Todavía estaba flexible y esto me facilitaba un poco la labor. Mientras le ponía la camisa, sentía crujir las costillas, como si fuesen a romperse. Estaban colocadas inmediatamente debajo de la piel y los músculos, atrofiados, no las protegían. Lo mismo eran los brazos. Todo él estaba amarillo y las pústulas que había formado la aguja parecían existir en los propios huesos.

Por fin estuvo vestido. Entonces se presentó Francisco, el odioso, el detestable Francisco, dándome golpecitos en la espalda, me dijo con ironía insultante:

—¿Usted como que es muy bueno, no? Le gusta hacer favores. Y su otra protegida, ¿está bien de salud?

No he visto una injuria más extemporánea. En esta ocasión tuve el más preciso concepto de la imbecilidad. Y por no decirle imbécil, me abstuve de contestar. Bajé silenciosamente los ojos. Luego me aparté del lecho mortuorio. La gente, que había aumentado considerablemente—después me di cuenta de que la puerta de la calle estaba abierta y que todos aquellos eran esos transeúntes que parecen salir de su casa solamente con el fin de meterse en lo que no les importa—, me abrió calle para que pasara. En el patio también había personas desconocidas. Algunos se apartaban a mi paso, como si temieran el contacto del muerto.

Cuando regresé a mi cuarto —tan miserable casi como el del morfinómano—, encontré que me habían saqueado el baúl. Se habían llevado los cepillos de la ropa y de los zapatos y algunas piezas de vestir. No valían gran cosa, porque estaban muy usadas, pero a mí me van a hacer mucha falta. Lo que más deploro es el cepillo.

Esto me demuestra que hay personas más miserables que yo. Pero es indudable que ellas no tienen el problema que gravita sobre mí. Poseen unos sentimientos adecuados a su situación y no son como yo, que tengo pretensiones de rico. Se conforman con lo que tienen, sin buscarse nuevas complicaciones. En cambio, yo… No, no es que me esté arrepintiendo de lo que he hecho por Juana. ¡Pero es que he padecido tantas angustias…!

Luego vino la Policía y sacó el cadáver del morfinómano. Ninguno de los curiosos se marchó hasta que no vio cómo lo colocaban dentro del carrito de ambulancia. Toda la gente empezó a salir en seguida y algunos se atropellaban para no perder un solo detalle. Sin embargo, la cosa valía bien poco. Yo también salí. Y consideré un deber irme en pos del cadáver. Cuando la Policía echó a andar, todo el mundo se acordó de qué tenía que hacer y sólo yo me dirigí hacia el cementerio. ¡Cómo lamenté, al salir, la desaparición de mi cepillo! Tuve que irme sucio, lleno del polvo que se adhirió a mi vestido en el cuarto del muerto.

Lo llevaron directamente al anfiteatro. En una de las tiendas de la calle 26 almorcé cualquier cosa y después me lancé por la ciudad. Pensaba que al pobre cadáver le iban a hacer la autopsia y me parecía injusto que todavía la gente se complaciera en martirizar los restos de una persona que había sufrido tanto. ¡Tal vez a mí también me despedazarían estudiantes irrespetuosos, mientras hablarían de otra cosa, comentando quizás las imperfecciones de mi cuerpo!

Y ahora, al anochecer, estoy de regreso, con la más completa sensación de abandono. Estoy fatigado. He andado mucho y he comido mal. Tengo, sin embargo, una levísima esperanza, porque el gerente del tranvía municipal me ofreció esta tarde hacer lo posible por emplearme en los talleres. Me lo dirá dentro de dos días. Yo le llevé algunas cartas de personas que me conocen, en cuyas empresas he trabajado en mi oficio de tipógrafo, en las que se hacía constar mi honradez y parece que le gustaron. Me contestó con más afabilidad de la que estoy acostumbrado a recibir. Lo malo es que toda esta gente tiene la costumbre de decir: “Vuelva mañana. Se hará lo posible”. Y luego no se vuelven a acordar. Pero esta vez, quizás mis esperanzas se realicen. ¡Cómo ha de ser que todo, todo el mundo, todas las cosas se hayan conjurado contra mí…!

Por lo pronto, ya he decidido llevar a la prendería, mañana, lo último que me queda: el baúl y la mesa. Podré ofrecerle a Juana dos pesos. Ella no puede vivir con menos de un peso diario.

¿Y después, si no me empleo? Este es mi último recurso. Después la miseria absoluta, la muerte. ¿Qué va a decir Juana?


Capítulo XXIII

Vengo de hablar con Juana. Es preciso que tenga una tranquilidad absoluta para meditar en lo que acaba de acontecer. No sé si es que estoy loco o empiezo a padecer ilusiones. Voy a reconstruir la conversación que hemos tenido, porque es extraordinario lo que ella me ha dicho. Todo esto es un absurdo. Necesito mucha tranquilidad y, sobre todo, mucho orden. Voy a proceder con orden y para ello tengo que escribir todos los detalles.

Llegué a las cinco y media a la Plaza de Las Cruces y tomé asiento en una de las bancas, mientras la esperaba. Ella se presentó algunos minutos más tarde. Primero nos saludamos y después paseamos un rato en silencio. La tarde estaba opaca. Después nos sentamos. Hasta entonces no nos habíamos dicho nada importante. Apenas nos referimos a nuestra salud, con la pregunta trivial:

—¿Cómo está?

Y la respuesta, más trivial todavía:

—Bien, gracias.

Cuando tomamos asiento, me contó que, como yo, había estado buscando trabajo durante todo el día inútilmente. Me enumeró todos los esfuerzos realizados sin resultado: en oficinas, en imprentas, en almacenes, hasta para servicios domésticos. Ahora no recuerdo bien con exactitud, sin embargo, todos los detalles de esto, porque la impresión que recibí después fue demasiado fuerte, lo que atenuó las cosas más pequeñas contenidas en la memoria. Y luego, mis facultades se han echado a perder. Anoto esto solamente porque me he propuesto proceder con orden.

Después… ¿cómo fue esto? ¡Ah! Empezó diciendo que ella había sufrido mucho desde su niñez. Su madre era de un carácter violento y la azotaba con frecuencia. Otro tanto hacía su padre. Los dos reñían continuamente y parecía que existiesen unos furiosos celos retrospectivos, que con el tiempo se fueron atenuando… Cuando reñían, era ella quien sufría con más encono las iras de los dos…

Bueno: yo no me explico todavía las causas de que Juana hubiera experimentado de pronto esa necesidad de confidencias, cuando su modo de ser es reservado y silencioso. Hay veces que pasamos juntos una hora sin cruzarnos una sola palabra. Yo siento el deseo de hablar con ella, pero ante su silencio todas las ideas huyen de mí y no se me ocurre nada. Ahora, en cambio, fue ella la que inició la conversación, que se pudo sostener fácilmente. Quizás esto se debe a que quiere pagarme en alguna forma, aunque sea haciéndome partícipe de sus penas, lo poco que he hecho por ella. Me avergüenza decir “lo que he hecho por ella”.

Después me siguió contando otras cosas de su niñez. Nació en Bucaramanga, pero sus padres eran bogotanos. Ignora las causas para que se hubieran establecido en aquella ciudad, porque de esto no se hablaba nunca. Por algunas frases sueltas, pronunciadas en airados momentos, parecía que los celos de su padre no habían sido ajenos a esta determinación. Cuando tenía doce años, él murió. Su madre se trasladó entonces a la capital. Tenía algunos ahorros, con los que fundó una tienda de comestibles, pero el negocio no prosperó. Se puso a abrir créditos que no le pagaban nunca y a los pocos meses se declaró la quiebra. Luego se dedicó a la costura y con eso pudo sostenerse aunque pobremente. Gracias a los buenos servicios de un antiguo amigo, por entonces le fue adjudicada a Juana una beca en el Colegio de La Merced, donde permaneció seis años, mientras su madre trabajaba incansablemente, a fin de que siempre estuviese bien presentada. Allí aprendió lo que sabe, contagiándose al mismo tiempo de ciertos aires innegables de señorita acomodada.

—Pero todo eso es completamente inútil —comentó.

Agregó que si hubiera sido una buena cocinera, seguramente habría podido ganarse mejor la vida. Pero su madre se empeñó en que fuese una señorita y ahora no puede ser otra cosa. Es imposible que se dedique a cocinar o a cualquier otro servicio doméstico. Me había dicho, sin embargo, que durante el día había buscado en vano una casa donde servir. La educación que recibió —la inútil y perjudicial educación— le hizo crear ciertas necesidades superiores a sus circunstancias. Por ejemplo, la de vestirse decentemente. A propósito de esto, dijo que si las criadas se vistiesen mejor en Bogotá y abandonasen las alpargatas y el pañolón, muchas serían las señoritas de la clase media que podrían ganarse así la vida.

—Pero había que cambiar todo a la vez —dijo—. Porque todas son víctimas de los amos de casa y terminan convertidas en… malas mujeres, Si fuesen respetadas…

Juana tiene un amplio conocimiento de la vida, lo que estaba demostrado en estos y semejantes comentarios. Ha sufrido mucho. Toda su historia es un sufrimiento continuo.

Cuando cumplió quince años, quedó huérfana. Fue durante la gripa que diezmó la ciudad. Su madre fue una de las primeras víctimas y murió casi de repente. Ella estaba en el colegio, de donde fue llamada en seguida. El cadáver fue conducido a la fosa común, junto con muchos otros cadáveres, porque entonces no había tiempo de nada. Carros de diversas especies andaban recogiendo muertos en todas las puertas, como hacen con la basura. Después cayó enferma y fue conducida al hospital, de donde salió quince días más tarde.

Tomó posesión entonces de la herencia materna, que se reducía a unos cuantos muebles y a cien pesos en metálico, que encontró dentro de una media usada. Vivía entonces en una habitación dentro de una casa de apariencia decente, donde sólo arrendaban la pieza que ella tenía.

Por aquella época empezó a darse cuenta de que era mujer. Lo descubrió al observar las miradas codiciosas que le dirigían todos los hombres cuando salía a la calle. Era muy tímida y siempre bajaba los ojos, sobre todo al cruzar las esquinas.

Aceptó la protección de la familia en cuya casa murió su madre. Pero en seguida empezó la persecución disimulada, pero perseverante, del amo de aquel hogar. Un día se introdujo en su aposento y… Ella era inexperta y no concedió valor alguno a aquello. Pero cuando se enteró de que iba a tener un hijo, se lo hizo saber al miserable, que la calumnió e influyó ante su mujer a fin de que la despidieran. Pocos días después ocurrió esto. La arrojaron a la calle.

Vendió los pocos muebles que había dejado su madre y se redujo a otra pieza, en el barrio de Las Aguas. Allí nació Pedrito. Esta circunstancia agotó todos sus recursos y la redujo a la miseria. En plena convalecencia tuvo que echarse a la calle a buscar trabajo. Pudo colocarse como plegadora. Y desde entonces vive entregada a ese miserable oficio, que no le permite ni comprar ropa. A veces no gana lo del alquiler. Como el trabajo no es constante y a veces se agota en las imprentas…

—Jamás he recurrido a ese canalla. He devorado sola mil hambres. He visto la desesperación del niño, que ha pasado hasta dos días sin comer. He sufrido injurias, ultrajes, de todo. Pero me he mantenido firme. Por otra parte, sé que sería completamente inútil.

Yo estoy persuadido de que si alguien, alguna vez, hojease estos papeles, encontraría muy sin interés la historia de Juana. Diría que es igual a muchas otras. Pero a mí me emocionó. Comprendo que ello se debe a la impresión que me ha despertado esta mujer, que se extiende a todo cuanto se relacione con ella. Además, desde el principio estaba seguro de que en su vida había un misterio. Es una cosa común, una aventura de ciudad, una tontería. ¿Quién se va a preocupar por esas pobres muchachas anónimas, que ambulan con un niño de padre desconocido y que…?

Estoy procurando distraerme antes de llegar al final. Tengo un empeño absoluto de proceder con orden y por esto he logrado dominarme un poco. Porque falta lo más inverosímil, lo que no había soñado jamás, lo que me hace dudar del buen funcionamiento de mi razón. ¡Cómo es la vida!

Todas estas frases la llevaron a hablarme con algún detenimiento de su madre. Ignoro la razón que la movió a dejarlo para lo último. El hecho es que, cuando terminó, me dijo estas o semejantes palabras:

—¡Pobre madre mía! ¡Si ella hubiese vivido! —

Esto con gran melancolía y con los ojos fijos en el vacío—. ¡Tan noble! ¡Si usted supiera…!

Así continuó. Me dijo que era una morena bastante hermosa, de claros ojos verdes que formaban un contraste admirable con el color de su piel. Era alta, elegante y bien proporcionada. Se llamaba Carmen.

Yo estaba todo angustiado. Esa descripción era extraordinaria.

Yo estaba todo angustiado. Esa descripción era extraordinaria.

—¿Carmen qué? —inquirí afanoso.

—Carmen Rubio. Y mi padre se llamaba Pedro Herrera.

No lograba dominar mi emoción, a pesar de mis esfuerzos. Carmen Rubio, morena, de ojos verdes, alta y elegante, era precisamente la mujer a quien amé. La mujer que fingió quererme se marchó un día con otro y luego desapareció definitivamente entre las brumas del pasado. No, no desapareció. Permanece intacta dentro de mí. Como no he tenido otras mujeres después de esa… A pesar de mi emoción, me puse a precisar la fecha en que se alejó de mi lado. Hace más o menos veinticinco años. Necesité un auxilio. Dije:

—¿Cuántos años tiene, Juanita?

—Veintitrés.

Continué con mis cuentas. Pero todo esto era con tal rapidez, que en poco tiempo descubrí todas las posibilidades y pude preguntar casi en seguida:

—Carmen Rubio… Yo conocí una mujer de ese nombre, hace mucho tiempo. ¿Cómo era?

Yo ya sabía cómo era. Pero me urgía otra descripción. Posiblemente hubiera algún detalle…

—Conservo un retratico suyo. Precisamente aquí, en mi cartera. Es de su juventud.

Juana llevaba la carterita de hule que ya le había conocido. De ella sacó el retrato. Antes de que mis manos lo hubiesen tocado, llegué a la evidencia. ¡Era ella! ¡Ella misma!

Me puse en pie y, sin despedirme, sin agregar una palabra, me alejé, como si huyera. Tenía necesidad de estar solo. De comparar los retratos. Ella me gritó, no estoy seguro:

—Mañana vengo por mi retrato.

Y ahora estoy aquí con las dos efigies. Son idénticas. Proceden del mismo negativo. La misma marca al pie, en caracteres ingleses: “Duperly and Sons”.

Ahora es cuando mayor tranquilidad necesito, para reglamentar mi conducta. Si yo escribiera estas cosas para que alguien las leyera, de seguro que me tratarían mal. Es, en realidad, inverosímil. Dirían:

—¡Pero qué imbécil!

Todo esto es insensato, pero es cierto. Bueno, a mí no me importa que no me creyeran. ¡Nadie ha de leer esto!

Orden. Orden y sangre fría. A ver: ¿me ha impresionado esto, en realidad, mucho? No sé si la emoción que experimento procede de lo inesperado del suceso o de que ahora tengo con más fuerza la sensación de que Juana es algo mío, con derecho innegable. No puedo ocultarme que estoy angustiado. Por otra parte, ¿para qué negarlo?

¡Juana es hija de Carmen! Esto debería producirme celos o despecho. Es hija de esa Carmen a quien quise, ¡pero no es hija mía! Y sin embargo, no tengo celos. Lo encuentro bien. Carmen tuvo una hija, una bella hija y yo no he tenido una fortuna igual. Yo me he de extinguir sin que nadie quede para testificar mi existencia, esencialmente inútil.

Creo que la obligación ha aumentado. Me parece como si Carmen, al morir, me la hubiera dejado y tengo remordimientos por no haber cumplido con el deber de velar por ella. ¡Pero quién iba a saber…! ¡Qué caprichos tan estúpidos tiene la vida!

Supongo que he adquirido el derecho de decirle a Juana “hija mía”. Puedo, sin disputa, emplear esta palabra. Pero no debo decirle a ella ahora las razones en que me fundo. Es imposible. Se las comunicaré en cuanto varíen mis circunstancias, en cuanto logre ganar alguna cosa y pueda proporcionarle algunas comodidades. Entonces, cuando ella quiera manifestarme su gratitud, yo le responderé: “No, si nada me debes. No he hecho sino cumplir con una obligación sagrada”. Así, “me debes”, porque ahora tengo el derecho adicional de tutearla.

Todo eso está muy bien. Pero no me conviene alejarme de la realidad. Y la realidad es mi problema personal. No he podido encontrar trabajo por parte alguna. Ahora, sin embargo, para buscarlo, tendré un argumento nuevo: soy padre de familia. Es curioso que yo haya sido padre de familia durante muchos años sin saberlo. ¡Y mi nietecito! Yo nunca he sido cariñoso con ese pobre niño, pero ahora voy a quererlo mucho. ¡Es mi nietecito! No importa que no tenga padre. Y entonces, ¿para qué estoy yo?

Iré a todas las oficinas, a todas las imprentas, a todas partes y diré: “Tienen que darme trabajo, porque tengo una hija y un nieto a quienes mantener”. ¿Y quién va a resistirse ante un argumento tan indiscutible? ¿Quién no va a comprender en seguida la importancia de esta obligación y no se va a apresurar a ayudarme a cumplirla? Este suceso me ha dado una gran confianza en el porvenir. Yo no me había dado cuenta de esta enorme ventaja. Y si no me hubiera puesto a escribir, nunca se me hubiera ocurrido. ¡Lo que es escribir! Es una costumbre que voy a adoptar definitivamente.

Por lo pronto, voy a dejar las cosas así. No diré ni una palabra a Juana. Estará inquieta por mi actitud de ayer. Le devolveré su retrato y le daré alguna disculpa. Cualquier frase. No importa que sea inverosímil.

Éstas son las últimas palabras que escribiré sobre mi vieja mesa. Mañana he de llevarla a la prendería, como todo. Por fortuna, en cuanto tenga dinero recuperaré todo, que ahora pertenecerá a Juana. En esta misma mesa comí más de una vez en compañía de Carmen. Y ahora he de comer en compañía de Juana. Me parece que eso ha de tornarme un poco a la juventud.

Llevaré la mesa y el baúl. No me darán más de dos pesos. Pero es mañana cuando el gerente del tranvía ha de darme un empleo. Y además, hay muchas otras personas que podrán darme trabajo. ¿Qué importa que me hayan dado la primera negativa? No sabían entonces la obligación que ahora tengo. ¡No sabían que era padre de familia!

Juana, ¿hija de Carmen? Me parece que estoy soñando. Juana, hija de Carmen, es decir, ¿un poco hija mía?


Capítulo XXIV

¡Qué incomodidad para escribir! He tenido que comprar, por quince centavos, un cajón de esos en que empacan jabones y me he sentado en el suelo, sobre mi colchón de paja. Pero es preciso que hable conmigo mismo sobre mi desventura infinita. Nunca había sido para mí tan absoluto este vacío espantoso. Acaso escribiendo encuentre un razonamiento que me dé coraje.

La mesa y el baúl se fueron también. Sé que en la casa hacen los más variados comentarios sobre la manera paulatina como he desocupado el cuarto. Estoy seguro de que no pensarán en la prendería, sino en Juana. Lo deploro por ella. Son unos miserables. ¿No comprenden, acaso, que Juana es una cosa sagrada para mí y que yo soy casi su padre?

Ahora le di dos pesos a Juana. Me quedaron cincuenta centavos. Es lo último que poseo. Ya no tengo nada más.

Le devolví también su retrato. Le expliqué lo que había sucedido sin decirle la verdad, con palabras vagas. De seguro a ella le ha quedado alguna duda.

Al principio la contemplaba intensamente. Esto era cuando nos encontramos en el lugar de costumbre. En realidad, tiene un parecido muy acentuado con Carmen. Más o menos, así podría estar cuando yo la conocí, cuando quise hacerla feliz sin lograrlo, cuando ella se marchó con otro, con ese Pedro Herrera, que vino a ser el padre de Juana (no sé por qué repito estas cosas). Al ver a Juana a mi lado, silenciosa y modesta, me parece que he retrocedido veinticinco años.

Pero es una ilusión absurda. No tengo el vigor ni el espíritu de los treinta años. Soy, simplemente, un viejo caduco e imbécil. No sirvo para nada. Me siento superfluo sobre la tierra. No existe razón alguna que disculpe el hecho innecesario de que yo viva. Ni siquiera Juana, porque de nada le sirvo.

Ella, por su parte, estaba dispuesta a continuar sus confidencias. Ha sentido, de pronto, esa necesidad. Yo procuraba atender a sus frases, pero la preocupación de mi propia infelicidad me impedía concentrar mis facultades en cosa distinta. Me detalló las circunstancias en que concibió a Pedro. Me contó también, según creo, dos o tres posteriores aventuras de amor. Pero yo tenía la cabeza obstinadamente inclinada sobre el pecho. Me preguntó con cariño:

—¿Está enfermo? ¿Qué tiene?

Sentí una breve ráfaga de dicha y de innegable orgullo. Había interés amistoso en sus frases. Había cierta ternura.

—No, no tengo nada. Estoy bien. Una pequeña preocupación…

Por nada del mundo le diría yo en qué consiste esa preocupación. Ella debe suponer que yo estoy trabajando y que gano lo suficiente para vivir y para sostenerla. Posiblemente cree que el hecho de darle poco dinero obedece al deseo de verla a menudo con ese pretexto. Haciéndome un poco de violencia, a la que contribuía el interés inusitado de su pregunta, me torné desde aquel momento risueño, exageradamente risueño, queriendo acallar sus sospechas. Y reía de pronto, tan intempestivamente, que ella me miraba sorprendida. Decía, por ejemplo:

—Aquel día lo pasé en ayunas.

Y yo me echaba a reír, golpeándome los muslos con las manos y haciendo manifestaciones de una alegría que no experimentaba. Ocurría esto porque yo no entendía bien el sentido de las frases que ella pronunciaba. Me miraba con extrañeza primero, luego se echaba a reír también y proseguía su relación.

Nos estuvimos mucho tiempo juntos, más que de costumbre. Tal vez dos horas. Ya había cerrado bien la noche cuando nos separamos. Yo comí cualquier cosa por allá y me vine. Me vine con mi dolor y con mi pesadumbre.

Pero es que me ocurren unas cosas que matarían a cualquiera. Yo estaba muy confiado en el gerente del tranvía, que me había hecho una oferta afablemente. Hoy, al verme, me dijo desde lejos, sin permitir siquiera que me aproximara:

—Todavía no es posible. Habrá que esperar

hasta la semana entrante.

Yo intenté responderle:

—No puedo. Tengo obligaciones…

Pero me contestó con brusquedad, antes de que terminara:

—Si no puede esperar, usted verá qué hace.

Y volviéndome la espalda, como si yo no estuviera allí, comentó con uno de los empleados:

—Estas gentes se imaginan que los gerentes son nombrados sólo para darles empleos.

Recibí el comentario como una injuria. Era, en realidad, una injuria. Pero yo no podía hacer nada. Tenía que soportarla calladamente. Sin agregar palabra —sabía que todo era inútil— me marché lentamente, como si me animara una vaga esperanza de que me llamasen.

Y así en todas partes. Yo procuraba ser elocuente y expresivo cuando hablaba. Hacía esfuerzos por parecer simpático. Pero ni siquiera me atendían. El alcalde de la ciudad, por ejemplo, ante quien me presenté para pedirle un puesto “en el ramo del aseo” y a quien logré ver después de dos horas y media de pasearme por los corredores del Palacio Municipal, me dijo:

—Usted ya había venido aquí. Y ya le había manifestado, también, que no puedo hacer nada por usted. Es inútil que insista.

¡Para lanzarme a la cara mi insistencia sí se acordaba de mí este hombre! Yo también empecé a decir algunas frases, pero mientras él me hablaba yo bajé los ojos, de suerte que, cuando los levanté, se encontraba de espaldas, terminando una conversación interrumpida con otro.

La misma respuesta e idéntica actitud fue lo que recibí en varias partes. Yo debo ser el hombre más inútil del universo.

—¡Qué soledad tan sombría la de este cuarto! ¡Y pensar que Juana es hija de Carmen!

Pronto se va a cumplir el alquiler. Georgina no me concederá una hora de plazo y el mismo día en que se cumpla tengo que pagar o marcharme. ¿Y para dónde me iré? Ahora caigo en cuenta de que he cometido un error al no haber cultivado amistades… ¿Pero qué amistades? Además, debo ser una persona desprovista de todo lo que hace amable una compañía. Nadie ha buscado jamás mi amistad y siempre he tenido que vivir solo, triste. Porque lo que yo llamaba amigos en mis buenas épocas no era nada. Eran simples compañeros de trabajo que ahora ni me saludan, porque deben tener otras “amistades”.

Tengo que soportar las miradas burlonas de toda la gente de la casa. Me dirigen sonrisas insolentes. Se han dado cuenta de todo y Georgina debe haber popularizado mi situación. Pero esto ya no me preocupa. Hoy considero que es inútil, como lo hacía cuidadosamente, ocultar las apariencias, cuando llevo la muerte en el alma. Yo tengo, estoy seguro, mi tragedia escrita en la cara. Sólo que no la descifran sino quienes pueden hacer mofa de ella y no quienes pueden ayudarme.

Yo vivo indiferente y silencioso. Siempre he sido retraído, pero ahora soy esencialmente melancólico. Debo parecer un idiota. Y lo atribuirán a mis relaciones, que ellos juzgan pecaminosas, con Juana. ¡Son tan superficiales estas gentes! Me parece oír sus murmuraciones:

—¡Pobre hombre! ¡Cómo lo tiene esa mujer!

Se referirán a Juana. Juana pasa aquí por una mala mujer. Yo creo que la idea que de ella tienen es la que me he formado de lo que se denomina una vampiresa. Y las palabras de una compasión falsa e insultante no estarán inspiradas por la piedad, sino por un anhelo recóndito pero innegable de burla. Por la irremediable alegría que produce el mal ajeno, como un síntoma de humanidad.

Ya está ocupada la pieza que habitaba Juana. Se ha venido un matrimonio que parece quererse mucho. Yo siento, en efecto, hasta aquí sus besos y he podido contemplar sus mimos y sus caricias. ¡Cómo me hace de daño esa alegría y esa felicidad! No es que sea malo ni envidioso, sino que surge la comparación entre lo que ellos son y lo que yo soy y lo que podría ser. ¡Y todo por unos miserables centavos!

¿Qué voy a hacer? Pasado mañana no podré darle nada a Juana. Ella debe esperar confiada en mí. ¡Y yo no puedo nada! Soy la criatura más desventurada. Tal vez pudiera recurrir a algunas personas que me conocen. Dicen que hay gentes muy buenas. Yo no lo creo. Pero mi deber es intentarlo todo. Mañana iré donde alguna de esas personas y le pediré algún socorro. Esto es lo mismo que mendigar. ¡Yo, mendigo! ¿Pero entonces qué voy a hacer? Lo esencial es que pueda llevarle algo a Juana.

La vida es demasiado cruel conmigo. ¡Yo debería morir!

La vida es demasiado cruel conmigo. ¡Yo debería morir!


Capítulo XXV

No me había dado cuenta de que en el mundo no existía la bondad. Nunca me había puesto a pensar en ello, ni a investigar su existencia, pero ahora que he necesitado de la caridad humana, he caído en la cuenta, con una dolorosa sorpresa, de que no existe. Es mentira eso de que haya gentes caritativas. Si hay caridad, sólo se ejerce mediante la humillación del beneficiado. Ya es bastante humillación ir a pedir un socorro, pero es preciso que la miseria se exteriorice con desvergüenza, para obtener algo.

A mí, por ejemplo, nadie me ha querido servir.

He ido a la casa de personas ricas, de quienes se dice que son generosas y les he dicho:

—Vengo a apelar a su buen corazón. Estoy en una necesidad urgente y no tengo dinero.

Me han contestado:

—Lo lamento mucho, pero ahora estamos un poco mal.

Antes de contestarme, me han mirado de pies a cabeza, en un análisis estricto de mi situación. Yo no he sido capaz de añadir nada. Yo carezco de elocuencia para hacerme entender. Y es que, además, la dignidad, el convencimiento del propio valer no es una cosa que se pueda tirar como un papel sucio. Todos creerán que se trata de un viejo vicioso y comido por la pereza. Hasta esa manera tímida como he pedido contribuye a la formación de esta idea.

Naturalmente, yo me debía ruborizar. Mientras hablaba, mis ojos giraban en todas direcciones, sin detenerse sobre los rostros. No sabía qué hacer con las manos; descubrí que en determinados momentos son superfluas. Por fortuna, tenía el sombrero, al que hacía dar vueltas y al cual le encontré algunos granos de polvo, que sacudí con suaves golpecitos de los dedos. Como yo no estoy acostumbrado a esto, como es la primera vez que intento mendigar, mi inexperiencia fue, sin duda, la causa de mi fracaso. Comprendo que he debido pintar con más vehemencia mi situación, pero me era imposible. La lengua, en algunas ocasiones, se negaba a obedecerme, las palabras se estrangulaban en mi garganta y, además, yo no sabía qué decir. Para obtener algo, hubiera sido preciso que expresara algo que los conmoviera, haciendo el sacrificio de mi dignidad. ¡La dignidad de un miserable! Debería haber descrito con caracteres alarmantes mi hambre, mi desnudez, mi desamparo. Pero como no he de poder hacerlo, creo que es inútil que insista. En todas partes mantendré la misma actitud, porque reconozco que soy incapaz de otra. Cualquier cosa que proyecte decir se ha de quedar dentro de mí. ¡No me sabré explicar!

Para obtener algún éxito, sería preciso que me cubriera de harapos. Pero yo, que procuro conservar mi aspecto decente, ¿qué voy a hacer? No podría salir a la calle, por ejemplo, sin peinarme. ¡La falta del cepillo me hace sufrir mucho!

Yo sé que hay sociedades de beneficencia que prestan auxilios. Pero también exigen por un mendrugo el sacrificio de la dignidad. Para ayudar a una familia pobre con cincuenta centavos semanales, dos o tres de los socios van a visitar la casa, o lo que sea, donde vive, a revisar los baúles, a contemplar de cerca la miseria. Hacen muchas preguntas, como si fuera un interrogatorio de policía. Preguntan antecedentes. No contentos con esto, investigan en las vecindades todas las circunstancias íntimas de los que solicitan la protección. Después rinden un informe escrito donde consignan todos esos detalles con minuciosa precisión y, cuando han pasado cinco semanas en estas diligencias, por fin le señalan una limosna de cincuenta centavos semanales. ¡A eso llaman caridad! Y las miserias que no pueden decirse no tienen derecho a nada. ¡Esas pobrezas orgullosas que son tan frecuentes en Bogotá! Yo comprendo muy bien —y lo comprendo precisamente porque ahora estoy persuadido de que en el mundo no hay nadie bueno— que si yo voy a decir que tengo personas a quienes mantener, una señora y un niño, caerán en la sospecha infame de que mis relaciones con ella son indebidas. Dirán que soy un vicioso y que la caridad no puede sostener vicios. Harán todas las investigaciones y si miento diciendo que es mi hija, no tardarán en comprobar que no es verdad, lo que sería peor. Y si digo que es para mí, me responderán como me contestó un señor ayer, a quien fui con una débil lamentación:

—¿Y por qué no trabaja?

Yo me he propuesto conservar la humildad conveniente a mi situación, pero hay cosas que exasperan a cualquiera. Por ejemplo, esta pregunta: “¿Por qué no trabaja?” ¡Yo, que tengo la mejor voluntad del mundo para trabajar! ¡Yo, que he pasado seis o siete semanas persiguiendo cualquier trabajo, como un perro una presa! Ese hombre ha creído que yo soy perezoso. No, si esto es para echarse a llorar.

Cada día estoy más vencido y más humillado. Cada día soy más nadie en el mundo. Lo peor es que no solamente la miseria material me ha invadido. También he perdido otras cosas: la fe, la esperanza… ¿En quién, en qué creo? ¿De quién, de qué espero? Esta desventura mía se ha llevado también lo que, según dice, es un consuelo. No tengo ni una silla donde dejar caer mis huesos, ni tengo tampoco una cosa en qué creer. ¿Qué ganaría yo ahora con refugiarme en la religión? No, no puedo creer en nada: ni en los hombres, ni en nada. Es imposible tener fe en un cuarto vacío, cuando el cuerpo está solo, solo entre cuatro paredes desnudas. ¡Si hubiera a lo menos una silla y pudiera meditar con alguna comodidad!

Así, fracasado totalmente, llevando sobre mis lomos la sensación de una pesadumbre insoportable, fui a ver a Juana. Yo no he intentado saber en dónde vive. Si algún día puedo revelarle el secreto que guardo, tendré derecho a entrar a su casa. Antes no.

Fui, pues, a la misma banca de la Plaza de Las Cruces. Llegué un poco tarde porque empleé mucho tiempo en recorrer a pie el espacio entre San Diego, donde perseguía a un señor de esos caritativos, hasta el barrio opuesto. Llegué rendido por la fatiga. Yo ya no sirvo para esos esfuerzos. Y como todo el día lo he pasado andando y la comida que hago es tan deficiente…

Juana me estuvo hablando. Yo casi no le oía. Maquinalmente, le hice algunas caricias a Pedrito. El chiquillo se subió a mis rodillas y empezó a cogerme la cara. Se interesó en mi barba, porque hace varios días que no me afeito y la tengo crecida.

Ella ha adquirido mucha confianza en mí. Su carácter, hosco y silencioso, ha cambiado un poco. Le gusta ahora conversar conmigo, hacerme confidencias, narrarme detalles de su vida. Esto me produce un gran placer, que se convierte de súbito en tortura. Precisamente ahora, cuando ella me concede su confianza, cuando empieza a quererme, estoy a punto de perderla. No soy capaz de ganarme unos centavos para ayudarle, para hacerla feliz. ¡La pobre sería dichosa con tan poco!

Me hablaba, pues, me decía que experimentaba verdadero odio por Georgina. Las frases llegaban vagamente a mis oídos y me parecía que se estaban pronunciando muy lejos. Tanto, que algunas veces no las entendía con claridad.

Pero del fondo de su relato emergía la maldad espantosa de los hombres. Yo no he visto nada más perverso que el mundo. Lo que me contó fue lo siguiente, suprimiendo algunos detalles inútiles que no he retenido bien:

Cuando la conocí, hacía tres meses que Juana vivía donde Georgina. Pudo pagar el valor de los dos primeros alquileres. Soportó las persecuciones de Francisco, que culminaron en lo que yo mismo presencié. Al fin del segundo mes, Georgina le exigió el dinero del tercero. ¡No lo tenía! Me he imaginado la escena. La dueña de casa le declaró que esa noche no podría dormir en la habitación. Juana se echó a la calle… Lloraba al cruzar las vías indiferentes. Marchó a su trabajo y le dijo al dueño de la empresa lo que le pasaba. “Son ocho pesos, señor. ¿Por qué no me los presta y yo se los pagaré con mi trabajo?” Él respondió que no podría, pero que haría un esfuerzo si ella iba por la noche a su oficina. Se indignó, salió a la calle. ¿Quién iba a darle ocho pesos desinteresadamente, siendo, por añadidura, joven y bonita? Anduvo por todas partes, sin saber propiamente lo que buscaba. A las ocho estaba rendida de cansancio y de hambre. No podría presentarse donde Georgina. ¿Cómo iba a pasar la noche? ¿Y Pedrito? Recuerdo que Juana concluyó así el relato:

—¡Tuve que irle a vender mi cuerpo!

Se echó a llorar cuando me lo dijo. No sabía yo cómo consolarla. Además, ¿qué consuelo tenía eso? Nadie sabía las circunstancias en que el delito había acontecido y sobre ella caería el desprecio de la gente y la maldición de los virtuosos, que pueden serlo porque tienen dónde dormir y qué comer. Caería el estigma infame. ¡Qué conjunto de maldad es el mundo! Y posiblemente, aquellos que la deseaban, que hubieran celebrado con ella un pacto idéntico, quizás por una suma inferior, serían los primeros en lanzar las frases de abominación. Yo ya no me hago ilusiones sobre la maldad de todas las personas que pasan a mi lado, que andan por las calles o que esperan en las oficinas.

Siento a veces que ella es más desgraciada que yo. Yo, sin embargo, esta noche, después de haber arrojado mi dignidad por el suelo, mendigando como un miserable sin obtener un centavo, tengo que echarme en mi desnudo rincón, sin poder llevarme nada a la boca. Es desesperante esta hambre.


Capítulo XXVI

A estas horas, Juana debe estar esperándome en el sitio de costumbre. Yo me encuentro aquí, imposibilitado para ir. No es que esté enfermo. Estoy sano. ¿Estaré, en verdad, sano? Pero no he podido conseguir nada. ¡Nada!

Esta palabra “nada” es terrible. Indica la muerte, la destrucción. “Nada” es el vacío que me rodea, la angustia en que me debato, la tristeza que me oprime. “Nada” es la muerte que me acecha desde que me vine a vivir a esta casa maldita.

Juana estará impaciente. Yo estoy aquí, hecho un imbécil, en mi cuarto desocupado. Ando de una parte a otra, recorro las dos o tres brazas que mide la puerta, voy a la puerta y regreso hacia dentro, para sentarme en el suelo y escribir estas frases. ¿Qué hará Juana? Paseará con intranquilidad por las arenas del parquecillo. Se sentará y golpeará el suelo con el pie, ligeramente, con un movimiento nervioso. Dirá que soy un miserable, que estoy borracho, que ando con mujeres perdidas.

¿Y por qué va a decir eso? No. Pensará más bien en que soy una buena persona y que quizás esté enfermo. Creo que ella me aprecia lo suficiente para preocuparse por mi salud.

Debo haber envejecido mucho. Tengo miedo de mirarme en los espejos. Mi cabello estará blanco del todo. Bueno, ¿y qué hará Juana en estos momentos? Sí, mi cabello debe estar blanco. La barba lo mismo. Alargando los labios y procurando mirármelos, veo clarear los pelos de los bigotes. Yo me he dejado siempre los bigotes. Creo que dan mucha virilidad al rostro. No me explico la razón para que algunos hombres se afeiten todo. Eso no me parece elegante. Además, la vida es cruel. ¡Nadie creería lo que me está pasando! Sí, no debo volver a afeitarme.

uana me estará esperando. Esperando inútilmente, porque yo no iré. ¿A qué he de ir? Esta tarde no podría darle un centavo. Fue el martes… Eso es, el martes, anteayer, cuando le di dos pesos. ¡Dos pesos! ¡Las cosas están caras! ¡El chocolate está por las nubes! No habrá podido comer muy bien con dos pesos. Y como tiene al niño… Es una cantidad muy pequeña esa, estando los víveres a precios tan altos. Aparentemente, dos billeticos de los del Banco de la República —tan bonitos— son bastante. Se pueden comprar cien panes de dos centavos. Se pueden comprar como veinte panelas. No dejan de ser dinero. Lo malo es que Juana no va a mantenerse sólo con pan y con panela. Necesita otras cosas. No digo que coma huevos. ¡Son tan pequeños y cuestan tanto! ¡Pero sopas, chocolate, café, tantas cosas!

Mañana no tendrá para comprar nada. No puedo ir a llevarle. ¡No puedo! Es terrible también esta frase: “No puedo”. Hay un poco de palabras que deberían borrarse de los diccionarios, pero de tal manera que también se borrara de la mente de los hombres la idea a que corresponde. Ésta, por ejemplo: “No puedo”. O ésta: “Hambre”. Es la más terrible.

No me estoy muriendo, propiamente, de hambre. Es cierto que anoche me acosté sin comer y que hoy no he podido desayunarme. Pero fue a mediodía cuando experimenté un verdadero sufrimiento. Después me pasó. Siento como un suave cansancio de los párpados, como una mayor elasticidad en las articulaciones, que parecen doblarse independientemente de mi voluntad. Pero nada más. En el estómago no experimento dolor alguno.

No es la primera vez que me ocurre una cosa de estas. Yo, al menos, estoy acostumbrado. Pero ella no. Y mañana tendrá sensaciones semejantes a las mías. No. En ella serán más violentas. Es delicada y es frágil. Debe sufrir mucho más que yo. Y cuando esté sufriendo me echará la culpa a mí y me odiará. Dirá que soy un mal hombre, como todos. Precisamente, cuando ella empezaba a confiar en mí la he abandonado. Se marchará a la calle a buscar dinero para comer, para darle de comer al niño. Venderá otra vez su cuerpo porque nadie le dará un centavo de balde. Sólo que encontrara trabajo… Pero no, no encontrará. Eso no es tan fácil. Si no he conseguido yo, que lo he hecho durante algunos años, que tengo muchos conocidos, que he realizado tantas diligencias y, además, que soy hombre, ¿qué va a hacer ella?

Yo soy el responsable de todo. Yo, en realidad, soy un hombre malo, como todos los otros. Soy el culpable de que Juana padezca mañana hambre, porque he debido robar, si hubiera sido preciso. ¡Robar! ¿Robarle a quién y qué? Soy el causante de que mañana vaya a ofrecerse en la calle para no morirse de inanición. Le he ocasionado todos los males que le sobrevengan.

Yo soy el responsable de todo. Yo, en realidad, soy un hombre malo, como todos los otros.

No es que yo sea perverso, porque nada de esto lo he hecho intencionadamente. Es que arrastro a la desgracia a cuantos tengan contacto conmigo. Desde la misma Carmen, la infortunada madre de Juana, que no fue feliz ni antes ni posiblemente después de separarse de mí, sólo porque tuvo contacto conmigo, hasta esa pobre Juana, buena, noble, generosa…

Cada vez que pienso en estas cosas comprendo que soy un exceso sobre la tierra. Estoy de más en el mundo. Pero no puedo suicidarme. Es que no puedo. No me atrevo ni a hacer el ensayo. Yo quisiera morir, pero debe ser muy terrible la muerte. A veces me imagino, sin embargo, que es simplemente una sensación de descanso. ¿Cómo será esto? No debería existir el dolor para la muerte, cuando el sufrimiento ha amortiguado las sensaciones nerviosas. Y sin embargo existe.

Ahora no quiero hacer siquiera planes para mañana. Mañana me estaré echado todo el día en mi rincón solitario. Con frecuencia, cuando pienso en mi situación, se me ocurre meditar en un perro de esos callejeros, que no tienen amo. ¿A qué he de levantarme? No, pero los perros sin amo vagan por las calles, husmean en las basuras y no se mueren de hambre. Y además, no experimentan interés ni entusiasmo por nadie. ¡No sufren por los otros!

Juana debe haberse ido ya, cansada de esperarme. ¿Qué estará pensando de mí? ¿Sospechará mi dolor infinito, mi incapacidad estúpida?

Cuando llegue a su cuarto, tan desnudo como el mío, Juana se echará a llorar. Sentirá con mayor intensidad que nunca su desamparo infinito, su absoluta soledad, al verse abandonada por mí. Pero no es cierto que yo la abandoné. Lo que ocurre es que no he podido ir porque… porque… en fin, porque he estado enfermo. Que no sepa ella la verdad. Bueno, pero ella se sentirá abandonada. Debe estar llorando.

Entre tanto, yo me encuentro aquí, tranquilo como un imbécil. ¿Por qué no hago algún movimiento útil? ¿Por qué no intento cualquier cosa que me produzca dos pesos? ¡Mañana tengo que conseguir dos pesos! Ella irá al punto de cita y allí se los daré. Se los entregaré todos, sin dejar nada para mí. ¡Yo no necesito nada!

¿Y de qué manera voy a conseguir esos dos pesos? Volveré a pedir. ¿Cómo ha de ser que tropiece de nuevo con personas de corazón duro? Volveré a pedir y me despojaré del rubor inútil que me impide mostrar con amplitud la miseria en que me encuentro. ¡Cómo ha de ser que vuelva a fracasar!


XXVII - XXVIII

Capítulo XXVII

Lo que me acaba de acontecer es inaudito. Juana ha venido, despreciando todo por mí. Despreciando todo, porque en la casa se enteraron de ello.

—Como no fue ayer a Las Cruces, supuse que estaba enfermo —dijo al entrar.

Me pareció bellísima. ¡Sería motivo de orgullo tener una hija así! Me emociono al pensar que esta muchacha casi es hija mía y que tengo el derecho de tutearla, de hablarle con amor, aun cuando no me atrevo a hacerlo. Y todavía más: ¡pensar que me quiere hasta el punto de venir a esta casa donde ha sufrido injurias y humillaciones, inquieta por mi ausencia! ¡Y todo esto sin saber que yo soy casi su padre! ¡Es, en realidad, para matar a cualquiera de alegría!

Su primer gesto de extrañeza fue muy intenso. Paseó los ojos en torno del cuarto. Lo vio desnudo y solitario. Entonces me miró a mí, con una clara interrogación en los ojos. Yo no sabía qué decirle. ¿Cómo podía confesarle la verdad? Sería idiota que fuera a responderle.

—Todo lo he empeñado para darle a usted.

Mientras tanto, me cogía una mano con la otra, cruzándolas sobre el vientre. De pronto, las soltaba y empezaba a balancearlas. Sonreía, me ponía serio, volvía a sonreír y tres o cuatro abrí la boca para expresar algo que buscaba en vano. Después me pasé cuidadosamente la mano derecha por la cabeza para alisarme el cabello. Luego descubrí unas manchitas que no había visto antes, en mi saco. Las sacudí con los dedos ¡me hace tanta falta el cepillo! y por fin ella dijo:

—¿Dónde está la cama? ¿Y los muebles? ¿Qué hizo de los muebles?

Definitivamente, yo soy un idiota. No se me ocurrió una mentira rápida, no se me ocurrió una frase trivial. Me quedé silencioso, como si hubieran sido de ella y, después de robárselos, los hubiera reclamado. Era un silencio estúpido, que parecía una confesión. Comprendo que, en realidad, eran un poco de ella. Volvió a preguntarme. Yo ensayé torpemente una disculpa:

—Es que… Verá usted… Es que…

Y me eché a reír, mirándome las uñas de las manos.

—¿Pero qué? ¿Se va a vivir a otra parte?

—Eso es. Sí, sí, señora. Me voy a vivir a otra parte. Y ya he empezado el trasteo. Sí, lo empecé ayer. Estoy aburrido en esta habitación. Aburridísimo. Y he resuelto mudarme.

—¿Para dónde? ¿Puedo saberlo?

—No recuerdo bien… Calle… número… No, si no recuerdo. ¡Dios, qué memoria la mía! Es por… por Las Nieves. En alguna parte tengo apuntado.

Ella pareció creer. Pero una nueva duda surgió en su espíritu. Una duda de diverso origen:

—¿Y por qué no me lo había dicho?

Agregó en seguida, con una voz en que temblaban las lágrimas, que parecían correr por las sílabas, como las gotas de lluvia por los alambres tendidos a lo largo:

—Usted está cansado conmigo… Eso es lo que ocurre. Y tiene razón. Yo soy una carga demasiado pesada. Usted quería huir de mí, ocultarse donde yo no pudiera encontrarlo. Por eso no quiso ir ayer a Las Cruces. Hoy debía usted desaparecer. Perdóneme: le he hecho fracasar su proyecto. ¡Perdóneme por todo!

—No, Juanita. Le juro que… No, Juanita, por Dios… ¡Por el contrario!

Estaba aturdido. Esta confusión mental se originaba con la presencia de Juana en mi cuarto y se aumentaba, crecía hasta dominarme, con la suspicacia de que estaba dando muestras. ¡Nunca supuse que mi actitud fuera tan cruelmente interpretada!

Pero yo creo que en aquel momento no pensé en ello. Recuerdo que la miraba con detenimiento y que me parecía inverosímil que ella estuviese aquí en mi cuarto, en la casa de donde había sido ignominiosamente arrojada. ¡Y había venido movida sólo por un interés cariñoso hacia mi persona!

Hubiera querido que se sentara. Ella también parecía desearlo. ¿Pero dónde iba a hacerlo? Había hecho una larga caminata desde su habitación hasta la mía. Y luego, los sentimientos que le inspiró la situación de mi cuarto la habían abrumado. Por fin se aproximó al cajón con que he reemplazado la mesa, que estaba cubierta de papeles y, retirándolos con la mano, tomó asiento. Miraba hacia el suelo, no queriendo posar sus ojos en mi pobre figura. De pronto, no sé cómo, sus pupilas se fijaron en mis papeles. Observé el gesto de atención con que leía las frases en ellos escritas. Estaba leyendo precisamente la página que terminé ayer, que se encontraba encima de todo. Me dijo, mientras hurgaba el sentido de mis frases:

—¿Qué escribe?

—Nada, Juanita. Unos apuntes sin valor.

De pronto, su atención aumentó. Le había interesado la lectura. Eso era evidente. Luego se quedó mirándome durante unos segundos, mientras yo bajaba los ojos. Se puso en pie y, aproximándose, sin dejar de mirarme, exclamó:

—¡Usted no ha comido ayer! ¡Quizás hoy tampoco!

Al ruborizarme, maldije la estúpida idea de escribir mis cosas. ¿Qué necesidad, qué urgencia tengo de escribir esa acumulación de tonterías? Además, yo debería tener eso oculto. ¡El primero que entre en mi aposento se ha de enterar de todo cuanto yo pienso en mi soledad! ¡Pero era imposible suponer que Juana vendría!

Ella agregó, llevando hasta el extremo mi confusión y mi aturdimiento:

—Y tal vez ha sido por darme a mí. Por darme a mí, que no soy nada suyo. ¿Por qué es tan bueno usted?

—Yo no soy bueno. Yo no soy bueno, Juanita.

Además, yo he comido. Eso que dice en los papeles es mentira. No tiene valor alguno.

—¡Pero si usted está pálido! ¡Está tembloroso!

¡Usted no ha comido!

—Es la emoción de su presencia…

Esto lo dije entre dientes, de manera casi ininteligible. Después me puse a reír, pero mi risa era falsa. Como eran falsos y amanerados todos mis ademanes; el de llevarme las manos a la cabeza para arreglarme el peinado y el de abotonarme y desabotonarme rápidamente el saco.

—¿Cómo podré pagarle yo?

—¿Pero qué es lo que me va a pagar? ¿Qué he hecho yo por usted? Nada, menos que nada. Si le hubiera dado ropa, muebles, otras cosas… no he tenido dinero para servirle. Si lo hubiera tenido…

—Ya sé que si lo hubiera tenido… Pero usted ha sido muy bueno. Mire: yo tengo unos dos pesos ahorrados. Usted me daba un peso todos los días. Eso era mucho. A mí me sobraba. Tengo unos dos pesos. ¿Los quiere?

Hizo ademán de abrir la carterita de hule que la acompañaba siempre. Pero yo cogí la cerradura.

—No, Juana. Eso nunca. ¿Cómo voy a recibirle dinero a usted? Por el contrario, me alegro de que le haya sobrado algo, porque como ayer no pude ir…

—Ha debido ir. El día que no tenga dinero tiene que cumplirme como siempre. Pero usted no va y eso está mal hecho. Hoy tenía miedo de que estuviera enfermo.

En aquel momento escuché la voz de Georgina en el patio y me eché a temblar. ¿Habría visto entrar a Juana? Juzgué que se preparaba una escena terrible. ¿Iba a aproximarse a mi cuarto para injuriar a Juana? ¿Por qué no la dejaba en paz esta mujer maldita?

—Juana, usted no ha pensado en lo que hizo. ¿Cómo se atrevió a venir a esta casa, donde la odian de muerte —usted lo sabe— y de donde no saldrá sin haber sido ultrajada, golpeada quizás?

—No importa. Además, temía que usted estuviese enfermo. Me creí obligada a venir, despreciando todo. Y no me arrepiento. He descubierto que usted es el único hombre bueno de la tierra. El único.

Me emocionaban estos elogios y estas manifestaciones de aprecio que yo no merecía. En realidad, el mundo era muy malo, pero en él había una persona buena: Juana.

Yo deseaba que se marchase, pero al mismo tiempo lo temía. No puedo explicar los encontrados sentimientos que se habían apoderado de mi alma. Por lo pronto, era una dicha. Había, sobre todas las cosas, un hecho concreto: Juana estaba en mi cuarto y había venido por demostrarme el cariño que me profesaba. Pero ella podía perder mucho. Podía ser ultrajada. Con seguridad iba a serlo. Además, esta gente murmuraría…

Cuando salió, Georgina estaba en el patio, esperándola, rodeada de casi toda la vecindad, convocada por ella para que asistiese a la comedia que preparaba. Se habían congregado allí Araceli, Verónica, Inés, que llevaba el cabello convertido en nudos para rizarse, la mujer cuyo marido está en la cárcel. Todo el mundo. Y Georgina habló:

—Bueno, yo no permito en mi casa estas porquerías, porque mi casa es de respeto. Aquí no pueden ocurrir esas cosas.

Y dirigiéndose a las vecinas:

—¿Cómo les parece el viejo este?

Mirándome:

—¡Sinvergüenza! Es increíble que un viejo de estos ande deshonrando las casas donde se mete con sus vicios. ¡Viejo corrompido! ¡Y la mosquita muerta…!

Juana se dirigió de mi cuarto hacia el zaguán en silencio. Pero antes de llegar a él, Georgina se cruzó en la puerta. Y sin dejar de vociferar, agarró a mi amiga por las orejas y, moviéndola de un lado para otro, le hizo caer el sombrero y le rompió el traje. Gritaba:

—¿Qué vienes a hacer aquí, perra, más que perra?

Agregaba otras expresiones insultantes.

Yo no sabía qué hacer. ¡No estoy organizado para escenas de esta naturaleza! Pienso ahora que hubiera podido decirle a esta mujer todo lo que sé de sus vicios y de sus crímenes. Hubiera podido también manifestar mi asombro, en voz alta, de su cinismo y de su desvergüenza inauditos. No me atreví. Creo que ni siquiera lo pensé. Me parecía que todo lo que yo hiciera había de agravar la situación de Juana y que ni a ella ni a mí nos protegería nadie. Era como si estuviésemos solos en el mundo a merced de esta furia. Pronto la vieja la dejó en libertad. Recogió su sombrero y echó a correr hacia la calle. Yo me había aproximado inconscientemente, como si me llevara un recóndito deseo de intervenir, que no cristalizó. Cuando Juana escapó, la vieja pareció distinguirme a su lado y se dirigió a mí:

—Hoy es jueves. El lunes se cumple su arrendamiento. No vive un día más en esta casa. ¡Viejo sinvergüenza! ¡Ladrón! ¡Canalla! No, es que yo debería devolverle el valor de los días que le faltan, para que se fuera ya, ahora mismo! Que no me deshonrara más con su presencia mi casa. Todos somos buenos aquí para que un viejo canalla venga y… No, es que no encuentro palabras.

Las encontraba, sin embargo, porque no calló. Continuó acumulando injurias sobre mí, que la escuchaba silencioso, con el envidiable aspecto de imbécil que asumo en casos semejantes. De pronto, recordando lo de los muebles:

—¿Y qué ha hecho de las astillas que tenía en su cuarto? ¿Por qué no te vas, miserable, para donde las tienes? ¡Aquí no vive gente sin muebles que me respondan por lo del arrendamiento!

Llamaba astillas a mis objetos porque no encontraba una manera más despectiva de referirse a lo mío. Y además me tuteaba. Tenía yo un conocimiento, instintivo, que no razonaba, según el cual comprendía que la menor frase, aunque fuera cordial, desencadenaría la ira de todas esas mujeres, deseosas de contribuir a la mayor desenvoltura del espectáculo, de complacer a Georgina, a quien todas temían.

Por fin, poco a poco, la vieja se fue silenciando.

Eran apenas las nueve de la mañana. Una a una, todas fueron entrando en el interior de la casa, no sin lanzarme miradas de desafío en cuanto desaparecían en el corredor.

Sólo Inés quedó allí. La muchacha parecía compadecerme. Me miraba con cierta lástima innegable. Yo estaba en la puerta de mi cuarto, inclinado hacia el suelo, saboreando cuidadosamente la humillación que acababa de recibir. De pronto, Inés habló:

—Yo sé todo. A usted lo odian. Y usted quiere a Juana. Me he dado cuenta de lo que ha hecho por Juana. ¿Por qué no se va del todo con ella?

Hasta en estas frases, brotadas por un sentimiento de piedad, había envuelta una injuria. Y sin embargo, no puedo dudar que Inés es la mejor persona de toda la casa. Hace algunos días creí que me había ganado en ella una enemiga. No ha sido así, sin embargo y si hoy puedo salir a la calle, si estoy con ánimos para escribir, se lo debo a ella: anoche, al entrar, se aproximó, interesada, al parecer, por mi salud. Me dijo que me había tomado confianza y que por eso me iba a dar a guardar algunos ahorros, porque su mamá pretendía quitárselo todo y me dio cincuenta centavos. Yo tuve que gastarlos. Todavía no habían cerrado todas las asistencias que están cerca de la Plaza de Mercado. ¡Y tenía un hambre! Comí con treinta centavos y guardé veinte para hoy.

Después Inés se fue también y el patio quedó, al fin, solo. Fue entonces cuando levanté los ojos del suelo y miré en torno. Luego entré a mi cuarto, me senté en un rincón y me eché a llorar. Lloré como un niño. Tenía miedo, tenía angustia y no podía olvidar que Juana, interesada por mí, había venido a mi cuarto, había afrontado una situación difícil. Me quería, ¡me quería! ¡Oh, ternura!


Capítulo XXVIII

Hoy hace un mes que llegué a esta casa. Hoy debo marcharme de ella. ¿Para dónde me iré?

No supuse jamás que aquí iba a fracasar definitivamente mi vida. Yo había vivido bien, hasta que tuve la ocurrencia de venirme a esta casa. ¿Pero quién iba a saber? No dejo de pensar en que ha sido la mansión lo que me ha producido la desgracia.

No volveré a ver a Juana. Desde hace dos días que no voy a conversar con ella y ni siquiera me he enterado de su casa. Me alegro de no saberla.

Tal vez, de pronto, me la encuentre por la calle, cualquier día. Yo seré un mendigo, de esos que tienden la mano implorante y hacen una ostentación impúdica de su miseria. Ella pasará a mi lado y no me conocerá. Por otra parte, yo me ocultaré. Pero no la he de ver jamás. Debo huir. Huir de todo el mundo, huir de mí mismo, de mi pasado, de todo. No tengo derecho a la paz y mis pasos en la tierra serán medidos por mis torturas.

No hubo una mano salvadora que se me tendiera. He comprendido ahora que la lucha es inútil. Lo comprendo así, demasiado tarde, quizá. No he debido intentar nada: vivir como lo haré en adelante: abandonado y solitario. Desisto de todo. No tengo una esperanza en el horizonte. No hay posibilidades de conseguir trabajo. No lograré hacerme al ambiente de la ciudad moderna y, puesto que todo se cierra frente a mi perspectiva, me abandonaré al curso del azar. He podido comer algunas veces, porque he pedido limosna. Me han dado tres veces cincuenta centavos. La caridad humana no puede extenderse a más.

¿Pero qué hará Juana? Sólo un camino le queda y no quiero pensarlo. ¡Es horrible esto! Pero la vida es cruel. Pronto pasará ella por la calle, vistiendo trajes nuevos y pudiendo tomar un automóvil cuando llueva. Los hombres la mirarán como la mujer de todos: del que quiera tomarla. Está bien, que así sea. Sólo que yo tengo remordimientos. Debo ser el culpable de eso. ¡Pero no podía hacer otra cosa! ¡Además, quise servirle, ser bueno! No, bueno propiamente no, porque tenía obligaciones. No pude cumplirlas. ¿Qué soy yo, en consecuencia? Cualquiera puede cumplir con una obligación, menos yo.

Ya no me preocuparé por la comida ni por nada. ¡Que se me caigan del cuerpo los harapos del vestido! ¡Que me embriague de chicha y de licores abyectos! Que sean mis amistades los rateros de la plaza de mercado y las mujerzuelas que por allí abundan. Si tengo mucha hambre y no me dan limosna, tomaré un cordel. No será mucho lo que pueda cargar en mis espaldas caducas y es muy tarde para acostumbrarme a ese oficio. O robaré e iré a la cárcel. ¿Por qué le he de continuar teniendo horror a la cárcel? Nadie quiso tenderme una mano, cuando yo la imploraba desesperadamente. No pude emplearme en nada: condenado a ser vago. De pronto, ¡la sentencia cayó inexorablemente sobre mí!

La casa esta quedará indiferente y absorberá otras vidas. Los demás seguirán tranquilamente, comiendo y bebiendo, en busca de una alegría ficticia, sin importarles que cada ladrillo sea un delito.

La casa esta quedará indiferente y absorberá otras vidas.

Ese matrimonio que vive en la pieza que ocupaba Juana se mantiene ahora riñendo. ¡Dios, qué palabras se dicen! Padecen también el influjo de la casa de vecindad, de la casa maldita. Al principio se amaban, se besaban, se hacían mimos. Ahora parecen odiarse. ¡Han de ser desgraciados!

¡Debo irme! Allí, en aquella puerta, fue donde por primera vez vi a Juana. Aquí fue donde ella se detuvo cuando intentó hacerme las primeras confidencias. En aquel rincón estaba mi cama. La mesa, en frente, bajo la bombilla. ¿Volveré a alumbrar mis noches con luz eléctrica? Las sillas ocupaban el resto de la habitación. Esos muebles, cuando el prendero los venda, estarán contaminados de desgracia y el que los compre ha de sufrir por ellos las torturas que yo he padecido. Yo los maldigo.

Georgina me espera en el patio. Teme que vaya a vivir una hora más en su casa, sin pagársela. Cuando salga me ha de despedir con nuevas injurias, que yo soportaré en silencio, porque soy un cobarde. Porque soy un pobre diablo, indigno de compasión.

Voy a doblar las dos camisas que constituyen mi único equipaje. Lo demás quedará aquí tirado. Con esta pluma escribí cien veces el nombre de Juana. La llevaré conmigo. La tinta la dejaré. El frasco está a punto de terminarse. ¿Qué más me llevo? Nada. Romperé el retrato de Carmen, conservado al través de veinticinco años de vicisitudes. Ahora el pasado ha muerto dentro de mí. Llevaré los papeles que he escrito, porque en ellos encontraré algún día un nombre querido: cuando los encienda para calentarme las manos, en una de esas noches frías de Bogotá.

Me voy a mendigar. ¿Qué cara harán los que me conocieron cuando me tiren de lejos un centavo, procurando esquivar mi contacto? ¿Qué vicios me atribuirán?

Yo sé que algunos reirán cuando me vean en una noche interminable tiritando en el amplio corredor del Salón Olimpia, donde van a dormir unos cuantos vagabundos, a los que me sumaré yo de vez en cuando.

Me entregaré a la ciudad incoherente y fatal, que devoró mis esperanzas, mi vida, mis estúpidas ilusiones y que negará también el consuelo inútil de una sepultura para mi pobre cadáver, destinado a las cuchillas impías del anfiteatro o a la voracidad de los perros en un recodo incógnito del Paseo Bolívar. Y de vez en cuando, como si invocara un nombre religioso, como si tornara al fervor de mis mejores tiempos, la llamaré a ella suavemente, mientras padezca hambre y frío, como si tuviese su cabecita reclinada sobre el pecho:

—¡Juana! ¡Juanita! ¡Hija mía!

FIN