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Consejo editorial:

David Escobar Arango
• Tomás Andrés Elejalde Escobar
• Juan Luis Mejía Arango
• Héctor Abad Faciolince
• Sergio Osvaldo Restrepo Jaramillo
• Luis Fernando Macías Zuluaga
• María Elena Restrepo Vélez
• Luis Ignacio Pérez Uribe
• Juan Correa Mejía
• Juan David Correa López
• Mauricio Mosquera Restrepo
• Juan Diego Mejía Mejía

Ilustración carátula:

Diego Arboleda

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Primero
el hombre


Escritos de Arturo Echeverri Mejía

imagenLibro

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Dibujo a lápiz de Elkin Restrepo

Prólogo

1

Arturo Echeverri Mejía (Rionegro, 30 de septiembre de 1918 – Medellín, 4 de junio de 1964) es un formidable novelista. Y Marea de Ratas (1960), quizá su mejor creación, lo demuestra a cabalidad; su escritura sigue fresca y potente; y su relato es diciente y actual, no solo por su temática de dolorosa violencia política y militar, sino por los límites irreversibles de degradación moral y espiritual a los que esa violencia lleva, como una sombra que acapara y consume.

Sin embargo, en ese largo e intenso relato de viaje que es Antares (1949) por los ríos Putumayo y Amazonas, y por el mar Atlántico, desde Puerto Leguízamo hasta Belem do Pará, con destino final Cartagena, Echeverri Mejía ya dejaba ver el que sería uno de sus admirables talentos como narrador: la caracterización de las personas y personajes. Antares, viaje que él realizó en 1946 cuando todavía era miembro del ejército colombiano, en un barco que él construyó con sus compañeros de viaje, cuenta con descripciones fascinantes de sus mismos tripulantes, comunidades y poblaciones. Es un diario de a bordo que muy rápido supera la simple enumeración de hechos: se sumerge en emociones y pensamientos que arriesgan la mirada escrutadora hacia los otros.

Y esa riqueza de caracterización brilla en varios de los personajes de sus cuentos (varios de ellos escritos en sus últimos años). Como en los breves monólogos de la nigromante Zenobia de Ser de ser o la polifonía de reencuentros entre vivos y fantasmas de Noticia. Y no es que Echeverri Mejía se esmere en agotar en todos sus detalles posibles a un personaje hasta evidenciar todo de él, hasta escurrirle todos sus secretos y dejarlo despojado frente a nosotros, en la obsesión incisiva de encontrarle las peras al olmo: insistir en que narrar es atiborrar de palabras los decires de un personaje. Lo contrario, más bien, es lo que sucede con él, pues como cuentista (y novelista y narrador de viajes) sabe detenerse en ciertos matices y silencios que le permiten sugerir imágenes y situaciones en las que los destinos se deciden, en las que los dramas se oscurecen o cambian de rumbos.

Echeverri Mejía tiene un olfato agudo y preciso para identificar dónde está la grieta por la que se cuela la esencia de su personaje. Y no es mezquino con manipulaciones o artificios que timan o embolatan: no se sirve de retóricas ni de malabarismos vanidosos para demorar el cuento y para lucirse a costa del lector. No se va por las ramas; apunta a su blanco tan pronto como puede. Y su carta bajo la manga la muestra rápido: el diálogo. Es honesto con ese recurso; lo usa con mesura y altísima eficacia. Y es muy consciente de sus capacidades y conoce bien su terreno. La narración, en el oficio que deja traslucir a lo largo de sus novelas y cuentos, no es un laboratorio ni un taller de experimentaciones. Lo que quiere es contar una historia, y hacerlo lo mejor que puede.

Se permite las opiniones e interpretaciones. Al fin y cabo, Echeverri Mejía entra de frente y con carácter a temas complejos: la muerte, el poder, el abuso, el deseo, la pobreza. Pero dosifica sus intervenciones. Prefiere, más bien, que sus personajes “hablen”, sean ellos en su realidad y presente. Y ahí está otra de sus virtudes, su magisterio como narrador. Sin forzar diálogos, es decir, conteniéndolos hasta que cada voz alcance su propio ritmo, singularidad y autenticidad, deja que sus personajes vayan siendo ellos en la medida en que se van constituyendo, no por frases bellas y bien hechas, sino por la acumulación de una personalidad que se va integrando ante los ojos del lector.

El diálogo en Echeverri Mejía, incluso en sus mejores momentos como en el cuento Noticia, adquiere una poderosa autonomía. Casi que parece independizarse como breve y fragmentada pieza literaria: mínimo retrato de una voz en el mundo en medio de un coro que también le da sentido, vida y destino. Es de esos narradores, de cierto cuño dramatúrgico, que prefiere dar rienda suelta a las múltiples y plurales modulaciones de almas que conforman su universo narrativo. Y ese talento, magia, habilidad, oficio, como quiera llamársele, con ser lo más visible en su artesanía de escritura, no es tan del todo explicable. Dicho de otro modo: cómo se construyen esas voces, de qué manera llega a esos diálogos, muchos de ellos, genuinos y verdaderos en su propio plano narrativo. Y si su explicación fuese una fórmula racionalizada, normalizada, sería sencilla su emulación: bastaría el entrenamiento, el manual. Y quien intente escribir bien sabe que no es así.

Por eso, me uno a las explicaciones que se han ensayado, con mayor o menor acierto, sobre Arturo Echeverri Mejía y su potencia en los diálogos y caracterización de personajes. Escritores y críticos como Rocío Vélez de Piedrahíta, Alberto Aguirre, Javier Arango Ferrer, Augusto Escobar Mesa, Jairo Morales, Ignacio Piedrahíta, Mario Escobar Velásquez, Álvaro Pineda Botero…, han insistido en los mismos puntos, como quien cae una y otra vez en la tentación de nombrar lo nombrado, una y mil veces: cómo la narración es narración de la vida; de qué manera la fuerza de la escritura se sustenta en lo vivido por conocido y sentido; pues la imaginación, por más fantasía que ambicione, conserva su mayor anclaje en la cotidianidad del autor, como artista y persona de carne y hueso. Así expuesto, suena a perogrullada. Lo difícil es intentar desentrañar ese sentido.

Tal como entiendo esta idea creo que se refiere a que no cuentan tanto los hechos en sí; por más que traten de circunstancias y de avatares y adversidades, de enardecidas pasiones, de fidelidades o traiciones, de sencillas alegrías o de pasividades rayanas en el tedio; o que recreen los días de un rey o de un sirviente, de un guerrero o de un amante, de un niño o de un animal, de un objeto o de un algún ambiente… Más bien, lo que vale es la atención sobre lo narrado: qué tanta sinceridad y vuelo es capaz uno de permitirse por dar con aquello que nos conecta de ese hecho; qué tan dispuesto se está para dar con la propia palabra sin recurrir a evasiones.

El desafío, así, no está en lo narrado sino en la mirada sobre eso narrado. Y Arturo Echeverri Mejía parece entregarse por completo en su escritura. Cuenta lo que necesita sacar de sí, obedece a su llamado, con franqueza desgarradora. No es diversión ni pose ni vanidad: es vocación. Gonzalo Arango, alguna vez, dijo que Echeverri Mejía “nunca” hablaba de literatura porque precisamente era un “artista” muy ocupado con la “vida”, y, en otro momento, que él era el narrador llamado a escribir, como pocos, sobre “nuestro tiempo” porque lo había vivido y sufrido en su propia “sangre”.

No se trata de autobiografía; no es que su literatura sea espejo de su vida, de su intimidad como hombre, esposo, padre, hermano, exmilitar, hacendado, empresario; todo cuanto vivió y dejó de vivir. Lo que esta idea ilumina, como relación de literatura y vida, es que la existencia propia, y la compartida con los otros, se convierten en una experiencia creadora por la fecundidad de emociones y sentimientos, de metáforas y misterios; es aquel poético y complejo postulado de que una persona es todas las personas, de que cualquiera contiene la esencia de la vida; una misma esencia para todos. Y esa curiosidad inagotable por la existencia, así como una atenta observación y una sensibilidad lúdica, impulsadas y alivianadas por la memoria y el olvido a un tiempo, se constituyen en la sustancia de la escritura. Por eso, una inquietud como aquella sobre “qué escribir” era extraña a Echeverri Mejía: allí estaba la vida a la orden del día para ser narrada. O como diría Flannery O’Connor, genial narradora: quien sobreviva a la infancia tiene suficiente e invaluable material para su literatura.

2

Gonzalo Arango en su columna de la revista Cromos el 22 de abril de 1968 sostuvo que la “mejor literatura de nuestra generación está en las cartas”. Y creo que así es, o al menos eso pienso de los años del nadaísmo en la década del sesenta del siglo XX: algunas de las más bellas cartas colombianas, como forma literaria, están firmadas por Gonzalo Arango. Y las que él le escribió a Arturo Echeverri Mejía son alta poesía epistolar, testimonio histórico y confesión intelectual; además, leídas también como crítica, ofrecen luminosas intuiciones interpretativas de la conciencia y concepción narrativa de la obra de Echeverri Mejía, como cuando le dice: “Ya sabes que para la comprensión de mi obra solo exijo hombres, sensibilidades humanas, porque tanto tu obra como la mía se terminó de espaldas a la academia y a la ortodoxia literaria”. (20 de octubre de 1963).

¿Pero qué significan las cartas de un escritor a otro, de un artista a otro? ¿Son acaso más dignas y verdaderas que aquellas enviadas por una hija a su madre, que las intercambiadas por dos amigos, por dos novios, o la escrita por un hijo a su padre muerto? No lo creo. Cada una, a su manera, guarda belleza y verdad. Es más, admiro y disfruto las cartas de Gonzalo Arango a Arturo Echeverri Mejía no tanto por lo que revelan de sus movimientos y rutinas literarias y creativas, o por sus posturas políticas e intelectuales, sino por lo que dejan ver de su intimidad; me gustan porque no ocultan las grietas, luces y sombras de sus masculinidades; porque sus existencias, como personas comunes, como cualquier otro, están allí plenas y completas, con sus miedos y valentías, por lo menos en las cartas de Gonzalo, que son las que se conocen (las de Arturo a Gonzalo, lamentablemente, no).

El homenaje de Arango a él, Adiós, Mi Capitán, cierra así: “Nunca la vida fue mejor, ni peor, mi Capitán, pero fue nuestra vida”. Y esa es la palpitación de la escritura de Echeverri Mejía: en sus novelas, cuentos y relato de viaje hay una constante celebración de la vitalidad espiritual y corporal, incluso en sus momentos más amargos, descorazonados y crueles; por eso es honesta: no es parcial, moralista, mesiánica. No sé si sea esperanzadora; el caso es que no es desesperada. Su escritura tiene la suficiente paciencia e intuición para excavar allí donde cree que está el fuego avivador del relato. Y es generosa porque ofrece al final esa palabra pulida, su tesoro, como un regalo para conocer y sentir un poco más la vida.

Felipe Restrepo David
Marzo de 2020

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I. Cuentos

El sentimiento tiene un precio

Sintió el salto de las ruedas del jeep, el traqueteo de latas y de hierros, y un chillido penetrante de dolor. El ingeniero operó el freno maquinalmente, pensó que algo había destripado y que ese algo se agitaba bajo el peso de su vehículo.

Él sentía en su garganta los arañazos de la sed, tenía sobre sus hombros el peso del sol del mediodía y de dos eternas horas de viajar duro por aquel infierno de arena que era el desierto. No había carretera; conducía guiándose por las huellas que otros vehículos habían dibujado. Tampoco había puntos de referencia, solo la resplandeciente soledad del cielo y de la arena, pero el ingeniero sabía que aquellas huellas paralelas lo llevarían a la aldea india. Y la aldea india era prácticamente su campamento, el punto de partida de todas las exploraciones de rutina.

Ahora ya estaba en la aldea, estaba sobre algo que había destripado, que chillaba y se agitaba. Saltó a la arena y vio el cuerpo de un cerdo que se arrastraba moviendo únicamente las patas delanteras; su medio cuerpo trasero era como un apéndice sin vida. Se arrastraba, chillaba y el ingeniero pensó: fractura de columna, no hay más que ver.

En la puerta de una choza apareció una india joven con rostro de asombro y de temor. Sus ojos, que eran ojos negros y muy grandes, permanecieron fijos, por breves instantes, sobre los ojos del ingeniero. Él vio en aquella mirada negra algo impersonal, inhumano; parecía mirarlo como si él no tuviese vida y no fuese más que una cosa extraña y hostil. Luego, ella se encaminó hacia el animal que se moría, se inclinó sobre su cuerpo que ahora permanecía quieto sobre la arena y limpió de su hocico la baba espumosa y sanguinolenta. El cerdo dejó de chillar, roncaba suavemente: quizá había reconocido a su ama, quizá la muerte ya desplazaba a la vida. Los ronquidos también acabaron por apagarse y todo quedó en silencio.

Pero la india permanecía allí, inclinada, con la cara escondida entre las palmas de las manos, como si cumpliera las reglas de un rito religioso. Todo era sol, sol y sombra, los hierros del jeep quemaban, la arena del suelo quemaba, el ingeniero sentía los ríos de sudor correr sobre su piel, sentía que sus ojos ardían y que su garganta era una cosa sólida y pesada. Lanzó una última mirada a la india y quiso volverse al vehículo; pero detrás aparecieron dos figuras erguidas e inertes como estatuas, dos indios viejos de brazos cruzados al pecho que miraban la escena con ojos penetrantes de jueces y de críticos. El ingeniero vio sus rostros arrugados y morenos silenciosos e inmóviles, que parecían dos bronces vestidos con trapos de colores. Dos bronces que estaban allí, como estaban las chozas, como estaba su jeep, como la gran masa de arena del desierto: cosas quietas y silenciosas que podían verse y tocarse pero que nada decían. Entonces el ingeniero no se fue. Solo se movió hacia la sombra de la choza y esperó.

Al cabo de algunos minutos la india se levantó y cambió con los dos indios una mirada. El más viejo, sin moverse, dijo:

—Tu sentimiento ha sido grande, mujer.

Las facciones de los tres indios continuaron inexpresivas. Solo volvieron sus rostros hacia el hombre blanco y lo miraron a la cara. El indio menos viejo habló y dijo:

—El sentimiento de la mujer ha sido grande, ingeniero.

—Lo sé —dijo el hombre blanco—. Pero ahora, tengo sed. Denme algo para beber.

La india trajo el fruto verde de un cocotero, perforado al pie de la yema. El ingeniero lo tomó, lo removió, sintió el líquido agitarse entre las duras cortezas y lo bebió a grandes tragos, jadeando, casi sin respirar. Sintió que sudaba a chorros pero la sed estaba calmada. Se enjugó la frente y dijo:

—Gracias, me moría de la sed. Estoy listo a pagar.

Los indios se miraron. Parecían no comprender.

Al fin fue la mujer quien dijo:

—¿Pregunta por el precio del animal?

—Sí —dijo el ingeniero—. Necesito saber cuánto vale.

—Diez pesos —dijo la mujer.

Pensó que había habido mucha historia por diez pesos, tomó la cartera y sacó un billete. Los billetes también estaban húmedos de sudor. Dijo:

—Aquí tiene su dinero.

Las tres caras indias permanecieron inexpresivas. La mujer no se movió ni tampoco los dos hombres. Inmóviles, parecían no comprender. Se miraban, miraban al ingeniero y eso era todo.

—Entonces —preguntó el hombre blanco— ¿no desean el dinero?

—Sí —dijo el indio más viejo—. Pero no es el valor del cerdo muerto lo que usted debe pagar. Usted debe pagar el sentimiento de la mujer.

Ahora era el ingeniero quien parecía no comprender. Arqueó las cejas, dijo:

—¡Eh! ¿Acaso es el dolor de ella lo que yo debo pagar?

—Sí —dijo el indio más viejo—. Sí.

—¿El dolor que ella sintió por la muerte del marrano?

—Sí —repitió el más viejo de los indios.

—¡Oh! —dijo el ingeniero.

Pero pensó que él era un hombre blanco y razonó como blanco. Comenzaba a comprender.

Dijo:

—Hace tiempo ya que sufro por la muerte del puerquecillo...

Dijo “puerquecillo” y parecía llorar. Él mismo tuvo la sensación de que dos gruesas lágrimas corrían de sus ojos. No miró más a los indios, fue directo hacia el cuerpo del cerdo que se asaba bajo los rayos del sol y se arrodilló muy cerca, tan cerca que sus piernas sintieron el roce de las cerdas gruesas y ásperas. Es como asistir a una misa, pensó. A una misa campal. Pero ahora no adoraba a Dios sino al cadáver de un cerdo que él mismo había destripado. Soy hombre civilizado, pensó; sé mentir con la palabra y con los gestos. El sol caía sobre sus espaldas; ellas ardían bajo los rayos directos de aquel sol de la aldea que era el mismo sol del desierto; le pareció que él se fundía, que todo alrededor se fundía dentro del gran calor y a través de sus párpados cerrados percibía la gran luminosidad con su color negro y sus matices rojizos. Detrás de él, en medio del silencio que era grávido como el mismo calor, estaban tres indios, dos hombres y una mujer, cuyas miradas caían también sobre su cuerpo y apreciaban su dolor para ellos religioso y para él ridículo y grotesco. Sí, pensó. Todo sentimiento que se finge resulta grotesco; grotesco el dolor que se expresa sin sentirlo, grotesca la posición que toma para orar sin creer, grotescos los ritos de los que alaban dioses extraños. Pensaba: soy mil veces grotesco. Pensaba: se van a reír de lo lindo mis compañeros, cuando les cuente lo del cerdo destripado, cuando les muestre mis rodillas escaldadas.

Ya era tiempo. Abrió los ojos, sintió en sus pupilas el golpe duro y punzante de la luz, vio todo gris, se levantó y fue hacia los indios. Dijo:

—¡Oh! ¡Mi dolor es un gran dolor!

Los rostros de los dos viejos continuaron inexpresivos, caras inescrutables cubiertas por el bronce de sus pieles. Hablaron entre ellos en voz baja, en su dialecto, como siempre hablan los indios. La india los miraba sin la menor inquietud; en su indiferencia no parecía ser actriz de aquel drama en el cual dos viejos de su raza acordaban un veredicto. Se apagó el murmullo de los hombres y la mujer entró en la choza.

—Ingeniero —dijo uno de ellos—. Su dolor ha sido un gran dolor. Su sentimiento es verdaderamente grande.

—Sí —dijo el ingeniero.

—Su sentimiento —dijo el indio— es mayor que el sentimiento de la mujer. Ahora es ella quien debe pagar a usted.

—¡Oh! —dijo el hombre blanco—. ¡Oh!

—Su sentimiento, ingeniero —continuó el viejo—, es tanto más que ella; quizá no tenga con qué pagar.

La india apareció en el umbral de la choza. Traía entre sus brazos un lechón gordito, gruñón y panzudo.

—Tómelo, ingeniero —dijo el más viejo de los dos viejos—. Es suyo. Suyo también es el chancho muerto. Su dolor, ingeniero, ha sido muy grande.

Entre el sol y la arena, los indios se alejaron. El ingeniero cargó su jeep con el cuerpo del cerdo muerto y con el lechón gordito, gruñón y panzudo. Solo había hecho un negocio limpio de hombre civilizado.

La noticia

Dígase si no conocía la entrada al fondeadero del golfo con cuatro viajes mensuales de rutina. Primero divisé los tanques de la arrocera, altos, erectos, emergiendo difusos de la línea del horizonte; luego viré a enfilar los almendros del Cojo Bernardino y más adelante aminoré la marcha. Había sido un viaje estupendo, sin brisas fuertes y con un mar de apariencia silenciosa y muerta. Vi el reloj: eran las once y pensé en un zarpe de regreso a las primeras horas de la tarde.

Observé la línea de la playa, la arena húmeda, y bajo la sombra de los almendros, el cobertizo de paja en donde unos cascos agonizantes esperaban la mano del obrero para poder sobrevivir. Puse en neutro al motor, hice una señal al proel y oí el ruido sordo del ancla al rodar por la borda. Entonces llamé a gritos.

Bernardino se aproximó hasta donde el agua mojaba bamboleando su pierna rígida y saludó agitando una mano. Luego, encorvándose, echó todo el peso del cuerpo sobre la canoa, la desvaró y desde la popa la impulsó con la pértiga. La canoa hendió algunas olas de resaca y pronto estuvo a mi lado.

Al abordarme le pregunté:

—¿Qué hay Bernardino?

Miró afectuoso pero sin sonreír y me extendió su mano que era una mano callosa y dura con dedos gruesos como tacos de bita.

—Nada —dijo—. Embarca.

Éramos viejos amigos y yo sabía que era hombre de pocas palabras. Ordené al proel baldear la cubierta, salté a la canoa y el Cojo la abrió impulsándola suavemente por la borda de la lancha. Desembarcamos.

En tierra, bajo los almendros, la sombra era fresca y el mar se divisaba más brillante y más azul. Dije:

—Bello tiempo, Bernardino.

Él me miró, miró el mar y miró el cielo y sin decir nada, comenzó a meter estopa entre los intersticios de las tracas. Entonces yo levanté mi tula y, balanceándola, me la llevé a la espalda.

—Gracias Bernardino —dije. Y agregué—: Zarpo dentro de dos horas...

Suspendió un instante y me miró frunciendo el entrecejo. Comprendí. Algo tenía entre pecho y espalda. Aflojé la tula y me apoyé contra uno de los cascos.

—Suéltala —dije—. Tienes algo para desembuchar... Habla.

Continuó mirándome, por entre los pelos de las cejas, con aquellos ojillos de roedor. Al fin, dijo:

—¿Viste algo?

—¿A qué te refieres? ¿Algo de qué?

Escupió y formuló un movimiento ondulatorio con la mano.

—Algo en el mar —dijo—. Algo de un naufragio.

Moví negativamente la cabeza y confirmando la negación, un poco sorprendido, dije:

—No. No he visto nada...

Él subió y bajó los hombros y dándome la espalda comenzó a rizar estopa a lo largo de una raja. Impaciente reclamé:

—¡Vamos...! !Desembucha, Bernardino...!

Dejó las manos en el oficio y mirándome por el rabillo del ojo, dijo:

—El viejo José se perdió frente a Punta Gorra.

—¿Cómo?

—No sé cómo —dijo, y sus manos continuaron en el oficio.

Plantándome tras él, comenté:

—Punta Gorra está en calma. La acabo de cruzar. Además el viejo José era prudente.

Él permaneció impasible moviendo sus manos rugosas y yo tras él, entre asombrado e incrédulo, mirando no sé qué diablos y sin decir nada. Olía a brea y los golpes de las olas sobre la plaza eran acompasados. De repente se dio vuelta y me encaró.

—No sé nada... Dicen que fue a media noche... No sé nada... Dicen que se sobrecargó de hielo y pescado.

Hizo una pausa y mirando los cascos viejos, arrumados bajo el cobertizo, exclamó:

—¡La perra de la madre...! ¡No hago más que taponar ataúdes y vender naufragios...!

Recordé cómo él había carenado el casco del viejo José y caí en cuenta de sus pensamientos. De nuevo me eché la tula a la espalda, me despedí y atravesé el solar de Bernardino para tomar el sendero de la aldea. Luego me encaminé al bar de Toño, el “Tuerto”.

En el bar saludé a Toño guiñándole un ojo. Guiñarle un ojo a Toño era una forma maliciosa y amigable de llamarlo por el apodo. Miré. Las mesas estaban vacías excepto una en la cual se hallaba Horacio bebiendo cerveza. Horacio era el patrón de un pesquero y antes la había corrido conmigo en negocios de contrabando. Lo saludé, me senté al lado y la camarera me sirvió. Conversamos. Desde allí veía la calle ahora requemada por los rayos verticales de un sol de mediodía. En este instante un soldado y una muchacha cruzaron por la puerta. Él iba sin gorra, con la camisa abierta y manchas de colorete en la cara. Ella trababa torpemente los pies al caminar. Se detuvieron, nos sonrieron y reanudaron la marcha. Horacio y yo nos miramos, sonreímos y nada comentamos. Al rato, dije:

—No creo en lo del viejo José.

Horacio sopló el vaso y un copo de espuma blanca se desbordó por el filo. Dijo:

—Es cierto. La cosa está confirmada.

—Se me hace imposible. El viejo conocía su oficio y era prudente.

—Para nosotros —dijo Horacio— hundirnos es lo menos imposible.

Bebíamos sin decir nada, observando hacia la calle. Toño, detrás del mostrador, lavaba vasos meneándolos entre las palmas de las manos.

—Estás con buena suerte. —Comentó Horacio.

Lo miré arqueando las cejas:

—¿A qué te refieres?

Horacio sonrió. Su sonrisa era maliciosa.

—¿Cuánto le debías al viejo José?

Sin titubear, dije:

—Mil quinientos. Ya le había pagado las otras cuentas. Precisamente hoy pensaba cancelarle el resto.

En realidad le debía tres mil, pero Horacio no tenía por qué saberlo. Mi lancha era antes del viejo y la habíamos negociado en cinco mil, Yo le había dado dos mil y le restaba tres mil. Pensaba pagarle y tenía el dinero en el bolsillo.

—¿Quién te lo dijo? —pregunté.

—Tú mismo... ¿no lo recuerdas? Estabas borracho…

Hizo una pausa y prosiguió:

—Pero no te preocupes. El viejo ya está muerto. Nadie lo sabrá.

Volvió a reír y era la risa de un cómplice.

Lo de los tres mil me caía muy bien aun cuando, más tarde, tendría necesidad de taparle la boca a Horacio. Lo conocía bien y sabía cómo se iba de la lengua. Sin embargo la muerte del viejo José me parecía imposible, y no sé por qué, me obstinaba en no aceptar aquello que ante los ojos de los otros era una realidad. No comprendía. Quizá, pensé, era un deseo inconsciente de impedirle al temor llegar hasta mí, hombre metido a diario en los peligros del mar. Yo no sé. Le daba vueltas al asunto y no hallaba ninguna explicación. Pero había algo más: siempre que un camarada se perdía en un naufragio, se llevaba consigo algo de mi propia confianza y parecía señalarme el rumbo de mi destino final.

Me sentía nervioso. Arrojé sobre la mesa el dinero sobrante de los tres mil (los tres mil los conservaba en bolsillo aparte) y lo conté. Había para algunas cervezas más. El fiado era imposible y Toño, cuando se le hablaba de ello, se volvía más sordo que compartimiento estanco. Le hice señas a la camarera y nos trajo otras botellas.

Minutos después entraron en grupo algunos hombres. Eran amigos, venían ebrios y nos saludaron a gritos. Horacio, al verlos, elevó el vaso y exclamó:

—¡Eah... muchachos...! ¡La tenemos buena...!

—¡Hoy hay para todos...! —dijo uno de ellos— ¡Vengan acá!

Nos acercamos cargando los vasos y ellos se corrieron para darnos campo alrededor de la mesa.

—Y esto, ¿a qué se debe? —pregunté.

—Bebemos por ellos, por los desaparecidos —dijo uno, uno muy viejo, quizá tan viejo como el mar. Tenía los cabellos blancos, bebía ron y su cara era escamosa, surcada de profundas arrugas. Su nombre era Jonás.

—¡Eh, Jonás...! —dije—. ¿Tú también das crédito a semejante noticia?

El viejo me miró con sus ojos cansados de tanto ver el mar, se echó un trago y limpiándose con el dorso de la mano, dijo:

—Lo creo y tú también debes creerlo.

—Yo no lo creo.

—Debes creerlo. Escucha: yo vi al testigo.

—¿Hubo un testigo?

—Sí —afirmó Jonás—. Hubo un testigo. Yo lo vi. Era un hombre extraño, un pasajero, quizá. No era de la tripulación.

—El viejo José —dijo Horacio— nunca cargaba pasajeros.

— Así es —afirmó—. Nunca cargaba pasajeros.

—Bueno —dijo Jonás—. Yo lo vi. Era el único náufrago con vida. Caminó a lo largo de la costa y era un tipo extraño. Tenía el traje húmedo, era moreno y sus cabellos le llegaban hasta la nuca.

Retiré la vista del viejo y miré a Horacio. Horacio bebía lenta y pausadamente. Los demás rostros permanecían serios, un poco trágicos.

—¿Dónde viste al tipo ese, Jonás? —Pregunté.

—En la oficina del inspector, en el momento de declarar. Al pie del escritorio dejó un charquito de agua. Te digo: era un hombre extraño.

Bebí un trago sin decir nada y pensé que todo aquello era una farsa.

—Lo más curioso de todo —prosiguió Jonás— fue que el hombre ese desapareció. Nadie lo ha vuelto a ver.

—¡Como tomadura de pelo es aceptable...! —dije y solté una carcajada. Luego encarando al viejo Jonás, agregué en tono incisivo—: viene un tipo con el pelo en la nuca, camina diez millas por la costa, cuenta un cuento fantástico y deja un charquito al pie del escritorio del inspector... ¿Nos crees tontos, Jonás? Si hubieras humedecido el dedo en el charquito ese y te lo hubieras llevado a la lengua tu conclusión sería distinta...

Jonás se echó adelante y apoyando un codo sobre la mesa descansó la barbilla en el puño. Sus viejos ojos eran apacibles y me miraban dulcemente y sin esfuerzo.

—Te lo he contado. Puedes creerlo, o no. Es cosa tuya.

—Si no fuera porque este viejo lo cuenta —dijo un pescador— yo no lo creería.

—Parece cosa del diablo —dijo Horacio—. En otra forma no se explica.

Yo estaba nervioso y aquella estupidez me revolvió. Me di vuelta y le espeté en la cara:

—¡Deja a tu cochino diablo en los infiernos...! ¡No hables imbecilidades...!

Mis ojos recorrieron el círculo de rostros y vi algunas pieles enrojecidas bajo las barbas. Había dado un paso en falso. Aquellos hombres eran torpes y tercos como bueyes y sus cabezas estaban llenas de creencias estúpidas, pero eran honestos y valientes. Hubo un silencio y en el silencio el resentimiento era ostensible. Pensé que si adelantaba un paso más habría bronca de la grande, y entonces eché atrás. Amablemente, dije:

—Vamos, camaradas... Nada de fantasías. No metamos al diablo en esta colada. Si el viejo José se ahogó fue por descuido en la estiba o por un agujero en el fondo.

Y había algo más: todos conocían parte de mi pasado, de mi vida de contrabandista, de los tiroteos con el resguardo y de mis temporadas en la cárcel. En otras palabras, había cierta prevención contra mí y debía obrar con prudencia. Como el silencio continuaba, agregué:

—Excúsenme. Tengo el genio de un mal nacido.

—Todos debemos respetar las creencias de los demás —dijo Horacio.

Miraba a la calle y su voz era aprensiva.

—Tienes razón —dije, y pensé que mi nueva vida era esa: vencer impulsos instintivos y aceptar razones.

Hubo una pausa y luego agregué:

—No quise hacerte mal, Horacio. Compréndeme.

—Y volviendo la mirada al viejo Jonás, dije: —bien, camarada. Será creer en la muerte del viejo José.

Sonrió agradecido y haciendo chascar los dedos llamó a la camarera. La camarera vino, recogió las copas y Jonás le pellizcó una nalga. Ella se echó atrás y soltó la risa. Luego, caminando con negligencia y balanceando el trasero, se alejó. Desde el mostrador, dijo:

—¡Estás muy viejo, Jonás...!

—¡La macana...! ¡Esto te crees, tú...! —respondió Jonás y todos reímos.

Continuamos bebiendo y entre trago y trago recordamos a los otros compañeros del viejo José, a Pepe Tiburón, al Rubio y a Domingo y hablamos de ellos maravillosamente como siempre se habla de todos los muertos. Después vino la embriaguez y las voces de mis amigos comenzaron a llegar apagadas, remotas y tranquilas y sus mismas fisonomías me parecieron distintas. Allí estaba Jonás: descubrí en él algo de paternal y simpático y su cara de higo-pasa, toda arrugas, ya no era piel decrépita sino una cosa viva, quizá un poco enferma por el peso de tantos años de sol y de mar. Me levanté. Me sentía mareado.

—Bien camaradas —dije—, me voy.

Invité a Horacio y salí con él. Caminamos. En la calle el calor era el mismo de antes, el viento no aparecía y los árboles continuaban en el letargo de sus hojas quietas. Horacio habló de la calma chicha como preludio de tempestad. Yo no opiné ni dije nada. Mareado solo sentía el sofoco del gran calor y la humedad de mi piel adherida a la ropa.

Nos despedimos frente a la Factoría. Entré y firmé algunos papeles sobre futuras entregas de pescado y luego visité tiendas. La gente, dentro de las tiendas, se abanicaba. Me hice a sedales y a manilla y pronto me hallé en lo de Bernardino listo para zarpar.

El mar continuaba manso y las olas apenas lamían una pequeña superficie de la playa. Tambaleándome, tomé la canoa con Bernardino a la popa y me dirigí al fondeadero de mi lancha. El proel dormía a pleno sol sobre cubierta, lo desperté, le ordené izar ancla y le dije “Adiós” a Bernardino. Luego bajé al compartimiento de máquinas, revisé el motor y lo encendí. Eran las tres y diez cuando zarpamos.

A la hora de viaje divisé Punta Gorra y la enfilé. El motor zumbaba, pues el estado del mar permitía correrlo en toda su potencia. Adelante aminoré la marcha y comencé a explorar la superficie. Cosa extraña: me negaba a creer en el naufragio pero sí tenía la esperanza de hallar algún indicio. No quería creer pero pensaba en ello como en algo realmente sucedido. Pensaba que, entre tanto, suspendidos en la media agua, los vientos de cuatro cadáveres se hinchaban con sus propios gases, cuatro cadáveres de manos crispadas y piernas recogidas. Más tarde, de seguro, flotarían. Y más tarde aún, las olas y los vientos los devolverían a las playas, blancos, flojos y hediondos como congrios descompuestos.

Para decir verdad, yo sentía la muerte de todos, pero más la del viejo José. Con su muerte me ganaba unos pesos, pero el sentimiento de dolor era como lana adherida a mi cerebro. El viejo era un buen amigo. Nunca jugaba sucio en los negocios de pesca y cuando hallaba una puja la repartía sin acapararla. Todo era para todos.

Me gustaba, también, por el modo peculiar de ver y sentir ciertas cosas: para él nada tenía importancia. De todo se reía. Se reía de lo trágico, se reía de la vida y llegado el caso se reía de la muerte.

Doblé Punta Gorra a las diez y ocho, cuando comenzaba a oscurecer. Ahora los alcatraces viajaban rumbo a los promontorios rocosos, atrás de los acantilados, y el sol era una bola de fuego que comenzaba a esconderse en la línea del horizonte, Entonces recordé el cuerpo de una mujer y viré a enfilar la ensenada de Los Huesos, dejando a un lado la ruta de mi isla. Le entregué el timón a mi ayudante y le di el rumbo. Luego salí a popa y me senté. Las aves habían desaparecido y del sol solo pude ver algunos destellos iridiscentes que emergían de unas nubes rojizas. El mar continuaba quieto, desolado, casi muerto. Yo no conocía un mar así y sentado en la popa mi pobre cerebro acarició a Leda, la hija de Silvio.

Atracamos muy oscuro. Trasladé la linterna roja a la proa y le aumenté la luz. En la playa mi sombra se proyectó vacilante pero ya no sentía el mareo de las cervezas. Sentí un golpe de brisa fresca sobre mi cara y oí el susurro de los árboles y de las palmas. Me detuve y pensé: ¡Por Dios...! ¡Ya era tiempo...!

Tanteando localicé el sendero y pronto me hallé en la avenida. Avancé lentamente dándome gusto con el vientecillo fresco. Dejé atrás a Gabino el tejedor de redes, a un grupo de pescadores y adelante me encontré en medio de la Isla de los Cocoteros, pensando que allí lo podían despachar a uno con la mayor impunidad. Iba para el bar de Silvio y aceleré la marcha.

En la puerta me detuve. Dentro había una gritería de todos los demonios. Comencé a espiar y los vi a todos, y no se crea que eran visiones. Vi al viejo José, con sus dientes color tabaco descubiertos en la risa, balanceando un palo en uno de los costados del billar. Vi a Pepe Tiburón, a Domingo y al Rubio, excitados, hablando en voz alta y lanzando exclamaciones. Me quedé así durante un rato. Mi sorpresa era muy grande. Luego, sin perderlo de vista, di un rodeo y me aproximé al mostrador.

En el mostrador Silvio me examinó serenamente y de pronto, como si hubiera caído en cuenta de algo, agitó los brazos por lo alto y chilló:

—¡Eah...! ¡Miren quién vino...! ¡Trae cara de fantasma...!

Miré a Silvio sin comprender y luego a ellos que eran los verdaderos fantasmas. El bullicio fue roto por un silencio extraño y yo no pude desatar palabra. Entonces dejaron las bolas y comenzaron a mirarme, Debía tener una cara de todos los diablos, pues noté mucha curiosidad.

El viejo José se aproximó. Sus ojillos brillaban como chispas. Dijo:

—No vas a decirnos que acabas de atracar...¿eh?

— Sí, acabo de atracar...

—¿Acabas de atracar? ¿Cómo llegaste?

—¿Cómo crees que haya podido llegar? En mi lancha...

—¿En tu lancha? ¿Con este tiempo? Esa espina no la trago...

—¿Tiempo? —pregunté— ¿Cuál tiempo? Mira viejo; el mar está más quieto que esa mesa de billar...

—¡Oh...! ¡Bromeas...!

—¡Qué infiernos...!¡No bromeo! Nunca había visto una calma chicha como la de hoy...

El viejo se dio vuelta y todos se miraron. De pronto, como algo que estalla, soltaron la risa.

—¡Eah... Silvio...! —gritó José. —¡Este tiene fiebre...! ¿Quieres darle de mi cuenta un buen vaso de ron?

Sin perderme de vista Silvio extendió la mano, tomó la licorera y me sirvió. Era un trago muy grande pero me lo zampé sin protestar. Aún me ardía la garganta cuando el viejo José, apoyando una mano sobre mi hombro, dijo:

—Escucha... ¿Oyes?

Puse atención y oí rugir el viento, A ese paso, pensé, vamos a tener una bella tempestad.

—Comenzó a brisar dije —cuando salté a tierra. En el mar, te digo, la calma era sencillamente aterradora.

Me sacudió amigablemente y dijo:

—¡Escucha...!¡No seas terco! ¡Tenemos mal tiempo desde el amanecer de hoy...! —Y dirigiéndose a Silvio—: Dilo, tú... ¿No hay mal tiempo desde el amanecer de hoy?

—Sí —aprobó Silvio—, hemos tenido un tiempo perro...

—Y tú, Pepe —preguntó José—, Dilo: ¿no hemos tenido mal tiempo desde el amanecer de hoy?

—Sí —dijo Pepe—, hemos tenido mal tiempo desde el amanecer de hoy...

Desprendió la mano de mi hombro. Mascaba tabaco y sus dientes parecieron más amarillos que nunca.

Dijo:

—¿Te convences ahora? —Escupió por entre los colmillos. Sus ojos querían meterse dentro de los míos—. Por eso no hemos zarpado. No podremos zarpar hasta que amaine. Ya lo ves: tenemos pescado de compromiso, el hielo se derrite y no podemos zarpar...

Hizo una pausa. Continuó mirándome. Su mandíbula subía y bajaba. De repente se inclinó y me dijo al oído:

—¿Trajiste aquello?

Puse cara de idiota.

—¿Qué?

—Los tres mil... El plazo está vencido.

Metí la mano al bolsillo, palpé el fajo de billetes y odié al viejo con toda mi alma. Pensé que en vez de fregar la paciencia debía estar pudriéndose entre dos aguas.

—¡Oh...! ¡Sí...! —dije, y saqué los billetes. Acá los tienes, viejo. Excúsame, no había caído en la cuenta.

Tomó el fajo entre sus manos rugosas, lo miró y sin revisarlo se lo embolsicó. Era un tipo sin entrañas el viejo ese.

Volvieron al billar, pusieron a rodar las bolas y continuaron jugando. Hubo algunos chistes pesados como anclotes y todos rieron a mandíbula suelta. Entonces, les di la espalda, apoyé los codos en el mostrador y pedí otro ron. Silvio me sirvió sin atravesar palabra. Bebí ese y otro más y al rato sentí el mareo. Con la cabeza dándome vueltas, veía una situación curiosa: unos tipos que al decir de todo el mundo se habían ahogado, me trataban de loco y de algo por el estilo. Encendí un cigarrillo y seguí pensando. O mejor, no sabía ni en qué pensar. Quizá soñaba. Para probarlo abrí la navaja, apoyé la punta sobre la palma de la mano y empujé. Dolió. Sentir el dolor era algo. Luego apareció la sangre, la palpé y era viscosa. Yo no soñaba ni era el tipo que estaba fuera de conocimiento. Silvio, entre tanto, me miraba y como era uno de los hombres más suaves y calmos que he conocido, se limitó a pasarme una toalla y tintura de yodo. No aguanté más y volviéndome al viejo, grité:

—¡José...! ¡No más historias...! ¡Todo el mundo te da por muerto en un naufragio!

Volvió a reírse de mí, en mi cara y era como repetirme aquello de que yo tenía fiebre. Sin embargo, dijo:

—La gente inventa. Una broma. Un guardacostas lo supo, recibió la orden de buscarnos y nos halló acá, en lo de Silvio, jugando al billar…

—Todos te tienen por muerto —dije—. Cuando te presentes al puerto de la Factoría habrá más de uno que vea fantasmas...

—¡Qué gente...! —dijo— ¡Qué gente...!

—Hubo hasta un testigo. Declaró haber viajado contigo y salvarse.

Comenzó a reír mostrando aquellos dientes amarillos y las arrugas de su cara se convirtieron en cañadas negras y profundas.

—¡Eah...!—exclamó, dando con el taco golpes en el suelo. ¡Qué gente...!

Entonces pregunté:

—¿Cuándo piensas zarpar?

Pasó la tiza por el casquete y recorrió con su mirada los rostros de sus compañeros. Sus compañeros nada opinaron. Él dijo:

—No sé... el pescado se pudre por un lado y hay tiempo malo por otro. Es un problema...

Pensativo fue al billar, se inclinó y dio un golpe. La bola roja salió en busca de las dos blancas. Hizo dos carambolas, pero falló la tercera.

El juego prosiguió y yo me di vuelta. No podía concentrar la atención y un dolorcillo fue metiéndose en mi cabeza. Llamé a Silvio, le pedí un ron y un par de pastillas. Me eché las pastillas a la boca, las mastiqué y las pasé con el ron. Hice un gesto horrible y escupí. En ese momento, justamente, entró Leda.

Leda era una morena muy bella, una hembra que caminaba erguida como solo saben caminar aquellas mulatas cuando cargan cestas en la frente camino al mercado. Se aproximó. Inclinada contra el mostrador me dejó ver el nacimiento de sus senos. Sonrió y dijo:

—Siempre borracho, ¿eh? ¿A qué viniste?

De reojo localicé a Silvio. Estaba atrás, al pie del billar, recogiendo botellas. No podía oírme.

—A verte —dije—. Me haces falta... ¿Comprendes?

—Eso dices siempre.

Éramos buenos amigos y cada vez que la veía o pensaba en ella, la deseaba con furia. Yo también era de su agrado, pero el interés de pescar un marido primaba sobre su propia pasión y una entrega ocasional con ese detalle por delante era casi imposible. Furtivamente moví la mano y la acaricié. Estuvo mansa al principio pero después me esquivó. Me esquivó cuando mi corazón había comenzado a acelerarse.

—Cuidado con papá —dijo.

Había fuego en sus ojos y sonreía pesada y torpemente. Entonces la miré directo, más allá de lo que podía ver, y pensé que en otra época, a una hembra así, me la hubiera robado por encima de su propio padre.

—Hoy —dije— pude disponer de tres mil. Los tuve en el bolsillo. Por eso estoy aquí...

Ella entornó las cejas. En sus ojos había malicia. Comentó:

—Los tenías y pensabas comprarme... ¿No era eso?

—No —dije rápidamente. Era en serio. Pensaba hablar con Silvio, tu padre.

Su rostro se iluminó.

—¿En serio?

—En serio —dije, dándome aires de persona respetable.

Tomó una actitud soñadora y el rubor fue apoderándose de sus mejillas. Al final, dijo:

—Y el dinero... ¿Qué lo hiciste?

Elevé los ojos, hice perder mi mirada y respondí:

—Un muerto vino por él...

No comprendió y expliqué:

—Lo tiene el viejo José... Bueno, ahora no sabría contarte esa historia.

Silvio se aproximó y yo comencé a hablar como hablan las personas honestas y quizá, debido a esas honestidades, fui perdiendo la razón. Con tal mujer a mi alcance yo no era el hombre para aparentar decencia. Conversé un rato más y de pronto sentí hundirse la tierra bajo mis pies. Se me iba la luz. Tambaleando, busqué una mesa e incliné la cabeza. Todo me daba vueltas y las voces de mis amigos comenzaron a sonar vagas y apagadas. Por último me dormí. Un trueno o algo por el estilo me despertó. Miré alrededor y vi a José y a su gente, engolfados en el juego y, más allá, sobre el vano mismo de la puerta, la figura desdibujada de un hombre.

Vino un relámpago y su cabellera negra y larga brilló curiosamente. Creí conocerlo pero mi cabeza no me ayudó. Mi cabeza era una calabaza tan hueca como una boya. Me restregué los ojos y miré de nuevo.

Había desaparecido. Me di vuelta al bar: Leda no estaba y Silvio leía tranquilamente las tiras cómicas de un periódico. En ese momento un taco de billar golpeó el suelo y alguien gritó:

—¡Vamos, muchachos...! ¡Ha llegado la hora...!

Los hombres entregaron los palos y José pagó por todos. Como floreaba con mi dinero, pagó también mis rones.

—Recoge, Silvio —dijo, arrojando algunos billetes sobre el mostrador.

Salió el Rubio, salió Domingo con las manos en los bolsillos y un cigarrillo en la boca y salió Pepe

Tiburón. El viejo iba atrás y para despedirlo agitó la mano.

—Estás como una cuba —dijo—. Hasta la vista...

—¿Zarpas ahora?

Se plantó al frente y me observó con curiosidad.

—Sí... ¿Por qué?

—Ese tiempo —dije, señalando la puerta.

—El tiempo amaina...

—El tiempo empeora, José... ¿No lo oyes cómo brama?

Elevó los brazos y los abrió. Jugaba a estar desalentado.

—Hoy estás imposible, Cayetano... —Luego giró la cabeza y por sobre el hombro gritó a Silvio—: ¡Oye…! ¡Sírvele a este otro ron de mi cuenta...!

Me contempló un instante con sus ojos pequeños que parecían un par de luciérnagas y se echó a reír. Después desapareció en la oscuridad y pensé: “Allá, tú, viejo idiota”. Pensé en los tres mil, en Leda y dije dos palabras obscenas.

Silvio arreglaba mesas y asientos. Dije:

—Esos cerdos están locos... No sería yo el gallo para medírmele a semejante tiempo.

Silvio se detuvo y olfateó la noche a través de la puerta.

—Las corrías peores —dijo.

—El negocio era distinto y eso me gustaba. Había necesidad de burla a esos asnos de uniforme, sobre todo cuando no se disponía de lo suficiente para comprarlos.

—Hoy nada valen —comentó Silvio.

—Nunca han valido. Se compraban y se compran con cigarrillos pero era delicioso burlarse de ellos.

Hubo un golpe de luz y el trueno chascó como un latigazo. Eché una maldición y Silvio se quedó mirando hacia la oscuridad. Dijo:

—Con este tiempo, esos tipos del resguardo no son capaces de asomar las narices.

Fue muy curioso; el recuerdo de aquella sombra vista en el umbral, había desaparecido de mi mente. Hablé con Silvio, me curó la cortada de la mano, una linda cortada por cierto, y después me invitó a pasar la noche en su casa.

Me acosté en un catre de lona pero no pude dormir. Había oído toser a Leda y la presentía despierta. Me incorporé, eché los pies a tierra y sigilosamente comencé a caminar. Pronto crucé el mostrador y la puerta de la trastienda. La luz de los relámpagos alumbraba mi camino y el crujir de los árboles bajo el peso del viento absorbía el ruido de mis pisadas. Temblaba. Era un temblor convulso, incontrolable, de miedo y de excitación.

Adelante, en el pasadizo, hallé la primera puerta y por los ronquidos supe que era la de Silvio. Di unos pasos más y tenté la segunda. No tenía seguridad de la alcoba pero hice una suave presión y sin sorpresa la sentí ceder. Cedía crujiendo escandalosamente y entre lamento y lamento los segundos fueron eternos. Escurrí el cuerpo. Esperé. Un relámpago vino y vi a Leda en el lecho cubierta por una sábana. Avancé sin mayores reparos. El miedo se había ido y solo me acompañaba la pasión.

Me arrodillé al pie de la cama y la contemplé, sin tocarla, a la luz intermitente de los rayos. Dormía. Me incliné, sentí su aliento y mis brazos la rodearon. Entonces vino el sobresalto, mi mano apagó un grito y sentí la rigidez de su cuerpo. Muy bajo le susurré al oído:

—Soy yo, Leda... No grites... Si lo haces...

Era una amenaza y estaba resuelto a todo. Comprendió y sus músculos comenzaron a relajarse. Su corazón latía con violencia.

—¡Leda...! ¡Leda...! —repetí suavemente.

Ella trató de desprenderse y yo aumenté la presión de mis brazos. Se quejó. El deseo ardía en mis venas. De repente algo estalló en el cielo, la casa se zarandeó y las ramas desprendidas de un árbol rodaron por el tejado metálico. Leda se pegó contra mí y los dos permanecimos quietos, quietos y rígidos como dos figuras de piedra.

—¡Leda! —era la voz de Silvio.

Se hizo un silencio y la voz del hombre sonó más fuerte:

—¡Leda...! —¿Duermes?

—¿Papá?

—¿Qué pasó?

—Un rayo, papá —dijo Leda. Sus palabras sonaban trémulas pero yo descansé. Hizo una pausa y preguntó:

—Papá... ¿Qué horas son?

Silvio encendió la linterna y rayitos de luz se filtraron por entre las rajas de las tablas.

—Las doce en punto —dijo Silvio y apagó la linterna.

Lo oí revolverse en la cama y quejarse. Leda y yo permanecíamos quietos, uno contra el otro. Al tiempo su voz se dejó oír de nuevo:

—Leda...

—¿Papá?

—¿Qué habrá de Cayetano... ¿dormirá?

Contuvimos la respiración. Ella estaba turbada pero al fin, dijo:

—Estaba muy borracho... ¿Dónde lo acostaste?

—En uno de los catres de lona, al pie del billar. Debe tener frío… ¿No crees?

—No creo, papá...

De nuevo vino el silencio, la respiración regular de Silvio y entonces me eché sobre ella y le aplasté los labios con mi boca. Afuera el viento rugía y los árboles se lamentaban.

Me desperté en el catre de lona ya bien entrada la mañana. Era un bello día de sol luminoso y todo estaba en paz, menos mi pobre cabeza que era una cosa pesada y adolorida. Fui al aljibe y allí encontré a Leda. Estaba alegre, se portó como si nada hubiera pasado, pero bajo los párpados inferiores, un par de manchas lívidas, me recordaron la historia de la media noche. Tomé agua de su balde, me bañé y luego me sequé con la camisa. Como no vi a Silvio y Leda ya había sido mía, eché mano a mis cosas y salí en dirección a la playa.

En el islote de los Cocoteros, justo en la mitad del sendero, me topé con el proel. En su mala cara se leía otra historia. Dijo:

—Malas noticias, patrón... El viejo José se perdió anoche con toda su gente.

Sentí un gran vacío y mis rodillas temblaron.

—¿Donde?

—En Punta Gorra. Dicen que fue a eso de las doce de la noche...

—¿Quién diablos trajo el cuento?

—Los pescadores que pescan con jábegas desde la playa... A la mitad de la noche un hombre despertó a los pescadores y les contó la historia del naufragio. El hombre tenía los cabellos largos, unos ojos extraños y su traje resumía humedad.

Comencé a recordar al tipo ese, a Horacio y a los otros y me preguntaba si dentro de todo esto no había algo sobrenatural y misterioso. Tomé entre mis manos la camisa húmeda y la exprimí. Mis tres mil estaban en el fondo del mar. Pensé en Leda y regresé. Ahora la deseaba como nunca.

Un día después, en la playa cercana a la Punta, el mar devolvía cuatro cadáveres; el del Viejo José, el del Rubio, el de Pepe y el de Domingo. Ellos fueron cuatro pescadores que robaron a la muerte veinticuatro horas de vida.

Hay un mendigo en la esquina

Manuel se sentaba siempre en la esquina de una calle del comercio central. Yo nunca había visto mendigos en aquel sector, solo a él, con sus piernas retorcidas forradas y cubiertas por viejos cueros. Pasaba, lo miraba, miraba a sus ojos tristes de mendigo, miraba sus piernas retorcidas y pocas veces, muy pocas, dejaba caer una pequeña moneda.

—¡Una limosna —decía— para este pobre y miserable inválido! ¡Dios, en los cielos, les pagará!

Decía:

—Socórrame, señor. La Virgen, Madre del Señor, lo premiará en los cielos.

Decía:

—¡Bendito y loado sea mi Dios!

Los hombres pasaban y él los seguía con sus ojos tristes de mendigo. Unos, daban la moneda; otros, no. Entonces él a “unos” decía: “Dios les pague”. De los “otros” renegaba silenciosamente, “Bellacos, hijos de perra. Dios quiera que un rayo los mate en la próxima esquina”. Decía “en la próxima esquina” porque era un hombre muy creyente y temía a su propia maldición.

Una mañana, me quedaban minutos disponibles para llegar a mi trabajo, conversamos. Otras veces lo habíamos hecho. Dije:

—Podrías trabajar, Manuel. Te quedan las manos.

—¿Las manos? Las manos no son todo. —Se miraba las manos y sonreía.

—También —dije— te queda la cabeza.

—¿La cabeza? La cabeza no es todo. —Se tocaba la cabeza y sonreía, sonreía maliciosamente y miraba esquivo como si yo fuese cómplice de sus sentimientos.

Luego dijo:

—Para trabajar se necesitan otras cosas. Las manos y la cabeza no son todo.

—¿Se necesitan las piernas para trabajar? —pregunté— ¿Acaso las piernas son todo?

Y él:

—Quizás sí, quizás no. Para trabajar se necesita esta... —Y dejaba escurrir las monedas en el fondo de su sombrero. Luego decía—: Sí, señor, las piernas no son todo...

Fue otro día. La mañana era opaca, el sol permanecía escondido tras de los edificios, había melancolía dispersa en los peatones y el ambiente. Manuel estaba triste, allí, en el sitio de siempre. Me acerqué, solté la monedita que retenían mis dedos y ella cayó al fondo del sombrero. Su caída fue sorda, sin tintineo; era, no había duda, la primera moneda del día. Murmuré:

— Andan mal las cosas, Manuel.

—Andan mal las cosas, señor —repuso—. Andan mal las cosas...

—Sin embargo —dije—, a usted le va bien. En la tarde siempre hay monedas en su sombrero.

Entonces miró su sombrero, en el fondo como sorprendido, como si quisiera decirme “no” con su expresión. Luego elevó sus ojos, miró a mis ojos atentamente, exclamó:

—¡Apenas se come, señor! ¡Apenas se come!

—¿Apenas se come? —dije—. Pero comes. Comer algo es mucho decir.

—Café negro y pan de maíz por la mañana. Café negro y pan de maíz por la noche. Apenas se come, señor...

—Y leche, ¿no tomas leche, Manuel?

Ahora sus ojos no eran ojos tristes de mendigo sino ojos de hombre resentido. Dijo:

—¿Leche? ¿Leche? ¡Pero si apenas la veo! La veo cuando pasa, por acá, todas las mañanas. Desde lejos conozco la voz del lechero y oigo su infernal campaneo de botellas y de campanas. El lechero pasa, no mira, sabe que soy de los muchos que no compran, sabe que mendigo, que esa su mercancía no está al alcance de mi mano ni de mis monedas.

—Así es —dije—. El pan no es para todos. Y con “pan” quise decir “leche”.

Di mi aprobación y vi que se reconciliaba conmigo, vi que su rostro cambiaba, su rostro ahora era una silenciosa hilaridad.

—Así es la vida en este mundo —dijo riendo.

—Así es la vida en este mundo —repetí.

Entonces no hablé más. Pudiera haberle dicho nuevamente que trabajara, que remendara zapatos, que las herramientas de trabajo valían poco, que así, trabajando en los zapatos, podría comer pan y beber leche. Pero no quise hablar ahora que nos habíamos reconciliado, ahora que su cara era alegre y su silencio denotaba hilaridad.

Otra mañana, dijo:

—Comer no es todo, señor. Comer pan y beber leche no es todo.

—No es todo —repuse—. Yo sé que comer pan y beber leche no es todo.

—Está —dijo él— el sitio. Defender el sitio, este lugar, esta esquina donde me echo, defenderlo de otros mendigos. ¿Qué sería de mis monedas si otro mendigo violara mi esquina?

Me miraba y preguntaba:

—¿Qué sería de mis monedas? ¿Qué sería de mis monedas?

—¡Oh! —exclamé—. ¡Oh!

— Mi esquina, mis monedas y lo poco que como en ellas. Todo se perdería.

—Pero, mira —dije—. Esta esquina, esta tierra donde te sientas no es tuya. Es tierra de todos, para beneficio de todos.

—¡Tierra de todos? —exclamó—. ¡Al diablo con la tierra de todos! Eso, señor, es COMUNISMO.

Además, yo sigo la costumbre.

—¿Comunismo? —dije—. Realmente no comprendo.

—Es muy fácil, señor —dijo él—. Aquello de “tierra para todos” es COMUNISMO. COMUNISMO también es todo lo que a la gente no le conviene que se haga. ¿Ahora sí entiende, señor?

Como siempre entendía menos, tranquilamente dije:

—Veamos. Mañana viene un policía y te arroja de la esquina. “Fuera”, te grita. “Hay otros lugares para ti: los arrabales, los asilos, la misma cárcel”. ¿Y tú, qué, Manuel? ¿Qué responderías? ¿Mandarías al diablo al policía?

Vivamente, sus ojos me buscaron. Por el momento eran ojos vencidos. Dijo:

—No queda más que arrastrar mis cueros.

—¿Lo ves? —dije—. Tienes que arrastrar tus cueros.

—¡Claro! ¡Los arrastraré! —exclamó irritado—, ¡Es la ley del más fuerte! ¡Él ordena que arrastre mis cueros y yo los arrastro!

Elevaba la voz, más y más, casi gritaba:

—¡Es la ley del más fuerte! ¡Es la ley del más fuerte!

Había comenzado a dar vueltas a su sombrero y sus dedos, dedos de mendigo, jugueteaban con el ala. Luego se aquietó y dijo:

—Vea, señor, los Estados, ¿acaso los estados no defienden sus territorios? ¿No hablan de sus dominios y de su soberanía? Yo soy un Estado en miniatura que defiendo mi propio territorio.

A ellos, a los Estados, y a mí, otros más fuertes nos dicen: “Arrastre sus cueros”, y todos los arrastramos.

Su voz había adquirido nuevamente la cadencia de la voz de mendigo: era humilde, con cierto dejo de tristeza, igual que cuando extendía la mano y daba las gracias en nombre de Dios.

Días después me llamó en alta voz. La calle estaba solitaria, era muy de mañana, yo apenas comprendía por qué estaba de pie en aquellas horas del alba.

—¡Vea, señor! —gritó—. ¡Vea, señor!

Doblé hacia él con desgano en el caminar, me molestó su llamada, tenía asuntos urgentes por despachar. Entonces vi en sus ojos una señal. Quiso decirme algo pero acabó por engolfarse en un silencio mortificante. Yo esperaba que hablase, que acabara de una vez, me sentía realmente fastidiado. Pero él nada decía.

—Bien, ¿Y qué? — pregunté.

Me miró, miró furtivamente a lo largo de la calle como si espiase a alguien y luego comenzó a revolver su andrajosa chaqueta. Vi la piel, vi los bellos de su pecho, parte de las axilas.

Y allí, bajo la caricia de sus últimos mechones, vi un arma de fuego suspendida en su funda por un correaje en bandolera. Vi que era un arma muy bella, una pistola cuyo valor en la bolsa negra debía ser altísimo.

—¿Dónde la hallaste? —pregunté. Y pregunté por decir algo. Yo pensaba: “La has robado, ladrón”.

Me dijo “no”, con los ojos, con toda la cara, con su sonrisa.

—Entonces —dije—, ¿la compraste?

—Sí —dijo él. Y continuó sonriendo.

—Realmente —dije—, debe de tratarse de una pistola muy cara.

Y por entre los andrajos revueltos de la chaqueta, sobre la piel desnuda, bajo la caricia de los últimos mechones de la axila, contemplaba el acabado brillante del arma. Él, entre tanto, había levantado la mano y me mostraba sus dedos abiertos en abanico y sus ojos y su boca sonreía. Conté hasta cinco. Dije:

—¿Quinientos?

Formuló un gesto afirmativo con la cabeza. Después dijo: “Sí” y comenzó a cubrirse con movimientos amplios y resueltos: el hecho de poseer un arma le había restado humildad, daba la impresión de ser otra persona.

—No comes pan, no bebes leche, no tienes con qué comprar las herramientas de trabajo y en cambio adquieres costosas armas. No comprendo, Manuel, no comprendo.

—¿No comprende? —respondió él—. ¿No comprende? Solo imito a los Estados.

—No comprendo, Manuel —dije por segunda vez.

—¡Diablos! —dijo él. Luego preguntó—: ¿Hay hambre en los Estados? Comen y beben la mayoría de los hombres de los Estados?

—Hay muchos estados con hambre dije—. Los “más” de la humanidad no comen ni beben.

—Y estos países nuestros, ¿tienen hambre estos países nuestros? ¿Tienen hambre?

—Estos países nuestros tienen hambre —afirmé.

Entonces se inclinó sobre uno de los costados y justamente, debajo de las asentaderas, descubrió un periódico.

—Mire, señor —dijo. Hágame el favor de leer. Leí que estos países nuestros compraban grandes máquinas de guerra, inmensos buques armados, cazas y bombarderos de propulsión a chorro, que aspiraban poseer la energía nuclear. Y estos países nuestros, pensé, tienen hambre y los millones para el pan de los “más” se convierten en pretensiosas armas para protección de los “menos”. Miré al mendigo y él me miró, guiñó un ojo, me preguntó:

—¿Pudo comprender, señor?

Silenciosamente le entregué el periódico y me alejé. Atrás oí una carcajada: él había abierto los labios para reír ampliamente, reía de mí, de toda la humanidad oprimida, de los Estados hambrientos y pretensiosos. Yo solo pensaba en lo grotesco de las conformaciones políticas de los humanos.

Simplemente un camino

i

Pensé que pensaba demasiado en eso pero realmente no podía contenerme. Era una obsesión. Tomé la cerveza, la segunda, y serví hasta que la espuma rebajó el filo del vaso. Miré a Ernesto: bebía a grandes tragos, la cabeza echada hacia atrás y los ojos entrecerrados.

—¿Cuestan mucho? —pregunté.

Mi amigo colocó el vaso sobre la mesa, delicadamente, al tiempo que con el dorso de la mano se limpiaba la espuma sobrante de la boca. Sabía del negocio pero no quiso responder. Se limitó a obser-varme, fríamente, dando a su cara un gesto desaprobador.

—Deseo saber cuánto cuesta —insistí.

—Estás loco —dijo—. Parece que las tuvieras metidas en tu cuerpo.

—Tú también las tienes metidas en tu cuerpo. Eres hipócrita. A veces no haces más que hablar de eso y ahora me lo reprochas.

—Vamos despacio, Rafa —dijo—. Vamos despacio. Hay tiempo suficiente.

—No sé y necesito saber cuánto cuesta. Si lo supiera no te lo preguntaba. Tengo dinero y no sé si es mucho dinero o poco, si alcanza para comprar una o no alcanza. Esta es la ciudad y yo no conocía ninguna ciudad. Debes comprender.

—Bien —dijo—. Es cuestión de calidad. Unas cuestan más y otras menos.

Saqué mi dinero, lo puse en la mesa y lo conté: cincuenta y dos pesos con algunos centavos.

—Es suficiente —dijo Ernesto—. Suficiente agregándole el mío.

El cantinero vino con otra cerveza. Bebimos una vez más. Era la tercera y la última en obediencia a un acuerdo de camaradas. Éramos camaradas los dos, Ernesto y yo. Derribábamos árboles en la selva y movíamos sus troncos con palancas hasta colocarlos al alcance de los tractores. Los tractores los toma-ban en las palas y los arrojaban al río. En las aguas pardas del río las vigas flotaban, se volvían ágiles y dóciles, las uníamos unas con otras, en grandes balsas, que luego marchaban al golpe y a la deriva de la corriente rumbo a un puerto lejano.

En el monte el sol cedía al crepúsculo y el crepúsculo a la llama oscilante de un mechero de petró-leo. Rosa, con el niño en los brazos, se mecía en la hamaca; yo encendía un cigarrillo y me sentaba en el umbral sobre una lata de manteca. Luego aparecía Ernesto, le ofrecíamos una taza de café y, entre sorbos, hablaba de todas las ciudades que había conocido en el servicio militar. Entonces cifré una es-peranza y me dije que ese era uno de mis sueños. En las noches de luna no encendía el mechón de petróleo: me agradaba soñar con los ojos abiertos, me agradaba ver los reflejos de la luna en el río y el platear de sus rayos en los fondos negros de los rastrojos.

Ahora estaba en la ciudad. Estaba en un café con una cerveza por delante. Un sueño realizado. Una cabeza de bagre ahumada había enfermado de cólicos a uno de los marineros. En su reemplazo, Ernesto y yo nos embarcamos y navegamos cuatro días con sus noches. Al desembarcar, en el puerto de las balsas, el patrón me advirtió: “Tienes tres días libres. Toma tu paga. Emborráchate pero no faltes al regreso”.

No pensaba fallar y el pago incluía el valor de los jornales de regreso. Ernesto me tomó por su cuenta y me mostró aquello que tan bien me había descrito con palabras. Lo otro, eso, eso que estaba metido en mi cuerpo lo descubrí yo. “Caminaba como una reina: cada golpe de sus tacos contra el as-falto resonaba en mi cerebro como si él solo fuera una simple calabaza”.

—Iremos esta noche, mañana y pasado si tú lo deseas —dijo Ernesto.

—¿Nos alcanza el dinero?

—Nos alcanza si lo hacemos económicamente.

—¿Se puede hacer económicamente?

—Se puede hacer económicamente.

—La ciudad es formidable —dijo—. Le ofrecí un cigarrillo y él lo aceptó, indiferente, mirando los hombres que transitaban.

—Mira —dije, mostrándole el dorso de mi mano—. Mira mi piel.

—La veo —dijo.

—Es morena y requemada.

—Sí —dijo—. Es morena y requemada.

—Es más que morena —dije—. Es caoba...

Arqueó las cejas y me miró. Luego dijo:

—¿Qué diablos te pasa?

—Nada... Pero deseaba saber si esto era inconveniente para aquello.

—No. El dinero manda.

—Bien —dije—.

“Realmente nunca había visto nada igual. Era maravillosa con sus cabellos rojos sueltos, su traje ceñido y esas formas generosas y ondulantes”.

—¿Las hay rubias, Ernesto?

—Las hay rubias. Las hay morenas y negras. Las hay feas y bonitas. Las hay gordas y flacas. Las hay como tú las quieras... —Me miró, tomó el vaso y bebió. Volvió a mirarme—. Eres insoportable. Pareces un muchacho, pareces un montañero, pareces un idiota. Las tienes metidas en la cabeza.

—Si —dije tranquilamente—. Las tengo metidas en la cabeza.

El cantinero vino, pasó un trapo por la mesa y dijo:

—¿Algo más?

—No —dijo Ernesto—. No más por el momento.

—Las tengo metidas en la cabeza, Ernesto, porque son cosas distintas. Las unas son como asnos y las otras como yeguas. Son distintas, convéncete: son distintas.

Ahora, no respondió. Se limitó a mirarme, benévolamente, como se mira a un chico que hace tra-vesuras. Yo no comprendía y deseaba comprender. Por eso preguntaba.

Se levantó y dijo:

—Vamos. Paga tú.

Era antipático en su papel de guía y protector. Pagué las cervezas y salimos.

En la calle no había brisa y el calor parecía brotar del asfalto. El sol caía vertical sobre nuestras cabe-zas. Escuché unas campanadas lejanas y el silbido de una sirena pero nadie se detuvo ni nadie pareció oírlas y comprendí que nada sucedía.

ii

—Vamos a ese hotel —dijo Ernesto—. Aseguraremos la cama y la comida por tres días y así sabre-mos con qué dinero contamos para lo otro.

Permaneció afuera. Desde la puerta observé cómo mi amigo discutía con el hombre de atrás del mostrador. Segundos después salió. Tenía la cara roja, no tan roja como un tomate, pero sí muy ro-ja.

—Que me lleve el diablo —dijo—. Esto es para ricos.

—Ya daremos con otro de menos precio.

Me sentí feliz. Francamente era agradable un error de mi amigo y alguien que le bajara los hu-mos.

Un joven comenzó a mirarnos. Nos saludó y continuó mirándonos.

—Sé dónde encuentran lo que buscan.

Era moreno, tal vez un poco más claro que yo, con grandes ondas en los cabellos y mucha brillanti-na. Usaba cadena al cuello con medalla y sus pantalones eran anchos en las rodillas y estrechos en los tobillos. Además olía: olía a grasa, o a mujer, o a pomadas.

—Si me lo permiten agregó —puedo conducirlos. Solo cuesta dos pesos al día.

—Es muy amable —dijo Ernesto. Sacó cigarrillos y le ofreció. El joven tomó uno con delicadeza. Yo me apresuré a darle fuego.

—No es ningún trabajo mostrarles el camino. Precisamente allí me hospedo.

—Es muy amable —repitió Ernesto—. El nombre de mi compañero es Rafael. El mío, Ernesto. Lle-gamos hoy a esta ciudad y antes no la conocíamos. Yo conocía otras ciudades pero mi compañero no conocía ninguna.

—Mi nombre es Orlando —dijo—. Siempre he vivido en la ciudad.

Caminamos. Cruzamos algunas avenidas y doblamos otras. Orlando hablaba muy bien y se movía con desenvoltura dentro de la ola humana que continuamente se desplazaba por los andenes. Adelan-te entramos a un bar. Era, de rigor. Había calor y era de rigor.

Pedimos cervezas, Ernesto y yo. Orlando una limonada.

—Soy estudiante —dijo—, y por principio nunca bebo. Por principio y en obediencia a la Santa Igle-sia.

—Así es —dijo Ernesto.

—La religión prohíbe y uno cumple. Soy profundamente religioso y no me avergüenzo de ello. Hay quienes se avergüenzan. Hay quienes dicen ser católicos, apostólicos y romanos, no se avergüenzan de ella pero no cumplen sus mandatos.

Hablaba sin inmutarse, con el rostro sereno y sus manos ágiles que eran largas y delicadas. Yo no dije nada porque nada sé de religión. Me bautizaron ya hombre, por bautizarme, en aquella ocasión cuando el curita entró a hablar de Cristo y a recoger dinero. También me dieron a Rosa por mujer des-pués de que ella, hacía mucho tiempo, ya era mi mujer.

Al mirarlo lo sorprendí observando mi cara. Elevé el vaso y dije “Salud” y lo dije para cubrir mi ver-güenza. No me explico lo de la vergüenza ni de dónde salió. Tal vez fueron mis manos: anchas y nudo-sas, aparecían groseras y torpes ante las suaves y delicadas de nuestro amigo.

No hablé ni habló Ernesto. Hubo también, de su parte, una pausa. En el silencio oímos los golpes de unas bolas de billar y el rumor monótono del tránsito.

—Miren esto —dijo Orlando. La cadena y la medalla tintinearon en la mesa. Eran de oro—.

—Obsérvenla mientras hablo por teléfono.

Por una cara, la virgen cargaba al Niño. Por la otra, Jesús, antes de ser crucificado, mostraba su propio corazón.

—Dimos con un santo.

—No es un santo —dijo Ernesto—. En las ciudades hay muchos tipos como ese. En los pueblos también los hay. Es un oficio. Jalan las campanas, prenden las velas en las iglesias y guían los fieles en las procesiones.

—Bueno; es un oficio. No es santo —acepté—. No hay santos de ese color.

—Sí, sí hay santos de ese color. Los hay de todos los colores.

Tú, de religión, nada sabes. Yo sé porque he estado en el cuartel y he vivido en la ciudad.

—Pero es un tipo bueno.

—Sí, un tipo así es siempre bueno.

—¿Puede dar maldiciones?

—Puede dar maldiciones.

—Entonces —dije—, no le diremos lo de las mujeres. Recuerda cómo quedó el cráneo del difunto José por hachar el día de San Botín.

—San Botín es otra cosa. Tú de religión nada sabes. San Botín es un santo malo. Hay santos buenos y santos malos.

Yo sí lo sabía. Giré un poco la cabeza y por el rabillo del ojo, a través de los hombres que entraban y salían, vi gesticular a Orlando al frente de la bocina.

No le dijimos lo de las mujeres pero sí que teníamos un compromiso para la noche. Bebimos algo más. En la calle el sol estaba muy del lado de occidente y había rachas de viento fresco.

Asesinamos la tarde entre el café, la voz suave de Orlando y el caminar a lo largo de inmensas ave-nidas. El día ya estaba muerto. Cuando llegamos a la placita había oscurecido, la soledad era completa y un viento fuerte azotaba con violencia los árboles cuyas ramas temblaban sobre nuestras cabezas. Nos sentamos en el mismo banco donde un hombre estaba recostado. Nos miró y tímidamente comenzó a recogerse sobre uno de los extremos.

Orlando nos había dicho: “Estamos próximos al hotel. Voy al teléfono. Espérenme en aquel banco de la plaza”. Tenía el tema del teléfono y me pareció que todo en su vida debía ser tratado por medio de ese aparato.

Nos sentamos en el banco y desde allí, a través de la media oscuridad, podíamos divisar la tienda donde Orlando se encontraba: la puerta surgía luminosa en el gran contraste de luz y tinieblas.

Ernesto comenzó a cantar en voz baja. El hombre del banco se levantó, caminó unos diez pasos, se detuvo momentáneamente y regresó.

Plantado frente a nosotros, nos miraba con incertidumbre. Era delgado, de mediana estatura y vestía traje campesino.

—Soy un hombre muy pobre y muy rico. Tengo mucho dinero y no tengo nada. No soy de la ciu-dad...

Pensé: un pobre tipo escaso de monedas. Pensé: rama: un cuento chino. Pensé: una adivinanza. Miré el panorama: un lugar solitario y sombrío. Volví al hombre y pensé: debe tener hambre. Acaricié unas monedas dentro del bolsillo pero no las saqué.

Habló de él, de su pobreza, y de su riqueza, de su historia. Su nombre era Marcelino. En la penum-bra, donde sus gestos se borraban, aparecía inmóvil, una sombra inmóvil plantada frente a nosotros que hablaba sin interrupción.

Habló de la lotería, de un premio y sacó unos papeles. Ernesto encendió un fósforo y los detalló. Sí era cierto. El número del billete coincidía con el número que el periódico anunciaba como gana-dor.

Gana seis mil pesos —dijo, al tiempo que los guardaba—. Gana seis mil pesos y he venido de mi pueblo a cobrarlos pero no me los han querido pagar. Cuestión de suerte. Dijeron que no podía co-brarlos sin presentar cédula de identificación. Además no sé firmar. Dijeron que otro cualquiera podría hacerlo por mí, siempre y cuando que tuviese cédula y supiese firmar. Pero yo no tengo confianza en la gente de la ciudad. Dijeron que un abogado podría ser el hombre. Pero yo creo que los abogados son gente de la ciudad. Dijeron que todo se haría delante de testigos, pero no creo en los testigos por-que los testigos son gente de la ciudad. Yo espero a alguien del campo, como yo, para que me haga ese favor.

—Nosotros somos del campo —dijo Ernesto.

—Somos del campo y sabemos firmar —dije yo.

Me alegro —dijo. Luego en tono profético—: La gente del campo es generalmente buena. La gen-te de la ciudad es generalmente mala.

Repitió su nombre, Marcelino, y nos estrechó la mano.

—Son seis mil. Les doy de a mil, si me ayudan.

Mi amigo y yo nos miramos. Ernesto aparecía triste y preocupado. Vi que se mordía la palma de la mano.

—Nosotros —dijo Ernesto— no tenemos papeles de identificación, pero tenemos un amigo que los tiene.

—¿Es de confianza?

—Sí, es de confianza —dijo Ernesto—. Es mi primo...

—Pero entonces —dijo Marcelino—, a ustedes no les tocaría de a mil...

—No importa —respondió Ernesto generosamente—. El pan debe ser repartido. Ve, Rafa —continuó dirigiéndose a mí—: Ve y llámate a mi primo Orlando.

Me levanté y fui a la tienda. La palabra “primo” me bailaba en la cabeza. Fui donde Orlando y le hi-ce señas. Aún hablaba por el teléfono. Pospuso la conversación para más tarde y colgó el aparato. Le expliqué. Le dije lo del “primo” y regresamos.

—Se debe tener cuidado con esa gente —me dijo cuando nos acercábamos—. Hay tíos muy vivos. Puede ser una estafa.

— No creo. Parece un buen hombre. Además vimos el billete.

Continuaba de pie, delante de Ernesto, conversando. Le presentamos a Orlando. Orlando pidió fósforos y examinó el billete.

—Bien —dijo, dubitativamente—. Parece bueno. Si usted lo desea puedo ayudarlo, puedo repre-sentarlo.

Se hizo un silencio. Marcelino lo miró, inmóvil casi rígido. Por lo alto, el viento continuaba azotando los árboles. Los árboles se inclinaban, temblaban y se quejaban. El viento mismo tenía su propio ru-mor.

—Debo llevar a mis amigos a un hotel. Puede acompañarnos.

—Bien —dijo Marcelino.

—No lo hago por dinero —continuó Orlando—. No lo hago por interés. Lo hago porque

Dios manda que así sea.

—Dios le pague —dijo Marcelino.

—Por el momento regreso al teléfono. Es cosa de minutos.

Tengo un amigo que espera, el amigo con quien rompí la comunicación cuando Rafa fue a llamar-me. Luego iremos al hotel.

Lo vimos alejarse. Los ojos de Marcelino, más que los nuestros, prosiguieron con insistencia su fi-gura hasta que ella se perdió en el resplandor de la puerta. Luego dijo:

—No me gusta...

—¿Qué no le gusta?

—El amigo de ustedes...No me gusta el amigo de ustedes.

—¿Qué tiene de malo nuestro amigo? —preguntó Ernesto.

—No sé; pero no me gusta...

—Orlando es bueno. Es un hombre bueno. Es un hombre que vive al pie de los curitas y los ayuda. Es un hombre que va a misa, siempre que hay misa...

—Es casi un santo —dije yo.

—Religioso o santo, sea lo que sea, no me gusta.

—Entonces nosotros tampoco le debemos gustar...

—Si él entra —dijo Marcelino con calma—, yo me voy. Me voy y no hay negocio.

Hizo el ademán típico de marcharse. Los dos mil pesos eran un sueño perdido en el tiempo y en el espacio. Ernesto abrió la boca. Detrás de la boca abierta solo podía verse inquietud, temor, desespera-ción. Continuó con ella abierta y luego comenzó a cerrarla.

—Ustedes son distintos —dijo Marcelino, y era como darnos la última oportunidad.

Súbitamente, Ernesto formuló un gesto rápido con la mano. Nos dimos vuelta. A nuestras espal-das, como un fantasma, había surgido la imagen de Orlando. Nos espiaba. Hubo un silencio y pensé: “Habrá las del diablo”.

Pero no hubo las del diablo. Apacible, con una sonrisa casi triste, se limitó a mirar a Marcelino.

—Usted, amigo, duda de nosotros.

Dijo “de nosotros” en vez de decir “de mí”. Marcelino carraspeó algo sin expresar claramente na-da. Deduje, no sé por qué, que en su actitud había un poco de temor.

—Dime, tú, Ernesto —dijo Orlando dirigiéndose a mi amigo—: ¿Este señor dudaba de nosotros?

—Sí —dijo, esquivando la mirada—. Dudaba un poco.

—Dudaba de nosotros y en cambio nosotros no dudábamos de él —dijo Orlando con gravedad—. No dudábamos de él ni de “la limpieza de su negocio”.

—Seis mil pesos —dijo Marcelino disculpándose— es mucho dinero. Seis mil pesos...

—Seis mil pesos —dijo Orlando— pueden dañar el corazón de un hombre que no esté en paz con el Señor. Además, el dinero no es mi debilidad. ¿Le pedí participación cuando hablamos del nego-cio?

—No.

—¿Entonces?

—Dudaba. Eso es todo. Dudaba. Seis mil pesos es mucho dinero.

—Pedro, el apóstol —dijo Orlando— también dudó. Negó conocer al Maestro y dudó. Todos los hombres dudamos, a Dios gracias.

Nos echó, a uno por uno, miradas serenas y fraternales. Miró hacia el cielo, un momento, y sus ojos parecieron perderse en el infinito. No dijo nada. Era la desesperanza de un santo sin fe. Pensé que estaba chiflado, loco de amarrar, Nos tomó del brazo y dijo:

—Vamos, muchachos.

Marcelino se interpuso.

—Esperen —dijo—. Ya no dudo.

—Escucha, Ernesto —dijo Orlando—: Ya no duda...

—Sí —dijo Ernesto—. Ya no duda.

—Quizá pensó que nosotros éramos unos pobres diablos sin cinco centavos en los bolsillos...

—Quizás —dijo Ernesto.

—Escucha, Ernesto —dijo Orlando—: Muéstrale al señor que tú tienes dinero. Muéstrale tu dinero para que no se presenten más dudas...

Mi camarada se movió nervioso: vacilaba. Luego se decidió, sacó su dinero y lo mostró sin soltarlo de la mano.

—Enséñale el tuyo, Rafa. Muéstrale que tú también tienes.

Mostré mi dinero, en la palma de la mano, listo a cerrar los dedos si algo extraño pasaba.

—Y el mío —dijo Orlando.

Su cartera trazó un círculo a la altura de nuestras narices. Dentro aparecía un fajo de billetes.

—No hay dudas —dijo—. No puede haber dudas. No habrá dudas. Cerraremos el trato. Me gusta que los tratos entre hombres queden cerrados. Ligaremos nuestras comunes obligaciones. Dime, tú, Ernesto: ¿Dudas de tu camarada Rafael?

—En ningún momento —dijo Ernesto—. Rafa es como si fuera mi hermano.

—Bien —dijo Orlando—. No dudas. Cuenta tu dinero y entrégalo a Rafa.

Contó hasta treinta y dos. Lo recibí.

— Cuenta el tuyo —me dijo Orlando—. Cuéntalo; a mí me gustan las cuentas claras.

—Cuarenta y nueve con cincuenta —dije. Había pagado algunas tandas y cigarrillos. Hice mis cálcu-los y estaba exacto.

—Por mi parte —dijo Orlando—, deposito cincuenta pesos. Tómalos, Rafa.

Su mano onduló en la media oscuridad. Los recibí e hice un fajo de todo el dinero pero no lo guar-dé. No comprendía, realmente, cuáles eran las intenciones de Orlando.

—Nosotros —dijo Orlando dirigiéndose a Marcelino— tenemos confianza en Rafael.

—Yo también la tengo —dijo Marcelino.

—Repítalo. Nos gusta que lo repita.

—Tengo confianza en Rafael —afirmó Marcelino.

—Sí es así —dijo Orlando—, deposite en Rafael la fracción premiada.

La exigencia era dura. Pensé que iba a decir “no” o al menos vacilar. Pero no dijo nada ni vaciló. Simplemente, sin mirarnos, echó mano a la cartera y me pasó el billete.

—Ahí lo tienes, Rafa. En ti confío.

Orlando nos miraba fumando, con su mirada grave y atenta. Luego, dirigiéndose a mí, dijo:

—Te nombramos depositario. Puedes guardártelo todo.

Reuní dinero y billete y lo llevé cuidadosamente al bolsillo. Él continuaba fumando y mirándome con aquella su mirada.

—Así no —criticó—. Saca tu pañuelo y extiéndelo.

Saqué mi pañuelo y lo extendí.

—Pon el dinero en el centro.

—Ya —dije.

—Cúbrelo con las puntas y hazte un buen nudo.

Obedecí. Obedecía maquinalmente todo lo que él me ordenaba. Ernesto y Marcelino eran som-bras silenciosas. Tomé el pañuelo y comencé a anudarlo. En el momento de apretar me detuvo.

—Lo haces mal —dijo—. Préstame te enseño.

Había elevado la mano en actitud desaprobadora. Tomó el pañuelo e hizo un juego rápido de nu-dos. El cigarrillo colgaba de sus labios.

—Ya está —dijo.

Era un pacto y todos quedamos tranquilos. Tranquilos y silenciosos oíamos nítidamente el rumor del viento. No hubo preguntas y todos parecíamos mirar con atención el marco de la puerta de la can-tina.

—Debiera —dijo Orlando, cortando el silencio—, consultar con un abogado amigo. Lo haré inme-diatamente. Voy al teléfono.

—Yo lo acompañaré —dijo Marcelino—. Me interesa.

Se levantaron y se fueron en dirección al marco luminoso.

Ernesto y yo permanecimos sentados.

—¿Tienes todo ahí? me preguntó.

—Sí —dije, tentando el pañuelo por encima del pantalón.

—Es una fortuna —dijo Ernesto.

—Es una fortuna.

—Y ellos están en el teléfono. Ellos se han ido...

—Sí —dije—. Se han ido... al teléfono.

—Y la tienes ahí, en tu bolsillo...

—Sí, la tengo aquí, en mi bolsillo...

Sabía por dónde iba. Realmente mi corazón también había comenzado a fallar.

—Escucha, Rafa —me dijo—. No creo en la santidad de Orlando. Ahora tengo mis dudas. Comienza a no gustarme...

No lo miré. No dije nada. Pensaba en el dinero y veía tranquilamente, casi sin ver, el marco lumino-so de la cantina y algunas bombillas perdidas en la distancia.

—Escucha —continuó—. Se me vino a la cabeza. ¿No crees que Orlando trame algo? ¿No crees que se haya llevado al pobre Marcelino para asesinarlo?

—¿Asesinarlo?

—Sí, asesinarlo y quedar él, con nosotros, dueños de los seis mil...

—Es posible —dije.

—Todo es posible en este mundo. Lo asesina y nosotros seremos sus cómplices. Más tarde nos asesina a nosotros. También, puede ser, que ellos dos estén de acuerdo…

—Puede ser —dije.

Comencé a tener miedo. Pasé la mano por la pierna y toqué aquello, aquella protuberancia y pen-sé: es mucho dinero, es mucho dinero. Miré a mi alrededor: las luces mortecinas y lejanas acentuaban la oscuridad de una noche sombría y tenebrosa. El viento continuaba su rumor al arrastrarse por entre los árboles.

—Escucha —me dijo—. Escapemos...

Iba por donde yo iba pero quería que me lo dijera.

—¿Escapamos? Es mucho dinero… Es malo...

—El dinero sería para los dos. Solo para los dos. Si nos quedamos seremos cómplices de un asesi-nato.

—Es malo —repetí sin convicción. Estaba a punto de salir corriendo. Era una idea de él, era una idea mía y era una idea fantástica.

Escapamos. No vimos a nadie ni nada escuchamos, salvo aquel rumor del viento. Nos movimos con cautela, al principio, pero luego emprendimos carrera. Corrimos hasta donde la claridad de los bombi-llos borraba la oscuridad y donde la vida era ya hombres que transitaban. Oí voces de niños, de muje-res y la respiración rápida y agitada de mi amigo.

—Seamos prudentes —dijo—. Caminemos un poco despacio.

Lo miré y vi su cara llena de alegría y de sudor. Sacó el pañuelo y se enjugó la frente.

Ciento y tantos en efectivo y seis mil por cobrar —dijo alegremente.

—¡Somos ricos, Ernesto! ¡Somos ricos...!

Comenzamos a soñar. Soñando extirpábamos el cansancio, éramos insensibles al rumbo y a la dis-tancia. Otra vez la meta y la obsesión de la mañana. “Realmente nunca había visto nada igual. Era ma-ravillosa con sus cabellos rojos sueltos, su traje ceñido y esas formas...”.

Entramos a un restaurante. Pedimos cervezas. Los dos teníamos hambre y sed. Hombres inclina-dos sobre platos llenaban sus estómagos. Había olor a comida, ruido de palabras y de cucharas.

—Saca el paquete —dijo Ernesto.

El pañuelo era del color de la mesa. Mis manos morenas parecieron más morenas contra el fondo blanco del mantel. Los nudos fueron desapareciendo, uno tras otro, bajo la presión de mis dedos.

—Mira —dije.

No había necesidad de decir más. Pequeños recortes de papel periódico brotaron del fondo. No existía dinero, ni billete premiado. Metí la mano y escarbé, ansiosa y desesperadamente, sin razón al-guna que justificara mi esperanza. Ernesto no se movió. Lanzó una mirada desconcertada y furibunda, dijo algo obsceno y sus mejillas fueron adquiriendo un color pálido terroso.

—Nos estafaron —dije—. Nos estafaron...

—¡Hijos de perra! ¡Hijos de perra...!

Tomé el pañuelo y nuevamente escarbé. Sabía que nada iba a aparecer y nada apareció. Era una esperanza sin esperanza. Volví a enrollar todo aquello y me lo guardé en el bolsillo.

—Estamos limpios. No tenemos con qué pagar las cervezas.

Ernesto continuó echando pestes y maldiciones. Luego llenó el vaso y bebió rápida y desordena-damente. De pronto, dijo:

—Hay una solución. Yo salgo y tú te quedas. Salgo; consigo dinero y regreso ¿bien?

—Bien —dije.

—Haces mejor tu papel si pides más cerveza.

Me dejó frente a dos botellas de cerveza vacías sin un centavo para responder. Seguí el consejo y pedí una más.

—¿Y el compañero? —me preguntó el sirviente.

—Salió —dije—. Más tarde regresará. Yo responderé por la cuenta.

Pasados unos minutos comencé a comprender. Ernesto no regresaría. No había razón para ello. Era una treta para librar su pellejo y dejarme entre los palos. Entonces pensé que la única solución real y evidente era una escapada.

Me dediqué a beber pequeños tragos y a observar. Calculé el momento y me levanté. Lo hice con temor, sin seguridad. No di ningún paso hacia adelante, sino hacia atrás, hacia el orinal. El orinal estaba desocupado, hice que orinaba sin orinar, mientras observaba con el rabillo del ojo. Ahora el olor no era a condimentos pero el ruido sí era el mismo. Vi al mesero moverse ágilmente entre las mesas, atento a toda solicitud de los hombres que inclinados sobre los platos llenaban sus estómagos. No esperé. El camino se cubría con doce o quince pasos y estaba despejado. Erguido, sordo a todo rumor, comencé a caminar.

Di ocho, diez o doce pasos. No recuerdo. Solo recuerdo que alcanzaba la puerta cuando alguien me detuvo de la camisa.

—Se le olvida algo, señor —me dijo.

Pude verlo, por encima de mi hombro, al mesero. Me di vuelta sin responder.

—La cuenta —dijo—. Es bueno pagar antes de marcharse.

—Para decir verdad... comencé.

—¡Eh...Juan! —gritó interrumpiéndome—. ¡Ven acá! Tengo un tío que deseaba viajar sin pa-gar...

Yo no había visto al tal Juan. Salió de la cocina. Era un hombretón con unas manos terriblemente grandes y una cara achatada. Sus mejillas, lisas y fofas aparecían como nalgas de cerdo listas a jamo-near.

—¡Esas tenemos! ¿Eh?

Gordo y enorme, cuerpo a cuerpo, era más grande que todo el establecimiento. Su aliento caía sobre mi rostro como una ducha fétida y, sus ojos, también enormes y brotados, parecían tragarme. No me daba tiempo de explicarle.

—Yo pensaba pagar —dije.

—¿Pensabas pagar? ¡Entonces suelta la moneda...! ¡Suéltala de una vez y no perdamos tiem-po!

—Ahora no la tengo —dije tímidamente—. Fui víctima de una estafa.

—¡Oigan! —dijo, dirigiéndose a los parroquianos— ¡Oigan...! ¡Dice que fue víctima de una esta-fa…!

Los parroquianos me miraban. Era un espectáculo.

—¿Qué más, eh?... ¿Qué más, eh?

—Mi amigo quedó en volver con el dinero...

—¡Oigan...! ¡Su amigo quedó en volver con el dinero! ¿Qué más, eh? ¿Qué más?...

Miré a mi alrededor, miré al hombretón, miré al camarero, miré a los comensales que comían y me miraban, miré aquellos que no comían. Por algunos segundos mis ojos mendigaron compasión o al menos un gesto de complicidad, pero mi mirada continuó su camino sin inmutar los rostros fríos y bur-lones. Comencé a sudar y a tener miedo. El camarero se acercó y me revisó los bolsillos. Halló el pañue-lo con los recortes de periódico.

—¡Miren! —gritó el hombretón—. ¡Es un toconero! ¡Toconero hijo de perra...! ¿No se lo decía? ¡Es un toconero!

Voces de protesta se elevaron de todas las caras que ahora eran rígidas y ofendidas. Juan elevó el puño hasta mi rostro pero no me abofeteó. Lo miré fascinado. Vi su cara descompuesta y, entre insul-to e insulto, percibía claramente su respiración dura y gangosa.

Luego, lentamente, su mano cayó. Comenzó a mirarme y a estirar los labios. Pensé: “Me escupi-rá”.

No me escupió. Se limitó a mirarme, dura y fieramente. Me llevé la mano a la cara y la sentí húme-da. Sudaba a chorros. Mi camisa y mis cabellos también estaban húmedos.

Vino un policía y se plantó al frente. Oyó las quejas. Su mirada audaz recorrió el grupo. Todos los rostros, duros y ofendidos, me acusaron. Me sacó a la calle de un empellón. En la calle había curiosos pero el aire era fresco.

Caminamos. Al tiempo hablamos y se mostró cordial. Era su oficio, me dijo. Era su obligación, peno-sa obligación por cierto.

—Esto lo podemos arreglar —dijo.

Lo miré lleno de esperanza.

—Se arregla con dinero.

—No tengo dinero —dije—. Si lo tuviera hubiera pagado.

—Diez pesos no son dinero. Con diez pesos le arrojamos tierra al negocio.

—No tengo nada, señor agente. Se lo juro.

—Ustedes, los toconeros, son “perros”. Sigamos.

Seguimos. Anudó una de sus manos en la funda de mi camisa y comenzó a gobernar mis movi-mientos: ahora no había curiosos.

Un poco adelante cuchicheó.

—Quiero ayudarte, muchacho.

—Se lo agradezco...

—Si no tienes los diez, pinta los cinco...Es un trato barato.

—Es barato —dije—, pero no tengo ni un peso.

—Bueno. Un peso. Un peso me sirve.

—No lo tengo, señor agente. Se lo juro.

—Una cerveza —dijo—. Una cerveza sí puedes pagarme.

Se dio vuelta, me detuvo y comenzó a mirarme fijo a los ojos. Estaba admirado. Pensé en la ridicu-lez del precio de mi libertad: cuatro tragos de cerveza. El precio de la libertad de un inocente, para mí. Para él, el precio de la libertad de un estafador. Pensé: “La honestidad de un hombre es algo de poco valor, es algo sin importancia”.

—Me desplumaron. Puede revisar mis bolsillos —dije y le expliqué.

—De todas maneras quieres parar en la “negra” —dijo—. Guarda tus cuentos para el Inspec-tor.

Tomó una actitud seria, oficiosa, casi ridícula. Continuamos en silencio. Ahora, sin dinero por delan-te, era un verdadero agente de la ley. En una casilla de teléfono público habló con alguien. Esperamos. Tiempo después se presentó un carro de la policía.

iii

Pasé la noche en un corredor, sobre las losas del piso, arrullado por los roncos suspiros de un bo-rracho. Los recuerdos vinieron: sombras espectrales bailaban ante mí, Rosa, el niño, mi rancho, mi ca-noa, hasta el mismo crujir de los árboles al caer abatidos por el peso del hacha. “A través de la niebla de la poca luz del alba vi a los tractores cabecear las vigas hacia la rampa del embarcadero. Me di vuelta en la hamaca; me enderecé a medias. Rosa ya habla hecho lumbre. La vi atizar el fuego con una sola mano; con la otra cargaba el niño. Todo era claro: la luz de los leños daba transparencia a la luz nebulo-sa del alba. No había ruido. Era un sueño silencioso. Sin el rumor de los motores, sin el gemido del niño y sin el crujir de la candela, todo parecía la visión de un hombre en agonía. Yo no le dije nada a Rosa: Rosa no me dijo nada a mí: los ojos de ella y los del niño, muy abiertos, parecían aferrados a las llamas del fogón”.

En la mañana me condujeron delante de un señor. El señor tenía escritorio y máquina de escribir y escribió toda nuestra charla. Luego me tomaron medidas, me fotografiaron, me ensuciaron los dedos en tinta negra y los estamparon, así negros, en unas cartulinas.

Un día cualquiera me dijeron: estás libre. Vete y pórtate bien. Salí y esperé. La calle no subía ni ba-jaba, era simplemente plana y con varios rumbos, como todas las calles. Avancé. El sol era duro y no corría brisa. Le pregunté a un hombre cuál era el camino del puerto. Me miró de pies a cabeza, con re-celo, dio unas señales imprecisas y desapareció. Entonces me sentí despreciable, marcado, imagen de todos aquellos que fueron mis camaradas en el presidio.

Vino un día y pasó. Vino otro, un segundo, un tercero. Eran días sin esperanza, turbios y pálidos. No pude embarcarme. Se me negó el trabajo. Comencé a abrazar, en la noche, los bancos de los par-ques. En el día erraba por los arrabales. Muy pronto mi voz se hizo vacilante, humilde, monótona y so-bre el fondo de mis ojos apareció la resignación vil y amarga del mendigo.

Mi mano sin pudor se extendió hacia los pobres. Los pobres menos pobres daban a los más po-bres. Los ricos daban poco. Los pobres éramos para los ricos una institución temible donde irían a parar si perdían su riqueza.

Un señor, con un perro en traílla, observaba una sartén donde unos pastelitos mostraban tímida-mente sus lomos dorados y temblorosos. Me acerqué. La anciana del ventorrillo me recibió con ojos dulces. El señor no me miró. El perro tampoco. El perro y el señor, bien alimentados y panzudos, eran figurines de sociedad. La anciana continuaba mirándome cuando con la espumadera removió la man-teca y sacó algunos pasteles. Los vi y los olí a través de la mesa. El señor tomó uno delicadamente, examinó las dos caras, lo llevó a sus narices y luego lo arrojó al perro. El perro lo olfateó, le dio vuelta con el hocico y nada más. El perro y el señor eran figurines de sociedad muy bien alimentados. No di ninguna disculpa ni dije nada. Me incliné, lo tomé y me lo llevé a la boca. Algunas piedrecitas protesta-ron al chocar contra mis muelas.

Ahora el señor sí me miró. Su mirada no era dulce como la de la anciana sino impaciente y resenti-da. El perro no hizo más que batir el rabo. El señor pagó y se alejó. Adelante, por encima de su hom-bro, me volvió a mirar. Yo permanecí indiferente, silencioso y con muchos deseos de darle las gra-cias.

La anciana vio en mí a su hijo ausente, según me dijo. Me llenó de pastelitos a cambio de unos via-jes de agua de la fuente. Al despedirme continuaba con los recuerdos alborotados y la mirada dul-ce.

Caminé. Mi estómago, al tacto, era algo así como el vientre de una mujer embarazada. El hambre quedó en el ventorrillo como un viejo recuerdo sin memoria fiel para recordarlo como sensación. Una necesidad satisfecha crea de inmediato otra más apremiante. Por eso, lleno mi estómago, pensé en mujeres.

El cielo había cambiado su brillante color del día por uno oscuro y nebuloso al caer el sol. Las lámpa-ras de los autos se iluminaron y vino la noche a cubrir, con un poco de sombra, mi aspecto desolado. Al amparo de las sombras continué caminando. Caminé por entre farolitos rojos, por entre risas, por en-tre parejas de enamorados. Mujeres cansadas y amargadas, sentadas en los umbrales con ojos cansa-dos y amargados, cruzaban conmigo sus miradas. Las miradas de ellas no eran dulces como la de la an-ciana del ventorrillo. Eran calculadoras, frías, llenas de desesperanza y frustración.

Me detuve frente a la verja al oír el golpe claro de una risa. También oí la melodía. El jardín estaba cruzado por un sendero y más allá, en medio de arbustos pequeños, la casa con las ventanas ilumina-das. Di un corto rodeo alrededor de unos autos estacionados y regresé. La puerta de la verja era de hierro y al empujarla vi con sorpresa que se abrió. Por el sendero me aproximé a la ventana.

Espié, a través del cristal, aquella alcoba iluminada. Estaba desierta. Una cama amplia con un mon-tón de seda, un tocador y unos cuadros con mujeres desnudas. Un lecho caro donde todo empezaba y terminaba. Las voces de las mujeres se sentían ahora más claras. Palpé el cristal y vi que era frágil. Po-día romperlo y por allí suprimir el aldabón. La cama sería mi refugio y a ella, de un momento a otro, lle-garía aquello que yo pensaba tomarme por la fuerza.

No hice nada. Esperé y soñé. Esperé ver una mujer desnuda en brazos de un hombre. Esperé el amor y desfallecimiento, la violencia y la paz, la audacia de la pasión y la timidez de la vergüenza. Espe-ré y soñé y mi esperanza no pudo colmarse. No hubo amor, ni ternura, ni desnudez de prostituta, ni violencia de borracho, ni paz o vergüenza de amantes desfallecidos. Yo solo estaba allí con una alcoba vacía por delante y una gran ilusión ahogada en la desesperanza.

—Ese es el tipo —dijo una voz a mis espaldas.

Me di vuelta y permanecí quieto, sin comprender, mirando tontamente esa cosa brillante sosteni-da a la altura de mi pecho.

—¿Qué hacías aquí?

Lo miré, era un policía.

—Nada. Solo miraba.

—¿Qué diablos mirabas?

—Mujeres. Deseaba ver mujeres.

—¡Miente! —gritó alguien con voz chillona— ¡Miente! ¡Es un ratero! ¡Lo vi rondando la ca-sa...!

La miré. Era una mujer acabada, meta y fin de una institución. Tenía las carnes consumidas y los huesos a flor de piel. Dos bolsas desocupadas y resecas afloraban donde terminaba el escote.

—Deseaba ver una mujer hermosa —dije, mirándola.

—¡Cochino! ¡Ladrón...! —chilló—. ¡Deseabas robar!

No quise responder. Me limité a escuchar y a mirarla, tristemente. Nada tenía solución: ni ella, ni yo, ni el policía.

—¿Papeles? —preguntó el policía.

—No tengo.

—Vamos, entonces —dijo, y me tomó por el brazo.

Abandonamos el jardín en medio de curiosos. Adelante dije:

—Los papeles están allá donde usted me lleva. En la “ratonera”.

Me miró de reojo, sin detenerse, un poco sorprendido.

—¿La habías corrido, eh?

—Sí —dije—. Conozco los trámites.

—¿Por qué te detuvieron?

—Por toconero.

—Entonces —dijo él— debes tener buena moneda.

—No —dije—. No soy del oficio. Fue un error.

Me había soltado del brazo y marchábamos uno al lado del otro. Parecíamos dos buenos amigos. Dijo:

—Todos ustedes niegan el oficio.

—Yo no lo niego.

—Escúchame —dijo, deteniéndose—. No alarguemos más este asunto... ¿Conoces los trámi-tes?

—Sí; conozco los trámites.

—Entonces, no más vueltas... Afloja los pesos.

—Extendió la mano tal como yo la extendía cuando mendigaba. Me hice el idiota. Puse cara larga y pregunté:

—¿Cuáles pesos?

—Los diez. ¡Vamos...no te hagas el tonto! ¡Suéltalos y quedas dueño de tus patitas...!

—Escuche —le dije—. No tengo ni los diez, ni los cinco, ni el peso, ni el valor de la cerveza. No ten-go nada.

Lo miré abiertamente a los ojos y no vi ningún rastro de sorpresa. Inmóvil y calmo parecía hipnoti-zado. Esperé unos segundos y nada dijo. Entonces continué:

—Seré un tipo “bien” en la próxima ocasión. Entraré al “oficio”. Entraré al oficio y tendré mujeres, tendré dinero y nunca más, se lo prometo, defraudaré a un digno y honorable representante de la ley.

Bostecé larga y pausadamente y como él nada hiciera por hablar o por moverse, lo tomé del brazo, y muy amablemente, le dije:

—Escúchame, amigo: debes conducirme a la “ratonera”. Te lo ruego. Tengo sueño.

Ser de ser

i

Mi nombre es Zenobia y soy la nigromante de la corte. Como todas las mujeres que pertenecieron al oficio soy delgada, de facciones angulosas, y de mis dientes, que antes eran blancos y parejos, solo me quedan los colmillos opacos que dan a mi boca un aspecto deplorable. Mi arte es muy difícil y muy viejo, tan viejo como las mismas ilusiones de los hombres. De él puede decirse que vino al mundo con la primera esperanza humana para colmar la angustia de una espera o el ansia de un enigma próximo a revelarse.

Antes fui atractiva y bella como la más bella de las doncellas de la corte. Un respetable abad vivía tras de mis pasos y luego fui la amante de un famoso y aguerrido condottiero. Pero yo no había nacido para el amor, presentía dentro de mí los designios de una misión más alta y noble que la de constituir un hogar o ser la adorable picardía de un santo clérigo. Porque, sépanlo de una vez: nosotras llevamos en la sangre la ciencia del vaticinio, nacemos con el imponderable don con que la naturaleza premia a unas pocas escogidas.

Con todo y esto somos perseguidas y desgraciadas. Todas conducimos sobre nuestros hombros el peso del exorcismo y del odio callejero y a cada paso nos acecha el policía del inquisidor. Es muy curioso: los humanos desean ardientemente conocer su porvenir. Pero lo desean con temor. Y cuando él, a través de nuestra ciencia, aparece adverso, derraman sobre nuestros rostros de nigromantes toda la hiel de la amargura, nos escupen a la cara y blasfeman como si nosotros fuésemos las culpables de sus destinos sucios y miserables.

Ahora vivo en el castillo al servicio de mi amo y señor, el Príncipe Ludovico, el único hombre sobre la tierra que se merece mi respeto y admiración. Y si le quiero y admiro no es por ser él, el hombre privilegiado, amo y señor de bienes y de vidas, ni por su valor en las batallas, ni por su aspecto gallardo y majestuoso. No. Yo lo quiero porque él fue mi salvador aquel día en que una procesión de frailes quería tostarme en la hoguera ante un populacho enardecido, en la misma forma en que tuestan a mis pobres compañeras de oficio y a todos aquellos pobres hombres a quienes culpan y consideran enemigos de la fe.

Para decir verdad, nadie en la corte me quiere a excepción de mi amo y señor, el Príncipe Ludovico. El abad del castillo y su docena de clérigos, que aquí viven de parásitos, me odian a muerte. Lo veo en los ojos de todos ellos, en sus miradas crueles y despreciativas y en las palabras procaces que sueltan en la soledad de los pasillos. Sin embargo, a veces pienso, que ellos tienen razón. Yo fui quien descubrí sus falsas patrañas y los milagros de pacotilla del viejo abad. Lo descubrí, por casualidad, un día que vagaba por los alrededores de la capilla del castillo e inmediatamente se lo comuniqué al Príncipe. No había tales ciegos que recobraran la vista al tocar la casulla del viejo abad. Todo era una farsa preparada. Mi amo y señor se dio buena cuenta y desde aquel día no hubo más repiques de campanas, ni actos descomunales que dieran fe a aquellas curaciones milagrosas.

El Príncipe Ludovico tampoco los quiere porque sabe que son falaces e hipócritas y que en todos sus actos hay de por medio un doble juego de intereses e intrigas. En apariencia, él les brinda la amistad, se muestra generoso y los alaba. Pero él lo hace porque es un hombre inteligente, un gran Príncipe, y conoce a fondo el gran poder de influencia que ellos tienen sobre sus harapientos vasallos. Todos los gobernantes que gobiernan pueblos bárbaros o incultos saben muy bien que su mando solo perdura si lo apoyan los conductores espirituales que encausan las fuerzas supersticiosas del pueblo.

El hecho de que mi príncipe no los quiera no es razón para negar que él es un hombre profundamente piadoso. Asiste a todos los oficios religiosos y teme al infierno como yo pueda temerle a la hoguera de la plaza en donde algún día, designio trágico de mi ciencia, acabaré tostada, ante la fila impasible de los monjes inquisidores y bajo la lluvia de insultos de un populacho grosero. Él teme a Dios y a su santo castigo y sabe muy bien que evitará chamuscarse si reza y si paga los rezos de los sacerdotes en favor de su propia salvación. No solamente evitará las llamas perpetuas del infierno sino que rebajará las vacaciones en el purgatorio, de años y meses, a algunas horas, quizá a algunos insignificantes minutos. Todo será cuestión del dinero que pague. Yo, en cambio, nada puedo hacer. No hay oro que invierta el rumbo de mi destino. El día que caiga en desgracia con mi señor o que él simplemente muera, mi cuerpo hará de badajo en el palo de la horca o simplemente se convertirá en un negro chicharrón oloroso y humeante.

La princesa Beatrice está embarazada. Es una preñez de siete meses y apenas ayer el príncipe me ha ordenado que pusiera mi ciencia al servicio de ella para que su hijo naciera varón. Me lo ordenó sin que con ello me confiara un gran secreto. Yo lo sabía desde muchos meses atrás y discretamente había comenzado a trabajar. Por eso robé el falo de Filelfo la primera noche del día en que fue ahorcado ese famoso y lascivo violador de vírgenes. Hubo canto de lechuza en el momento de amputarlo y lo conservo dentro de un pequeño frasco, consumido en un líquido que el alquimista de la corte me preparó para tal fin. Con el falo de Filelfo y mis otras artes secretas no fallaré. El hijo de la princesa y el príncipe nacerá varón.

Esta mañana entré por primera vez en la alcoba de mi señora. Tenía por acompañante a la partera y al viejo abad, quien, arrodillado al pie del lecho y con la cabeza reclinada contra las sábanas, pedíale al Todopoderoso un crío macho para la princesa. Su voz era ronca y la modulación pausada, y, no puedo negarlo, sus oraciones me parecieron muy bellas y convincentes. El hombre ese conoce su ciencia. Yo puedo opinar sobre esto porque sé mucho de creaciones.

La princesa permanecía acostada sobre el lado del corazón, con el pulgar de la mano derecha señalando al cielo y, según entiendo, esta es la posición que ordena la partera. Y a la partera no se le pude contradecir. Ella es una mujer que conoce su oficio, es la de la corte, la mejor de toda la comarca. Esta misma posición de costado, en la cual reposa la princesa por el momento, es la que ella recomienda para el amor cuando se quiere engendrar un hijo varón.

Me retiré de la alcoba sin intervenir en el asunto porque el abad estaba allí y a mí no me gusta interrumpir los oficios de mis competidores. Yo no creo en la ciencia del alquimista, ni en la del astrólogo, ni en la de los clérigos. Si en ellas creyera perdería la fe en la mía propia que es la más vieja de todas las ciencias o simplemente sería una impostora que viviría del engaño. Yo no creo en las ciencias de mis competidores pero sí respeto sus principios, sus ritos y sus oraciones. Es cuestión de ética profesional. Respeto para que me respeten. Y es muy bueno aclarar que si odio al abad y a todos los de su clase no es por el tipo de ciencia, sino por aquella abyecta persecución que han abierto contra todos los hombres y mujeres que no piensan ni pueden pensar como ellos. Los odio como todos los odian, secretamente, porque no hay armas para oponerles, son amos y señores de príncipes y vasallos.

Había también, en la alcoba de la princesa, una atmósfera pesada y pestilente. Ella tiene varios meses de no bañarse, porque de hacerlo, peligraría la criatura que carga en su vientre. La partera solo le permite algunas fricciones con paños a medio humedecer en aguas aromáticas y eso el primer viernes de cada mes, a las horas del mediodía, cuando los rayos del sol caen verticalmente sobre la tierra. Pero ella y los que estaban allí no deben sentir tales olores. Sus olfatos ya deben estar acostumbrados a esas aromas que son muy propias e iguales en los tres cuerpos. Yo dudo del aseo de la partera y nada se diga del viejo abad porque a él como a las monjas, les están prohibidos hábitos de tal naturaleza. En mi próxima visita me tocará hacer de tripas corazón; mi aseo es perfecto; soy una nigromante que toma dos baños al mes.

Toribio, el alquimista, es quizá el hombre del castillo con quien mejor me entiendo. Somos vecinos, vivimos con una pared de por medio, debajo, exactamente, de las habitaciones del astrólogo. Como hoy había luna llena y era una noche propicia estuvo trabajando hasta altas horas. Toribio es un hombre bajo, de barba blanca y frente surcada de arrugas. Sus ojos son negros y profundos, ojos muy distintos a los del astrólogo, que son cansados y lagañosos de tanto mirar el cielo y las estrellas. Yo estuve visitándolo y hablamos de muchas cosas, entre otras del príncipe Ludovico, del vientre de la princesa Beatrice, y me mostró los compuestos que preparaba para ella con el fin de que fuese madre de hijo macho. Es un buen alquimista, no hay dudas, y no vive de la eterna especulación de la famosa piedra filosofal que ha creado y sostenido a tantos parásitos en las cortes de reyes y nobles señores. Su ciencia es tan limpia como la mía, sin engaños ni mentiras. Pero dudo que sea efectiva aun cuando sus artes y ritos se parecen mucho a los de mi oficio.

En mi visita lo vi trabajar. Arrojó a la retorta los testículos de un toro, la cabeza de un águila y por último la sangre coagulada del corazón de un león. La esencia de aquello, me dijo, se mezclará a un vino que después de ser varias veces bendito lo tomará la princesa. Esa esencia bebida en el vino, según él, daría la configuración a los órganos genitales de la criatura. Yo aprobé con un gesto. Pero para mis adentros tuve una risa de burla. Esa pócima era burda e insignificante comparada con mi querido y valioso falo de Filelfo el violador. Ahora me convenzo de que yo soy la única ayuda real y efectiva con que el príncipe cuenta. No es pretensión. Es el resultado de un análisis frío de todos mis competidores.

Acabo de trabajar para la princesa al pie de su lecho. Ella estaba acompañada por la partera y por una dama de honor y fue tanto el interés y empeño que puso en mi oficio que no sentí los pestíferos olores que se desprendían de debajo de las mantas. Hice que se acostara de espaldas, con el vientre inflado dirigido al cielo, ungí el ombligo con aceite de víboras y coloqué sobre él el frasco con el falo de Filelfo. Ella debía sostenerlo allí, con las dos manos, y pensar intensamente en varoncitos desnudos. “Mientras más piense, princesa, —le dije— el beneficio será más efectivo. Piense, princesa… piense, princesa…”. Una hora después le ordené (en nuestra ciencia nosotros ordenamos a nuestros señores) que corriera el frasco, sin soltarlo de las manos, hasta la conjunción de las piernas y lo tuviese en aquel punto por una hora sin perder el pensamiento. Yo, mientras tanto, rezaba mis oraciones que son secretas y muy viejas, quizás tan viejas como la misma ciencia de la nigromancia. Al final de mi trabajo, en el momento mismo de abandonar la alcoba, entró el abad, entró sin hacerse anunciar y sus ojos de odio se clavaron en mí. Apresuradamente alcancé la puerta. Nada podía hacer ni decir. Solo pensé que el proceder incorrecto de ese viejo era imperdonable y estoy segura de que si el príncipe hubiera estado presente le hubiera ordenado regresar a la puerta y anunciarse. Es muy curioso: como es el confesor de la reina se cree que ha adquirido derechos en la cortesía, derechos exclusivos del príncipe esposo.

¡Según los cálculos de la partera faltan solo veinticinco días para que la señora dé a luz y todavía no se me ha revelado el secreto! ¡Estoy confundida…! ¡Algo pasa en las tinieblas de los espíritus…! ¿Será que mis capacidades de nigromante han disminuido? ¿Acaso será que un ser maligno y poderoso quiere vengarse de mí en este momento cumbre de mi vida de adivina? Pero no debo desesperarme. Aún tengo diez días para que la verdad me sea revelada y pueda comunicársela al príncipe, mi señor.

¡Por satanás…! ¡El príncipe está impaciente…! Ayer me hizo llamar para ver si ya sabía en realidad cuál iba a ser el parto de la señora. “Quiero saberlo, me dijo, de una vez. Ya es tiempo”. “Lo sabrás, señor, cuando la revelación venga a mí. Estoy confundida”. “Recuerda, bruja, dijo él, que mi paciencia tiene un límite”. “Eres el más sabio, magnánimo y poderoso de todos los príncipes, señor. Y esta, la más humilde de tus servidoras, ha puesto todo su saber y su ciencia al servicio de tu próximo hijo”. Eres una asquerosa y buena bruja”, dijo él. “Gracias, señor”, respondí. Pero no se crea que me trata de bruja por ofenderme. Lo dice en chanza, quizás para demostrarme algo de su cariño. No bastaba más que verle la cara con aquellos sus rasgos de malicia tan característicos en él cuando se halla de buen humor. Sin embargo no dejo de pensar en la soga del verdugo y en las llamas de la hoguera.

¡Benditos sean mis poderes y mis fuerzas ocultas! ¡La revelación vino a mí a solo dieciocho días del parto! ¡Es varón… lo vi anoche, en medio de las tinieblas, después de responder tres veces al llamado de un ave nocturna! ¡Lo vi!... ¡Es rubio, de cabellos lacios y ojos azules…! ¡El falo de Filelfo no podía fallar…! He comunicado la buena nueva al príncipe y este, feliz, ha citado a todos los nobles y caballeros de la corte para festejar la noticia. ¡Esta noche se escanciará el vino como en las grandes ocasiones…!

Hoy corrió por la corte la noticia de que el astrólogo había leído horóscopos favorables. ¡Claro… tres días después de mi vaticinio…! El cochino viejo no habló, perro sinvergüenza, hasta conocer la verdad de mis labios. Es un charlatán de marca mayor, un hombre a quien mi señor debía pasar al patíbulo para escarnio de todos los de su clase y casta. ¡Parásitos de la corte…! ¡Charlatanes de pacotilla…! ¡Al diablo, cerdos mentirosos…!

Las gentes de la corte me miran distinto, todas son condescendientes y me sonríen a cada paso. (Pero por Lucifer, ¡puedo jurarlo…! ¡Todos ellos me alaban porque me saben en gracia con mi señor…! ¡Mañana, cuando la soga penda de mi cuello, o los leños ardan bajo la planta de mis pies, ellos mismos serán quienes me cubrirán de vergüenza…! ¡Piara de cerdos mal nacidos…!

La reina, a quien acabo de visitar, puja y se queja como buey con cólicos. Estaba de espaldas y su vientre, muy grande y tenso, parecía que fuera a reventar y por su forma y tamaño me recordó aquella colina de Cravanzana en donde inicié mis prácticas de quiromante. La acompañaban las damas, algunos caballeros y la partera. Todos parecían consternados, entraban y salían, y era como si sintieran en sus propias carnes los dolores de la parturienta.

¡Maldición…! ¡La reina ha parido hembra…! ¡La noticia ha caído como un rayo…! A mí me lo acaba de decir el alquimista. Me lo dijo temblándole los labios y con los ojos brotados del terror. ¡Siervo inmundo…! ¡Sabe que perderá su puesto y por eso tiembla! ¡Cobarde! Ya para mí es noche, pero no tengo miedo a pesar de que el nudo corredizo me frota la garganta… ¡Pero no importa…! ¡Que venga la primogénita y tiña de sangre la plaza de la ciudad y los viejos paredones del castillo!

ii

—¡Señorita, Lucy! ¡Señorita, Lucy!

Ella estaba al frente de una ringlera de tubos de ensayo y de probetas. Volvió la cabeza y se encontró con un mensajero.

—El Dr. Vasco la necesita, señorita Lucy, en el departamento número treinta y seis de la Sección Gama.

—Gracias —dijo ella—. Iré inmediatamente.

Sin moverse de su puesto apretó un botón del tablero de instrumentos. Alguien respondió a través de un altavoz:

—Central de reposiciones… A la orden.

—Favor reemplazo de genetisista1 capacitado para puesto número sesenta y siete de la Sección Alfa.

—Bien —respondió el altavoz.

Anoté algunos datos en la libreta de control y pensé que las llamadas del Dr. Vasco eran extrañas. Dos días antes había sucedido lo mismo. Habían hablado de cosas sin importancia y luego la había invitado a comer. Eran extrañas y desacostumbradas porque siempre que en el Centro Piloto de Biología y Genética alguno necesitaba hablar o dar órdenes lo hacía por intermedio de una completa y extensa red de comunicaciones internas. Además, los directores de departamento o sección, mantenían a la mano equipos televisores para control de trabajo en sus respectivas dependencias. Lucy pensaba en esto y por eso ella se decía que quizás el Dr. estuviese enamorado. Él era un biólogo brillante, de alguna edad, capaz de hacer feliz a una buena muchacha. ¿Sería soltero? De hecho, pensó, tendrá que serlo, tan soltero como ella en sus veinticinco años.

Abandonó el puesto, atravesó el salón a lo largo, pasando por frente de un sinnúmero de compañeras que trabajaban en silencio, bajó al sótano por ascensor y luego tomó una vagoneta subterránea. Las distancias del centro eran inmensas pero las comunicaciones rápidas. A los cuatro minutos se hallaba frente al departamento privado número treinta y seis de la Sección Gama.

Ella entró sin anunciarse como era costumbre cuando la puerta no rezaba lo contrario. El Dr. Vasco la recibió amablemente.

—Tome asiento, señorita Lucy.

—Gracias —dijo ella.

Ahora ella lo veía como pueden verse los hombres en su función de hombres, con sus años, sus ojos grises detrás de los anteojos, sus pequeñas arrugas y sus cabellos entrecanos y se ruborizó al pensar que si aquello que ella se imaginaba llegara a la realidad podría llegar a tener un futuro feliz. Él tenía la piel delgada, sin grasa, de color aceituno tostado, no mostraba abdomen ni carnes flojas. Es un hombre, se dijo, brillante, maduro, con todos los caracteres masculinos. Me hará feliz; estoy segura.

—Me comunicaron —dijo—, que usted, Dr. Vasco, me necesitaba.

—¡Oh! Sí… —dijo él, y por el momento no dijo nada más.

Tomó una copa y ella vio que sus movimientos eran los movimientos torpes de un hombre tímido.

—¿Mescalina?2 —dijo—. Es lo único que puedo ofrecerle por el momento, señorita Lucy. Mescalina en baja concentración con un poco de limonada.

—Gracias, doctor. Aún no me he iniciado. Creo que en la comida pasada habíamos hablado de ello.

—¡Oh… sí! —dijo él—. Perdóneme. Soy un hombre torpe en las relaciones humanas. Siempre olvido los pequeños detalles.

—Eso carece de importancia —dijo ella y se rio.

Él también se sonrió y en su risa vio algo más que aquella timidez. Todo, pensó, es lógico. Está enamorado. Luego él pidió permiso para retirarse unos minutos, tenía por delante el informe de un problema relacionado con el despacho de óvulos a África del Sur. Tomó una libreta de apuntes y desapareció.

A su regreso halló a Lucy de espaldas, ensimismada en un esquema de ácidos nucleicos. Él se detuvo y la observó. Era muy bella con su cutis pálido, sus cabellos negros y sus ojos verdes, con su talle angosto y sus amplias caderas. Es la mujer que necesito, se dijo. Y recordó el perfil de su cuerpo con los senos erectos, un perfil capaz de suprimirle la respiración a cualquiera. No pudo contenerse y dijo:

—¡Lucy!

Ella se dio vuelta. Tenía las mejillas encendidas por haberse sentido llamar simplemente Lucy. Los ojos del doctor la miraban fijamente.

—Doctor… —dijo ella.

—No más Dr. Vasco, por favor —dijo él—. Llámame simplemente Jorge.

—Jorge —dijo ella. Y ya no eran solamente las mejillas las azotadas por el calor del rubor sino todo el cuerpo. Era embarazosa la situación sobre todo ahora que ninguno de los dos hablaba. Al fin dijo él:

—Tengo algo importante para comunicarle, Lucy. Si desea podemos comer en el Rialto.

—Me gusta el Rialto —dijo ella—. Me gusta porque se come bien y el mayordomo es un tipo simpático.

—A mí también me gusta —dijo él— porque allí no va gente del Centro. En ciertos casos el anonimato es delicioso.

—La comida pasada fue una comida estupenda…

—¡Oh… Sí! ¡Estupenda! Pero creo que hoy nos divertiremos un poco más. Lástima que usted, Lucy, no sea amiga de la mescalina. Así la velada sería encantadora.

—Si usted lo desea —dijo ella—, tomaré hoy una pequeña cantidad. En todo caso le ruego no burlarse de mí si llegare a perder la cabeza…

—¡Oh! No —dijo él, y ambos rieron.

—Me han dicho que es algo tremendo… la pérdida de la conciencia.

—No —dijo él—. Es simplemente un verdadero modificador de la conciencia sin los efectos nocivos del alcohol, del tabaco o de los barbitúricos. Es inofensiva y al desaparecer la acción no habrá deseo de renovar la dosis.

Dijo muchas cosas más y él tenía por qué saberlo ya que había sido uno de los científicos que en otros tiempos había luchado por hacer de ella un refugio para una humanidad llena de vidas dolorosas, estrechas y sin horizontes, una humanidad que venía dopándose con drogas nocivas y venenosas. Habló de los paraísos artificiales que la mescalina producía, de las visiones, de la transformación de los colores en verdaderas sinfonías y de la percepción de otros nunca soñados.

—Me iniciaré hoy —dijo ella—, si empezamos con algunos whiskis3.

—¿Whiskis?

—Algunos… Digamos, cinco.

—¡Oh! —dijo él—. Nunca he tomado tal bebida. Pero… bueno. Le daré gusto, Lucy.

Pensó que una mujer como aquella valía mil veces más que un principio y que en su caso lo violaría cuantas veces se presentara la ocasión. ¿Whiski? Ahora, cosa curiosa, la palabra no le sonaba tan mal. Lo probaría.

En el Rialto tomaron un reservado y ordenaron una botella. Los dos estaban felices y para estar mejor devolvieron la lista de los platos y comenzaron a llenar las copas.

—Regrese un poco más tarde —le dijo al mayordomo—. Calcule el tiempo que necesitamos para terminar esta botella.

—Bien, señor —dijo el hombre.

Ahora habían bebido un poco más de las cinco copas y él dijo:

—Esto no está mal, Lucy. Me siento muy bien…

Ella sonriendo aprobó con un bello gesto. Devolvieron la comida (el mayordomo sufrió el eterno error de los mayordomos) y pidieron en cambio otra botella de whiski. La orquesta comenzó un bailable lento y cadencioso y el Dr. Vasco invitó a bailar a Lucy.

—Apenas llevamos la mitad de la primera botella —dijo ella.

—No importa. La nueva la colocaremos a retaguardia…

Ahora se desplazaban muy suavemente sobre la loza y ella reclinó ligeramente su cabeza hasta reposar la mejilla, derramando sus cabellos negros sobre los hombros del doctor. Él sintió el perfume, lo aspiró y comprobó que no era olor de laboratorio sino olor de mujer, algo completamente desconocido. La atrajo un poco más y ella cedió hasta pegarse totalmente.

Pensó en el perfil de ella, en el perfil de su cuerpo que ahora se perdía contra él y dijo:

—¡Uf! Qué calor… Es una reacción con temperatura alta… ¡Vamos… Lucy! ¡Eres adorable!

Ella echó la cabeza hacia atrás lanzando al aire sus negros cabellos, sonrió y sus ojos color esmeralda lo miraron dulcemente.

—Te imaginaba un ogro con anteojos, Jorge…

Él no dijo nada, se limitó a estrecharla un poco más contra su cuerpo mientras corría delicadamente su mano por la espalda que era esbelta y de una dureza agradable. Él no era más que un pobre hombre que se moría, con un perfume en la nariz que lo asfixiaba y el roce de un cuerpo que le paralizaba los sentidos. Sentía en su bajo vientre un tremendo hormigueo.

—¡Diablos! —dijo—. Me tienes loco…

—¿Como la mescalina?

—¡Oh! No. La mescalina produce un tipo de esquizofrenia sana y delicada… Lo que tú transmites es brutal…

—Tal vez sean los whiskis —dijo ella riéndose.

—Quizás —dijo—. Los whiskis y el perfil de tu cuerpo.

Perdieron el ritmo del baile sin darse mayor cuenta porque ella estaba muy amorosa y él no pensaba más que en el perfil y en el delicioso y dulce hormigueo. Luego, sin saber cuándo ni cómo, la besó en la nuca, debajo de la misma oreja. Dijo:

—Te quiero, Lucy.

Y lo dijo quedamente, con la voz trémula de un jovencito que desliza al oído de una niña una frase de amor. Él era ya un hombre, maduro, con sus cuarenta y cinco años de vida y sus cabellos plateados. La besó nuevamente y dijo:

—¿Eres virgen, Lucy?

—No —dijo ella.

—¿Desde cuándo no lo eres?

—Tengo cinco años de no serlo. Ha habido varios hombres.

—¿Amas a alguno de ellos?

—Ni los amo ni los amé. Fueron casos de erotismo pasajero…

—¡Oh… muy bien! —dijo él. Y al decir aquello lo dijo más como científico que como hombre.

—Y, tú, Jorge. ¿Eres virgen?

—Sí —dijo él—. Soy virgen.

—Entonces… ¿no conoces una mujer?

—No. No conozco una mujer.

—¿No sabes, Jorge, cómo está hecha una mujer?

Él la miró a los ojos y vio en ellos un brillo curioso de encanto y de pasión. Mantenía los labios arqueados en una sonrisa entre lasciva y enigmática.

—Solo bajo el aspecto científico —dijo él—. Te he dicho que soy virgen.

—Mejor así. Así me querrás más y más tiempo. Los hombres deben permanecer vírgenes hasta consumar el matrimonio.

Dejaron de bailar y tomados de la mano fueron a la mesa. Los dos estaban felices.

—¿Te casarías conmigo, Lucy?

—Si tú lo deseas, Jorge, puedo casarme contigo.

—Estupendo. Lo deseo y así lo haremos. Pero antes…

—Antes, ¿qué?

—Antes debes tener un hijo.

—¿Un hijo? ¿Un hijo tuyo?

—No. Ni mío, ni tuyo. Tú solo servirás de incubadora.

Ella introdujo sus finos dedos por entre la cabellera negra y sus ojos se clavaron en una de las copas de cristal. Luego dijo:

—No sabía que se le pudiese hacer el amor a una incubadora…

—¡Lucy!

—Me lo hubieras podido soltar desde el principio…

—Sí —dijo él—. Me hubiera bastado darte la orden en el Centro. Pero… me enamoré de ti, Lucy. Bien sabes que te quiero.

—Pero… ¿es cierto que me quieres, Jorge?

—Sí, te quiero, Lucy.

Las facciones de ella volvieron a animarse. Dijo:

—Explícate, Jorge.

—Tú solo servirás de incubadora —dijo él—. Es un óvulo de las cepas del Departamento Beta, bombardeado con espermatozoides del Departamento Delta, con cromosomas “Y” para que la criatura sea del sexo masculino. A los ocho días de fecundado te colocaremos el óvulo en el útero.

—Y a los nueve meses —continuó ella—, tendré una criatura de cabellos rubios con los ojos azules, similar a todas las criaturas que hoy nacen en el África del Sur… Todos iguales, descendientes directos de la célula germinal “K” que produce espermatozoides con cromosomas y genes seleccionados…

—Así es —dijo Jorge.

—Y el chequeo, ¿a qué se debe?

—Los centros de fecundación artificial que trabajan en los negros de África y en los mulatos de la costa Atlántica de la América del Sur, nos han devuelto los últimos despachos de óvulos fértiles. Alegan que hay un gene negro, el gene del pie plano.

—¿Y?

—Creemos que lo hemos encontrado. Es un gene del cromosoma número diez y nueve. Para poder suplantarlo necesitamos una experiencia controlada…

—Y tú me has escogido como incubadora.

—No te molestes, Lucy —dijo él—. El director me ordenó escoger la genetista capacitada que tuviese las formas femeninas más desarrolladas… De esa larga y detallada observación fue precisamente de donde nació mi amor.

Ella no dijo nada y pensó que nueve meses de embarazo eran de por sí4 bastante mortificantes. Cargar en su propio vientre una criatura que nada tiene de uno, que nada heredará de sus propias cualidades y defectos porque los factores de la herencia están determinados previamente en la clasificación de los cuarenta y ocho cromosomas, es algo poco halagador… Al fin dijo:

—Déjame pensarlo.

Apoyó la barbilla sobre el puño de la mano y sus ojos esmeralda quedaron quietos y fijos. Se le pedía demasiado. ¿Podría ella soportar semejante carga?

—Necesito un buen trago de mescalina y bebieron. No oyeron la música pero sí la vieron en colores, en matices desconocidos, y comenzaron a bailar.

—¡Oh! —dijo ella.

—¡Oh! —dijo él.

—Bien —dijo ella—. Pueden colocar su óvulo en mi útero con una sola condición.

—¿Cuál?

—Que cuando nazca la criatura tengamos un hijo de los dos por el viejo y delicioso método antiguo…

—¡Oh… Lucy! —dijo él estrechándola—. Si por mí fuera comenzaríamos ahora mismo…

Notas

1. Transcribo la palabra tal como aparece en el manuscrito original (Nota del editor)

2. En el manuscrito original aparece Mescalina, con s en lugar de z, se puede escribir de ambas formas. (N. del Editor)

3. Se transcribe como aparece en el manuscrito original.

4. Aunque en el manuscrito original hace falta la expresión “por sí”, se hace necesario agregarla.

Arturo Echeverri Mejía

II. Te juro que dejo de sentirme tan solo cuando pienso en ti…

Cartas de Gonzalo Arango a
Arturo Echeverri Mejía5

Querido Arturo:

Es terrible diciembre que se viene encima como un remordimiento por no ser ya niños. Se dijera que de enero en adelante uno envejece y va subiendo a la altura del tiempo para abismarse en la Navidad en espantosos recuerdos. En este tiempo cómo se envidia uno de la alegría de aquellos que no son propicios a la trascendencia del pensamiento, que dejan pasar todo sin averiguar su dolor, como si el mundo fuera el juguete divertido que Dios le regaló al hombre cuando empezó el tiempo a ser una hazaña. Cómo nos duele a ciertos hombres ese juguete y cómo dependemos de él por el dolor que nos inflige, hasta ser sus víctimas.

Estoy pasando ahora por una época dura, sin objetos que justifiquen esta desolación y este gasto de días miserables y estériles que no ofrecen ningún porvenir. Es el recomienzo de una duda antigua que no me abandona, excepto cuando me llega la certidumbre del amor. Pero cuando este no existe, yo me abandono a la desesperación más cruel y me ofendo con una tristeza negra como si yo fuera un enemigo. Es una especie de destruir los últimos vestigios de mi residencia en esta tierra que me deja por gozar muy poca alegría.

El extremo de esta amargura se me revela en mi absoluta impotencia para crear. Este oficio de ser a través del arte me pone al filo de una derrota total que me deja sin fuerzas para aceptar la vida, para perseverar en ella y para admitirle un sentido. Qué opinas de un cuento que tengo iniciado hace quince días, lo leo, trato de terminarlo, de corregirlo, y cuando empiezo se apodera de mí una inercia infecunda y lamentable que me hace abandonarlo y destruirlo, como si la vida se detuviera en mitad del camino y de la germinación con que el espíritu la alienta. Aún insisto, ante estos hechos y ante los intentos fracasados, que se trata de una sensibilidad enfermiza y bastarda que no logrará su justificación y que no alimentará ningún fruto sano. Tampoco espero claudicar, pero siento necesario abrir una pausa y tomar de cualquier parte un poco de fe que me ayude a no desesperar con tanta frecuencia de mi irrevocable intención en mi destino artístico. Creo que habrá que extremar esta desesperación, hundirla en la oscuridad, embotarla en la embriaguez, a los caballitos de la muerte, mezclarla al envilecimiento, perderla en la duda, preferir su destrucción a la conformidad de una esperanza engañosa que me haría aparecer como un resignado comediante. Ahora se cambian los papeles, ese afecto gratuito en mi vocación de escritor que se me antoja imposible, para darle paso, en medio de tanta noche que me rodea, a una capacidad inagotable de sumergirme en la nada.

Me siento inútil, y entre toda esta dolorosa infecundidad y falta de fe en mí mismo, alterno la embriaguez y la inconsciencia con la lectura. Esto significa que una potencia oculta, pero que yo no alcanzo a controlar, me sostiene aún en este equilibrio peligroso en que juego mi destino y mi porvenir.

Estas líneas es lo único que escribo en varias semanas, pero solamente las escribo para ti, porque a nadie le interesa que yo esté tan realmente desesperado, y porque tú entiendes esto a través de la gran amistad que nos une.

Cuando esté mejor te volveré a escribir y quién sabe si esta situación sigue encadenándose sin fin, pero confiemos en que tanto sufrimiento junto no puede prolongarse sin que uno estalle primero en la locura.

Hasta entonces te abraza:

Gonzalo

“El monasterio”, Bogotá. 1964.

Querido Arturo:

¿Cómo vas hermano? aquí estoy sobornando al buen dios6 de la amistad para que no sufras. Qué sacrificios no haría yo para que eso no fuera posible. Tú debes saber hasta dónde me duele tu vida, y hasta dónde mi corazón se rebela en silencio contra el absurdo.

De allá me vine sin verte, como siempre, como si no pasara nada. Es mi manera vagabunda de ser. Tú recuerdas que siempre dejé las citas sin cumplir para ir a tu fábrica. Aparecía como un fantasma y luego me iba en una errancia sin itinerario. Tú no te disgustabas nunca conmigo, y ahora tampoco, y lo mismo te va este abrazo por correo.

Hace poco volví de vagar por los andrajosos puerticos del río Magdalena. Una experiencia muy vital y reconfortante. Ebrio de pureza animal, embrutecido de sol en aquellas playas ardientes, reconciliado en mi corazón por virtud de los paisajes.

Más o menos viviendo la aventura panteísta de mi amigo “El Pez Ateo”7 por las ciudades del sol. Fui feliz hasta la locura. Luego me embarqué en una chatarra crujiente que me arrastró hasta Santa Marta. Allá termina la tierra y empieza el paraíso. La belleza de la bahía es insólita y amarga. Demasiada para un corazón humano. Vi a Dios sentado sobre una roca muy taciturno contemplando el mar. Estaba triste y arrepentido de la criatura humana, tan imbécil. En su opinión, el hombre no era digno del paisaje. En lugar de adorarlo, se dedicaba al contrabando de whiski y a ser candidato a diputado. Unos bastardos sin ideales espirituales, sin un sentido místico del mundo. Muy desesperado, mi amigo Dios maldijo la raza humana y se lanzó de cabezas al océano. Pobre Dios ahora comido por los cangrejos. Fuera del mar, lo otro divino que encontré fue la emoción de Bolívar caminando tísico y desilusionado bajo las ceibas de San Pedro Alejandrino. Venía de amar mucho al libertador a través del libro de Fernando González. Y esta emoción se hizo más violenta al evocar su cielo moribundo y su soledad en aquel paisaje en que toda la gloria humana es inferior a la naturaleza, pues lo terrible de la gloria es que sea mortal y que el paisaje le sobreviva. Bueno, allá se me reveló la miseria y la grandeza del destino.

Después ya no tuve con qué pagar la inmunda ratonera donde vivía y regresé a este santo y estoico monasterio donde habito. Otra vez quemándome y creando mi destino en este horno de purificación. Definitivamente todas mis cartas están jugadas a la belleza, esta diosa cruel que nos premia nuestro culto con el infierno. Desesperada alegría la de este rito, tú que eres uno de sus elegidos conoces ese placer mortal.

De paso te hablo de eso, ayer, sin advertir nada de tu enfermedad le pregunté a Eduardo Mendoza si te conocía, me dijo sin pensarlo dos veces que tu novela era lo mejor que se había escrito en Colombia en los últimos años. Incluso que se la había hecho leer a Javier Arango Ferrer como el documento literario más artístico y trascendental sobre la violencia. De verdad me emocionó oírle expresar un concepto tan espontáneo y desinteresado, luego le cuento lo que te pasa, y se puso muy callado y abatido, yo no sabía que te estimaba y admiraba tanto. Pero la culpa es tuya porque siempre has sido el más humilde y profundo de los escritores. No ostentabas con tu intimidad de artista. Siempre parecías ir por la calle como un asombrado, y en tu camino me encontrabas y me invitabas a un café y un cigarrillo, nunca hablabas de literatura porque precisamente eres un artista muy ocupado con la vida. Bueno, había que adivinarte que eras novelista. En cuanto al más grande y puro de los amigos no había qué adivinarlo, porque esas cosas se te salían al rostro y desnudaban tu intimidad. Estar contigo fue siempre una fiesta. Siempre será duro renunciar a ese derecho que teníamos sobre ti. Yo no lo aceptaré nunca sino como una maldición, como enigmas de dioses que vuelven a exilar a los mejores de entre nosotros. Extraño tu exilio compañerito, y amargo el cáliz que nos dejas.

Mi amigo Eduardo te manda un saludo y una petición muy cordial: desea publicar uno o dos de tus cuentos en el suplemento. Yo le dije que tú tenías algunos inéditos, y que tal vez por mi intermedio era posible que cedieras alguno. Él estará encantado y honrado de publicarlos. ¿Por qué no haces este regalo a tus amigos?

Espero que te sea posible.

Si de pronto quieres pensar en uno que te ha querido mucho, piensa en Gonzalo. Yo te recuerdo, y esta pensadera en ti me jode lo más tierno de mi vida.

Saludos para Beatriz, tu señora, los niños, Hernando y Marina.

Y todo lo poco que tengo para ti.

Gonzalo, Firmado Gonzalo Arango.

G. A: ap. Aéreo 96-43

Bogotá

Querido Arturo:

¿Se te puede desear un año feliz? Eso es demasiado impersonal para que te lo diga, simplemente deseo que el año que empieza te dé lo que merece tu buen corazón.

En estos días he perdido algo tan amable, un amor ideal tan fuertemente ligado a mi vida, que sin él me sentí por un tiempo desfallecer, al borde del destino más inútil. Pensé en mi grado más alto a que pueda llegar la desesperación humana, que tú me brindarías en la selva un pequeño rincón, no entre los hombres sino al lado de los árboles y de las fieras: estoy seguro que haría allí una convivencia más pacífica, en armonía con la lluvia, el sol, el viento, la noche y todos los elementos que conservan aún viejas esencias de paraíso. Me pensaba ocultar en la más absoluta soledad y para toda la vida. En esos días sentí el más intenso desprecio hacia toda la humanidad y una idea obsesionante de reventar y mandar a la mierda mis posibilidades intelectuales.

Afortunadamente este aparente fracaso en que estaba hundido fue reemplazado por una ardiente fe en los libros y en la cultura. Podría jurar que obras como Luz de Agosto y el Ulises de Joyce me devolvieron al sentido de la vida, con todas sus alegrías, tristezas, esperanzas y fracasos, es decir, en lo que es. Puedo decirte que ahora tengo un entusiasmo febril por la creación literaria. Había abandonado casi definitivamente la idea de publicar mi novela, ya con tres años de escrita, pero un llamado desde el fondo de mí, me ordena seguir con la fidelidad más estricta en mi vocación novelística y ya tengo en ejecución muchos proyectos.

Actualmente paso en limpio la obra, pues al releerla he encontrado muchas deficiencias, bastante abuso de la literatura como palabras huecas y adjetivas. En este retoque de la obra está quedando lo que yo creo sea lo esencial, lo sustantivo. Claro que reconozco algunos defectos, tal vez personajes traicionados o situaciones puramente fantásticas y morbosas como las obsesionantes escenas de prostíbulos y cementerios, veré hasta dónde todo esto debe suprimirse para que la novela no resalte por un dramatismo intencionado, sino más bien por la naturalidad con que los personajes van Justificando y afirmando su propio destino. Tengo la creencia justa de que estoy dando lo mejor de mí mismo y de muy buena fe. Si no me equivoco no serán los verdugos los que me condenen, seré yo el primero en reconocerlo. No soy presumido para creer en excelentes dones de talento, de sensibilidad y de otras virtudes conque muchos se creen predestinados en el arte. Yo carezco de muchas cosas, pero tengo el derecho que tiene cualquier hombre por genial que sea y es el de hacer mi propia vida. Y esto no está dentro de las leyes prohibitivas ni punitivas de la humanidad.

Créame, querido Arturo, que no me siento salvado de este reciente y casi mortal dolor que tuve. Acepto la vida como algo merecido y la vivo con toda la aceptación de mi ser.

Como te digo ese amor era tan caro a mi vida como lo es ahora su recuerdo y mientras yo tenga la facultad de pensarla ella vivirá en mí. Por eso no ha muerto ni morirá jamás. Pero te suplico que nunca le preguntes a nadie, ni a mí mismo, quién era. Espero ese rasgo de tu amistad.

Te envío un abrazo duradero y te recuerdo que 1954 nos dio un año más de vejez.

Gonzalo

Querido Arturo:

Estoy solo en la Biblioteca, hoy un día martes de vacaciones de diciembre. Creo que hace un año te escribí una carta bajo este clima de soledad y abandono en que me siento excluido de la alegría popular, de esos seres puros y virginales a las inquietudes del destino, que van y vienen por las calles, apretujados, en la ansiedad navideña.

Hace poco estuve leyendo “Las elegías de Duino” de Rainer María Rilke, uno de los poetas más grandes de todos los tiempos. Este gran mago de la palabra, no solo ha entrado en los profundos misterios y secretos de la poesía, sino que es una de las almas más atormentadas por el pensamiento de la muerte, y la fragilidad de la existencia. Ha sido una sorpresa y una bendición encontrarme con estas páginas que me redimen mucho de esta sensación de abandono y pérdida que son habituales en mí en los tiempos en que por determinados motivos festejan los pueblos con la más exuberante alegría, algunas fechas que la historia del corazón consagra.

Después de este estado abrumado de belleza y poesía que me trajo Rilke, he salido a la puerta a mirar pasar gentes y automóviles. La percepción de este movimiento me reveló una especie de transitoriedad de todo lo humano, ese devenir incesante de lo que pasa y nada queda, de lo ajenos que somos los unos hacia los otros, del predio extraño en que cada uno vivimos, casi podemos decir sin esperanzas de comunicación recíproca, con lo cual se afirma radicalmente nuestro estado de soledad y olvido. ¿Qué era yo para esta gente que no me volverá a ver nunca, que ni siquiera me recordará y para quienes ni siquiera existo, en cuanto no me han percibido? Yo, un extranjero, ellos, extranjeros, todos disueltos en una nada tierna y brumosa, inocente y por eso mismo terriblemente dramática.

Entonces ha venido la muerte de nuevo, la muerte y la gratuidad de la vida. Me vuelvo a encerrar en el cuarto de la Biblioteca. Me siento en una silla, a mis espaldas la calle está llena de confusión, de voces y ruidos que vienen a completar este paisaje de amargura y oscuridad en que empieza a florecer esta poesía del destierro, esta inútil literatura del exilio del mundo, de la felicidad y de los Hombres.

Cuando terminé de fijar en el papel estas sensaciones inmediatamente me puse a escribirte, también parque vi un carro de pasajeros que iba hacia Rionegro y por el cual tuve un impulso súbito de subirme en él y fugarme. Que el tiempo no lo atormente mucho para que yo pueda desearte un año nuevo feliz, como dice la gente.

Te abraza estrechamente, por encima de los años que pasan.

Gonzalo.

Arturo: ella ha vuelto a resucitar en mí, pero no me deja vivir. Cada minuto se vive en nombre del entierro de ese amor. Este sepulcro huele a vida, a una resurrección que sigue viviendo sin dejar de estar muerta, yo soy ella, ella soy yo. “Romeo y Julieta” no es romanticismo cotidiano, es el sentido trágico y eterno del amor. Hay que entender la grandeza de esos sacrificios, de esa renunciación a la vida, el amor ahí está emparentado metafísicamente con la muerte. El amor no es un sentimiento de esta vida, es una condena, una pena de muerte, quien no lo entienda así lucha por la descendencia y por otros negocios domésticos, por el orgullo de la supervivencia, de sentirse inmortal en la semilla que deja y que va a sustituirlo. Tengo una soledad diluviana, tú entiendes lo que es sentirse solo, pero esta soledad es inmancillable por la humanidad, la humanidad ha resuelto hacer sistemas absolutos de convivencia: su economía, su religión, sus mismas esperanzas, intereses mezquinos comunes a todos que los convierten en entidades abstractas. Pero a mí no me llega nada de esto, me deja vacío con su cantidad de promesas, mesianismos, trascendencias y vidas superiores. Nadie tiene por qué invitarme a su redil de conformidades terrenas. Sigo orgullosamente solo, diluvianamente solo. Este adjetivo de la grandeza de mi soledad. Son las tres de la tarde, la biblioteca está al frente, no he ido a cumplir con mi “deber”, nadie tiene por qué esperarme porque yo vengo desde la nada y hacia ella voy, lo que se interfiera en este camino no me importa: ni la gloria, ni el deber, ni la responsabilidad, ni nada, ni nada. Todo merece de mí un absoluto desprecio, asco8 de esta humanidad que suspira y se siente feliz con su idea de la inmortalidad. Pero ¿no se dan cuenta que esta carroña va a morir con alma inmortal y todo lo que tiene? He entrado en la Biblioteca, nadie me pregunta por qué estoy victoriosamente ebrio. Me temen. Yo les temo a todos, ellos están solos como yo. Son tan fantasmas como yo.

Pienso ahora que eres el único amigo bueno que tengo y por eso he sentido la necesidad de escribirte. Te juro que dejo de sentirme tan solo cuando pienso en ti. Que nadie me pregunte nada. Le digo al portero de la Biblioteca: lleva esta carta. (Con la más absoluta dulzura). Tienes derecho a saber que tu amigo gonzalo9 es esto: gloriosa y trascendentalmente: nada.

Y como nadie vale nada, que estos secretos queden invulnerables entre tú y yo.

Amiguísimo Arturo:

Ahora no le escribo a nadie, me parece que la vida me va rompiendo todos los lazos de comunicación con el mundo, con los amigos, con el amor. Qué cruel es todo esto de sentirse solo, como si hubiera nacido antes del tiempo en el que merecía vivir. Porque nada grato, nada justificable, nada para decir “qué bello es esto”, nada para sentir que hay que andar en busca de alegrías, de ilusiones. Toda la espera, toda la emoción de vivir se rompe contra mí mismo como si yo fuera el fondo de un precipicio.

Qué hacer, querido Arturo, lentamente se vive contra toda desesperación. Hay obligación de vivir para ser testigos de que la vida no es nada, que es ese fondo oscuro donde se agita nuestra miseria con cierta embriaguez, como un alcohol que nos quema. No me acuerdo sino de ti para escribirte mi tristeza, solo te considero el único amigo distante y que entiende esta amargura que me va destruyendo. Te quiero mucho y encuentro en ti la esencia de mi propia desdicha aunque tu vida es más limpia, tienes un sentido que agotar, mientras que yo mismo soy una voluntad que me agoto, que me agonizo.

Hace pocos días me invitó una chica a una fiesta social, muy desinteresadamente, con el interés de quien solo ve en mí un amigo diferente a los que habitualmente componen su mundo. Ella tiene un bello entusiasmo por asuntos de la cultura y le gusta oírme. Yo hablo poco, a veces me deslizo insensiblemente hacia el fondo de mí mismo y nos envuelve el silencio. Muy poco tengo qué comunicar, no soy elocuente, me esquivo a la traición de las palabras. Ella lo entendió así y no protestó. Yo le dije que me sentía culpable de que estuviera a mi lado, escuchando mi silencio, mientras todas las muchachas y los jóvenes bailaban y ella quería bailar, se le notaba. Pero yo estaba ausente, tímido, con mi complejo de la soledad, muy perplejo con la mirada de los asistentes. Al fin quería que mi compañera se desquitara del tedio que le causaba mi compañía. Bailó. Yo pasé divertido viendo la ligera alegría de la juventud, su despreocupación, sus ansias de vida, su amble intrascendencia. Marta Lía me dijo que estaban extrañados de que no bailara. Yo le dije que me daba pena porque era muy torpe y (era)10 la primera vez que asistía a una fiesta social. Porque la fiesta fue en su casa.

¿Qué hay del Cauca? En estos días lo vi en Bolombolo, toda una noche en la orilla, mirando sus aguas, como en el éxtasis de la muerte por su serena oscuridad. Qué río melancólico y humano, se puede cortar su soledad con un cuchillo, y es como un sereno ataúd que se mueve en la noche, que da tentación de meterse en él y dejarse llevar a una dichosa muerte en el mar.

Me ha sonado mucho en estos cinco días la idea del suicidio, pero solo como idea. Presiento las consecuencias y me parece absurdo. Quién, por ejemplo, queda sobre la tierra para preguntarte “qué hay del Cauca”, y es como si yo al morir, tú y el Cauca no hubieran existido.

No, nada de suicidio, es una idea muy dramática para contemplar, para deleitarse en ella y bañarse en su oscuridad como una noche, en el frenesí de una noche solitaria.

Arturo, no vivo, estoy destruido por la ausencia del amor. ¡Qué ternura inmensa, que apetito de intimidad!! Pero nada, nada, solo una tremenda llama que me destruye, que me consume lentamente hasta la agonía física. Pero no hay salvación. La condenación de estar solo. Solo solo solosolosolsoslsoslsososlsososlsososlsoslsoslsososo…11 hasta la muerte.

Una hazaña popular: coroné una reina en Andes, para unas fiestas del cincuentenario del Liceo donde cursé mis primeros años. Se me obligó al reconocerme todo el pueblo como un orgullo legítimo de la tierra. Yo soy muy sentimental y quería recordar un poco, regresar al pasado, a la hermosura salvaje de la niñez, retomar el éxtasis de cuando aún era un instinto la vida, un bello instinto. Ahí te mando el discurso que apareció en “el colombiano”12. Nada de arte, el sentimiento de la juventud, del paisaje nativo, con una nota de paz y de llamado a la convivencia. Se emocionó la buena gente al tocarle esa fibra secreta de bondad y de romanticismo que todos llevamos dentro.

Clausuraron la “GENERACIÓN HIPOTECADA” por revolucionaria, por significar un peligro para la estabilidad económica del periódico: ¡cobardes! Se quejaron los curas y ellos vendieron, los de la “izquierda”, la pobre Generación Hipotecada, que aspiraba a pagar su deuda, expiar sus debilidades, sus conformismos, su silencio, su mediocridad, su indiferencia. Este fracaso no significa sino una obligación, un compromiso de nuestro entusiasmo para reivindicarnos y deshipotecarnos el año entrante con la revista de que te hablé.

Ya te hablo emocionadamente de la lucha y del futuro, y hace poco del suicidio y de la soledad. Es el sentido de “La Rapsodia Húngara Número Dos, de Liszt13, cómo se me ha metido en el alma estas noches en un café, donde voy a oírla y emborracharme, porque esto me deshumaniza un poco, me insensibiliza, es como un suicidio romántico esto de disolver las penas en la inconsciencia.

Espero verte cuando vuelvas, ojalá esté mejor para entonces y podamos tener el placer de almorzar juntos.

Te abraza

Gonzalo.

Arturo Echeverri:

Lejano amigo, estas tardes de Navidad la alegría que viene del cielo incendia la ciudad. Yo soy un habitante desierto perdido en este otro seco desierto del mundo. El cielo me prometió y me defraudó. Las tardes azules caen en mi ser oscuro como plomo derretido. Nada espero y tal vez no le vuelvo a exigir más al mundo, ahora voy a vengarme. En lugar de mirar las estrellas que brillan con una luz tísica y profana vengo a escribirte, unirme a tu soledad, a tu tristeza de Caucasia. He sentido tu lejanía como un crimen, perdido tú en esa selva sin piedad. Pero también puede ser que los árboles amen más que los hombres, al menos están quietos como centinelas, centinelas de nada porque no tienen qué guardar, Dios ha muerto, el hombre es un bicho rastrero y el cielo no es más que un desierto azul y feo. Me repugna todo, esto tiene el tono de caricatura que Dios quiso darle, dibujitos cochinos, acuarela de mentiras. No hablamos de dios14, ni del mundo, que sigan ellos su ruta, escondamos las lágrimas y quedémonos.

Cuánta falta nos haces, te tragó la distancia, la gran ética de la pobreza y la necesidad. ¿Cómo recuperarte Arturo? ¿En mis ratos de hondo abismo no has escuchado el eco de mi voz cuando te llamo? Tal vez mi voz se la trague la inmensidad, o la apaguen los dioses que beben la sangre de uno hecha vino y se emborrachan. ¡Mentira! Ellos dan la vid pero no la sangre.

Aquí todos están alegres, mientras tú estás solo. Mi carta lleva la reconciliación, yo escribo tu nombre, resucito con fé15, espero que nos veremos y nos uniremos16 por detrás de las estatuas, tal vez de noche.

Leí tu obra y recibí muchas gratas impresiones de arte y de vida. Tu novela es apenas el testimonio de un hombre honrado y desesperado. En la descripción de las escenas tienes una fuerza maestra, incontenible y definitiva, pintoresca y sobria con la belleza natural. Y las ideas y las acusaciones, todo revela el drama amargo que se da en tu sensibilidad. Pero ahí no te detienes. El que acusa tiene la postura del redentor, se levanta sobre las ruinas y mira el paisaje desolado. Empieza la reconstrucción, sobre el desastre, la vergüenza y el crimen; intuyes la salvación, trazas el camino de la esperanza, haces regresar al arrepentimiento. Tu obra desenmascara el falso brillo de los ídolos. Qué más querías, no te quedaste callado, señas de que no estabas comprometido. Acusar es negar y nosotros queremos la afirmación y la confirmación del hombre y de la vida. No los dejemos perecer. El hombre vale la pena por lo que ha dejado de hacer. Me gustaría formar un rebaño e irnos a pastar al monte. Que otros gocen los rascacielos y la gloria. Yo me quedo con el espacio y lo incomprensible. El tiempo debe detenerse.

Mi novela. Humilde labor de hombre. No hago más, no puedo más, grité con la intensidad que pude, grité por encima del trueno y por encima del silencio de dios. El grito de un hombre siempre vale más que la impiedad del dios que habla para castigar. A mí no me horroriza ya el chasquido de su látigo, yo sé que él es capaz de todo, menos de morirse. Pronto te enviaré mi obra, diferente concepción novelística, pero el mismo tono áspero y rebelde. No es artística, yo no puedo enmascarar lo que más me duele. Para desfigurar al hombre habría que hacer una careta del tamaño de un cementerio.

Aún no hay nada cierto respecto a su publicación, y será difícil, nadie querrá comprometerse con la verdad, es peligroso. Cuando exista una cosa definitiva te escribiré y nos alegraremos. Ya no soporto más esta pobreza. La vida es injusta, el estilógrafo y otros elementos de labranza están en manos de los usureros. La pobre riqueza de uno también se la reparten. Está bien. Algún día el mundo me verá marchar con ojos asombrados. Amé mucho, amé hasta el fin, hasta que se le agotó el amor y empezó a odiar. Y el mundo festejará regocijadamente mi partida. Así paga la honestidad y la fe esta puta que se llama la historia.

¿Qué hay por el Cauca, muchos rumores, qué tal la selva, aún siguen más dulces las fieras que los hombres? Yo amo mucho los hombres, tomo mucho licor, me estoy aniquilando lentamente, soy el testigo de mi ruina y mi fracaso. Hoy tengo puesto el vestido azul que me regalaste. Alberto17 y Fausto18 me han dicho que quedo bien. Cuando me engalano me miran las muchachas, de resto no. Tu vestido azul es la condición para el amor. Me enloquezco y corro a buscar bulticos luminosos de carne que se inflaman de amor en los cuartos oscuros entre el hambre y la fetidez. Yo te quiero mucho, no me pidas que me salve, estoy perdido desde que nací. Ese día lo lamentaron con luto los asesinos y los enemigos del hombre.

Quisiera ver una gaviota volando sobre la selva, escuchar el rumor del río, divisar un barquichuelo en la inmensidad fluvial, quisiera verte y abrazarte. Ante todo quisiera no ser. Los tales rascacielos me odian. Soy más alto que ellos porque no los miro. ¿Que si hay algo de amor? Sí, me desprecio y amo la muerte. Para entonces se romperá en dos el misterio, las dos tajadas brillarán: existí para nada. Nunca fui necesario. Yo muero, ¿y qué? ¿Por eso va a dejar de existir el mundo? Entonces no llore, no llore que toda cobardía se paga con el olvido.

No más, no más que me estoy muriendo. El hombre es un movimiento hacia nada.

Gonzalo

Facsímil de la última página de la carta de
Gonzalo Arango a Arturo Echeverri Mejía

ARTURITO ECHEVERRI:

Querido amigo:

Qué manera de irse tan callando y dejar a tus buenos camaradas con la gana de darte un último y estrechísimo abrazo, pero yo me explico que en ti hay cierta sádica costumbre de desaparecer a tus selvas sin que te siga ningún recuerdo ni la huella de la despedida. Tú debes comprender la emoción tan íntima de nuestra amistad y el placer casi inefable que siento cuando vienes y charlamos sobre algunas cosas de la vida y del arte. De estas conversaciones siempre queda un poco de optimismo y se renueva el ya casi extinto entusiasmo de la creación literaria, lo que me hace pensar en lo inmensamente benéfica que sería tu constante presencia entre nosotros para aprender de ti una pureza que ya hemos perdido y una comprensión de los hombres y del mundo sin la19 cual no tendríamos qué hacer con la literatura.

Ojalá que tus negocios y tus siembras te den la ocasión de venir a radicarte bajo este cielo de Medellín para que tú también te dediques en forma y sistemáticamente a las cosas de la cultura. Bien sabes que tienes mucho porvenir en este sentido, pues hay de tu parte una experiencia tremenda por el dolor y la alegría de la que te tocó vivir en años pasados que te capacita para hacer una novela con los más conmovedores elementos, según me manifestaste anteriormente. Espero que des la buena noticia de que te has puesto a escribir esta obra. Resultaría algo extraordinario por su contenido y tú puedes crear sin fanatismo la novela de la violencia, caracterizando a los personajes con la habilidad y maestría de la que eres capaz. No te des más espera, no te engañes con la idea de que en el porvenir serás mejor, pues la superación no se produce sino mediante la evolución y el trabajo.

Ahí te mando la revista “Universidad de Antioquia”, hay algunas cosas publicadas allí que son de mi agrado y aceptación, debes leerlas. También te envío como un regalo que he comprado exclusivamente para ti, el libro de Alberto Moravia: El Conformista, tengo la seguridad de que te va a emocionar profundamente. Ahí te mando mi más reciente producción20, es un cuento para publicar en páginas literarias y para ganarme algunos pesos, aunque es un documento de la miseria y de la injusticia de estas ciudades dominadas por los sistemas capitalistas, no tiene todavía la violencia de que soy capaz pero la voz y el grito deben empezar por la descripción callada de estas vidas que por sí mismas son testimonios acusadores y la prueba de una catástrofe de que somos culpables. Espero que te guste.

No me explico por qué no das respuesta a mis cartas, tú debes tener muchas cosas para contar a tu amigo y que me agradaría conocer. Por qué no me dices: “las cosechas se han perdido por culpa de la lluvia” o “la violencia se renueva manifestando con ello que el hombre está perdido” o “esta noche, en la cama, mientras fumaba, me asaltó la idea de darme definitivamente a la tarea de escribir mi novela”. En fin, de que el pasto está seco, verde, rojo, todo lo de tu vida tiene un hondo significado, y yo me creo con derecho a preocuparme de lo tuyo, pues estás tan solo y tan olvidado (?)21

Querido Poeta, voy a pedirte un favor: me han dicho que en Caucasia se consiguen tortuguitas con gran facilidad, no importa el tamaño ni la hermosura, pues creo que todas son admirablemente feas, pero estos seres curiosos tienen un aire metafísico que los hombres no han querido reconocer; es el ser en mi concepto más íntimo y profundo de toda la creación. Necesito para algo muy importante uno de estos animalitos, si allá se encuentran con facilidad espero que por algún medio me hagas llegar uno. Naturalmente no te exijo sacrificios ni la más mínima preocupación, te agradecería me hicieras ese favor siempre que esté a tu alcance. Podrías remitírmela directamente a la Avianca, pues allí tengo una hermanita que trabaja y que le entregan los envíos inmediatamente. Se llama Inés. Yo le comunicaré a ella para que esté lista a reclamarla, aunque este filosófico ser se sentirá muy a su gusto en uno de los apartados. Si me puedes escribir anunciándome el envío puedes hacerlo y me darías con ello gran placer.

Te abraza afectuosamente,

Gonzalo

Medellín, Octubre 20 de 1963

Querido Arturo:

Uno siempre está incompleto cuando por dentro hay un vacío. Bien sabes lo que significa tu amistad para mí, expresada en la ternura de tus gestos, la devoción humana que pones en el más mínimo de tus actos que semejan actitudes rituales o religiosas. Pero esta falta que me haces se vuelve mayor cuando se une a tu distancia el peligro de esa tierra bestial donde te pueden suceder cosas inconfesables. Estás llevando gratuitamente una vida de riesgo, una aventura peligrosa jugada con la muerte. Y eso no está bien cuando ese pequeño bienestar de tu vida actual lo estás jugando contra tu destino de escritor. Recuerda que cada cual tiene su puesto sobre la tierra y tiene que responder por él ante sí mismo y ante el mundo. Mejor sería que empacaras tus sueños de fortuna y te vinieras a vivir modestamente con nosotros. Aquí podrás escribir con la confianza que da la seguridad en la propia vida. Yo sé que si tú tienes algún dinero podrás fundar una revista contando de antemano con nuestra solidaridad, esta revista te da la vida y con el tiempo hasta podrás tener alguna fortuna, un prestigio fuera de nuestro límite. Pero si esto no resulta, no importa, has vivido y eso es suficiente. Convéncete (de) que esta empresa no tiene nada de quijotesca, es por el contrario real y llena de posibilidades. Aquí se necesita la publicación que rompa la ordinariez y la mediocridad de las revistas comerciales y deportivas. Sé que un gran público recibiría regocijadamente una cosa de trascendencia que les diera una visión completa sobre el hombre y sus obras, a través de una gran honestidad. Piensa en esto, no se requiere mucho dinero, le daríamos al principio un empuje y la empresa seguiría rodando con movimiento propio. Esto es mejor, o cualquier cosa es mejor a vivir entre bandoleros. Además, aquí podrás escribir la novela sobre los ataúdes que embarcan en el lecho de los ríos con campesinos descuartizados en el fondo de ellos. Yo tengo la convicción de que solo tú puedes escribir la novela sobre nuestro tiempo, porque la has vivido, la has sufrido en la carne de tus hombres, en tu propia sangre. Nunca hechos tan sangrientos se pueden enfocar a través de ninguna técnica novelística, y lo que tú has visto escapa a toda imaginación creadora. Yo nunca creí que el hombre fuera una máquina tan peligrosa para hacer horrores y cometer iniquidades. No sé si nos sobre amor para tener piedad y perdonar a los asesinos. Solo que uno no comprende y tanta crueldad anonada nuestro espíritu. He pensado qué es mejor en estos casos, si el perdón o la venganza y veo que ambas son actitudes criminales. ¡Solo que uno no comprende!!!

Tampoco se puede actuar con egoísmo. Ya sabes que si tu señora no se ha muerto de amor por ti, no quita que se pueda morir del corazón. Hay que renunciar un poco de sí mismo para que los otros vivan. No hay plenitud más grande que la que se reparte con otro.

Alégrate Arturillo, tu novela está en vísperas de terminarse, está quedando maravillosa, bellamente escrita, correcta, pulcra, con fidelidad a la estética de tu obra. Palacete está haciendo la cosa con amor. No he dudado nunca de la calidad artística y humana de tu novela, la has escrito como hombre, sin otra actitud que la defensa por las cosas que del hombre se nos mueren, nos arrebatan. En estos días voy a leerla sistemáticamente y pienso escribir un buen ensayo sobre ella para publicarlo cuando aparezca editada en la revista Universidad de Antioquia, ahora sabrás por qué. Dime de paso qué piensas sobre su publicación, qué planes tienes. En cuanto a la mía te prometo entregártela en tu próxima visita a Medellín. Sería una gran cosa que mi novela consiguiera entusiasmarte y si ello es así yo quedaría tranquilo. Sensibilidades humanas como las tuyas las da la historia como equivocación. Ya sabes que para la comprensión de mi obra solo exijo hombres, sensibilidades humanas, porque tanto tu obra como la mía se terminó de espaldas a la academia y a la ortodoxia literaria. Me tiene un poco triste ver cómo envejece mi obra ante mis propios ojos, sin que yo pueda evitarlo se me está hundiendo, se me está olvidando. Lo que temo es que termine por perderle fe22. Quisiera publicarla por una razón: para que Después del hombre23 deje de ser un recuerdo y yo pueda seguir el ascendimiento a nuevas visiones del mundo, no detenerme ante el empuje de mi espíritu tenebroso en busca de la luz. Esperemos, hay que estar de cara al porvenir, aunque el porvenir esté de noche, puede que mañana amanezca.

Te alegrarás mucho con esta noticia: En24 estos días fui nombrado secretario general de la biblioteca de la Universidad de Antioquia, con funciones directas sobre la revista, yo prácticamente la dirijo. Definitivamente estoy metido en mi mundo, y siento una gran alegría al saberme responsable de algo, sintiéndome necesario en la vida, reclamado por obligaciones que comprometen mi espíritu y someten mi voluntad. Ahora tengo ganas de vivir. He dominado mis fuerzas instintivas, se han apagado las pasiones que me consumían como fuegos. Estoy sereno, con deseos de sentir el vértigo de muchas cosas elevadas.

Desde estas columnas haremos grandes cosas, te ayudaré mucho, podrás escribir lo que quieras.

Contéstame y háblame de tus ríos, de tus crepúsculos, pero háblame de los hombres ante todo, cómo los están tratando últimamente, ¿muchos odios? Pregúntales por qué se odian y que eso está mal, que se amen, que es muy fácil echarle el brazo a otro hermano y besarlo, que además nada se ganan matando. Háblame mucho de ti mismo, de tus alegrías, de tus angustias, de tus últimas soledades, nunca es suficiente la estimación lejana cuando se quiere tan entrañablemente.

Los amigos, Fausto, Alberto, Carlos25 te envían fuertes abrazos. Empaca tus esperanzas y te vienes, las grandes soledades llevan al escepticismo y tú tienes que seguir creyendo en ti y en nosotros. ¡EL HOMBRE NOS ESPERA Y CREE EN NOSOTROS!!

Gonzalo

Notas

5. Las cartas que se transcriben a continuación, excepto una de ellas, no tienen fecha. Las presento en el orden en que venían en la carpeta que se hallaba en la caja de manuscritos de Arturo Echeverri Mejía, entregado por su hija María Francisca Mejía, el miércoles 4 de marzo de 2020, en la Universidad de Antioquia. Gracias, María Francisca, por este hermoso regalo a la ciudad y a la literatura.

6. En las cartas transcritas la palabra “dios”, aparece a veces con mayúscula y a veces con minúscula. Se ha respetado la escritura original, aunque probablemente se deba a los estados de ánimo de Gonzalo Arango en el momento de escribir las cartas.

7. Conservo las mayúsculas del manuscrito.

8. En el original aparece esta palabra con h.

9. Con minúscula en el original.

10. Falta en el original.

11. Se transcribe tal como está escrito en el original.

12. Con minúscula en el original.

13. En el original aparece escrito Litz.

14. Con minúscula en el manuscrito original.

15. En el manuscrito aparece con tilde.

16. “Que nos veamos y nos unamos”.

17. Alberto Aguirre Ceballos (1926-2012), famoso abogado y editor, propietario de la Librería Aguirre, que fue epicentro de la cultura en Medellín durante tres décadas entre los años 50 y los 70. En su editorial “Aguirre editor”, se publicó por primera vez El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, así como las Obras completas de León de Greiff hasta entonces y la novela de Arturo Echeverri Mejía, Marea de ratas.

18. Fausto Cabrera Díaz (1924-2016), nacido en Gran Canaria, España y fallecido en Bogotá, Colombia. Actor de cine, teatro y televisión, director de teatro, escritor y poeta. Durante su primera temporada en Colombia vivió en Medellín y perteneció al grupo de la Librería Aguirre.

19. En el manuscrito aparece “sin lo cual”, aquí se ha corregido.

20. Entre los papeles que acompañan las cartas, aparecen dos cuentos de Gonzalo Arango. Uno es El Pez ateo de tus sagradas olas y el otro Evasión. El primero tiene la letra de una máquina de escribir diferente y otro papel; el segundo parece ser el referido aquí.

21. En el manuscrito aparece este signo de interrogación separado del texto. Lo dejo entre paréntesis.

22. Tildado en el original.

23. El título de este libro es Primero el hombre, aludiendo al hecho de que en este compendio de correspondencia se nos revelan dos personalidades, la de Arturo Echeverri Mejía y la de Gonzalo Arango. Hay también cierta voluntad de homenaje a Manuel Mejía Vallejo, quien sostenía que primero somos hombres y luego escritores. Es una hermosa coincidencia que la novela de este último se titule: Después del hombre.

24. Con mayúscula en el original.

25. No está claro si se refiere a Carlos Jiménez Gómez o a Carlos Castro Saavedra, pues ambos formaban parte del mismo grupo de amigos. Carlos Jiménez Gómez. Nacido en el Carmen de Viboral en 1930, dedicó su vida a la abogacía. Jiménez Gómez estudió Derecho en la Universidad de Antioquia, fue secretario de la Gobernación de ese departamento en 1961 y del Ministerio de Fomento de Guillermo León Valencia. Después de este cargo, regresó al derecho civil, hasta que fue designado Procurador (1982- 1986). En su cargo tuvo que enfrentar el proceso de paz con la guerrilla, la toma al Palacio de Justicia y el nacimiento del paramilitarismo. Carlos Castro Saavedra (Medellín, 10 de agosto de 1924 - 3 de abril de 1989) Poeta, pintor, narrador. Desde muy joven escribió poesías que eran publicadas en los diarios y revistas de la ciudad. Sus primeros libros fueron Fusiles y luceros, en 1946, Mi Llanto y Manolete, en 1947, y 33 poemas, en 1949.

III. Epílogo

¡ADIÓS, MI CAPITÁN!
Por Gonzalo Arango

Era el sucesor de Ulises.

Me lo presentó Alberto Aguirre una mañana de 1952, exactamente a las once. Yo venía del campo después de dos años de exilio voluntario para escribir una novela, y huir de las iras pequeño-burguesas de mi familia, por abjurar de la abogacía. Traía el rostro duro y solitario de los que han olvidado hablar. Pero mi novela hablaría por mí, esa era mi ilusión, y yo estaba radiante de júbilo: Traía, recuerdo, un talego de madroños para el doctor Aguirre, que de vez en cuando me enviaba cigarrillos “al exilio”, o yo se los mandaba pedir con un campesino.

Aquella mañana lo acompañaba un tipo todavía joven, de esqueleto sólido, nervioso pero tímido, de rostro viril y muy apacible. Era moreno por el sol, y algo terroso. Fumaba más que yo.

Alberto nos presentó, pero yo olvidé su nombre pues estaba envanecido por mi futura gloria de escritor. Luego me dijo como un honor que “ese” era capitán de la marina, pero por entonces yo odiaba tiernamente a los militares, así que un capitán me daba igual que un escarabajo. Como si no fuera suficiente, me agregó que también le habían dado la Cruz de Boyacá, por no sé qué heroica imbecilidad. Eso de los méritos se me hizo sospechoso, y de repente me puse taciturno por culpa de ese capitancito condecorado: militar y con la Cruz de Boyacá, yo me preguntaba cuántos habría matado. Nada podía ser tan repugnante y ridículo para un tipo que acababa de bajar de las estrellas, con un cielo de gloria resumido en 300 páginas (“Después del Hombre” que en paz descanse).

Entonces me dediqué a esperar a ver si este capitancito que eclipsaba con sus estrellas mi gloria prematura, se le ocurría al fin la idea marcial de emprender la retirada. Pero nada que se iba, y se quedaba comiéndose los madroños del doctor Aguirre, algo genial.

La verdad es que el capitancito no hablaba, ni yo tampoco. Poco a poco me di cuenta que algo nos unía en el silencio. Por el momento, no saber qué hacer con nuestros cuerpos en este extraño planeta.

Después de beber un café y charlar frivolidades, nos quedamos solos (él y yo), sin saber por qué, sin saber para dónde ir, sin nada qué decirnos, y cosa rara, sin ganas de separarnos. Entonces creo que me vio cara de hambre (lo que era cierto), y me invitó a almorzar a su casa. Después me pidió que no me enojara, y yo le dije que no había de qué. Luego me dijo que le perdonara, y yo le dije que tampoco había de qué, que por cierto el almuerzo estaba muy sabroso, y que gracias. Entonces me condujo a un cuarto y me confesó que era una canallada de su parte, y que le volviera a perdonar el abuso porque todo ese misterio era para regalarme unos pantalones usados y azules. Yo le dije que estupendo y me los puse ahí mismo sin saber qué hacer con los míos rotos, pero terminando en el tarro de basura.

Entonces le tomé mucho afecto a este capitán porque era muy bueno. Quiero decir que ni siquiera se le notaba que era capitán, pues era muy inteligente. Pero este es un prejuicio que tenemos los intelectuales por los hombres de armas, el mismo que tienen ellos por nosotros, que somos indisciplinados y pensadores, ja, ja. Pero el capitán sí era capitán, de veras. Y hasta donde yo sepa, era un gran capitán, el más valiente, el mejor capitán del mundo. Yo estaba tan seguro de esto que a veces le decía “Mi Capitán”, como si yo fuera un simple cabo de vela.

ii

¿Quién era Mi Capitán, fuera de ser uno de los grandes escritores de mi generación? Era él, lo digo con humildad. Y él era —con el perdón de su honor de marino— un gran desertor. Sí, un desertor en busca de sí mismo, de su ser más eterno. Y un aventurero también, en el sentido de la aventura espiritual, de buscarse a sí mismo más allá de la evidencia y el límite, de realizar en su ser todo lo que le ofreciera el mundo.

Su primera aventura fue el mar. El mar como aventura existencial y representación del infinito, de realizar un ideal permanente a través de la fugacidad de las olas. Su vocación del mar explica su pasión por lo extraordinario y lo desconocido. Mi Capitán era un desalmado y por eso le dieron la Cruz de Boyacá: pero no temía a la muerte ni a la vida, ni a nada que desafiara su coraje y su pasión por el triunfo.

Esa Odisea algunos la recordarán con el nombre de Antares, el nombre de la embarcación que fabricó con sus manos, y que marcó un récord de navegación fluvial solo comparable a los turbulentos viajes de Ulises por los mares antiguos.

Su primer libro relató esa aventura en un estilo de diario de a bordo, donde la realidad nunca fue tan fantástica, ni el estilo tan revelador de un artista. Antares consagró a Mi Capitán como un héroe y a la vez como un escritor, y por ambas cosas lo crucificaron con un símbolo.

Pero Mi Capitán, el indomable, venció el mar y sus secretos, y puso proa hacia otros rumbos, siempre desconocidos, tal vez hacia su propio destino, a la conquista de alguna nueva zona de su misteriosa conciencia.

iii

Desertó el mar de ondas azules por uno verde, y se sumerge en la selva. Con los primeros troncos que derriba levanta una cabaña. Al otro día se dedica a talar una extensión ilimitada de monte, cuya tierra virgen cultiva. Como es marino, no olvida las embarcaciones, y las fabrica para comunicarse con los sitios civilizados. Con los años, Mi Capitán era casi un terrateniente, logrando un nuevo triunfo sobre la insumisa y hosca naturaleza, haciendo habitable aquel desierto verde, y fecundando la milenaria virginidad de la tierra. Una vez más, su vida se identifica con la hazaña, dispersando la creación en torno.

Pero en la culminación de su tarea estalla el frenesí, esa peste mortífera de la violencia política, mortal para las cosechas y los hombres. Todos huyen a la ciudad, menos él, que se queda en un gesto de identidad de su vida con la fascinación por el peligro, pero también para responder por su porción de sudor y sacrificio. Y como era un espíritu liberal educado en la Constitución de Rionegro, prefirió seguir siéndolo, y en esta fidelidad a sí mismo y a lo que amaba, ponía su razón de vivir, y su coraje.

En aquella soledad y aquel desamparo se enfrenta por igual a la ferocidad armada de la “ley” de la sangre y el fuego, a las incendiarias rivalidades de las chusmas políticas, a los guerrilleros insurrectos, y a los bandidos asalariados por los terratenientes del club, que utilizan la intimidación y el éxodo para usurpar las tierras al precio del grito terrorífico de ¡Sálvese quien pueda!

Pero Mi Capitán resiste y sobrevive a la amenaza, al terror y a la intimidación de aquellos turbulentos trapos exhibidos como banderas, con los cuales se podía matar al adversario, fuera quien fuera, con el consentimiento y el perdón de la Virgen del Perpetuo Socorro, de quien el presidente era muy comulgador.

Viéndolo debatirse en aquel sector del infierno, uno podía sospechar que tenía firmado un pacto con el Diablo. Me lo imagino en aquella pesadilla, conquistado por el miedo, en el sobresalto de la amenaza y la cólera.

Sobre sus experiencias, sus pensamientos y sus terrores en aquella atmósfera de alucinación apocalíptica durante noches solitarias y eternas, se podría escribir una novela formidable, y nadie más señalado para rendir ese testimonio que Mi Capitán, así tuviera que escribirla con la sangre de los sacrificios, en homenaje a la verdad y a la dignidad humana, una vez que pasado el cataclismo y extinguido el incendio, no todo quedara perdido para la esperanza; talvez un auténtico remordimiento fundado sobre el amor, la compresión y una nueva solidaridad.

Y porque él creía en la redención del hombre, en su simple bondad natural, en su vocación de coexistir y de vencer en sus almas el fanatismo y la demencia, durante aquellas noches apocalípticas trasladaba el drama bajo las angustiosas tensiones del miedo, y en el escenario mismo del escarnio y el asesinato.

Esos papeles desordenados y turbulentos como la realidad que los inspiró, escritos al ritmo de la muerte y el vértigo, fueron luego reflexionados en la ciudad en tiempos de paz, y publicados con el título de Marea de Ratas, la novela más honesta y viril de los últimos tiempos, concebida en un estilo mesurado y lírico, sereno y apasionado, realista y poético.

Su prosa nos sumerge en el drama, sin poder escapar a su fascinación, cautivos en su verdad y belleza, sin que podamos preferir la verdad a la belleza, ni la belleza a la verdad, porque esta dualidad es inseparable de la concepción unitaria de la novela, su triunfo, su síntesis viviente y estética. Y esto significa que a la vez que es un drama existente en el espacio y el tiempo, es, por esencia, una legítima creación del espíritu. Pues en Marea de Ratas el artista no ha cedido a las presiones brutales de los hechos, sino que por virtud de la creación, él se ha independizado de la realidad para transfigurarla en verdad artística.

Y esta es, creo yo, la mejor novela colombiana de una época histórica y una generación, esa generación abatida por la violencia, a la que sucedió la natural desilusión que marca la crisis de un sistema cuya decadencia se evidencia y se consuma en el asesinato irracional y en el crimen dirigido por la “Razón de Estado”, que precisamente apela al terror para sustituir a la razón.

iv

Cuando llegó el armisticio, y los bandidos de todos los bandos depusieron las armas en una tregua solidaria por la salvación de lo que quedaba de patria y de dignidad, y se juró ante las tumbas olvidar a los muertos y archivar los trapos facciosos, entonces Mi Capitán aprovecha la pausa para una nueva deserción, y esta vez abandona todos los mares para izar su bandera de aventurero en la ciudad.

Nunca vi tal espectáculo de terror en un hombre ni una soledad más desamparada, como la que exhibía Mi Capitán por las calles industriales de Medellín, todavía con un fulgor agreste y nostalgia de mares tormentosos, con su pasito lento y mareado bajo el pavor de los rascacielos, la gasolina quemada y el alarido de los traficantes. Daba la impresión de un planetario, por el asombro, o de un resucitado que lucha por integrarse de nuevo a la luz, pero todavía ensombrecido por el recuerdo del Más Allá, en fin, lo que quiero decir es que oscilaba entre la nostalgia y la ilusión.

Pero como este “planetario” es antioqueño (lo que en términos sociológicos quiere decir que si no es Nadaísta, entonces es obispo o industrial en potencia) y como para él la acción es la forma concreta del pensamiento, entonces decide fundar una fábrica. Y trabaja para liberarse del trabajo, y lentamente el éxito de la fábrica le permite olvidarse de su fábrica y recordar que es escritor, que su destino último es la literatura, y así haciendo y escribiendo se dirigía a su destino, a su porvenir irrevocable del escritor, cuando el mismo Alberto me da la odiosa noticia... de... ¡mierda! ¿Cómo decirlo? En fin, esa burrada...

v

Pero nada termina nunca, y nada empieza tampoco. Es posible que la existencia sea un suceder infinito de la Nada al Ser, y del Ser a la Eternidad. Y este impenitente desertor que venía consagrado a la realización de sus valores espirituales, decide que va a desertar una vez más. ¿La última?

Eso no se sabe, al menos no podrá saber el conocimiento racional qué nuevas mutaciones emprenderá el espíritu aventurero de Mi Capitán, allá en los reinos de la Trascendencia, en el Reino Ulterior de las Esencias Impensadas, quiero decir, después de la muerte.

Y no es difícil que de esta aventura azarosa por el Mar Inmóvil, Mi Invencible Capitán decida transformarse en Lo imposible, en lo que no es, ni ha sido, pero que podría ser: en alguna inexpresada Ilusión, pues talvez haya otra Dimensión u Onda Sobrenatural no captada por la Razón Pura, algo semejante a Dios a quien no podemos afirmar porque no lo conocemos, pero tampoco negar porque lo ignoramos. Y por eso es posible que Dios exista, pues su existencia está dentro de las infinitas posibilidades del loco y atormentado corazón humano.

Con este capitán no se puede estar seguro: es un indomable que gana todos los juegos y todas las batallas, y su alma luchará ahora contra la Nada en el Misterio, y hasta es posible que triunfe sobre la Nada y se gane la Eternidad. Y si la Nada no existe (y este es el Gran Secreto Irrevelado), entonces él triunfará sobre la muerte, y habrá reconquistado su Ser para la Salvación y el Eterno Absoluto.

A este respecto, ni mi conocimiento ni mi deseo pueden ayudar a Mi triste Capitán en la dura brega de su Espíritu, pues quizá yo me quede más solo con mi pequeña conciencia terrenal limitada, mientras él se libera de la burda razón, y se integra finalmente en la Conciencia Cósmica.

Solo Dios conoce el Destino Ulterior de la criatura. Y yo me digo: ¡qué bueno ser Dios para cambiarle a Mi Capitán su Cruz de Boyacá por la de la Redención. Pues él merece existir tanto como Dios mismo.

En fin, si hemos de dar fe a la Posibilidad Imposible de la resurrección de la carne, pienso que cuando el Señor de los Ejércitos llame a filas, sé que Mi Capitán estará entre los justos, porque amó, mereció la Tierra, y fue un hombre como Dios manda.

Si así fuere —y lo deseo de todo corazón—, yo, desde mi rincón entre los Réprobos, le haré una señal de reconocimiento, porque siempre supe que era uno de los Justos, uno de los más puros seres concebidos en un acto de amor.

Si yo no odiara los epitafios por sacrílegos, pondría uno sobre su tumba:

Amó a la belleza sobre todas las cosas
y a los hombres más que a la belleza.

Pero yo sé: este hombre sencillo se sentiría incómodo Allá Lejos. Mejor no pongamos nada sobre su tumba, ni digamos nada de su gloria. Él es un gran escritor, y sus libros hablarán por él. Hoy, que está al borde de la muerte, y mañana que estará ausente, no dudo que lo que escribió, le sobrevive.

A Mi Capitán Arturo Echeverri lo amé por todas estas cosas de su gran espíritu, y además porque el día que lo conocí, me regaló unos pantalones azules, y esto no lo olvidaré en esta vida, ni en la Otra.

Nunca la vida fue mejor, ni peor, Mi Capitán, pero fue esta nuestra vida.

Gonzalo Arango

Biografía

Arturo Echeverri Mejía

1918. Nace el 30 de septiembre en Rionegro, Antioquia. Es el cuarto de una familia de doce hijos.

1925. Realiza los estudios primarios y los dos primeros años de bachillerato en el colegio José María Córdoba de Rionegro.

1932. Viaja a Bogotá e ingresa en la Escuela Militar de Cadetes a los 14 años, con la recomendación de Baldomero Sanín Cano.

1936. El 4 de abril es nombrado Cadete Supernumerario para el primer curso de oficiales.

1937. El 15 de enero es ascendido a Cadete efectivo de la Escuela Militar y el 1o. de diciembre a Alférez del Ejército.

1938. En noviembre, apenas cumplidos los veinte años de edad, es nombrado Subteniente. Se destaca como excelente estudiante, especialmente en matemáticas.

1938. El 6 de diciembre lo destinan al batallón de Infantería No. 10, “Girardot”, de Medellín. Se desempeña como profesor de los bachilleres en la Academia Militar. Manifiesta un particular interés por la literatura.

1941-1942. Es enviado en comisión de trabajo a Barranquilla y luego a Tunja.

1942. Es ascendido a Teniente del Ejército.

1943. Se traslada a Florencia donde actúa como jefe de la Sección de Transmisiones. Se distingue como un “oficial inteligente, serio y dedicado”.

1944. En agosto pide traslado a la Armada, Institución recién fundada, que lo autoriza con el grado de Teniente de Infantería de Marina. Lo destinan a la base fluvial A.R.C. Leguízamo, Putumayo, como ayudante de la jefatura de producción.

1946. 14 de enero, a los 28 años, es ascendido a Capitán de Infantería de Marina y luego enviado a la base naval A.R.C. Bolívar como Comandante de la Compañía de los servicios de puerto.

1946. Viaja de nuevo a Puerto Leguízamo como Jefe de las obras del varadero de la base fluvial A.R.C. Leguízamo.

1946. El 18 de mayo pide 90 días de licencia “renunciables y sin derecho a sueldo”. Al día siguiente inicia la aventura en el Antares, un barco de vela construido por él mismo, que durará más de tres meses en un recorrido de cerca de ocho mil kilómetros desde Puerto Leguízamo hasta Cartagena.

1946. El 6 de septiembre lo trasladan a la Ayudantía de la Dirección General de Marina, en Cartagena.

1946. El 10 de septiembre se le confiere la máxima distinción del gobierno, la Orden de Boyacá, en grado de oficial, por la odisea de Antares.

1947. Es enviado a Bogotá a trabajar en la parte administrativa en la Dirección Nacional de la Armada. Renuncia al trabajo burocrático y de manera definitiva a la Marina.

1948. Se vincula, y asiste esporádicamente, a la tertulia literaria del “Café Madrid”, compuesta por el escultor Horacio Betancur, el editor Balmore Álvarez, el poeta Carlos Castro Saavedra y los jóvenes intelectuales Manuel Mejía Vallejo, Alberto Aguirre, Belisario Betancur, Carlos Jiménez Gómez.

1948. De agosto a octubre viaja por algunos países de Sudamérica: Ecuador, Perú, Chile y Argentina, en los que se interesa por los sistemas de explotación y conservación del pescado.

1949. Publicación de Antares: del mar verde al mar de los Caribes.

1949. Monta una pequeña industria de productos domésticos: muebles, palos de escoba, esponjas de cocina, baños, cubrimientos metálicos, bolas de billar, envases de yeso.

1950. Se va a colonizar al bajo Cauca antioqueño (Colorado), zona selvática y difícil donde monta “Providencia”, hacienda agrícola primero y luego ganadera. Introduce los motores de borda y los frigoríficos en Caucasia. Enseña la explotación técnica del campo y de la pesca.

1951. Llega de Colorado a Medellín a casarse con Beatriz Harry, hija de un profesor de matemáticas y gramática española de origen inglés, con quien regresa al bajo Cauca.

1952-1958. Padece los estragos de la violencia política partidista de la época y es amenazado de muerte en varias ocasiones. Escribe en ese periodo sus principales novelas: Esteban Gamborena (1951-1952), Marea de ratas y Bajo Cauca.

1958. Regresa a Medellín con su esposa y sus dos hijas, María Francisca y Adriana.

1959. Monta otra mediana industria en donde fabrica frutas cristalizadas a la manera italiana, chocolatinas, almidón de ropa, esterilizadores y todo tipo de utensilios de madera, hasta casas prefabricadas. Mientras tanto asiste al tertuliadero de Alberto Aguirre, Gonzalo Arango, Carlos Castro Saavedra, Manuel Mejía Vallejo, Ariel Betancur. Después de 1960 será la Librería Aguirre el lugar de encuentro y de compra de muchos de los libros.

1960. Aparece Marea de ratas, con buena acogida de la crítica.

1960-1963. Reescribe Bajo Cauca y redacta sus novelas El hombre de Talara y Belchite, publicada póstumamente. También escribe varios cuentos, ninguno de los cuales se publicará en vida.

1962. Viaja a Urabá a montar una finca de banano y palma africana.

1963. Regresa a Medellín afectado por una enfermedad delicada, que lo obliga a suspender todo tipo de actividades.

1964. Ve publicada sus novelas; Bajo Cauca y El hombre de Talara.

1964. Muere en Medellín el 4 de junio.

1966. Algunas de sus obras son consideradas subversivas y recogidas de bibliotecas y librerías.

1975. Se publica su cuento La noticia en la Gaceta de Colcultura.

1980. Aparece el cuento El sentimiento tiene un precio en la Revista de la Universidad de Antioquia.

1981. El Instituto Nacional de Cultura publica una edición que recoge casi toda su obra. Sus novelas: Antares, Marea de ratas, Bajo Cauca y El hombre de Talara y sus cuentos: La noticia, El sentimiento tiene un precio, Hay un mendigo en la esquina y Simplemente un camino, estos dos últimos, por primera vez.

1986. La novela Belchite es editada por la Universidad de Antioquia.

El cuento Ser de ser, se conserva inédito hasta su inclusión en el presente volumen de Palabras Rodantes.