Laura Restrepo
Escribir es ampliar el corazón
Laura Restrepo nació en Bogotá, en 1950. Estaba
niña cuando sucedió la Revolución Cubana, joven
cuando emergieron las guerrillas colombianas y
latinoamericanas, y cuando la llamada Revolución
Cultural contagió al mundo con consignas y actos
rebeldes. Fue militante de izquierda
—trotskista— en Colombia, y participó de la
lucha política contra la dictadura en Argentina.
Estuvo en la comisión negociadora con el M-19,
nombrada por Belisario Betancur en 1984. Se tuvo
que exilar en México luego de eso, y actualmente
vive en España. Lo que dijera en
Historia de un entusiasmo (1995) sobre
lo conmovedor que fue para su generación aquel
proceso de paz, “un fulminante trance colectivo:
colorido y frenético como un carnaval”, resulta
sumamente elocuente en hoy, cuando oscilamos
entre la expectativa de una paz posible e
intensamente anhelada y el asedio inclemente de
la guerra: “Y como todo carnaval, refundida
entre la alegría y vitalidad de sus comparsas,
tuvo siempre presente a la muerte. Reconozco que
ella también cumplió su parte, exacerbando hasta
el extremo, con su posibilidad inminente, todo
lo que le era antagónico: la aventura, el valor,
la juventud, el amor, el deslumbramiento de
estar vivos”.
Este recuento somero de su biografía da, quizá,
algunas buenas señas de su manera de asumir el
oficio de la creación literaria, puesto que su
sensibilidad y su interés por lo político y por
lo colectivo han condicionado la escogencia de
sus temas y la ideación de sus personajes y sus
tramas, los que cada tanto se le atribuyen,
también, a su filiación con el periodismo. No
obstante, cuando se refiere esto último suele
obviarse algo fundamental de la escritura de
Laura, a saber, que independiente de que ella
escriba sobre “temas que son noticia”, por
ejemplo, sobre el narcotráfico, en
Leopardo al sol (1993); o acerca de
migrantes, en Hot sur (2012); o a raíz
del atroz asesinato de una niña, en
Los Divinos (2018), crea un mundo con
personajes, sentimientos, inquietudes y
comprensión de las situaciones que se basta a sí
mismo, en el sentido en que no se limita a
describir o a juzgar esas circunstancias
“exteriores” a las que alude, sino que crea algo
nuevo a partir de ellas, algo a partir de lo
cual es posible apreciar otros matices de esa
realidad, y de nuestra individualidad, por
supuesto.
En la narrativa de Laura la imaginación
literaria se convierte en una apuesta por la
reflexión y el sentido de quienes somos, por
fuera de dogmas de cualquier tipo —políticos,
académicos estéticos—. Ella metamorfosea
preguntas, incertidumbres, experiencias
complejas en fábulas y formas de narrar
singulares. Al abrir
La multitud errante (2001), que tiene
el referente inmediato de los millones de
desplazados en Colombia, no descubriremos un
relato testimonial, ni una denuncia, ni nada por
el estilo, sino la historia única, casi
discreta, de un hombre que busca a una mujer
amada que ha desaparecido en medio de la
errancia de todo un pueblo, y de otra mujer que
es una testigo amorosa de los “viejos dolores”
de él. ¿Por qué ir del plano abierto, que es el
fenómeno del desplazamiento forzado y de los
desaparecidos, al plano cerrado del padecimiento
íntimo? A menudo no es necesario buscar lo
novedoso en lo excéntrico, sino que es mejor ir
al centro de la persona, a los sentimientos
esenciales y a la cotidianidad, para encontrar
perspectivas inusitadas desde las cuales ver de
otra manera nuestra realidad y nuestras
posibilidades como individuos y como sociedad.
Laura ha dicho en varias entrevistas que lo que
más conserva de su paso por el periodismo es una
suerte de derecho a preguntar por todo, y afirma
que de ahí viene que en sus novelas sea
recurrente algún personaje que indaga por lo que
está sucediendo, que a partir de la zozobra de
ese personaje se vayan descubriendo jirones de
verdad o de lo que sea que emerja de los hechos
relatados. La multitud errante comienza
justamente con una pregunta que se hace Ojos de
Agua, la mujer que ha recibido al personaje
protagonista, Siete por Tres, en un albergue
para caminantes: “¿Cómo puedo yo decirle que
nunca la va a encontrar si ha gastado la vida
buscándola?”. Se refiere a Matilde Lina, el ser
querido de aquel hombre, desaparecida en medio
de los azares del desplazamiento y del azote de
la violencia. Delirio (2004) inicia con
una certeza turbadora: “Supe que había sucedido
algo irreparable en el momento en que un hombre
me abrió la puerta de esa habitación de hotel y
vi a mi mujer sentada al fondo, mirando por la
ventana de muy extraña manera”. Es Aguilar quien
habla, desconcertado ante la locura repentina de
Agustina, su esposa, que encierra la maraña de
historias ominosas de su familia, de nuestro
país, que irán descubriéndose poco a poco. En
Los Divinos la cuestión medular del
personaje “normal” que muta en “monstruo” se
encripta desde la primera línea en el estribillo
“Los monicongos son dos y el más chiquitico se
parece a vos”, que se torna al final en “Los
monicongos son mil, y el más chiquitico se
parece a ti”. Con estas citas se sitúan tan sólo
unas cuantas maneras en que la escritora instala
enigmas en el núcleo de las tramas, como si cada
una de estas fuera una especie de templo, de
esos que tienen esfinges retadoras a la entrada.
Y este es un asunto central si queremos destacar
el calado que alcanza lo ético en la literatura
de Laura Restrepo, pues ella siempre nos abrirá
la puerta a sus historias con algún enigma, de
tal manera que hará que leamos impelidos por una
particular necesidad de comprender y de ponernos
en el lugar de esos seres imaginarios que se
hayan en una situación de conflicto: “la tiranía
de la búsqueda” que subyuga a Siete por Tres en
medio de una multitud errante; la
locura que se adueña de Agustina en
Delirio, con la alusión a las
tremebundas historias del narcotráfico en
nuestro país; la monstruosidad que cunde en un
yupi cualquiera y que se apodera finalmente de
él ante la perplejidad de sus amigos y de la
sociedad toda, tal como leemos en
Los Divinos.
En todos los casos la escritora evita llenar de
sentido lo que sucede; más bien lo ronda, lo
acecha, y nos hace participar de su inquietud,
lo cual logra de una manera en verdad exigente y
deleitable para los lectores: creando voces
diversas que den cuenta de los hechos, o, como
mínimo, una voz narradora que es personaje en el
propio relato y que va tentando los sentidos de
la otredad que escudriña (tal es el caso de Ojos
de Agua en La multitud errante); de
cualquier modo, puntos de vista parciales y
falibles que, al demorar la tensión sobre las
acciones y los personajes, suspenden nuestra
tendencia al enjuiciamiento o a las
explicaciones concluyentes frente a estos.
En cada novela de Laura que comencemos a leer
encontraremos, además, ritmos y texturas
diversos que se expresan, por ejemplo, en la
experimentación con la puntuación o en la
decisión de plasmar jergas o particularidades
regionales del idioma en los personajes, e
igualmente en los espacios y geografías variados
en los que se dan las tramas, y en los sustratos
míticos e históricos que sesudamente ha rumiado
la escritora y que están en el subsuelo de sus
obras. No leeremos, pues, la persistencia de un
único narrador, colmado de la conciencia de todo
y garante de la linealidad de los relatos, ni
los mismos espacios, temporalidades y referentes
simbólicos. En suma, pasados treinta años desde
la aparición de
La isla de la pasión (1989), su primera
novela, Laura Restrepo no ha caído en el
acostumbramiento ni en la comodidad. Y en esto
se ve claramente su compromiso con la realidad
de los fenómenos que trata, situados en Colombia
o en otros países: sabe que no es posible
comprender las cosas desde una perspectiva única
y que es preciso recomenzar la tarea del
entendimiento cada vez, para que cada nueva
novela dé luces a nuestra comprensión de la
realidad cambiante.
Qué suerte, entonces, toparse con
La multitud errante en un trayecto
habitual, entre monótonas estaciones de metro
que comprenden los minutos mejor medidos de
nuestra vida. Y qué curioso que, en medio del
masivo desplazamiento de cada día, abramos un
libro que justo habla de personas desplazadas,
de “la historia móvil y escurridiza de quienes
emprenden la huida”. ¿De eso habla? Sin duda. Ha
habido pueblos ambulantes en medio del conflicto
interno nuestro, tan cruel, tan frívolamente
tratado en las noticias y, por esto mismo,
aparentemente tan distante y opaco en la
conciencia de muchos de nosotros. Ha habido
poblados vacíos mientras las personas, con sus
cosas a cuestas, se escabullen por el monte.
Seres gobernados por el azar de los caminos y
por la incertidumbre absoluta, que viven en “un
constante trasegar de ilusiones y un obsesivo
espejeo de tierra propia, que fueron y siguen
siendo el motor de su marcha”.
Y donde se integran la aventura estética con la
apuesta ética en la narrativa de Laura Restrepo
es justamente en la posibilidad de “ampliar el
corazón” (una expresión de este talante, si no
literal, acertó en decir ella en una
entrevista), posibilidad de la cual participamos
los lectores, puesto que se ha apelado a nuestra
sensibilidad, a nuestra oportunidad de estar
fuera de nosotros para “estar en el otro, entrar
en los demás, ser los demás”. En cuanto a
La multitud errante, es como si “en
medio de un país que se niega a dar cuenta de
nada ni de nadie”, la literatura se erigiera de
pronto como la mejor manera de enunciar el dolor
y los destinos cercados por la destrucción, o
tan sólo como una forma noble de vindicar la
sobrevivencia de tantos seres que, en medio de
la adversidad, hacen vidas en las que caben el
amor y la dignidad, lo mismo que en las de
quienes nos creemos afortunados y a salvo de los
peores males.
Daniela Londoño Ciro
Septiembre de 2019
Laura Restrepo
Prólogo
Como creo que la escritura es un oficio
en buena medida colectivo y que cada voz
individual debe buscar su entronque
generacional, he querido que este libro
sea un puente entre los míos y los de
Alfredo Molano, también él colombiano,
cincuentón, testigo de las mismas
guerras y cronista de similares
bregas.
Con su autorización he entreverado en
mi texto una docena de líneas que son de
su autoría y que sus lectores sabrán
reconocer.
¡Comienza tu lectura!
Parte I
1
¿Cómo puedo yo decirle que nunca la va a
encontrar, si ha gastado la vida buscándola?
Me ha dicho que le duele el aire, que la sangre
quema sus venas y que su cama es de alfileres,
porque perdió a la mujer que ama en alguna de
las vueltas del camino y no hay mapa que le diga
dónde hallarla. La busca por la corteza de la
geografía sin concederse un minuto de tregua ni
de perdón, y sin darse cuenta de que no es
afuera donde está sino que la lleva adentro,
metida en su fiebre, presente en los objetos que
toca, asomada a los ojos de cada desconocido que
se le acerca.
—El mundo me sabe a ella —me ha confesado—, mi
cabeza no conoce otro rumbo, se va derecho donde
ella.
Si yo pudiera hablarle sin romperle el corazón
se lo repetiría bien claro, para que deje sus
desvelos y errancias en pos de una sombra. Le
diría: Tu Matilde Lina se fue al limbo, donde
habitan los que no están ni vivos ni muertos.
Pero sería segar las raíces del árbol que lo
sustenta. Además para qué, si no habría de
creerme. Sucede que él también, como aquella
mujer que persigue, habita en los entresueños
del limbo y se acopla, como ella, a la nebulosa
condición intermedia. En este albergue he
conocido a muchos marcados por ese estigma: los
que van desapareciendo a medida que buscan a sus
desaparecidos. Pero ninguno tan entregado como
él a la tiranía de la búsqueda.
—Ella anda siguiendo, como yo, la vida —dice
empecinado, cuando me atrevo a insinuarle lo
contrario.
He llegado a creer que esa mujer es ángel
tutelar que no da tregua a su obsesión de
peregrino. Va diez pasos adelante para que él
alcance a verla y no pueda tocarla; siempre diez
pasos infranqueables que quieren obligarlo a
andar tras ella hasta el último día de la
existencia.
Se arrimó a este albergue de caminantes como a
todos lados: preguntando por ella. Quería saber
si había pasado por aquí una mujer refundida en
los tráficos de la guerra, de nombre Matilde
Lina y de oficio lavandera, oriunda de Sasaima y
radicada en un caserío aniquilado por la
violencia, sobre el linde del Tolima y del
Huila. Le dije que no, que no sabíamos nada de
ella, y a cambio le ofrecí hospedaje: cama,
techo, comida caliente y la protección
inmaterial de nuestros muros de aire. Pero él
insistía en su tema con esa voluntaria ceguera
de los que esperan más allá de toda esperanza, y
me pidió que revisara nombre por nombre en los
libros de registro.
—Hágalo usted mismo —le dije, porque conozco
bien esa comezón que no calma, y lo senté frente
a la lista de quienes día tras día hacen un alto
en este albergue, en medio del camino de su
desplazamiento. Le insistí en que se quedara con
nosotros al menos un par de noches, mientras
desmontaba esa montaña de fatiga que se le veía
acumulada sobre los hombros. Eso fue lo que le
dije, pero hubiera querido decirle:
—Quédese, al menos mientras yo me hago a la idea
de no volver a verlo. Y es que ya desde entonces
me empezó a invadir un cierto deseo,
inexplicable, de tenerlo cerca. Agradeció la
hospitalidad y aceptó pernoctar, aunque sólo por
una noche, y fue entonces cuando le pregunté el
nombre.
—Me llamo Siete por Tres —me respondió.
—Debe ser un apodo. ¿Podría decirme su nombre?
Un nombre cualquiera, no se haga problema;
necesito un nombre, verdadero o falso, para
anotarlo en el registro.
—Siete por Tres es mi nombre, con perdón; de
ningún otro tengo noticia.
—Pedro, Juan, cualquier cosa; dígame por favor
un nombre —le insistí alegando motivos
burocráticos, pero los que en realidad me
apremiaban tenían que ver con la oscura
convicción de que todo lo estremecedor que la
vida depara suele llegar así, de repente, y
sin nombre. Saber cómo se llamaba este
desconocido que tenía al frente era la única
manera —al menos así lo sentí entonces— de
contrarrestar el influjo que empezó a ejercer
sobre mí desde ese instante. ¿Debido a qué? No
podría precisarlo, porque no se diferenciaba
gran cosa de tantos otros que vienen a parar a
estos confines de exilio, envueltos en un aura
enferma, arrastrando un cansancio de siglos y
tratando de mirar hacia delante con ojos atados
a lo que han dejado atrás. Hubo algo en él, sin
embargo, que me comprometió profundamente; tal
vez esa tenacidad de sobreviviente que percibí
en su mirada, o su voz serena, o su oscura mata
de pelo; o quizá sus ademanes de animal grande:
lentos y curiosamente solemnes. Y más que otra
cosa creo que pesó sobre mí una predestinación.
La predestinación que se esconde en el propósito
último e inconfeso de mi viaje hasta estas
tierras. ¿Acaso no he venido a buscar todo
aquello que este hombre encarna? Eso no lo supe
desde un principio, porque aún era inefable para
mí ese todo aquello que andaba buscando, pero lo
sé casi con certeza ahora y puedo incluso
arriesgar una definición: todo aquello es todo
lo otro; lo distinto a mí y a mi mundo; lo que
se fortalece justo allí donde siento que lo mío
es endeble; lo que se transforma en pánico y en
voces de alerta allí donde lo mío se consolida
en certezas; lo que envía señales de vida donde
lo mío se deshace en descreimiento; lo que
parece verdadero en contraposición a lo nacido
del discurso o, por el contrario, lo que se
vuelve fantasmagórico a punta de carecer de
discurso: el envés del tapiz, donde los nudos de
la realidad quedan al descubierto. Todo aquello,
en fin, de lo que no podría dar fe mi corazón si
me hubiera quedado a vivir de mi lado.
No creo en lo que llaman amor a primera vista, a
menos que se entienda como esa inconfundible
intuición que te indica de antemano que se
avecina un vínculo; esa súbita descarga que te
obliga a encogerte de hombros y a entrecerrar
los ojos, protegiéndote de algo inmenso que se
te viene encima y que por alguna misteriosa
razón está más ligado a tu futuro que a tu
presente. Recuerdo con claridad que en el
momento en que vi entrar a Siete por Tres, aun
antes de saber su ningún nombre, me hice con
respecto a él la pregunta que a partir de
entonces habría de hacerme tantas veces: ¿Vino
para salvarme, o para perderme? Algo me decía
que no debía esperar términos medios. ¿Siete por
Tres? ¿7x3? Dudé al escribir.
—Cómo firma usted, ¿con números o con letras?
—Poco firmo, señorita, porque no confío en
papeles.
—Sea, pues: Siete por Tres —le dije y me dije a
mí misma, aceptando lo inevitable—. Ahora venga
conmigo, señor don Siete por Tres; no le hará
mal un poderoso plato de sopa.
No le permitía comer esa ansiedad que lo
abrasaba por dentro y que era más grande que él
mismo, pero eso no me extrañó; todos los que
suben hasta acá vienen volando en alas de esa
misma vehemencia. Me extrañó, sí, no lograr
mirarle el alma. Pese a que en este oficio se
aprende a calar hondo en las intenciones de la
gente, había algo en él que no encajaba en
ningún molde. No sé si era su indumentaria de
visitante irremediablemente extranjero, o su
intento de disfrazarse sin lograrlo, o si mis
sospechas recaían sobre ese bulto encostalado
que traía consigo y que no descuidaba ni un
instante, como si contuviera una carga preciosa
o peligrosa.
Además me inquietaba esa manera suya de mirar
demasiado hacia adentro y tan poco hacia afuera;
no sé bien qué era, pero algo en él me impedía
adivinar la naturaleza de la cual estaba hecho,
y aquí puedo volver a decirlo, para cerrar el
círculo; lo que me intimidaba de esa naturaleza
suya era que parecía hecha de otra cosa.
Aceptó la hospitalidad por una sola noche pero
se fue quedando, en contravía de su propia
decisión, despidiéndose al alba porque partía
para siempre y anocheciendo todavía aquí,
retenido por no sé qué cadena de
responsabilidades y remordimientos. Desde que me
preguntó por su Matilde Lina, no bien hubo
traspasado por primera vez la puerta, no paró ya
de hablarme de ella, como si dejar de nombrarla
significara acabar de perderla o como si
evocarla frente a mí fuera su mejor manera de
recuperarla.
—¿Dónde y cuándo la viste por última vez? —le
preguntaba yo, según debo preguntarles a todos,
como si esa fórmula humanitaria fuera un
abracadabra, un conjuro eficaz para volver a
traer lo ausente. Su respuesta, evasiva e
imprecisa, me hacía comprender que habían pasado
demasiados años y demasiadas cosas desde aquella
pérdida.
A veces, al atardecer, cuando se aquietan los
trajines del albergue y los refugiados parecen
hundirse cada cual en sus propias honduras,
Siete por Tres y yo sacamos al callejón un par
de mecedoras de mimbre y nos sentamos a estar,
enhebrando silencios con jirones de
conversación, y así, cobijados por la tibieza
del crepúsculo y por el dulce titileo de los
primeros luceros, él me abre su corazón y me
habla de amor. Pero no de amor por mí: me habla
meticulosamente, con deleite demorado, de lo que
ha sido su gran amor por ella. Haciendo un
enorme esfuerzo yo lo consuelo, le pregunto,
infinitamente lo escucho, a veces dejándome
llevar por la sensación de que ante sus ojos,
poco a poco, me voy transformando en ella, o de
que ella va recuperando presencia a través de
mí. Pero otras veces lo que me bulle por dentro
es una desazón que logro disimular a duras
penas.
—Basta ya, Siete por Tres —le pido entonces,
tratando de tomármelo en broma—, que lo único
que me falta por saber de tu tal Matilde Lina es
si prefería comerse el pan con mantequilla o con
mermelada.
—No es culpa mía —se justifica—. Siempre que
empiezo a hablar, termino hablando de ella.
En el cielo la negrura va engullendo los últimos
rezagos de luz y muy abajo, al fondo, las
chimeneas de la refinería con su penacho de
fuego se ven mínimas e inofensivas, como
fósforos. Mientras tanto, nosotros dos seguimos
dándole vueltas a la rueda de nuestra
conversación. Yo todo se lo pregunto y me va
respondiendo dócil y entregado, pero él a mí no
me pregunta nada. Mis palabras escarban en él y
se apropian de su interior, amarrándolo con el
hilo envolvente de mi inquisición, y mientras
tanto mi persona intenta ponerse a salvo,
escapándose por ese lento río de cosas mías que
él no pregunta y que jamás llegará a saber.
Siete por Tres se saca del bolsillo del pantalón
un paquete de Pielroja, enciende un cigarrillo y
se pone a fumar, dejándose llevar por el hilito
de humo hacia esa zona sin pensamientos donde
cada tanto se refugia. Mientras lo observo, una
voz pequeña y sin dientes me grita por dentro:
aquí hay dolor, aquí me espera el dolor, de aquí
debo huir. Yo escucho aquella voz y le creo,
reconociendo el peso de su advertencia. Y sin
embargo en vez de huir me voy quedando, cada vez
más cerca, cada vez más quieta.
Tal vez mi zozobra sea sólo un reflejo de la
suya, y tal vez el vacío que él siembra en mí
sea hijo de esa ausencia madre que él almacena
por dentro. Al principio, durante los primeros
días de su estadía, creí posible aliviarlo del
agobio, según he aprendido a hacer en este
oficio mío, que en esencia no es otro que el de
enfermera de sombras. Por experiencia intuía que
si quería ayudarlo, tendría que escudriñar en su
pasado hasta averiguar cómo y dónde se le había
colado ese recuerdo del que su agonía manaba.
Con el tiempo acabé reconociendo dos verdades,
evidentes para cualquiera menos para mí, que si
no las veía era porque me negaba a verlas. La
primera, que era yo, más que el propio Siete por
Tres, quien resentía hasta la angustia ese
pasado suyo, recurrente y siempre ahí. “Le duele
el aire, la sangre quema en sus venas y su cama
es de alfileres”, son palabras que escribí al
comienzo, poniéndolas en boca suya, y que ahora
debo modificar si quiero ser honesta: Me duele
el aire. La sangre quema mis venas. ¿Y mi cama?
Mi cama sin él es camisa de ortiga; nicho de
alfileres.
De acuerdo con la segunda verdad, todo esfuerzo
será inútil: mientras más profundo llego, más me
convenzo de que son un hombre y su recuerdo.
2
La historia de su recuerdo, valga decir la
trayectoria de su obsesión, empieza el mismo día
de su nacimiento, primero de enero de 1950.
Aunque no exactamente nació, sino que apareció
en la población rural de Santamaría Bailarina,
ya borrada de la historia y que tuvo su lugar y
su momento hace años lejos de aquí, en la vereda
El Liminar, municipio río Perdido, sobre la
frontera del Huila y el Tolima. Según he podido
reconstruir, recuperando aquí y allá las piezas
sueltas de su volátil biografía, la aparición de
Siete por Tres se produjo a la salida de la misa
de gallo, en los escalones del atrio de una
iglesia todavía en obra que inauguraban
prematuramente para celebrar la llegada del
cincuenta, que se anunciaba con viento agorero.
—Viene brava la vaina —se oía comentar
entonces—. Por la cordillera viene bajando una
chusma violenta clamando degüello general.
Eran los ecos de la Guerra Chica, que cundía
desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y que
amenazaba con cerrar el cerco sobre la pacífica
Santamaría. Los vecinos se disponían a quemar
pólvora en honor del año nuevo para suplicarle
que pasara manso por el pueblo, y fue entonces
cuando lo vieron.
Un bulto quieto, pequeño, envuelto como un tamal
entre una cobija de dulceabrigo a cuadros. No
lloraba, sólo estaba. Recién nacido bajo la
noche inmensa, ya desde entonces con esa manera
suya de estar, alumbrada y solitaria.
—Miren, le sobra un dedo del pie —se asombraron
al entreabrir la cobija, tal como habría de
asombrarme yo, tantos años después, la primera
vez que lo vi descalzo.
Tal vez por eso algunos recelaron desde el
principio, por el sexto dedo de su pie derecho,
que aparecía así, de repente y caído de la nada,
como señal peligrosa de que se andaba
resquebrajando el orden natural de las cosas. A
otros, más desprevenidos, los hizo reír esa
arvejita de más, graciosa y rosada,
perfectamente redonda, apretada en la fila
contra las otras cinco en la empanada minúscula
del pie.
—¡El Año Viejo se fue dejando un niño de
veintiún dedos en el atrio de la iglesia!
—corría la voz por el pueblo y Matilde Lina, por
novelera y curiosa, se abrió paso a codazos por
entre el círculo de humanidad que se apretaba en
torno al fenómeno. Cuando lo tuvo ante sus ojos,
no pensó ni por un momento que se tratara de un
defecto; por el contrario, lo entendió como
ganancia para ese ser venido al mundo con un
pequeño don adicional. Sabía bien que toda
rareza es prodigio y que todo prodigio trae su
significado.
Ya desde entonces la gran presencia en la vida
del niño fue ella, Matilde Lina, lavandera de
río, pobre como ave del campo, quien en ese
esclarecido momento, equivalente si se quiere al
de un segundo parto, lo tomó en sus brazos para
revisar de cerca sus ojos, sus manos, sus partes
de varón.
Qué dolor para esos padres, desprenderse de su
hijo. Sabe Dios de qué huirían, de qué lo
quisieron salvar —dijo Matilde Lina en voz alta,
después de abrigarlo con una mirada larga en la
que ya se notaba un propósito de arraigo, y en
este punto habrá quién se pregunte como vine yo
a saber cuáles fueron sus palabras exactas y el
tono que utilizó para pronunciarlas, a lo cual
sólo puedo responder que simplemente lo sé; que
sin conocerla he llegado a saber tanto de ella
que me otorgó el derecho de ser su vocera, sin
que sobre añadir que, por otra parte, aquellas
fueron palabras que no llegó a escuchar nadie
porque ya tronaban los primeros voladores y el
cielo estallaba en estrellas, las velas romanas
disparaban chorros de bolas candentes y las
rodachinas giraban en el alambre, espléndidas
como soles.
El gentío se perdía entre el humero y el
estrépito de pólvora y Matilde Lina quedo sola
frente a las puertas ya cerradas de la iglesia.
Miraba absorta los fuegos artificiales con los
ojos encendidos de reflejos y apretaba contra sí
el niño de la cobija, como si ya nunca lo fuera
a soltar. Lo amparó de ahí en más por puro
instinto, sin decidirlo ni proponérselo, y sólo
a él en este mundo le permitió entrar al espacio
sin ventanas ni palabras donde escondía sus
afectos.
Criatura irreal y anfibia, Matilde Lina.
“Siempre a la orilla del río, entre espumaredas
y ropa blanca”, así la recuerda Siete por Tres y
cuenta que creciendo a la sombra de esa mujer de
agua dulce supo que la vida podía ser de leche y
miel. “Cuando comenzaba a hacerse oscuro y los
pájaros a coger nido —evoca desde las crestas de
su añoranza—, ella me llamaba y yo se lo
agradecía. Era como ponerle fin al día. Su voz
se quedaba pegada al aire hasta que yo regresaba
a ovillarme a su lado…”
Siete por Tres nunca ha querido deshacerse de la
cobija de dulceabrigo a cuadros, deshilachada y
sin color, ya vuelta trapo, y más de una vez lo
he visto estrujarla, como queriendo arrancarle
una brizna de memoria que le alivie el
desconsuelo de no saber quién es. El trapo nada
le dice pero suelta un olor familiar donde él
cree reencontrar la tibieza de un pecho, el
color del primer cielo, el ramalazo del primer
dolor. Nada, en realidad, salvo espejismos de la
nostalgia. Lo demás son historias que Matilde
Lina le inventaba para enseñarle a perdonar.
—No te hagas mala sangre, niño —le decía cuando
lo descubría asomado a la amargura—, que no te
abandonaron por malos tus padres, sino por
tristes.
—No los puedo perdonar —rezongaba él.
—Los que no perdonan atraviesan un río de aguas
malsanas y se quedan a vivir en la orilla de
allá.
3
La pólvora que hicieron tronar aquella noche de
nada valió, peor aún, parece haber surtido el
efecto inverso. Como invitada por el
chisporroteo, la violencia penetró ese año
arrasadora y grosera, y Santamaría, que era
liberal, fue convertida en pandemónium por la
gran rabia conservadora. Fue así como a los
pocos meses de vida, Siete por Tres debió ver
por primera vez —¿por segunda?, ¿por tercera?—
el espectáculo nocturno de las casas en llamas,
los animales sin dueño bramando en la distancia;
la oscuridad que palpita como una asechanza; los
cadáveres blandos e inflados que trae la
corriente y que se aferran a los matorrales de
la orilla, negándose a partir; el río temeroso
de sus propias aguas que se aleja de prisa,
queriendo desprenderse del cauce.
—Lloré hasta que Dios se cansó de oír mis gritos
—me cuenta, al evocar esos días de juicio final,
la señora Perpetua, inquilina de este albergue,
quien por acasos de la fortuna también es
oriunda de Santamaría Bailarina y debió
presenciar su destrucción—, enterré a mi marido
y a tres de mis hijos y salí corriendo con los
que me habían quedado. Descarnada y ya vacía de
lágrimas, me miraba a mí misma y me decía,
Perpetua, de ti no queda sino el pellejo.
Los sobrevivientes del exterminio invirtieron la
última reserva de coraje en el rescate de su
santa patrona, la que le diera nombre al pueblo,
una virgen colonial tallada con tino y con ritmo
en madera morena, que había derrotado los siglos
y las plagas para conservar intacta la frescura
de rosicleres en las mejillas y los visos
dorados en los pliegues del manto, y que
ostentaba el quiebre de cadera y las suaves
ondulaciones de brazos que son rasgos propios de
esas imágenes de santas que la costumbre ha dado
en llamar bailarinas.
—Madre no hay sino una, pero yo tuve la suerte
de contar con dos —se ríe Siete por Tres—. Ambas
buenas y protectoras: la celestial tallada en
madera de cedro, ¿y la terrenal? De la terrenal
yo diría que está hecha de mazapán y azúcar.
Con la madre celestial encaramada en andas,
resplandeciente y risueña, huyeron a las
montañas a esperar a que pasara la matazón. Nada
podría sucederles mientras estuvieran bajo el
amparo de ella, la Llena de Gracia, la
Inmaculada, con su corona de reina fundida en
plata fina, su cuarto de luna creciente enredado
en las enaguas y más abajo, ya en pedestal,
aquella serpiente de rostro satánico que se
rendía sin remedio a sus pies, mientras que ella
la pisaba como sin darse cuenta, como si la
maldad del mundo no fuera cosa.
Pero la violencia, librada a su antojo, en vez
de pasar arreciaba y las noticias que llegaban
de abajo eran soplos de desaliento.
—Los conservadores, pintaron de azul todas las
puertas del pueblo; pintaron de azul hasta las
vacas y los burros, y dicen que al que se atreva
a andar de colorado le van a bajar la garganta.
—Se prendió el candeleo desde el Totumo hasta el
Río Cascabel.
—Dicen los azules que sólo paran cuando hayan
derramado toda la sangre liberal. Dicen que así
piensan ganar las elecciones próximas.
Viendo el caso irremediable, los rojos de
Santamaría le dijeron adiós a su tierra,
mirándola de lejos por última vez. Improvisaron
caravana y avanzaron hacia oriente,
desarrapados, fugitivos y enguerrillados, con la
muerte pisándoles los talones y la incertidumbre
esperándolos adelante, y siempre presente el
acoso del hambre. Al centro, junto con la santa
de madera, iban Perpetua, sus hijos, Matilde
Lina, Siete por Tres, los ancianos, las demás
mujeres, los otros niños. Los hombres, armados
con ocho fusiles y doce escopetas, formaban en
torno un cerco protector.
—Los niños no sufríamos —me confiesa Siete por
Tres— Íbamos creciendo en los vientos de la
marcha y no teníamos antojo de pertenencias.
La lenta romería se prolongó año tras año, hasta
que se hizo larga como la vida misma. Aquí y
allá se les fueron incorporando otras montoneras
liberales que también vagaban al garete, nuevos
desplazados por desahucios y matanzas, más
sobrevivientes de pueblos y campos arrasados;
comandantes-agricultores acostumbrados a sembrar
y a guerrear; diversas gentes correteadas a la
fuerza y demás seres que sólo en la errancia
encontraban razón y sustento.
—Éramos víctimas, pero también éramos verdugos
—reconoce Siete por Tres—. Huíamos de la
violencia, sí, pero a nuestro paso la
esparcíamos también. Asaltábamos haciendas;
asolábamos sementeras y Establos; robábamos
estrépito, nos mostrábamos inclementes cada vez
que nos cruzábamos con el otro bando. La guerra
a todo envuelve, es un aire sucio que se cuela
en toda nariz, y aunque no lo quiera, el que
huye de ella se convierte a su vez en difusor.
Los que no podían seguir, se iban quedando a la
vera del camino bajo una cruz de palo y un
montón de piedras. El número de los menores se
conservaba siempre el mismo; según restaban los
que morían y volvían a sumar los que iban
naciendo. Los demás protagonizaban la historia
móvil y escurridiza de los que emprenden la
huida: horas quietas al acecho, abatimiento por
los caminos del Señor, café sin dulce y carne
sin sal, pleitos y llantos, conciliaciones y
consolaciones, delirios de paludismo y diarrea,
juegos de cartas, páramos helados que humedecen
la ropa y hacen tiritar la piel, rastrojeras,
bosques de niebla, cañaduzales, sembradíos de
piña ardiendo bajo el sol. El olor del enemigo
impregnándolo todo, hasta la tela de la camisa y
las hojas de los árboles, y un constante
trasegar de ilusiones y un obsesivo espejeo de
tierra propia, que fueron y siguen siendo el
motor de su marcha.
—¿Buscando qué, días y noches persiguiendo qué?
—se pregunta ahora, ante mí, Siete por Tres—.
Nadie sabía bien, y yo, que era niño, menos.
Recuerdo la esperanza que abrigábamos entonces
porque es la misma que abrigamos todavía:
“Cuando la guerra amaine…”
Cuando la guerra amaine… ¿Cuándo será ese
cuándo? Ya pasó medio siglo desde aquel entonces
y todavía nada; la guerra, que no cesa, cambia
de cara no más. A René Girad, quien fuera mi
profesor en la universidad, le escribo
diciéndole que esta violencia envolvente y
recurrente es insoportable por irracional, y él
me contesta que la violencia no es nunca
irracional, que nadie como ella para llenarse de
razones cuando quiere desencadenarse.
Andaban montados en tragedia mayor pero nunca
quisieron entenderlo así, ni Matilde Lina, la
lavandera de Sasaima, ni el niño de veintiún
dedos. Mientras los demás padecían hambre, ellos
vivían olvidados de comer; la tristeza y el
miedo no encontraban en su alma paja para tejar
rancho; la desolada noche fría les parecía noche
y nada más; la vida despiadada era sólo la vida,
porque no ambicionaban una distinta ni mejor.
Los otros lo habían perdido todo y ellos nada,
porque no se pierde lo que nunca se tuvo ni se
quiere tener.
—Como no traía nombre preciso, habíamos caído en
la usanza de llamar Veintiuno al chico
del pie extravagante, según el número peculiar
de sus demasiados dedos, hasta el día en que
Charro Lindo nos prohibió en tono terminante y
bajo amenaza de castigo que lo apodáramos así,
por no ser caritativo, según dijo, apellidar a
la gente por sus defectos —cuenta Perpetua,
aclarándome que Charro Lindo era un joven
bandolero liberal de apariencia gallarda, que
había heredado de un tío el cargo de jefe de la
procesión de desterrados.
Pese a la orden perentoria, algún desprevenido
volvió a decir Veintiuno en presencia
del jefazo, y éste lo tiró al suelo de un
sopapo. Entonces, en vez de
VeintVeintiunoiuno surgió el Siete por
Tres como eufemismo y desacato encubierto a la
autoridad, y ese sambenito se le pegó al niño
para no abandonarlo más.
—Recuerdo a Veintiuno como sí lo estuviera
viendo —me asegura Perpetua—. Nacido de la nada
y de la rareza de ese pie de dedos pares, de
niño se inclinaba hacia lo huraño y hacia la
gran timidez. Pero por Dios que aquel dedito
sobrante no le impedía correr: como una gacela
volaba descalzo por los andurriales.
En algún punto de la travesía, Matilde Lina,
apertrechada en su niño, desistió de ocuparse de
los demás humanos, ella que nunca fue experta en
tratarlos, y se desentendió del todo de sus
razones, de sus palabras y de sus actos.
Simplemente los seguía sin preguntar ni pedir,
llevando al niño consigo, los dos livianos y
soñadores, casi imperceptibles para los demás,
poderosos e intocables en su extrema
indefensión.
Siete por Tres aprendió a caminar detrás,
calando su pie pequeño en la huella que ella iba
dejando, y así avanzaba confiado, a ratos
despierto y a ratos dormido, sin rezagarse ni
perder el ritmo, como si conociera aquel rastro
desde antes de nacer. Para espantar el silencio
que cae cuando se anda huyendo, Matilde Lina le
enseñó el arte de hablar, pero sólo de animales.
En los desvelos del monte se acurrucaban para
adivinar el currucutú del búho saraviado, o las
rondas de amor de la tigre en celo, o los ojos
rojos y el aliento pútrido de los perros del
diablo: el diálogo entre ellos era cháchara
irrelevante, permanente y zurumbática sobre las
costumbres del animalero.
—¿Oyes? —le preguntaba ella bajo la tempestad—.
No es trueno, sino estampida de bestias
mostrencas.
Otras veces le indicaba: “Mira, es huella de
gato cerrero”, o de guagua, de tatabro, de
chigüiro, porque cualquier traza sabía
distinguir sin riesgo de confusión.
Acaracolada en la memoria traía ella a Sasaima,
la tierra donde vivió de niña, y hablaba con
cariño de sus muchos animales. De las
golondrinas que atraviesas el chorro de luz que
cae desde lo alto en cuevas de Gualivá; de los
sapos negros y lisos que se hacen invisibles
cuando se paran sobre las piedras negras y lisas
del Río Dulce; del chumbilá, que es un ratón
alado pero entregado al vicio, porque cuando los
campesinos lo atrapan le enseñan a fumar y él
aprende gustoso.
—Sólo de eso hablaban, de bichos y más bichos
—me cuenta doña Perpetua— A esos dos no les
interesaba nadie más.
Eso lo comprendo yo demasiado bien: que nadie
más les suscita pasión y ni siquiera interés,
porque cada uno de ellos es el continente donde
el otro mora como único habitante. Mírame, Siete
por Tres; tócame, huéleme, escucha el runrún que
me atormenta sin lograr convertirse en palabra
pronunciada… ¿Te percatas de que a diferencia de
ella yo estoy ahora y aquí, que soy presencia
que el ojo registra y tacto constata? ¿Tendrás
por fin el valor de reconocer que en este mundo
de acá es preferible alcanzar que perseguir; que
una mujer de carne y hueso es mejor que una
recordada o imaginada, cien veces mejor, aunque
no sea lavandera, ni haya nacido en Sasaima ni
sepa un cuerno de animales del trópico?
—El Albeiro se llevó los alicates —le oigo decir
a Siete por Tres mientras trabaja grita en la
construcción de un nuevo tambo—. ¡Albeiro!
¿Dónde están los alicates? —con desparpajo y yo
quisiera advertirle que no trate de engañarse.
¿Qué puede saber él de los Albeiros o de los
alicates? ¿Qué sabe acaso del presente y sus
circunstancias?
4
La señora Perpetua, ya muy anciana, es la única
persona que sabe lo que yo quiero saber. Se
hallaba presente en el atrio de aquella iglesia,
siendo mujer casada y con hijos, la noche en que
encontraron al niño del pie quimérico. Luego
atravesaron juntos los mares rojos del éxodo
hasta que la calamidad separó sus vidas, y
después de un bache de años espaciados vino a
topárselo adulto por venturas de la errancia,
aquí, en este albergue de caminantes. La señora
Perpetua se debate en lucha eterna y perdida de
antemano contra un aparato de tortura hecho de
alambres y pasta rosa que llama con orgullo
mi prótesis dental, y mientras lo tasca
sin lograr acomodarlo, me va contando.
—Vi a Matilde Lina enseñarle a ese niño a
amaestrar a un chumbilá. Hacía círculos en el
aire con una vara fina de bambú hasta que el
animal venía volando, obediente, a pararse en la
vara —dice con mímica, y a mí me hacen gracia
sus intentos de repetir con el brazo los
círculos flexibles y con la boca el hocico del
murciélago—. Se iban por los charcos para
encontrar a la rana de los cien ojos, que no son
suyos sino de los muchos hijos que carga entre
los pliegues de la piel. Ellos, los dos, se
alimentaban con yuyos y aguadijas, de esas
esponjosas que saben hincharse de agua —me
informa Perpetua bajando la voz, para que nadie
más escuche—. Eso murmuraban por ahí, que
Matilde Lina y el niño se alimentaban de pura
verdolaga y chamizo de monte. Mientras los demás
trajinábamos en oficios y desmayos, las horas de
ellos pasaban serenas, perdidos como estaban en
pláticas y contemplaciones. Los cuidaba el alma
del bosque, o al menos así decíamos para
podernos desentender, que ya cada cual tenía
bastante, y aun demasiado con cuidar de sí
mismo.
También por un animal se apartó Siete por Tres
de Matilde Lina, después de trece años de
encontrar en su regazo el tibio centro del
mundo. En uno de esos períodos de escasez de
avío en que la gente devora hasta la suela de
los zapatos, a ellos dos les había dado por
recoger, en los escombros de una hacienda
abandonada, a una gata con su cría. Animales
afilados, tullidos y dientudos, diabólicos a
punta de hambre, que ellos socorrían a
escondidas del resto de la caravana, por temor a
que se los comiera el personal famélico, que no
le hacía el asco a nada que tuviera pelo, pluma
o escama.
—¿Se van a morir? —preguntaba Siete por Tres,
también él, como los gatos, convertido en
pequeño manojo de ansiedad y huesos.
Un martes en que la niebla y la hambruna hacían
la vida borrosa, avanzaba malhumorada la
caravana por los barrizales de un paraje llamado
Las Águilas cuando fueron alcanzados por los de
retaguardia, que venían a avisar que en maniobra
envolvente los tenía cercados el sargento
Moravia, con un pelotón fieramente armado del
Ejército Nacional.
—Charro Lindo, el jefe nuestro, era reconocido
por hermoso y por coqueto, y por un frasquito
que llevaba siempre colgado al pescuezo, en el
que guardaba las cenizas de la que había sido su
casa paterna —me relata Perpetua—. Pero, además,
se había hecho famoso por el olor nauseabundo de
sus pobres pies, gusarapientos de tanto andar
embutidos entre las botas de caucho. Se había
vuelto proverbial su problema de pecueca, único
defecto que como enamorado le encontraban las
muchachas que en las noches compartían con él la
cobija.
A Charro Lindo le habían asegurado que lo único
que le curaría la pestilencia era meter los pies
entre permanganato de potasio disuelto en agua
tibia, y él, acosado por esa afección que
menoscababa su orgullo y que lo convertía en
blanco de un burleteo general y solapado, puso
tanta fe en la fórmula que se aventuró a
contrariar el sentido común y a desoír las
reglas de supervivencia cuando se recorre
territorio hostil. Buscó la manera de bajar del
monte para acercarse a lugar civilizado donde
pudiera comprar el remedio, y quiso la fatalidad
que ese lugar fuera un rancherío llamado
Bienaventuranzas, que al fin de cuentas no se
cumplieron sino todo lo contrario, porque Charro
Lindo, sin saberlo, cometió el error de
arrastrar a los trescientos y pico que quedaban
hacia los predios pantanosos del sargento
Moravia, de fama imperecedera por carnicero y
conservador, quien había sometido por la fuerza
a toda la población de aquellas extensas
proximidades.
Cuando entendió que los había empujado a una
ratonera, Charro Lindo no supo hacer otra cosa
que montar en ancas de su mula negra a la
noviecita que más le gustaba e impartir la orden
de sálvese quien pueda. Nos vemos, si no en esta
vida en la otra, gritó el bandolero apuesto, y
así sin más, con su frasquito de tierra pasmada
al cuello y agitando el gran sombrero mexicano,
desató la desbandada general.
Parte II
5
Esquivando las garras del sargento Moravia, unas
familias huyeron por escarpaduras donde apenas
se podía apoyar el pie; otras lo intentaron
dejándose venir por la montaña hacia abajo,
forcejeando contra el reclamo del abismo.
Perpetua, que con sus hijos buscó escondrijo en
la espesura, no supo cuánto tiempo permaneció
agazapada y haciéndose la delgadita, agarrotados
los miembros y el oído embotado por los latidos
del corazón, sintiendo o creyendo sentir el paso
del enemigo por encima de su nuca y soltando muy
despacio el aire para no delatarse con el sonido
de su propio aliento. Mucho terror debió
correrle por el cuerpo antes de que se atreviera
a averiguar por los demás. Entre el barro
amasado con sangre encontró unos vivos, otros
muertos y otros idos: refundidos para siempre
por el ancho mundo.
Décadas después habría de contarnos Siete por
Tres, con la parquedad desganada con que se
refería a sí mismo, que ese día se había
rezagado con Matilde Lina para darle leche con
el dedo a los gatos aquellos que habían
intentado salvar; que siguieron en lo suyo sin
escuchar la conmoción y que del peligro no
supieron nada hasta que tuvieron encima los
insultos y los culatazos de la emboscada. Se
entregaron a la muerte sin oponer resistencia,
pero la muerte, que le saca el quite a quien se
le ofrenda, no quiso pasarles la cuenta de cobro
de un solo envión.
—La Muerte tiene una hermana, más taimada y
perseverante, que se llama Agonía. La dama
Agonía me sostiene en sus brazos desde aquella
vez —me dice Siete por Tres, y yo siento el
súbito impulso de acariciarle ese pelo de indio
arhuaco que tiene, tan robusto y retinto y tan
al alcance de mi mano en este plácido momento en
que cae la tarde, mientras Siete por Tres y yo,
doblados sobre un surco, sembramos legumbres el
uno al lado del otro. El sol, que nos fustigó
sin clemencia durante todo el día, se ha
entregado por fin a la mansedumbre; los
enjambres de zancudos vibran en la última luz,
desentendidos de nosotros; la tierra fértil que
removemos suelta un olor que apoya y reconforta,
y mi mano, decidida, va adivinando la textura de
ese pelo lacio y pesante que está a punto de
tocar. La yema de mis dedos se alegra en lo ya
casi del roce. Hacia allá se estira, confiado,
mi brazo, pero yo lo contraigo enseguida: algo
me grita que no debo seguir. El pelo negro se
aleja, reverberando y quemando, en centelleo de
señales contradictorias.
Releo lo que acabo de escribir y me pregunto por
qué me subyuga su pelo, su pelo, siempre su
pelo. O mejor dicho el pelo, todo pelo: el lujo
y el lustre y la conmovedora tibieza de los
seres dotados de pelo, como si mis dedos
hubieran sido creados para desaparecer entre la
suave densidad de un pelo oscuro; como si un
irracional instinto de mamífero huérfano guiara
mis afectos.
—A Matilde Lina la maltrataron, la arrancaron
del niño y la llevaron arrastrada hasta algún
lugar del cual no se tuvo noticia —me dice la
señora Perpetua, haciendo silbar las eses contra
esa prótesis dental que tanto la martiriza y la
enorgullece.
A partir de entonces el rastro de Matilde Lina
se borra del mundo de los hechos y se entroniza
en las marismas de la expectativa. De nada le
valieron las patadas de potranca que sabía
repartir, ni los tarascazos que pintaron la
marca de sus dientes en tanta piel ajena. ¿La
doblegaron trincándola del cabello, la tildaron
de perdida y de demente, la obligaron a hincarse
entre el barro, la quebraron en dos, le
partieron el alma? ¿Retumbaron sus alaridos por
las hondonadas del monte? ¿O lo que erizó las
pieles fue el currucutú del búho saraviado, o el
graznido de algún otro pajarraco, de todas las
aves que conocían su nombre y que empezaron a
gritarlo en letanía atolondrada?
Siete por Tres no lo sabe. No lo sabe o no
quiere saberlo. Y si sabe nada cuenta,
guardándose para sí todo el silencio y todo el
espanto. Me habla de ella como si se le hubiera
refundido ayer: el paso del tiempo no mitiga el
ardor de sus recuerdos.
Después de la emboscada de Las Águilas, Matilde
Lina no volvió a aparecer ni en vida ni en
muerte, y no hubo quién diera razón chica o
grande de esa mujer refundida en el tráfago de
la guerra, como tantas y tantas. A Siete por
Tres lo dejaron vivo pero condenado a morir,
librado a la improbabilidad de su destino de
niño solitario por segunda vez, por segunda vez
huérfano y tirado al abandono. Un hijo del
monte, volando al capricho de los cuatro
vientos, en medio de un país que se niega a dar
cuenta de nada ni de nadie.
Desde aquí puedo verlo: lelo, como debió quedar
después de la desgracia. Sumido en un trance,
sentado al borde del camino mientras se va
haciendo noche, muy despacio. Nada se mueve a su
alrededor y el tiempo no lo apremia: no tiene
adónde ir. Mientras espera va envejeciendo sin
darse cuenta: sólo sabe que la mujer que ha
desaparecido de su lado tiene que reaparecer,
algún día. Cuando ella regrese el niño
despertará, ya adulto, y echarán a andar hombro
con hombro. Por el camino y sin hacer ruido, van
pasando los días, los meses y los años en un
aletargado transcurrir, pero la mujer que debe
regresar no halla cómo hacerlo.
—Tanta vida y jamás… —suele suspirar de vez en
cuando Siete por Tres, y repite un par de veces
esa frase que ya he escuchado antes, en boca de
otro y en otro lugar, sin entenderla del todo en
aquel entonces y tampoco ahora.
—Tanta vida, tanta vida…
—¿Y jamás? —completo yo, por seguirle la
corriente.
6
Me pregunto cómo habrá resistido semejante golpe
el adolescente de doce o trece años que debía
ser por aquel entonces Siete por Tres. En qué
silencios habrá caído, qué tan hondo habrá
descendido en las aguas de su propio ser, qué
desconciertos tuvo que atravesar hasta el día en
que haciendo acopio de todas sus fuerzas volvió
a salir a flote, transformado en este hombre a
quien amo sin esperanzas de retribución.
—Su peor tormento ha sido siempre la culpa —me
dice Perpetua, y respalda su argumento con la
autoridad que le confiere el conocerlo desde
antes de la tragedia.
—¿La culpa?
—Culpa de no haber impedido que se la llevaran.
De no buscarla con suficiente empeño. De seguir
vivo, de respirar, de comer, de caminar: cree
que todo es traicionarla. Como le pasan los años
sin dar con ella, se ha ido enredando en una
telaraña de recriminaciones que lo persiguen
despierto y lo revuelcan en sueños…
Cómo puede ser, si en el albergue tanto pregona
Siete por Tres la buena maña de perdonar. «Las
faltas del pasado se dejan en la puerta. El que
aquí se refugie debe saber que de ahora en
adelante sólo tiene cuentas pendientes con su
conciencia y con Dios».
Así les advierte a todos, hasta a los que vienen
acompañados de escandalosa reputación, sea de
ladrón, de puta, de guerrero o de asesino. A
quien murmura suciedades sobre el pasado ajeno
se lo dice de frente:
«Mejor cállese, don Fulano, que aquí adentro no
hay ni buenos ni malos».
—Esa es la enredadera que toda razón enreda —me
responde la anciana—. Al único que Siete por
Tres no puede perdonar es a su propia persona.
—¿Por qué anda purgando un crimen que ni cometió
ni pudo impedir? —insisto yo—. ¿Por qué se
castiga de esa manera?
—Porque son otros los vericuetos de su culpa.
Siete por Tres no miraba a Matilde Lina como a
una madre —me revela lo que sé mejor que nadie—.
Yo, que parí siete y perdí tres, conozco la
forma de mirar de un hijo. Matilde Lina sufría
extravagancias de temperamento, pero era mujer
de empaque fuerte, cara aniñada y pechos
grandes. Muchos codiciaban su cuerpo, y si no
lograron hacerlo suyo, fue porque ella sabía
defenderse a patadas y a mordiscos. La vi
lavando en el río con la blusa zafada y a medio
abotonar, y vi al Siete por Tres a su lado,
muchacho de apenas bozo y pelusa que le iba
naciendo allí donde no se atrevía a confesar.
Los senos de ella que se asoman y el niño que
los contempla, quieto como si fuera de piedra,
sofocando el resuello: haciéndose hombre en esa
visión.
También yo puedo ver a Matilde Lina al filo del
agua, ocupada en su oficio, sumergida en sí
misma e inconsciente de su desnudez, en ese
momento de intimidad profunda que nada logra
perturbar, ni siquiera la fiebre de amores que
quema las pupilas del muchacho.
—No habrá sido el primer adolescente que le vea
los pechos a la madre —le objeto a Perpetua, y
ella se ríe.
—No, no habrá sido —me contesta—. Ni será el
primero que de ahí en más ande buscándolos en
todos los otros pares que se le crucen por
delante.
7
Tras la estampida de la caravana, el día de la
desaparición de Matilde Lina, Siete por Tres no
fue el único que quedó abandonado en el pico de
Las Águilas. Por sabia cabriola del azar, que no
es arbitrario como se sospecha, allí apareció
también la imagen conocida como la Bailarina,
solitaria y naufragando a medias en las
espesuras del tremedal.
—A la hora de la emboscada no quiso protegernos,
nuestra Virgen protectora —todavía hoy la sigue
recriminando Siete por Tres, y me cuenta que al
reconocerla desfallecida entre el fango, sintió
que una vaharada de rencor le incendiaba el
rostro.
—Pedazo de leño viejo, abusiva, recostada.
¡Triste muñeca de palo! —fueron, según recuerda,
las blasfemias que le gritó—. Años y años
cargándote en andas como si no pesaras, de noche
alumbrada con velones y de día protegida de los
rigores del clima por un baldaquino de duquesa,
para que al final permitieras que nos llevara la
calamidad.
Tratando de acallar ese rumor de soledad que
había regresado de repente, Siete por Tres dio
en culpar de la desaparición de Matilde Lina a
la Virgen bailarina, única compañía que la vida
no le había confiscado, y profería contra ella
esos insultos y otros más severos, hasta que
comprendió que aquella señora, que antes parecía
bailar sevillanas con los mismos ademanes con
los que ahora chapoteaba entre el pantano, no
sólo no era infalible como protectora, sino que
por el contrario, estaba sumamente urgida de
protección.
—Entonces la perdoné y me enredé en la
obligación de seguir cargando yo solo con ella,
así que la rescaté de aquel fangal, la
enlustrecí como pude, me la eché a la espalda y
arranqué a caminar, hacia destinos que ni ella
ni yo teníamos previstos ni estábamos en
condiciones de determinar. Te pido mil perdones,
mi Reina Bendita, pero hasta aquí te llegó la
procesión: así le advertí para que se fuera
olvidando del privilegio de las andas y para que
renunciara de una buena vez a las candelas
encendidas en su honor, a los salmos y a los
himnos y a las rositas Cecilias con las que le
urdían guirnaldas. De aquí en más, le anuncié
con franqueza, vas a tener que seguir la
travesía a lo pobre; a lomo de indio, sin otro
manto que este costal de yute ni otro lujo que
esta soga. Como quien dice: se te acabó el
reinado, mi Reina; ahora empiezan tus andanzas
de persona del montón.
—Dios, que no olvida a sus hijos, quiso
dejársela por socia y guardiana. —Perpetua se
santigua y besa una cruz que forma colocando el
pulgar sobre el índice, y yo, que voy atando
cabos, comprendo que Matilde Lina y la santa
bailarina deben ser, de alguna extraña manera,
una misma figura, virgen y madre, a la vez
pródiga en amor e inalcanzable.
La vida, avasalladora, siguió su curso y cada
quien se defendió como pudo, y en las décadas
siguientes, que por falta de testigos sólo he
podido reconstruir a parches, Siete por Tres,
quien como he dicho tiene la costumbre de no
hablar de sí, creció y llegó a adulto, se diría
que contra toda evidencia. Supongo que si lo
logró fue gracias a su obstinación de peregrino,
a las leyes solidarias del camino, al amparo de
los generosos y a la benevolencia de su Virgen
tutelar. Tal vez al sexto dedo de la buena
suerte y, por encima de todo, a ese inexorable
empeño en seguirle el rastro a su amor.
Se había acabado la llamada Guerra Chica y había
empezado otra que ni nombre tenía y que andaba
mermando a la población, cuando apareció Siete
por Tres en esta ciudad petrolera y ardiente de
Tora, vestido de lienzo blanco como la gente del
campo, con su Virgen bailarina bien envuelta en
plástico y amarrada con piola, y afianzada en la
cabeza la convicción de que aquí encontraría por
fin a Matilde Lina, según información que le
había suministrado una mujer en San Vicente de
Chucurí.
—¿Ya la buscó en Tora? —le había dicho aquella
señora—. Allá conocí a una que se ganaba la vida
lavando y planchando, y que encajaba justo con
su descripción.
Miles acudían acicateados por la necesidad a
esta feria de las ilusiones, adivinando en el
oro negro su tabla de salvación y atraídos por
los decires que flotaban en el aire con aleteo
de futuro.
—Allá hay trabajo; en la refinería necesitan
gente. En dos meses mi tío ganó suficiente para
vivir todo el año.
—El petróleo da para todos.
—En Tora las cosas van a andar mejor.
Mientras los hombres soñaban con conseguir
enganche en la refinería, las prostitutas y las
muchachas casaderas soñaban con conseguirse un
obrero petrolero, famosos en el país por bien
pagos, despilfarradores y dispuestos. Se decía
que el billete que soltaban alcanzaba no sólo
para la manutención de esposas y queridas, sino
también para el bienestar de vivanderas,
vendedoras de empanadas y mazorca asada,
masajistas, rezanderas, destiladoras de
aguardiente, modistas, estriptiseras y
vendedoras de lotería.
El sueño de Siete por Tres era propio suyo, no
compartido con nadie. Recorría el territorio en
dirección contraria a la multitud, con la única
expectativa de toparse cara a cara con su
Desaparecida a la vuelta de cualquier esquina, y
toda esquina era una ansiedad que tras el cruce
se volvía desengaño.
—Le compré una medalla de oro y una camisa de
encaje —me cuenta— para que no me sorprendiera
el reencuentro sin un regalo qué darle, y no me
daba el lujo de un descanso por temor a quedarme
dormido y que ella pasara de largo.
Una medalla de oro y una camisa de encaje. Una
medalla de oro y una camisa de encaje. Esta
noche no puedo dormir: me lo impide el calor. Me
lo impide saber que alguna vez quiso regalarle
una medalla de oro y una camisa de encaje.
—Aquí viene a parar el mundo entero, y tarde o
temprano tendrá que venir también ella —se
repetía por ese entonces Siete por Tres cada vez
que sentía avecinarse una crisis de fe, y dejaba
que sus días transcurrieran entre los malleros,
pero sin hacer causa común con ellos.
El mallero es uno que se cuelga a la esperanza,
pegándose a la alta malla metálica que rodea a
la refinería para impedir que penetren los
afuéranos y los sin carné. Un mes, dos, cinco
meses puede permanecer el mallero allí parado, a
sol y a sereno, aguardando a que lo dejen entrar
y lo enganchen en la nómina. A lo largo de la
malla se agolpan por racimos, aferrados a esa
promesa que nadie les ha hecho, al aguardo de la
oportunidad que la vida les está debiendo.
En medio de aquel hacinamiento, Siete por Tres
veía desfilar toda suerte de pájaros,
arremolinados, expectantes y alertas: soldadores
que venían siguiendo la voz del tubo de petróleo
desde Tauramena, Cusiana o Arabia Saudita;
esmeriladores que ya habían probado suerte en
Saldaña, Paratebueno o Irak; egresados del Sena,
bachilleres técnicos, aventureros, pichones de
ingeniero, siendo el más raro de todos el propio
Siete por Tres, que deambulaba sin otro
propósito que ir preguntando si alguien por
casualidad conocía, de vista o de oídas, a una
mujer sasaimita de mirada inconstante y poco
hablar, de nombre Matilde Lina, lavandera de
oficio. Si le pedían especificaciones reconocía
en un susurro que era igual a todas, ni alta ni
baja, ni blanca ni negra, ni linda ni fea, ni
coja, ni boquinche ni lunareja nada, nada en el
mundo que la distinguiera de las demás, salvo
los muchos años de vida que él había empeñado en
buscarla.
La oferta de trabajo abundó para los primeros en
llegar, alcanzó para los segundos, escaseó para
los terceros. La empresa cerró la contratación
de personal y de ahí en adelante el resto se
quedó esperando, sin límite de aguante, hasta el
día sin cuenta en que la malla se abriera para
acogerlos.
—Nos habíamos convencido de que el petróleo era
varita mágica que remediaba todo mal —dice
Perpetua, quien también llegó a Tora montada en
el embeleco—. Y alguna vez quizá lo fuera pero
después ya no, aunque a muchos la idea se les
había incrustado en la confianza como piedra en
el zapato. Mientras unos se largaban, empujados
por el desencanto, otros tantos iban llegando.
Los veíamos aparecer sin equipaje, mirando
alrededor con unos ojos de ojalá que sabíamos
reconocer, porque todos alguna vez tuvimos que
mirar de ese modo. Los que estábamos desde antes
nos apretábamos para abrirles sitio y no les
advertíamos, porque ya la experiencia se
encargaría de apagarles el ojalá de la mirada.
A punta de pasar tiempo y de no comer,
enflaquecieron los hombres al pie de la malla.
Las mujeres de las empanadas alzaron con sus
canastos para ir a vender a otra plaza y las
niñas solteras dieron en soñar más bien con
militares o con buscadores de esmeraldas. Hasta
el ánimo inquebrantable de Siete por Tres
presentó señales severas de descreimiento y de
fatiga, como esa noche aturdida que tanto habría
de pesarle en la conciencia, cuando invirtió el
último billete en una parranda de ron blanco, le
regaló la blusa de encaje destinada a Matilde
Lina a cualquier puta joven de sonrisa honesta y
tras una hora de amor, le encimó la medalla.
Y yo aquí pensando en todo esto, tan lejos de mi
propio entorno y acostada en esta cama revuelta,
sin poder dormir. Me lo impide el calor. Me lo
impide el ruido de la planta eléctrica. Me lo
impide el miedo que de noche se agazapa en los
rincones de este lugar asediado. Me lo impide
saber que un hombre llamado Siete por Tres, si
es que tal cosa es nombre, una vez, hace tiempo,
le compró a su amada una camisa de encaje y una
medalla.
8
Es este un lugar ajeno y lejano de todo lo mío,
regido por códigos privativos que a cada
instante me exigen un enorme esfuerzo de
interpretación. Sin embargo, por razones que no
acabo de esclarecer, es aquí donde está en juego
lo más interno y pertinente de mi ser. Es aquí
donde resuena, confusa pero apremiante, la voz
que me convoca. Y es que yo, a mi manera
peculiar y aunque ellos no se den cuenta,
también hago parte de la multitud errante, que
me arrastra por entre encuentros y desencuentros
al poderoso ritmo de su vaivén.
Siete por Tres tampoco se percata. Al igual que
los demás, me ve como un punto fijo al cual se
puede arrimar; como una de las vigas que
sostienen el albergue que lo acoge en medio de
su viaje sin final. Él viene hacia donde yo ya
estoy: cómo o por qué llegué, de dónde vine,
para dónde voy, es algo que no se pregunta. Da
por sentada mi permanencia, y yo, aun sabiéndola
incierta, lo invito a que cuente con ella. Y lo
hago desde el fondo de mi honestidad, porque
intuyo que sigo aquí justamente para que él —él
y todos los suyos— puedan llegar. Es extraño y
seductor, esto de servir de puerto cuando uno se
sabe embarcación.
Pero, ¿qué hacer con Matilde Lina —la Incierta,
la Extraviada, la Perpleja— y cómo
desembarazarse de su presencia incorpórea? Con
sus párpados pesados, sus cabellos de niebla y
su corazón de pulsaciones pálidas, ella
pertenece al reino de la alucinación y se sale
absolutamente de mi control. Su tragedia y su
misterio fascinan y angustian a Siete por Tres,
y lo atraen con la fuerza de un abismo. Es una
rival feroz. Por más vueltas que le doy, no sé
cómo derrotar esa existencia rotunda, concebida
en el aire por un hombre que a lo largo de su
vida la ha ido modelando a su imagen y
semejanza, hasta hacerla encajar en el tamaño
exacto de su recuerdo, de su culpa y su deseo.
—Déjala dormir, hazle la caridad —le digo a
Siete por Tres—. Eres tú quien la mantiene atada
al tormento de su falsa vigilia. Deja que se
desprenda en paz; no la acucies con la
insistencia de tu memoria.
—¿Y si está viva? —me pregunta—. Si aún está
viva no la puedo enterrar, y si está muerta
tengo que enterrarla. No puedo dejarla por ahí,
vagando solitaria como un alma en pena. Viva o
muerta, tengo que encontrarla.
—¿Has pensado en la posibilidad de que eso no
sea posible? —le digo con cautela, soltando
despacio cada palabra.
—¿Y si ella me anda buscando? ¿Si le pasa como a
mí, que no tiene vida por estar pendiente de la
mía? ¿Si sufre al saber que yo estoy sufriendo?
—Entonces vámonos a bailar —le propuse la otra
noche—. Aquí en tu país he aprendido que cuando
las cosas no tienen solución, el mejor remedio
es irse a bailar.
Era un sábado fresco de diciembre y él estuvo de
acuerdo, y en el camión de las monjas bajamos
hasta un bailadero muy popular, llamado Quinto
Patio, que queda en pleno centro de Tora. Se
aproximaba la Navidad y en las calles estrechas,
adornadas con ristras de luces de colores, las
gentes de buena voluntad andaban compartiendo
natilla y buñuelos, cantando villancicos con
piucos y tamboras y rezando ante los pesebres la
novena de aguinaldo. Ni la luna de azogue que
nos abrasaba, ni el intenso olor nocturno a
jazmín, ni el estruendo que desde las rocolas
metía el Grupo Niche con su
Cali pachanguero, ni siquiera el
próximo advenimiento del Rey de los Cielos había
logrado aplazar la matazón, y de tanto en tanto
la guerra nos echaba en cara su porfía: unos
tiros en una esquina, una explosión en la
distancia y, bullendo por todos lados, esa loca
euforia de estar vivo que caracteriza a esta
tierra inefable.
—No hay en el mundo un país más hermoso que éste
—le decía yo esa noche a Siete por Tres,
mientras le comprábamos a un ambulante tajadas
de mango verde con sal.
—No, no lo hay, ni más asesino tampoco en la
penumbra roja y acogedora del Quinto Patio,
Siete por Tres y yo nos pusimos a bailar, al
principio unos merengues tímidos y después unas
salsas enardecidas que él, como buen colombiano,
ejecutaba con agilidad mientras yo bregaba a
seguirle el paso con la torpeza extranjera de
mis pies.
—Siete por Tres, hay una cosa que debo
preguntarte ya mismo —le solté de repente,
haciéndolo interrumpir su bailar sandunguero.
—¡Jesús! Cuanta solemnidad. ¿Y qué será eso tan
grave que inquieta a mis Ojos de Agua?
—Dime qué pasó con los gatos.
—¿¡Gatos!? De qué gatos me hablará esta
señorita…
—De aquellos gatos hambrientos que Matilde Lina
y tú socorrían cuando les cayó la emboscada.
—Ah, esos gatos. A esos gatos no les pasó nada.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque a los gatos nunca les pasa nada.
Más adentro en la noche, ya sobre la madrugada y
abrigando entre pecho y espalda una botella de
ron, a manera de despedida no entregamos
impenitentes a un bolerazo lento y ceñido, tal
como debe ser. Escudados en lo irresistible del
mece-mece y de una letra hiperbólica que hablaba
de copas rotas y de frustradas libaciones de
amor. Siete por Tres y yo, livianos y felices,
medio borrachos ya, nos acercábamos sin
buscarnos demasiado, sin que el uno apremiara ni
el otro acabara de consentir.
—¿Cuánto dura un bolero? – le pregunto a la
señora Perpetua.
—Los de antaño cinco minutos; los de ahora, tres
no más.
Tres minutos no más. Al otro día, que había
amanecido siendo domingo pero que se arrastraba
hacia una tarde tan anodina como la de cualquier
martes, me topé con Siete por Tres frente a los
hornos del pan. Andaba taciturno y arropado en
distancias, y colgada al cuello llevaba de nuevo
la sombra de Matilde Lina desmayada y volátil
como un echarpe de seda gris.
Parte III
9
Ya se vivía la resaca del gran entusiasmo
petrolero cuando Siete por Tres se vio
involucrado, casi sin percatarse, en los hechos
que habrían de traerlo hasta este albergue de
caminantes, donde se convertiría en mi desvelo,
casi tanto como Matilde Lina era el suyo.
Montado como estaba en el sube y baja de sus
acucias y sus despechos, no percibió el momento
sutil en que el descontento, que en Tora se
cocina a fuego lento, subió como leche hervida,
rebasó todo canal de contención y estalló.
—¡Tápese la boca con un pañuelo mojado y corra!
—le advirtió alguien a Siete por Tres, quien
observaba la baraúnda desde una tienda,
pendiente tan sólo de algún rostro femenino que
le recordara al que andaba buscando. No hizo
caso porque no tenía pañuelo, ni velas en ese
entierro, pero por si acaso puso a su Virgen a
salvo en la oscurana de un zaguán. Segundos
después se vino encima una invasión de soldados
disfrazados de matorral, con hojarasca en el
casco y ramajes a la espalda, llevando máscaras,
mangueras y unos tanques que a él le recordaron
los de fumigar.
—¡Echan gases! —oyó gritar, al tiempo que lo
abrazaba una mala nube que le pringó la piel, le
cerró la garganta y le inflamó los ojos con algo
mil veces peor que el ají.
Eso es lo que él mismo cuenta, pero según los
periódicos que aparecieron por aquellos días,
uno de los incitadores de la alharaca había sido
el propio Siete por Tres. Vaya uno a saber.
Promediando las diversas versiones del siguiente
episodio, he podido deducir que aún no se
reponía Siete por Tres de la asfixia y del
aturdimiento del gas lacrimógeno cuando alcanzó
a ver, a través de la roja niebla del ardor, a
un niño que atravesaba la calle con un
portacomidas en la mano. A uno de los falsos
matorrales le debió parecer que se trataba de
bomba, o de coctel molotov.
—Es almuerzo para mi papá —intentaba aclarar el
niño, mientras esquivaba los golpes del soldado
y protegía con los brazos aquello que parecía,
en efecto, un portacomidas, pero que tal vez
fuera, como sospechaba el militar enmalezado, un
coctel molotov, porque ya se sabe que en tiempos
de guerra sucia no se puede confiar en la tropa,
pero tampoco en los niños.
Dicen que todo sucedió a la vez: el soldado que
agrede al niño, Siete por Tres que se encrespa
de indignación y le encaja al soldado un
puñetazo, la jauría de malleros que entra en
acción y desencadena el zafarrancho.
Cuando se decantaron los acontecimientos y las
autoridades empezaron a investigar, aparecieron
testigos que juraron que el agitador infiltrado
y atacante del militar era un extranjero joven,
armado, comunista, por más señas descalzo y con
seis dedos en el pie derecho, profanador de
templos y ladrón de imágenes sacras, entre ellas
una Virgen esculpida por el célebre Legarda, que
constituía una valiosa reliquia colonial.
—La madre Françoise sospecha que eres guerrero,
o terrorista… —puyaba yo a Siete por Tres, a ver
qué le sonsacaba, cuando ya llevaba dos o tres
meses alojado en el albergue y entre nosotros
empezaba a afianzarse la confianza.
—¡Ay, Ojos de Agua! Mi guerra es más cruel,
porque la llevo por dentro —me contestaba él,
eludiendo la respuesta. Fue por esos días cuando
empezó a decirme Ojos de Agua. «Venga para acá,
mi Ojos de Agua, que la noto alicaída y
tristonga», me llama riéndose, o si no pregunta
por ahí, «¿Dónde anda hoy mi Ojos de Agua, que
no viene a saludarme?». Y también, «No me mire
con esos ojos, niña, que me ahogo en ellos».
—No hace falta que te ahogues —reviro yo—, me
basta con que te des un buen baño. Aquí tienes
champú para que te laves el pelo, y una camisa
limpia, o acaso te estás creyendo que aún vives
entre el monte.
—Dios me ampare de su cantaleta,
mi Ojos de Agua
—me dice así, mi Ojos de Agua, como si fueran
suyos mis ojos claros, como si fuera suyo todo
lo que soy, y yo, al escucharlo, me entrego sin
reservas a esa pertenencia. Aunque al mismo
tiempo comprendo que esa forma de llamarme es
constatación de distancia: ojos claros son ojos
de otra raza, de otra clase social y otro color
de piel; de otra educación, otra manera de
agarrar los cubiertos en la mesa, distinta forma
de dar la mano al saludar, de reírse de otras
cosas; otra manera, dificultosa y fascinante:
definitivamente otra. Cuando Siete por Tres me
dice Ojos de Agua, yo entiendo también que entre
mis ojos y los suyos se atraviesa un océano.
Pero él sabe anteponerle un mi —mi Ojos
de Agua— y ese mi es una barquita:
insuficiente, raquítica, azarosa, pero
embarcación al fin, para intentar la travesía…
Son lecturas que haces con el deseo cuando la
única certeza que te ofrecen está hecha de
frases inciertas.
10
Tras aquel brote de disturbios en Tora, Siete
por Tres pasó del más evanescente anonimato a
ser el tema del día. Tenía a los perros detrás,
ávidos de crucificar a algún chivo expiatorio, y
según me cuenta Eloísa Piña, presidenta de un
comité cívico que se unió a la revuelta y a
quién él recurrió en esa ocasión, no lo
preocupaba tanto la urgencia de salvar su propio
pellejo —que además traía sollamado por el gas—
como la certeza de que Matilde Lina se hallaba
refundida en medio de aquel tumulto, y la
necesidad de encontrar un cambuche para esconder
a su virgen, de repente famosa, de buenas a
primeras considerada tesoro colonial y reclamada
como patrimonio artístico sustraído a la nación.
—Váyase al nororiente de la ciudad y empiece a
trepar loma —le aconsejó Eloísa Piña—. Encájese
un gorro y use manga larga, para disimular el
maltrato, y póngase zapatos para que no lo
traicione el dedito suplementario. Atraviese el
mar de barrios de invasión, sin parar ni abrir
la boca, y siga, siga subiendo. Cuando ya no le
quede una gota de aliento, estará llegando a los
últimos ranchos de una barriada joven que llaman
la Nueve de Abril. Aunque le aclaro que últimos,
últimos ranchos jamás va a encontrar por allí,
porque no terminan los recién llegados de
construir el suyo cuando ya han llegado otros
aún más recientes y están levantando el propio.
En cualquier caso ahí sí descanse, en los
despeñaderos de la Nueve de Abril, y pregunte
por las monjitas francesas. Cualquiera lo sabe
llevar. Ellas tienen un albergue donde no se
atreven a irrumpir los milicos, los paracos ni
los guerreantes, y allá acogen casos críticos
como usted y los protegen, ¿cómo será? Yo digo
que cobijados con el mero soplo del Espíritu
Santo.
Con el dinero que Eloísa Piña le prestó
rezongando, dado que no avizoraba esperanzas de
recuperarlo pronto, Siete por Tres se compró un
par de zapatos negros de cordones y gruesa suela
de caucho, de la famosa marca El Campesino
Colombiano, y cruzaba la última calle del casco
urbano con su Santa Bailarina a cuestas y sus
pies refrenados por la rigidez de la carnaza sin
desbravar, cuando lo detuvo una patrulla de la
policía, en pleno uso de su prepotencia y su
ulular.
—¿Qué lleva ahí? —preguntó un cabo, sospechando
del bulto pesado que cargaba al hombro.
—Leña —respondió sin abrir el costal, y atinó a
hacer sonar a golpes de nudillo la madera de su
santa protegida, de tal modo que el cabo, que no
era de los que pierden el sueño por la suerte de
las vírgenes no carnales, se dio por satisfecho
en cuanto al contenido del fardo.
—¡Descálcese el pie derecho! —fue la nueva orden
que impartió, porque debía tener instrucciones
de reconocer al maleante por la siguiente
indicación reseñada: “Señales particulares, un
dedo de más”.
Siete por Tres sintió que descendía al último
sótano del desconsuelo y desde allá abajo invocó
a Matilde Lina: ¿Cómo te voy a seguir buscando,
morena mía, si me encierran entre una celda con
cadenas y candados?
—¿Quiere que me descalce mi cabo? —quiso hacerse
el tonto.
—¿Acaso no oye? ¡Que se descalce el pie derecho,
he dicho!
Siete por Tres se sentó en la acera con la
parsimonia de los que aceptan que ya no hay nada
que hacer, Se miró los zapatos nuevos con una
tristeza insondable y se dispuso a desamarrar el
cordón con la resignación del condenado a muerte
que estira el pescuezo hacia el filo del hacha,
pero en el último instante, casi por jugar,
movido sólo por un destello de picardía,
torero-payaso que intenta una última cabriola
como quite a la cornada, sin decir una palabra
ni alterar el gesto, se quitó el zapato del pie
izquierdo.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, cinco dedos contó
burocráticamente el cabo, ni uno menos, ni uno
más.
—Váyase —ordenó, sin percatarse del cambalache.
11
De nuevo con el alma entre el cuerpo y el color
recuperado, como si acabara de resucitar, ya en
control de los zapatos de carnaza, que parecían
haberse ablandado con el susto y ahora
respondían más dóciles a su paso apurado, Siete
por Tres salió del centro de la Tora
soliviantada y empezó a subir montaña, tal como
le había indicado Eloísa Pina, por entre el
rosario de barrios de invasión. Los veía
desgajarse uno tras otro sin aprenderse los
nombres, porque no acababa de preguntar cómo se
llamaba alguno cuando ya había empezado el
siguiente.
—¡Cómo inventa la gente! —se asombraba de la
capacidad de poner tanto nombre, a veces pura
ilusión o ironía, como Las Delicias, Altos del
Paraíso o Tierra Prometida; otras veces
conmemorativos de ambiguas victorias del pueblo,
como Veinte de Julio, Grito Comunero o Camilo
Torres. Santa Teresita Niña, San Pedro Claver y
María Goretti para recordar a los favoritos del
santoral; Villa Nohra, La Doncella y El Mariluz
en honor a la mujer; los demás repetidos,
adjudicados en cadena cuando la imaginación no
daba para más: Villa Areli Uno, Villa Areli Dos,
Villa Areli Tres; Popular Uno, Popular Dos,
Popular Tres.
Cuando por fin olvidó el incidente del cabo,
recobró la confianza y se animó a hacer un alto
para mirar hacia abajo, se sorprendió al ver al
fondo, anclada en el centro de la selva, esa
catedral reverberante y metálica que era la
refinería, con su intrincada maraña de tubos, de
torres y de tanques, en pleno esplendor de su
fuego interno y sus humos tóxicos.
Pobre ciudad con corazón de acero, pensó Siete
por Tres; poderoso corazón coronado por trece
chimeneas pintadas de rojo y blanco, que lanzan
contra el cielo llamaradas azules y eternas.
—Sospecha uno que esas llamas ya requemaron el
aire —le he escuchado decir más de una vez— y
que dentro de poco no vamos a respirar. ¿Cómo no
va a hacer calor, si vivimos montados en
semejante estufa?
Siguió subiendo hasta que la férrea solidez de
la refinería se disolvió en espejismo, y de
tanto tubo y tanto tanque no llegaron hasta sus
ojos sino destellos de sol. En cambio, iba
cobrando fuerza en sus oídos el ruido de un
martilleo constante, incansable, prolongado como
una obsesión. Lo producían las familias de
advenedizos que por cada rancho que ya existía
iban levantando otros dos: aquí clavaban tablas
y pegaban ladrillos, allá ajustaban latas, más
arriba se las arreglaban con palos y cartones. A
medida que Siete por Tres ascendía encontraba
ranchos más endebles, más inmateriales, hasta
que los últimos le parecieron construidos en el
aire, de sólo anhelo, de puro martillar.
Suspendidas en la blancura calcinada del
mediodía, dos mujeres cocinaban sobre una
parrilla improvisada en la calle de tierra, y un
viejo descalzo trasteaba un colchón. Un perro
amarillo se ensañó ladrándole a sus zapatos
nuevos y un grupo de niños dejó de patear un
balón de trapo para mirarlo pasar.
Siete por Tres supo que había atravesado el
espejo para penetrar en el envés de la realidad,
donde se extiende en silencio, a la sombra de la
raquítica patria oficial, el inconmensurable
continente clandestino de los parias.
«Aquí está Matilde Lina», pensó. «Aquí
está, aunque no esté.»
12
Cuando Siete por Tres hizo su primera aparición
en el albergue, transcurría una de esas tardes
recargadas y húmedas de agosto en las que el
planeta se niega a girar. Los golpes en la
puerta a duras penas disiparon el letargo que
flotaba sobre el patio, y al levantarme a abrir
resentí el peso de mis pies, abotagados de
calor. Poco se veía del recién llegado, envuelto
como estaba en su ruana calentana, con un costal
a cuestas y un sombrero de fieltro calado hasta
las cejas. Lo hice seguir y le ofrecí un asiento
que rechazó, dudoso entre permanecer o dar media
vuelta y salir por donde acababa de entrar. Fue
entonces cuando le pregunté el nombre, lo dejé
buscando a Matilde Lina en los libros de
registro y me fui a llamar a la madre Françoise,
quien por ese entonces era directora general de
este refugio de desterrados al que yo le dedico
mis días.
Al regresar, me alegró ver todavía allí la
extraña figura de Siete por Tres. Hubiera jurado
que aquel hombre seguiría camino, pero no había
sido así. Permanecía de pie ante el escritorio
que hacía las veces de recepción, había dejado
ya de revisar la lista y se aferraba a su costal
como si temiera que se lo fueran a arrebatar.
Parecía cansado y enfermo, y pensé: estará
cocinado debajo de tanta ropa. Lo mismo debió
pensar la madre Françoise porque le dijo que si
quería una limonada, con tanto calor…
Él respondió con un no agradecido y se volvió a
callar.
—¿Qué llevas en ese costal? —le preguntó la
madre, como por dar pie a alguna conversación.
—Leña —respondió, pero me pareció que mentía.
Pasó largo rato antes de que la madre Françoise
lograra convencerlo de que comiera algo y se
quitara la ruana, y al ver que tenía la piel
ardida me pidió que le diera aspirinas y le
hiciera curaciones con picrato de butesín. Al
principio sólo permitió que le untara la pomada
en las ampollas de la cara y de los brazos, pero
tal vez el roce de mis dedos le alivió la
congoja y le aflojó la desconfianza, porque se
abrió la camisa y me mostró las quemaduras que
le floreaban la piel del pecho y del cuello.
—¿Con qué fue?
—Insolación —me dijo, y supe que otra vez
mentía. Es lo común: a este albergue viene a
refugiarse toda suerte de perseguidos, a quienes
les va la vida en no decir una verdad. Así que
tienes que aprender a distinguir entre mentiras
dañinas y verdades no dichas.
—Señorita, usted me está dejando mejor engrasado
que transmisión de camión —me dijo risueño,
cuando se vio cubierto por la espesa pomada
amarilla.
Un par de días después, ya reposado y repuesto,
andaba ayudando por la huerta y la cocina, y
hasta se ofreció para dar una mano con la
contabilidad de la administración. Fue en medio
de una columna de egresos cuando nos confesó, a
la madre y a mí, que entre el costal llevaba ni
más ni menos que a la famosa Bailarina de los
tiempos coloniales, tan buscada por las
autoridades en toda Tora y sus alrededores. Como
ya habíamos oído de ella por la radio y por la
prensa, la madre Françoise se agarró la cabeza a
dos manos y empezó a dar unos alaridos que sólo
sorprendieron a los que no conocían los excesos
de su temperamento francés.
—¡Pero qué grandísimo disparate! —gritaba con su
acento irrepetible—. Cómo se te ocurre,
muchacho, ¡traerme aquí una Virgen robada!
—No la robé, madre —aseguraba él, pero era
inútil.
—¿Acaso no sabes que aquí no puedo tener armas,
ni drogas, ni nada ilegal, porque sería servirle
en bandeja al general Oquendo el pretexto que
está esperando? ¿No crees que ya es suficiente
problema esconderte a ti, a quien persiguen por
mar y tierra por tanta diablura que hiciste en
la huelga?
—Si no hice nada, madre.
—¡Saquen esa Virgen, antes de que Oquendo nos
allane con la buena excusa de que administramos
una cueva de ladrones!
—Pero madre, usted que es hospitalaria con
todos, ¿cómo va a echar a la Virgen a la calle?
¿No ve que desde niño la vengo cargando sobre
los hombros? ¿No ve que no es robada, sino
salvada por mi gente del saqueo y del incendio?
Siete por Tres la liberó del costal, desamarró
la piola y no acababa de desenvolver el plástico
cuando se produjo un pequeño milagro, porque la
sonrisa de la Virgen morena desarmó a la monja,
que quedó prendada de esa dulzura tan grácil, de
esa coquetería tan gitana con que la imagen
meneaba las faldas y entornaba las manos, como
si en cualquier momento fuera a ascender
bailando al cielo.
Le buscamos escondite por todo el albergue;
ensayamos a enterrarla debajo de los tomates de
la huerta, a encaramarla en las vigas del
tejado, a ocultarla detrás de los lavaderos o
entre los bultos de grano que almacenábamos en
la alacena.
—Ahí no, ¿no ven que la daña la humedad? —nada
satisfacía a la madre Françoise—. Ahí tampoco,
que la mordisquean los cerdos. ¡Ahí sí que
menos! Se la come el jején. Dame acá, que ya sé
dónde la voy a colocar.
—¡Pero qué hace, madrecita! —protestaba Siete
por Tres.
—Tú calla, que tienes la culpa.
Sin dar lugar a preguntas o reclamos, la monja
hizo traer piedras, cemento y palustres y a
todos los puso a construir, en la mitad del
patio, un nicho alto, recio y aparatoso. Justo
ahí entronizó a la Bailarina, apretada entre
exvotos y flores de plástico, expuesta como en
vitrina pero bien resguardada e inaccesible
detrás de un cristal. Antes de encerrarla la
disfrazó. Le organizó en color noche y plata una
capa cortada al sesgo, de triple vuelo y con
capucha forrada, que la cubría toda por completo
con excepción de su bonita cara y del liviano
pie que aplastaba a la Bestia. Alrededor del
nicho sembró plantas y cercó.
—Donde todos pueden verla es donde menos se ve
—dijo, por fin complacida, la madre Françoise.
—Ah, qué monjita esta —le salió agridulce la
sonrisa a Siete por Tres—. Me enrejó a mi
Virgen.
Desconcertado, caballero andante recién
destituido de la causa de su dama, se sentó a
los pies del nicho y se dejó flotar en una
gelatina a medio camino entre el alivio y las
ganas de llorar. Se alegraba de ver a su Virgen
tan señora y tan airosa, rodeada de flores y
homenajes, ella, que parecía acostumbrada a las
fatigas del viaje y a la aspereza del costal.
¿Pero adonde podría ir él sin su compañía? Si
seguía camino la dejaba atrás; si permanecía se
le enfriaba la huella de Matilde Lina, que
tiraba hacia delante. La disyuntiva lo hacía
náufrago del tiempo y congelaba su impulso, y
ese fue, tal vez, el único día en que he visto a
Siete por Tres realmente mal: triste y deslucido
como un pájaro disecado. Mientras tanto
Perpetua, a quien la vida había arrastrado hasta
este mismo patio, tascaba su caja de dientes y
completaba la escena sin creer lo que veía: sus
ojitos gachos se posaban en la Virgen, la
inspeccionaban, observaban al dueño con
extrañeza, volvían a la Virgen, la recorrían de
arriba abajo y de repente se iluminaron.
—Señor —le dijo a Siete por Tres, tocándole con
respeto el hombro—. Señor, ¿no es esta imagen
Santa María Bailarina, patrona de un pueblo del
mismo nombre que campeaba por los rumbos del Río
Perdido, departamento del Huila?
—No señora, está confundida —negó él poniéndose
de pie, paranoico tras tanto episodio
persecutorio.
—Qué raro —insistió Perpetua—, hace rato la
estoy mirando y hubiera jurado que es la misma.
No creo que haya dos iguales; ni siquiera
parecidas…
—Le digo que no. Hasta donde entiendo de la
materia, esta santa es Santa Brígida.
—¿Santa Brígida virgen, o santa Brígida viuda?
—Santa Brígida no más, y si no le molesta tengo
que marcharme —reviró Siete por Tres, convencido
a estas alturas de que la anciana era un
infiltrado de la inteligencia militar que lo
interrogaba para delatarlo.
Horas más tarde, mientras Siete por Tres, en
calzoncillos, se duchaba con manguera, los
ojitos gachos de Perpetua, que no paraban de
escudriñarlo, se toparon con un sexto dedo que
regresó inconfundible a su memoria despejándole
todas las dudas.
—¿Siete por Tres? ¿Estás vivo? ¿Me recuerdas?
Soy Perpetua. La señora Perpetua, ¿te acuerdas?
La madre de los niños Morales… ¿Cierto que ella
es la Bailarina, nuestra Patrona? Hasta el fin
del mundo la reconocería… Y tú, ¿cierto que eres
Siete por Tres, el ahijado de Matilde Lina?
A todas estas la madre Françoise, en cuatro
patas y valiéndose de un alambre, se ocupaba de
un sifón atascado sin sospechar siquiera que al
construirle nicho a la Virgen de madera había
colocado la piedra fundacional de lo que
seguramente algún día, dentro de quien sabe
cuántos años, habrá de ser Santamaría Bailarina,
la segunda y última, inmensa barriada sedentaria
de esta ardiente ciudad de Tora, cuyos
habitantes habrán olvidado el origen trashumante
de sus progenitores y estarán tan habituados a
la paz que la darán por descontada.
Parte IV
13
—Aquí llegan los que escapan del infierno —le
digo a Siete por Tres mientras recorremos el
patio central, los baños colectivos y los
galpones de los siete dormitorios, dispuestos en
apretadas filas de camas camarote.
Le presento a Elvia, una quindiana menuda y
curtida que alimenta con trozos de fruta a sus
azulejos, que son todo lo que conserva de lo que
fue su finca, cerca de La Tebaida.
—También alcancé a sacar mis pollos —nos cuenta
Elvia, con un azulejo parado en el hombro y otro
en la cabeza—. Pero la caja en que venían se
cayó de la canoa y se ahogaron en el río. No se
sabe quién chilló más, si los pollos o yo.
—A los perros los abandonan porque ladran por el
camino y los delatan —le comento a Siete por
Tres, y le muestro cómo funcionan los hornos de
pan—. En cambio es frecuente que se presenten
aquí con sus pájaros.
Sentadas en una banca están las únicas tres
inquilinas de planta, doña Sólita, su hija
Solana y su nieta Marisol. Mucha gente viene y
se aleja al socaire de la guerra, pero ellas
permanecen sentadas en su banca, almidonadas y
compuestas como tres muñecas en la vitrina de
una juguetería. Alzó a Marisol, mi ahijada, una
criatura de meses que nació aquí, en el
albergue.
—Nadie llega aquí para siempre; esto es sólo una
estación de paso y no ofrece futuro. Durante
cinco o seis meses les damos a los desplazados
techo, refugio y comida, mientras se sobreponen
a la tragedia y vuelven a ser personas.
—¿Será posible volver a ser persona? —me
pregunta Siete por Tres sin mirarme, porque
conoce la respuesta mejor que yo.
—No siempre. Sin embargo el albergue no puede
alargar el plazo, así que deben seguir camino
para enfrentar de nuevo la vida y empezar de
cero. Pero ellas tres, ¿adónde van a ir?
Doña Sólita no puede trabajar porque tiene las
manos impedidas por la artritis. Le mataron a
los demás hijos y le dejaron embarazada a
Solana, que sufre un severo retraso mental.
¿Dónde en el mundo pueden vivir esos tres
ángeles del cielo, si no es aquí?
—Si no es aquí —repite Siete por Tres, que tiene
la maña de devolver la última frase que escucha,
como un eco.
—Al llegar acá —le digo— vi lo mismo que estás
viendo ahora; mujeres en los lavaderos, hombres
trabajando en la huerta, niños que escuchan la
lectura de un libro: demasiado silenciosos,
lentos y sonámbulos, con la mente en otra cosa
mientras intentan llevar un remedo de vida
normal. No encontré hostilidad en ellos, al
contrario, una cierta mansedumbre derrotada que
me oprimió el corazón. La madre Françoise me
dijo que no debía engañarme. «Detrás de ese aire
de derrota está vivísimo el rencor —me
advirtió—. Huyen de la guerra pero la llevan
adentro, porque no han podido perdonar».
Desde su primer día entre nosotros, Siete por
Tres demostró que no sabía lo que era la
inactividad y dejó ver que poseía una habilidad
sorprendente para cualquier oficio, fuera
resanar paredes, sacrificar cerdos, organizar
brigadas de limpieza o manejar el camión;
ninguna tarea le quedaba grande ni existía
problema al que no le hiciera el intento.
Por confesiones que se le escapan, sé que se ha
ganado la vida en los muchos oficios que le van
saliendo al paso, porque mientras más busca a
Matilde Lina, más las oportunidades lo
encuentran a él. Le pregunto por qué nunca come
carne y me entero de que fue aseador de una
carnicería de Sincelejo, donde en vez de sueldo
le pagaban con hueso y bofe. Sabe suturar
heridas, saca muelas y remienda huesos porque
ejerció de enfermero en San Onofre; maneja bus
porque reemplazó choferes por la ruta
Libertadores; echó musculatura como bracero en
el Magdalena; fue desguazador de autos en
Pereira, recolector de papa en Subachoque,
afilador de cuchillos en Barichara.
Entre todas sus destrezas, hay una en particular
que para nosotros resulta imprescindible: Siete
por Tres sabe mediar cuando se arman pleitos. En
el albergue estalla el conflicto con demasiada
frecuencia porque es mucha la gente que se
amontona adentro: gente que a veces no se conoce
entre sí y que se ve obligada a convivir en poco
espacio por largo tiempo, compartiéndolo todo,
desde el excusado y la estufa hasta el llanto
adulto, sofocado por la almohada, que se escucha
de noche en los dormitorios. Para no hablar de
la tensión y la desconfianza extremas que se
generan cuando se aloja un grupo que simpatiza
con la guerrilla y otro que viene huyendo de
ella. Siete por Tres ha demostrado tener un
talento nato para manejar situaciones
inmanejables con delicadeza y autoridad, y se ha
vuelto tan necesario para las monjas que la
madre Françoise le ha dado el cargo de
intendente. Con esto pretende además amarrarlo
al albergue, porque Siete por Tres se aleja cada
vez que soplan vientos de otros lados.
Basta con que a sus oídos lleguen noticias de
que a los bajos del Guainía está migrando gente
en busca de oro, o que a Araracuara y al río
Inírida acuden miles de todo el país a vivir de
la siembra de la coca, para que enseguida su
tormento, por un rato apaciguado, vuelva a
estremecerlo y le infunda la certeza de que
Matilde Lina debe andar por esos rumbos,
refundida entre aquella gente.
—Pero, ¿hacia dónde te vas, si este es el propio
fin de la Tierra? ¿Hasta cuándo crees que puedes
echar a caminar, si aquí terminan todos los
caminos? —le pregunto yo, pero él pone oídos
sordos y se calza sus zapatos del Campesino
Colombiano como si fueran botas de siete leguas.
Entonces volvemos a verlo tal como llegó el
primer día, de sombrero de fieltro calado,
pantalón de lienzo blanco y ruana calentana, y
yo lo acompaño con el corazón en vilo, desde la
ventana, mientras se pierde carretera abajo.
Hasta ahora siempre ha vuelto al cabo de unas
cuantas semanas, derrengado de cansancio y
enfermo de decepción, pero con el morral repleto
de naranjas y panelitas de leche que trae de
regalo para su Ojos de Agua y para la madre
Françoise, y con una caja de bocadillos de
guayaba que reparte entre Perpetua, Solana,
Sólita y Marisol.
Seguramente, si regresa es por no abandonar a su
Virgen Bailarina, o por no fallarle a tanto ser,
tan urgido de su ayuda, que lo espera aquí. Yo
sé que no es cierto, pero cierro los ojos y me
hago la ilusión de que quizá, quién quita,
también vuelve un poco por mí.
14
No me pregunten cómo, pero la madre Françoise ha
descubierto qué es lo que atormenta mi corazón.
—No me parece cosa prudente enamorarse de uno de
los desplazados —me soltó el otro día, así sin
prolegómenos y sin que yo le hubiera comentado
nada, dejando caer la frase como quien no
quiere.
—¿Así que no le parece cosa prudente* madre? —le
espeté la pregunta, descargando en ella las
malas pulgas que llevo encima desde que empezó
este hedor—. ¿Y es que acaso alguna cosa de las
que acá ocurren tiene algo que ver con la
prudencia?
Me mortifica la intromisión de la madre
Françoise, porque prefiero mil veces no tener
testigos de este amor sin fundamento ni
respuesta. Pero me mortifica aún más el hedor a
pezuña quemada, o por mejor decir me hace la
vida imposible, porque además coincide con un
momento límite en la seguridad del albergue, y
con el hecho de que hace ya tres meses que Siete
por Tres partió hacia la capital, a ponerse en
contacto con cierto organismo que ofrece
ayudarlo en la búsqueda de Matilde Lina. En todo
este tiempo no hemos recibido noticia de él, ni
notificación de posible regreso, y yo, que a la
tensión externa le sumo la sospecha de que no
volveré a verlo, ando estragada por la ansiedad.
Me salva no sé qué instinto de descompensación
que debe regir a los fluidos corporales, y que
hace que cuando llego al borde de mi propio
aguante, baje la marea del desconsuelo y mi
ánimo encalle en una silenciosa bahía de aguas
apáticas.
Tengo anotados los teléfonos de los contactos de
Siete por Tres en la capital, pero hago de
tripas corazón y me abstengo de llamar a
averiguar por su suerte. ¿Él buscándola a ella y
yo buscándolo a él? Al menos me queda orgullo
suficiente para no hacerlo.
El atosigante olor proviene de una fábrica de
sebo que han instalado en un solar justo
enfrente del albergue. Todas las mañanas sus
obreros traen desde el matadero seis o siete
carretilladas de pezuñas de res, que adentro
queman a lo largo del día para extraer el sebo,
con lo cual logran envenenar los alrededores con
un humo nauseabundo. Se trata de un tufo inicial
a pelo chamuscado que al rato se transforma en
un aroma culinario a carne asada que a un
desprevenido puede incluso abrirle el apetito.
Poco después esa segunda tonalidad del olor se
va volviendo sospechosamente dulce, como si
aquella carne puesta al asador estuviera un
tanto pasada, muy pasada, más bien putrefacta:
el olor doméstico de lo comestible se convierte
en fetidez de basurero, y las náuseas me empujan
a salir corriendo.
Supongo que las pezuñas están hechas de la misma
materia de los cuernos y deduzco que no es
casual que en español se diga huele a cacho quemadohuele> cuando se quiere aludir a un olor
insoportable. Este que ahora nos invade
pertenece a un reino indeciso entre la materia
sana y la descompuesta, entre lo vivo y lo
muerto, y a mí me ha dado por creer que no sólo
emana de la fábrica de sebo, sino de nosotros
mismos y de nuestras pertenencias. Mi piel, mis
vestidos, el agua que intento llevarme a la
boca, el papel que utilizo para escribir, están
impregnados de este olor mórbido, pérfidamente
orgánico, que como un mísero Lázaro que intenta
resucitar y no acaba de lograrlo, me abraza, a
todos nos abraza con su descarnada y atenazadora
ambivalencia.
De hecho, dentro de lo crítico que es siempre
todo lo que acaece en el albergue, por estos
días atravesamos por una situación
particularmente crítica debido a las
declaraciones recientes de Oquendo, comandante
de la XXV Brigada con sede en Tora, según las
cuales el nuestro es un refugio para terroristas
y criminales, financiado desde el exterior y
camuflado tras supuestas organizaciones de
derechos humanos. Que le servimos de fachada a
la subversión armada, ha denunciado el
comandante, y advierte que ante semejante
patraña las fuerzas del orden tienen las manos
atadas. Es evidente que lo que busca es
desatarse las manos para poder brincarse los
códigos del derecho humanitario y proceder en
contra nuestra, así que, parapetados tras la
cuestionada protección simbólica de nuestros
muros, esperamos a que en cualquier momento nos
allane el ejército o nos caiga encima un
escuadrón de la muerte.
Tal vez si fumara me atiborraría de cigarrillos
para sobreaguar durante estos días que resultan
teatrales de puro angustiosos, pero como no
fumo, me ha dado por leer con la compulsión de
quien no quiere dejar lugar en su cabeza para
ningún pensamiento propio. Pero todo lo que leo
me habla de mí misma, como si hubiera sido
escrito a propósito para impedirme escapar. No
parece haber remedio, pues, ni escapatoria
posible. Ni siquiera en la lectura. Tora con su
guerra y sus afanes, y Siete por Tres, y Matilde
Lina, y la madre Françoise y yo misma ocupamos
irremediablemente todo intersticio del aire,
hasta el punto de inundar con nuestro olor a
chamusquina el paisaje entero y de saturar con
nuestras propias señas las entrelineas de libros
escritos en otras partes.
A todas éstas, Siete por Tres parece haberse
borrado del mapa; tal vez finalmente se haya
reencontrado con Matilde Lina en esos terrenos
del nunca jamás que ella regenta, A veces deseo
con toda el alma que haya sido así, para que
descubra que también ella mide mediana estatura
y arrastra pequeñas miserias, como todos
nosotros.
—Apiádate, Dios mío —le ruego a una divinidad en
la que nunca he creído ni creo—. No me obligues
a amar a quien no me ama. Mándame si quieres las
otras Siete Plagas, pero de esa, y de este
intolerable olor a mortecino que me envuelve,
exonérame por caridad, amén.
15
Ya no existe la fábrica de sebo. Respiramos de nuevo a pulmón limpio y hasta nosotros regresan, verdes y picantes, todos los vahos de la lluvia y de la selva.
La madre Françoise, taimada, perspicaz y diligente, se averiguó que al dueño, un hombre ya de edad que vive ahí mismo donde tenía la fábrica, lo abandonó su mujer, una joven mulata entrada en carnes que encendía los deseos de todo elemento masculino de los contornos, y se dio mañas para convencer al viejo de que debía echarle la culpa de su abandono a la fetidez.
—Don Marco Aurelio —le dijo—, ¿cómo no se le iba a largar su adorada si usted la tenía viviendo en medio de esta hedentina? ¿Usted cree que una hermosura como esa, una auténtica reina, va a aceptar que la obliguen a andar por ahí con el pelo y la ropa impregnados de grasa?
El viejo, que estaba echado a la pena, vio en esos consejos una luz de esperanza, le besó las manos a la madre en señal de agradecimiento, mudó su industria de pestilencias a un terreno que posee en otro sector y mandó sembrar este solar vecino de geranios, agapantos y azucenas. Su espléndida mulata no ha regresado aún, y las malas lenguas dicen que no va a volver porque anda enredada en amores con un flamante mañoso de cadenas de oro al cuello y Mercedes Benz en el garaje, que le rocía el cuerpo con champaña y le obsequia porcelanas chinas y perfumes franceses. Pero de eso el viejo por fortuna no se ha enterado, y todas las mañanas desyerba con esmero su jardín florido con la ilusión de recuperarla.
Aunque todos auguren lo contrario, yo tengo fe en el desenlace: sé que con tal de no volver a padecer aquel olor de los infiernos, la madre Françoise es capaz de buscar a la mulata y de convencerla de que es mejor tener un marido viejo y pobre que uno apuesto y lleno de oro.
Al demonio Siete por Tres, decidí la madrugada en que mis narices, de excelente humor, me despertaron con la noticia de que no quedaban rastros de la pestilencia. Al demonio Siete por Tres, ratifiqué después de darme una ducha helada, ya plenamente despierta, y estampé mi firma en esa decisión sin paliativos. Yo lo que quiero, me dije, es un hombre como Dios manda: bondadoso como un perro y presente como una montaña.
Al diablo Siete por Tres; ipso facto me desentiendo de ese sujeto; no vuelvo a hacerle el honor de dedicarle un pensamiento; me lo repito una y otra vez mientras convoco a una rueda de prensa; envío mensajes por fax; bajo a la plaza a comprar los bultos de legumbre y de grano; organizo nuevos cursos de lectura para adultos porque los que dictamos no dan abasto; me ocupo de las goteras que han inutilizado uno de los dormitorios colectivos. Ya olvidé a Siete por Tres, me repito mientras tanto a mí misma. El único problema es que me lo repito tantas veces que logro el efecto inverso.
16
Se había dispersado el olor a muerte, pero ahora era la muerte misma la que se cernía sobre nosotros. En menos de dos semanas, la racha de crímenes que devastaba la zona había dejado un saldo de veintidós personas ajusticiadas, ocho en Las Palmas —una heladería que queda a pocos minutos de aquí— y el resto en las barriadas que colindan hacia el poniente.
La amenaza de Oquendo no había pasado de las palabras, pero eran palabras letales que le iban abriendo camino al zarpazo, así que nos afanábamos buscando apoyo de la prensa, pronunciamiento de las entidades democráticas, visitas al albergue por parte de personajes notables, cualquier cosa que nos diera el aval como organización pacífica, neutral y humanitaria; cualquier cosa que no fuera esperar con la boca cerrada y los brazos cruzados a que vinieran a masacrarnos impunemente.
Sabíamos que no era fácil llamar la atención o pedir una mano en medio de un país ensordecido por el ruido de la guerra. Y si era casi imposible lograrlo desde una de las ciudades grandes, más aún desde estos despeñaderos ariscos hasta donde no arrima la ley de Dios ni la de los hombres, ni sube la fuerza pública —como no sea de civil y para aniquilar—, ni asoma el interés de los diarios, ni se estiran los bordes de los mapas. Por eso fue tan grande nuestro asombro cuando vimos aparecer la comitiva.
La más insólita, teatral e inofensiva de las comitivas, compuesta por el rubicundo párroco de Vistahermosa, por un fotógrafo freelance, dos reporteros radiales y media docena de quinceañeras de camiseta ombliguera, zapatos de plataforma y nombres de pila tomados ya no del santoral sino de Beverly Hills: Natalie, Kathy Johanna, Lady Di, Fufis y Vivian Janeth, todas ellas estudiantes del octavo año del Colegio para Señoritas Virgen de la Merced, de Tora. Vestidos de negro de pies a cabeza y embutidos con sus instrumentos entre un viejo Volkswagen color ocre al que llamaban «La Amenaza Mostaza», se hicieron también presentes los cinco integrantes de Juicio Final, un grupo de metaleros de Antioquia que lucían tatuajes y piercings hasta en los párpados: «muy a punto estos muchachos, y muy modernos», según el comentario que hizo Perpetua cuando los vio.
Variopintos y dispares, de cualquier edad entre los catorce y los ochenta, provenientes de los cuatro puntos cardinales, nada tienen en común los integrantes de esta desacostumbrada comitiva salvo el propósito de cerrar un cerco humano de protección desarmada en torno al albergue, mientras queda conjurado el peligro. Al menos el inmediato, según la costumbre que empieza a extenderse por el país como única forma posible de resistencia de las gentes de paz contra los violentos de toda laya.
—No dejaremos a los amenazados solos y librados a su suerte —sermoneó el párroco durante la misa que improvisó frente al nicho de la Bailarina, martillando cada palabra con tal furor que nadie hubiera creído que se trataba de un hombrecito sonrosado y barrigón de poco más de metro y medio de estatura.
—¿No prefiere sentarse aquí, a la sombra, para estar más fresco? —le pregunté al verlo acalorado y atragantado después de oficiar, como si en realidad se hubiera comido el cuerpo de Cristo y bebido su sangre.
—En seguida —me respondió—. Ahora quisiera encontrar al hombre que nos trajo, que no lo veo por aquí.
—¿Y quién es el hombre que los trajo?
—Lo llaman Siete por Tres, pero no sé su nombre. Pidiendo solidaridad con este albergue se hizo escuchar en la Cancillería, en la Redacción de El Tiempo, en la Conferencia Episcopal, en la Cruz Roja. Y hasta en la Plaza de Bolívar de Santa Fe de Bogotá…
—¡Entonces fue Siete por Tres! —gritó la madre Françoise, que estaba escuchando—. ¡Siete por Tres ha logrado este milagro! Qué buen muchacho, nuestro Siete por Tres… ¡Quién lo creyera!
Entonces lo vi llegar, sacando medio cuerpo por la ventana de un microbús destartalado y cargado de cajas de comestibles, con su camisa de lienzo blanco y su cara iluminada por una sonrisa abierta, y rodeado por un racimo de socias de la Fundación Protectora de Animales de Tenjo, que ofrecían hacerse cargo de la alimentación de la caravana y de los setenta y dos desplazados que teníamos alojados en ese momento. Comandante en jefe de su pequeño ejército de niñas y de músicos, de curas y de doñas, nunca vi tan bello a Siete por Tres como cuando atravesó la puerta del albergue, primitivo, postatómico y espléndido como un héroe épico, y caminó hasta el nicho de piedra para hincarse de hinojos ante su Santa Patrona. Era la hora estremecida del regreso, la entrada triunfal del hijo pródigo que reaparecía para afianzarse en lo suyo y defender su querencia.
—Has regresado —le dije y me arrepentí enseguida, como si pronunciar esas palabras fuera a revivir en él la compulsión de partir.
—¿Será que sí? —me contestó con una pregunta, sintiéndose sorprendido in fraganti y como si aún no supiera si estaba o no de acuerdo con su propia acción.
Las señoras del microbús improvisaron fogones en la mitad del patio, colocaron ollas al fuego y empezaron a trajinar pelando papa, descorazonando yuca, trozando plátano, deshojando mazorca y tasajeando espinazo para espesar el sancocho que luego repartirían entre todos.
—Al principio, fundamos la sociedad protectora sólo para amparar perros y gatos, seguimos la labor con huérfanos, luego con viudas de soldados y ahora mírenos acá —me dice una de ellas, Luz Amalia de Montoya, cuidadosamente maquillada con rimmel y rouge, embombado el cabello al estilo años cincuenta, collar de perlas de fantasía abrochado a doble vuelta y aretes a sortir, a quien es más fácil imaginar sentada frente a la telenovela del mediodía mientras se toma un té de manzanilla, que aquí encaramada desafiando tropelías y repartiendo galletas y vasos de avena entre niños y mujeres cuyo nombre desconoce, como si no fuera locamente insensato que sus dulces carnes de señora anticuada sean nuestro mejor escudo contra las balas.
Aunque no he logrado que me guste del todo el sancocho, que es un potaje gris y mazacotudo que para ser honestos no me gusta nada, reconozco que ahora que empieza a hervir a borbotones suelta un vaho benéfico que penetra profundo en mis pulmones y allá adentro se vuelve alegría. Qué bueno que huela a sopa, pienso: nada malo puede suceder en un lugar donde la gente está reunida en torno a una gran olla de sopa. La vida bulle aquí adentro y la muerte aguarda afuera, y el límite entre la una y la otra no es más que un hervor de sopa, una araña que teje su tela, una trama de mínimos gestos que se erigen en muralla.
Al igual que los ranchos de los invasores, todo acá arriba está hecho de la nada: de huellas, de recuerdos, de tres puntillas y unas latas; de olores, de intenciones, de apegos, de macetas con geranios y de una fotografía de la abuela. En el resto del mundo todo pesa con la irrealidad de la materia: aquí levitamos. Los días recuperan la libertad de inventarse a sí mismos, y gracias a una aritmética rara que resulta de sumar nada con nada, se las ingenian para transcurrir en forma decisiva: quiero decir que conservan el don de significar. Una de las señoras me entrega un plato de sancocho en cuyo centro flota una desafiante garra de pollo, con uñas y todo.
—Coma, que está sabroso y tiene harta vitamina. Coma para que reponga fuerzas —me dice de manera tan amable que a mí me da vergüenza desairarla, y le recibo el plato.
¿Cómo deshacerme de esta filuda manita de pollo con aspecto seudohumano, que me ha sido ofrecida como un manjar y que a mí me horroriza con ese aspecto suyo, tan funerario y engarrotado? Prefiero morir a tener que comérmela, y en medio de esos dos extremos la salvación sería dársela a uno de los perros, lo cual resulta imposible sin que se dé cuenta la gente que me rodea. Siete por Tres, que me observa desde lejos, se percata del aprieto en que me encuentro y se me acerca, burlón.
—¿Me daría las gracias mi Ojos de Agua si yo le pidiera que me regalara esa presa de pollo que la tiene tan azarada?
Conteniendo la risa la traspaso a su plato y mientras él le hinca el diente con fruición, yo vuelvo a mi propio plato y me voy tomando el líquido espeso cucharada a cucharada, pese a que no me gusta; pese a que está hirviente y yo, que no tengo hambre, tengo en cambio calor; pese a todo lo siento bajar hasta mi estómago y allá adentro convertirse en alegría, en tanta alegría que jugando estiro la mano hasta la cabeza de Siete por Tres y le alboroto el pelo.
—¿Acaso no han entendido las cocineras que lo que exige aquí mi señorita es un filémiñón-güel-don? —se hace el que grita para ponerme en evidencia, y yo le doy un empujón y le digo que no, que no quiero ningún filémiñón, que si me he tomado el trabajo de recorrer medio mundo es justamente para medírmele a esta sopa aunque me sepa a feo.
—Entonces, por favor, ¡me le sirven el pescuezo de la gallina y un buen trozo de espinazo de res!
Son ahora las diez de esta noche apretada de presagios y en el callejón frente al albergue, Juicio Final, que al igual que el párroco parece oficiar un sacrificio cósmico e incruento, brama electrónicamente frente a una audiencia compuesta por los desplazados y por un centenar de personas de los barrios aledaños que se han ido congregando, convocadas por esta descarga atronadora y sagrada de decibeles que de todo mal nos libran, envolviéndonos en una burbuja blindada, infranqueable, más poderosa que el miedo. Entre aterradas y divertidas, Solana, Sólita y Marisol asisten a su primer concierto de música metálica. Siete por Tres revisa unos cables porque hay interferencias en el sonido. «Contra los explotadores vendrá el día de Helter-Skelter», clama el vocalista con aspavientos de demonio ronco, y la madre Françoise se me acerca.
—Estamos salvados —me grita al oído, para que pueda escucharla—. Estos muchachos con su estruendo derrotan hasta al criminal más sanguinario.
Hacia la medianoche ha circulado entre la concurrencia suficiente cantidad de aguardiente como para que varios trastabillen ahítos de alcohol. Los metaleros de Antioquia le han cedido el micrófono a un conjunto vallenato de la localidad; alguien hace tronar voladores y los demás se encuentran bien aclimatados en un bailongo considerable que amenaza con prolongarse hasta el amanecer.
—¡Se acabó! —ladra impositiva la madre Françoise—. ¡Todos a dormir! ¡Esto es el caos!
—No, madre, no es el caos —trato de explicarle yo, con varios aguardientes subidos a la cabeza—. No es el caos, es la HISTORIA, así con mayúscula, ¿no se da cuenta? Sólo que fragmentada en pequeñas y asombrosas historias, la de estas señoras defensoras de los perros de Tenjo, la de estos rockeros apocalípticos, la de estas estudiantes que se llaman Lady Di y adoran las canciones de Shakira y muestran el ombligo y han subido hasta acá arriesgando el pellejo… ¡También es la historia suya, madre Françoise!
—¿Así que hasta usted está borracha? Lo único que faltaba… ¡Se acabó la francachela, señores! Mais, vraiment, cest le cambie du chaos…
17
El albergue estaba ya de por sí copado hasta el tope la tarde en que llegaron los cincuenta y tres sobrevivientes de la masacre de Amansa gatos. Lograron escapar de la prepotencia armada de la guerrilla tirándose con niños, ancianos y heridos a las aguas del Opón y atravesando la selva, en extenuantes jornadas nocturnas, por el silencioso cauce del río. Las monjas resolvieron acogerlos pese al hacinamiento, y durante la emergencia Siete por Tres y yo hemos debido compartir vivienda en los tres metros cuadrados de la oficina de la administración.
Para separar, al menos simbólicamente, su privacidad de la mía, colgamos por la mitad una tela amplia y liviana, de floripondios desteñidos. La guindamos baja, fuera del alcance de las aspas del ventilador, que a golpes de aire la sacude y la mece creando en el pequeño cuarto una atmósfera de escenario. Largas e inciertas han sido para mí estas noches, él dormido de aquel lado y yo velando de este, sabiéndolo lejano aunque nos cobije la misma oscuridad y el mismo soplo roce nuestros cuerpos.
Cien veces he estado a punto de acercármele pero me contengo: el paso que nos distancia me parece infranqueable.
Cien veces he querido estirar mi mano y tocar la suya pero un movimiento tan simple se me antoja desatinado e imposible, como atravesar a nado un mar. Me invade la zozobra del clavadista que quiere y no puede lanzarse desde las alturas de una roca hacia un pozo profundo» y que se para justo al borde, avanzando centímetro a centímetro hasta que sus pies asoman al vacío, pero en el instante previo al decisivo prefiere retroceder, aunque ya en el aleteo de su vértigo intuye el contacto con el agua que ha de envolverlo. Todo me empuja hacia allá, pero no me atrevo. Esta tela volátil que divide en dos nuestro espacio común me frena como una tapia de piedra, y los floripondios pálidos parecen estar ahí como señales de tránsito que me impiden traspasar. Así, mientras permanezco a la espera, he llegado a distinguir las intensidades de su respiración y a conocer sus jerigonzas sonámbulas.
—¿Mi Ojos de Agua descansó? —me pregunta al alba, cuando nos encontramos en la cocina.
—Yo sí pero tú no, a juzgar por las ojeras… —le replico tanteando terreno, y él se ríe.
—Vaya piropo —es todo lo que comenta.
Así transcurren, una tras otra, nuestras horas nocturnas, él perdiéndose en sus pesadillas y yo bregando a encontrarlo. Tan pronto se queda dormido, aguzo el oído para colegir aquello que lo conturba y lo escucho enredarse en una media lengua frondosa que no tiene traducción. Una vez, recién pasadas las cinco, buscaba yo la punta de la madeja para desenredar su maraña, cuando lo escuché gritar. No pude contener la compasión por él, o sería más bien por mí misma, el caso es que me eché la chalina sobre los hombros y atravesé la cortina.
Pese a tanta convivencia y a tanto trabajo en común, en el último tiempo era poco lo que habíamos conversado los dos, tal vez porque la confianza mutua se nos había pasmado tras el primer envión, o por temor a remover heridas que ya se sabían incurables, o por pura falta de tiempo, porque las innumerables tareas del albergue no dejaban un minuto para asuntos personales.
Mientras las monjas echaban a andar el día arrastrando por el corredor sus pasos apurados, le acerqué a Siete por Tres un vaso de agua y me senté a sus pies, a esperar a que hablara. Pero los silencios enquistados tienen dura la costra. Él se guardaba sus cosas, yo me guardaba las mías y cada quien soportaba por dentro la marcha de su propia procesión. Mucho ansiaba yo que él rompiera el silencio, y él, callando, lo dejaba en manos mías.
Desde su regreso de la capital, Siete por Tres no había vuelto a mencionar a Matilde Lina. Yo me alegraba y se lo agradecía, inclinándome a interpretarlo como una señal favorable. Pero las palabras no dichas siempre me han infundido temor, como si permanecieran latentes y esperaran la ocasión de saltarnos a la cara, y en el fondo las resentía como si fueran una pérdida, como si se hubiera debilitado el lazo más íntimo que nos ataba, el puente hasta ahora indispensable para pasar desde su aislamiento hasta el mío.
Pensar así era arbitrario y absurdo y yo lo sabía bien; a todas luces lo primordial en el cambio que durante las semanas anteriores se había operado en Siete por Tres era su estado de exaltación, la confianza con que ahora asumía su protagonismo y su liderazgo, su compenetración con el entusiasmo colectivo. O mejor aún, el despliegue de esa fuerza interior que lo convertía en el eje del entusiasmo colectivo. Anda fuera de sí, habíamos comentado con la madre Françoise al verlo trabajar sin descanso desde la madrugada hasta después de la medianoche.
Escribo fuera de sí y me pregunto por qué será que Occidente carga negativamente esa expresión, como si implicara la desintegración o la locura, cuando estar fuera de sí es lo que permite estar en el otro, entrar en los demás, ser los demás. Siete por Tres andaba fuera de sí y parecía que buscara liberarse de la obsesión que lo enclaustraba. Parecía. Parecía pero no se sabía a ciencia cierta; nunca se debe subestimar la fidelidad que cada quien le guarda a sus viejos dolores.
Mientras se tomaba el agua, me propuse quebrar la autocensura que frente a él me imponía, y le conté largamente sobre mi arribo al albergue tres años atrás. Le hablé de la entrañable amistad con mi madre, quien no ve la hora de que regrese a su lado; del amadísimo recuerdo de mi padre, muerto hace demasiado tiempo; de mis estudios universitarios; de los hijos que nunca he tenido; de mi afición por escribir todo lo que me acontece.
—Y de sus amores, ¿no me dice nada? —me preguntó y yo pensé: O le hablo ahora o no le hablo nunca. Pero me lo había preguntado con cara de yo no fui, de estar eximido del tema, y ahuyentó de mí cualquier atisbo de coraje.
—Una mujer como usted debe haber roto muchos corazones…
—En el pasado, tal vez, A mi edad, el único corazón que uno rompe es el propio.
Sonaron las campanas llamando a misa de seis y yo supe que había dejado escapar el momento. Desde los dormitorios colectivos llegó el eco de toses somnolientas, algún radio soltó su letanía de noticias, los soplos asmáticos del ventilador sucumbieron ante la entrada de la masa espesa de luz, y yo tuve que volar a cumplir con mis tareas del desayuno.
Siete por Tres entró al comedor, y yo, mientras repartía tazas de cacao con mogolla y queso blanco, buscaba en el rebujo de mi cabeza la palabra que lo acercara.
Se quemó los labios al tomar el cacao hirviente y luego se asomó al espejo que cuelga sobre el lavaplatos. Lo vi ponerle gomina al peine y pasta al cepillo; ya se lavaba los dientes, ya me daba las gracias y se despedía; mientras tanto yo recogía los platos y comprendía que era ahora o no sería nunca.
—No es a Matilde Lina a quien buscas —me atreví por fin, y mis palabras rodaron, redondas, por entre las mesas ya vacías del comedor—. Matilde Lina es sólo el nombre que le has dado a todo lo que buscas.
Esta noche un aguacero cae como bendición sobre el recalentado albergue, disipando la tensión y el exceso de presencia humana. Yo me vine a acostar más temprano que de costumbre y ahora paso las horas despierta, escuchando en la negrura el roce de ráfagas de agua contra el techo de cinc, los ronquidos irregulares de la planta eléctrica, el silbido de víbora que emite el farol de la esquina al alumbrar de verde un redondel de lluvia. Todavía está oscuro y sin embargo cacarea el primer gallo y ocupa el aire de afuera un revuelo de gaviotas que alborotan y chillan como monos macacos. El gallo canta y canta hasta que logra avivar la humedad y yo prendo el ventilador, que deja caer sobre mí su brisa artificial y su matraqueo de helicóptero de bolsillo.
Todo está bien, constato, y registro sin asombro que la calma bienhechora que se extiende afuera se ha instalado también dentro de mi pecho. Hace ya más de un mes que se fueron el párroco de Vistahermosa y su colorida corte, pero el hechizo de su solidaridad todavía pesa, protector, sobre nosotros. La vida es tan bondadosa, pienso, y la muerte al fin de cuentas es tan mansa. De momento, ha cedido la angustia que suele gravitar sobre el albergue, disolviéndose con modestia en la amplitud de su contrario, que es el resplandor que me deslumbra en esta noche quieta, y que me regala estas ganas de creer que nos arrullan días amables, pese a todo. Por primera vez desde que conozco a Siete por Tres, el pulpo de la ansiedad ha dejado de oprimirme el corazón. Esta paz se asemeja a la felicidad, pienso, y como no quiero que el sueño ni el aire la disipen, agradezco la vigilia y apago el ventilador.
Ya flotan por el albergue los maitines de las monjas y percibo los pasos de Siete por Tres, que entra a su medio lado del cuarto. Por algún paralelismo predecible y favorable, los segmentos de un todo disperso encajan en su lugar con la pasmosa naturalidad de un destino que se cumple.
Adivino su silueta a través del telón del centro y sé que Siete por Tres se sienta en su catre y que se demora, botón por botón, al quitarse la camisa. Intuyo su mata de pelo y la siento respirar en la sombra, como un animal en reposo. Hasta mí llega, muy vivo, el olor de su cuerpo, y lo veo descolgar la tela de trama difusa y figuras borrosas que nos separaba.