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JUAN SÁBALO


Leopoldo Berdella de la Espriella

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Prólogo

Entre las preguntas básicas que se hacen los seres humanos están las de los orígenes: ¿Cómo fue creada la tierra? ¿Y el sol? ¿La luna? ¿Las estrellas? ¿Por qué hay día y después noche? O al revés. ¿Por qué hay lluvia? ¿Tormentas? ¿Rayos? ¿El mar? ¿Cómo nacen las especies humanas? ¿Y a dónde se van cuando mueren?

Ay, qué difícil responder.

No, no arrugues la nariz. No creas que las bibliotecas y el internet han existido siempre para responder a cualquier pregunta. El mundo, hace tiempo (ojalá todavía fuera así), se explicaba alrededor de una fogata, mientras se tomaba chocolate con quesito fundido. O, en el peor de los casos (es que prefiero el chocolate, ya perdonarán) con una chicha bien fermentada. Si no había una explicación, tocaba inventarla.

Se ha dicho que desde los inicios de la humanidad fue necesario componer esos binomios de contrarios irreconciliables: creación-destrucción, vida-muerte, dioses-hombres. Y una manera de aportar a la posibilidad de reconciliar esos binomios, o conjurar la angustia (la angustia de sentir que desconocíamos algo del mundo que nos rodeaba y no poderlo controlar o dominar), se apaciguaba un poco con relatos. Sí, así.

De ahí que varias historias de origen, mitos y leyendas, reflejen el asombro y temor que sentía el hombre frente a los fenómenos desconocidos de la naturaleza, creyendo que el relámpago, el trueno, la formación de una laguna o la constelación del universo poseían una vida análoga a la de los animales del monte.

Pero acá no vamos a responder todas esas preguntas. ¡Qué tal! Concentrémonos en una: ¿cómo surgió la Ciénaga de Ayapel? (Prohibido usar el celular para buscar o hacer una llamada a un amigo). Surgió de una pequeña gota de agua que cayó del pico de una paloma. ¡Vaya cosa! ¡Vaya paloma! Pero eso no lo digo yo, que poco sé de la historia del país de los Zenúes y de la Ciénaga de Ayapel. Lo dice Juan Sábalo.

¿Y quién es él? Juan Sábalo fue quien descubrió que los peces podían comerse, luego de observar las faenas de un Martín pescador en las aguas. A partir de este descubrimiento se hizo célebre entre su gente y se convirtió en el instructor de los Zenúes en las artes de la pesca, de tejer atarrayas, de hacer arpones y canoas, de aventurarse en la ciénaga. En resumen: fue el primer pescador de los Zenúes, pero, además era contador de historias. Sabe todo, de pe a pa, desde que los Dioses de las Tinieblas estaban apenas creando el mundo.

Leopoldo Berdella de la Espriella es el autor de Juan Sábalo. Nació en Cereté y vivió cuando era niño, allá en Alto Sinú. Él la consideró una tierra mítica, llena de leyendas, de animales, una tierra semivirgen. Allí le hablaban de este personaje, decían que existía en la Ciénaga y los habitantes del pueblo lo apodaron Juan Sábalo porque vivía de la pesca de este animal. A Leopoldo esas historias le quedaron atascadas en la garganta, como las espinas de un pescado, y decidió trabajar en el personaje, pero sintió que, dejándolo solamente como pescador, el libro no cobraría el tono que quería darle; así que fue al mito zenú, a sus primeros padres.

Leopoldo, fue un escritor y periodista colombiano (esta información sí la puedes encontrar en Internet). Autor de cuentos, poemas y ensayos, aunque fue más conocido por su producción en el género de la literatura infantil. A sus 32 años, ganó con este relato la tercera edición del premio Enka de Literatura Infantil en 1983. En 13 breves años de producción literaria, incorporó al mundo literario colombiano narraciones que desde las tradiciones orales recreaban historias de campesinos, boxeadores, loteros, comerciantes del viejo mercado de Cereté, hombres y mujeres acosados por los deseos, los fracasos, las ilusiones, la decepción, la decadencia y la muerte. Sin duda, sus relatos pertenecen a las raíces de nuestro pueblo y amplía el horizonte de los niños en relación a su herencia sociocultural y geográfica. En Juan Sábalo, por ejemplo, está presente el encanto y la imaginación que contienen las leyendas indígenas de la Costa Atlántica colombiana, que toman nueva vida en los relatos de los pescadores actuales personificados en Juan Sábalo.

Leopoldo había aparecido en el panorama literario nacional en 1975, cuando a sus 24 años ganó el tercer Concurso Departamental de Cuentos de Córdoba. En 1977 había obtenido el primer premio en el Concurso de Cuentos de la Universidad de Córdoba y en 1978 había sido finalista del Concurso de Cuentos de La Felguera, en España, con el relato A golpes de esperanza, que dio título a un volumen de cuentos publicado en 1981. A Juan Sábalo le siguieron el ensayo Bolívar, hombre y guerrero (1983), y los libros de cuentos Travesuras del Tío Conejo (1986) y Koku-yó, mensajero del sol (1988); de manera póstuma se publicó en 1997 Fantazoológico.

Pero, en realidad, yo prefiero que Juan Sábalo se presente, porque este texto que tienes en tus manos, aunque la totalidad de los relatos giran en torno a la mitología zenú y recoge la tradición de dichos indígenas respecto a su cosmogonía (ya lo he dicho), también narra las maravillosas y extrañas historias de Juan Sábalo contadas por el mismísimo Juan Sábalo.

Quiero que sepas, además (y la advertencia parece tonta por lo obvia que es) que hay libros que se leen de pie, mientras haces fila para comprar bombones o pagar la energía eléctrica. Hay otros que se leen acostado en la cama, en la hamaca o en el sofá, mientras se mira la telenovela, un partido de fútbol y el gato duerme sobre tu panza. Alguien leerá en el bus, en el Metro, mientras va a caballo o en una canoa. Yo qué sé. Pero, mejor que lo sepas: esta historia no es una historia que puedas leer de cualquier manera. Nada de eso. Bueno, puedes estar sentado, acostado o de pie, con una taza de chocolate, un vaso de limonada (o de chicha), pero muy atento: con un ojo puesto en el libro y otro en el cielo. ¿No lo crees? Entonces, después no te quejes si un martín pescador te lleva en el pico como le pasó a Juan Sábalo y te lleva a recorrer el cielo. La advertencia, en realidad, es para los que temen a las alturas.

Tú decides. Así que, ¡Buen vuelo! O, mejor dicho: ¡Buen aterrizaje!

Marcela Guiral

Dibujo-Leopoldo-Interior

Leopoldo Berdella de la Espriella

Dibujo: Catalina Calle


¡Comienza tu lectura!

A Digna Elena, quien me llevó de la mano
por estas rutas de ensueño, in memoriam.

¡Henos aquí como un festón flotante lanzado hacia la luna
que lo envidia! ¿No queréis ser uno de los nuestros?
Rudyard Kipling


Parte I

CUENTAN LOS ABUELOS que antiguamente, en el país de los Zenúes, no había luz ni ciénagas ni ríos. Eran los primeros tiempos, todo era oscuro, y únicamente los Dioses de las Tinieblas habían creado la Tierra y las Piedras.

Todavía no se conocía el agua.

En un lugar distante del país de los Zenúes, otros dioses creaban otros mundos. Otros mundos como el de los Zenúes. Otros mundos con Tierra y con Piedras.

En esos mundos, los Dioses de las Tinieblas ya habían hecho al agua. Y se disponían a hacer la luz.

En el país de los Zenúes no había agua ni luz, pero los Dioses de las Tinieblas empezaban a hacer los primeros hombres. Y los hicieron, primero que al agua y a la luz.

Y los días eran todos parecidos, y no eran propiamente días sino una larga noche en la que no había Sol ni Luna ni estrellas.

Uno de esos días-noches, una paloma de uno de los otros mundos parecidos al de los Zenúes, pasó por aquí. La paloma llevaba una gota de agua en su pico, y cada vez que batía sus alas se deshacían las tinieblas a su paso y nacía también el viento.

La paloma era de luz.

La paloma venía de un remoto lugar al que solo los Dioses de las Tinieblas tenían acceso. Y en ese lugar remoto todo era agua y todo era luz. Agua y luz.

Al pasar por aquí, la paloma miró hacia abajo y se sintió muy triste por la oscuridad y por la falta de agua del país de los Zenúes. Y fue tanta su tristeza, que se decidió a bajar y se posó en la rama más alta de un viejo samán.

Desde allí, contempló cómo la luz que salía de sus alas se regaba por aquella tierra desconocida para ella, iluminándolo todo. Y se emocionó. Y fue tanta su emoción, que dejó que la gota de agua resbalara de su pico y fuera a caer en el sitio más profundo y pleno de paisajes del extenso valle.

Y la gota de agua se convirtió en una bella ciénaga.

Y los primeros Zenúes, que al llegar la luz comenzaron a ver, vieron la ciénaga. Y se asombraron hasta el límite del asombro, y la llamaron Ayapel.

Ciénaga de Ayapel.

Allí nació Juan Sábalo.

AL PRINCIPIO, LOS PRIMEROS ZENÚES se acercaron con temor a la Ciénaga de Ayapel. El viento, surgido de las alas de la paloma de luz, movía sus aguas y las azotaba contra la orilla, y de todo ese movimiento salía un quejido constante como de Espíritu Maligno. El reflejo de sus aguas, en las que muchas veces vieron sus rostros, les inspiraba, a su vez, una extraña fascinación que lindaba con los sueños y con la Muerte.

A ellos no podía gustarles ese quejido permanente de los Espíritus del Mal que salía constantemente de la Ciénaga de Ayapel. Y aunque muchos de ellos se acercaron a mirarse en sus aguas para conocer su rostro, no dejaban de pensar en que aquello podía tener alguna relación estrecha con la Muerte.

Y el miedo se les transformó en ira, y un día la emprendieron a pedradas contra la ciénaga.

Y duraron muchos días y muchas noches –porque ahora sí había días y había noches– tirándole piedras a la ciénaga.

Pero los Dioses de las Tinieblas habían decidido que la Ciénaga de Ayapel fuera otro mundo. Un mundo de agua. Un mundo como el de los primeros Zenúes, pero de agua.

Y así fue.

Todas las piedras que caían a la Ciénaga de Ayapel se convertían inmediatamente en peces. Las piedras pequeñas en peces pequeños. Las piedras grandes en peces grandes. Y las piedras de colores en hermosos peces de colores.

Y la Ciénaga de Ayapel se llenó de pronto de bocachicos, charúas, lisetas, bagres, sábalos y mojarras de todos los tamaños y todos los colores que jugueteaban con la luz del Sol repitiendo sus rayos en sus escamas plateadas.

Cuando ya la Ciénaga de Ayapel se había llenado de peces y los primeros Zenúes se acostumbraban a sus jugueteos del mediodía con los rayos del Sol, nació Juan Sábalo.

Y cuando Juan Sábalo nació, los primeros Zenúes no sabían que los peces podían comerse.

JUAN SÁBALO NACIÓ UNA MADRUGADA de misterio.

Habiéndole perdido todo temor a la Ciénaga de Ayapel, los primeros Zenúes comenzaron a venerarla. Y venían a sus orillas a traerle ofrendas. Ofrendas de flores y de palomas, que soltaban en sus orillas.

Y sus mujeres ofrendaron vida en sus orillas.

Apenas sentían en sus entrañas el llamado de la Vida, venían a la ciénaga. Allí se arrodillaban, y nacían los segundos hombres y los terceros hombres y los hombres de siempre.

Y nuestro primer baño fue en sus aguas. Y nuestro primer calor, el de sus arenas blancas.

Los padres de Juan Sábalo vivían a orillas de la Ciénaga de Ayapel. Allí, al arrullo de sus aguas, construyeron una casa de palma y bahareque, y la rodearon de árboles frutales y de prados.

Allí nació Juan Sábalo.

Y su primer baño fue en sus aguas. Y su primer calor, el de sus arenas blancas.

Juan Sábalo nació y creció en la Ciénaga de Ayapel, y sus compañeros fueron las garzas grises y blancas y los pájaros que diariamente permanecían en sus contornos.

Todavía no le decían Juan Sábalo.

UNA MAÑANA, grandecito ya, Juan Sábalo se dirigió a la ciénaga. El viento desordenaba sus cabellos largos y negros como la noche, y de ellos escapaba un quejido como el de la ciénaga.

Juan Sábalo nunca le tuvo miedo a la Ciénaga de Ayapel, y sus padres solían decir que empezaba a parecérsele.

Corría y corría por la arena, cuando tropezó con un pez que se había acercado mucho a la orilla, y ya casi se moría.

Era un sábalo.

Juan Sábalo había observado a los pájaros. Al martín pescador, sobre todo. Ellos planeaban en lo alto del cielo, miraban, miraban y, de pronto, se lanzaban a la ciénaga. De allí, batiendo sus alas, salían hacia el árbol más próximo a tragarse a su presa, casi siempre un sábalo.

Decidido, Juan Sábalo tomó al pez que agonizaba en la orilla, y lo llevó raudo a su casa. Y sus padres, que no sabían que los peces podían comerse, no encontraban qué hacer con él.

Y era la hora de la comida, y todos tenían mucha hambre.

Pero los Dioses de las Tinieblas habían decidido que los peces fueran alimento de los primeros Zenúes. Y así, los padres de Juan Sábalo descubrieron el rico sabor del pescado y Juan Sábalo se convirtió en el primer pescador de Ayapel.

Y Juan Sábalo no saldría ya nunca más de la Ciénaga de Ayapel.

LOS PRIMEROS ZENÚES CREYERON que Juan Sábalo se había vuelto loco. Sin embargo, poco a poco comenzaron a descubrir el sabor del pescado y las delicias de su pesca, y se aventuraron entusiasmados a la ciénaga.

Y fueron pescadores.

Y toda la ciénaga se llenó de hombres y de mujeres y de niños que pescaban de día y de noche y prendían hogueras y contaban historias. Una de esas historias era la de Juan Sábalo.

Juan Sábalo era ya un hombre, le decían Juan Sábalo y vivía en la Ciénaga de Ayapel. Era fuerte, tenía la piel lisa y seca de los sábalos y olía a sábalo.

Emprendedor, Juan Sábalo iba siempre adelante. Por eso todos lo admiraban. Y comenzaban a venerarlo. Se había construido una canoa de un tronco seco, y desde muy tempranas horas se internaba en la ciénaga.

Y nadie sabía a dónde iba ni qué hacía.

Se dice que fue él quien inventó el primer arpón con una fuerte raíz de guayacán, y tejió las primeras atarrayas enhebrando rayos pálidos de luna.

Cuando sus padres murieron, no se le conoció más familia que los pájaros. Los pescadores más veteranos de la ciénaga aseguraban que entendía perfectamente el lenguaje de las aves, y que hablaba con ellas a gritos al amanecer.

La única forma de hacerlo salir de la ciénaga era tocándole un tronco hueco. Entonces se acercaba sigiloso a la orilla, bajaba de su canoa y permanecía sereno, regazado hasta las rodillas y con los pies metidos en el agua.

Y era como si no estuviera. Y un olor fuerte, a sábalo, impregnaba nuestras ropas y atraía a las garzas y a los pájaros.

SE PONÍA DE FIESTA EL PUEBLO

Hombres, mujeres, niños y viejos se sentaban alrededor de una fogata, y los más viejos empezaban a contar sus historias.

Era noche de luna llena, y las aguas de la ciénaga parecían leche espumosa, plateada.

Llegado un momento, a la medianoche, todos se callaban y dirigían sus ojos hacia Juan Sábalo.

Juan Sábalo chupaba dos veces su tabaco, miraba como si no mirara, y hablaba. Y era entonces cuando lográbamos conocer algunas de sus historias.

Extrañas y maravillosas historias las de Juan Sábalo, contadas por Juan Sábalo.

Porque Juan Sábalo tenía una voz lenta y firme como la de la ciénaga, y cuando contaba sus historias, la ciénaga se quejaba y todos callábamos y solamente se oía el viento y la voz queda de Juan Sábalo y la voz de la ciénaga remedándolo.

Y sus lenguas de agua llegaban hasta la orilla y se deshacían ante nuestros pies, refrescándonos.

Y así pasaba la noche y llegaba la mañana. Y nadie se movía de su sitio hasta cuando él se callaba, se metía en su canoa de tronco de árbol, y se perdía en el fuego intenso que se hacía allá donde únicamente se ve una línea azul de agua y de cielo. El pueblo se ponía de fiesta cuando Juan Sábalo venía a contar sus historias.

MARAVILLOSAS Y EXTRAÑAS HISTORIAS DE JUAN SÁBALO CONTADAS POR JUAN SÁBALO

Juan Sábalo contaba historias maravillosas y extrañas como estas:

EL SÁBALO ENCANTADO

Uno de los primeros sábalos que yo pesqué estaba encantado. Lo supe desde el primer momento en que le tiré el arpón, y su primer tirón hizo temblar la tierra, salir las aguas de su sitio y oscurecer el Sol.

Durante quince días y quince noches recorrí la ciénaga detrás del sábalo, que no dejaba de tirar.

El día número quince, al ver que yo no me rendía, el sábalo se detuvo de pronto, giró en redondo, y se hundió.

Aquel tirón me sacó de la canoa, y yo me fui al fondo de la ciénaga, detrás del sábalo. Todavía yo no conocía el fondo de la ciénaga.

Cortando con fuerza el agua, el sábalo me paseó por todo el fondo. Charúas, lisetas, mojarras y bocachicos se apartaban asustados, viéndonos pasar.

Llevábamos en esas, tres días y tres noches –porque en el agua también se sabe si es de día o es de noche–, cuando sentí que entraba en un sitio seco y lleno de luz.

¡Un sitio seco y lleno de luz en el fondo de la ciénaga!

Allí vivía el Encanto de las Aguas.

Y el Encanto de las Aguas tenía forma de hombre, de pez y de pájaro.

Y todos los peces, desde el más pequeño hasta el más grande, le obedecían.

El sábalo desapareció, yo solté el cordel, y me quedé solo con el Encanto de las Aguas.

El Encanto de las Aguas me miró y me habló en lengua de pez. Yo no le entendí, pero sabía que era lengua de pez. Entonces me habló en lengua de pájaro.

Y su voz era la voz de la mañana.

—Eres el único que ha logrado llegar hasta mis dominios –dijo.

Yo no contesté.

—Y quien conoce mis dominios tiene que vivir en ellos para siempre, y someterse a sus leyes –dijo.

Yo no contesté.

—Soy la vida de la ciénaga, y también su voz –gritó.

Contesté entonces con un canto grueso de garza gris:

—Soy Juan Sábalo, y he vivido y viviré siempre en la Ciénaga de Ayapel.

Él me respondió.

—Pescarás solamente para comer, y vivirás en paz con los habitantes de este mundo.

Y desapareció.

Todo se oscureció, y sentí que un viento de agua muy fuerte me empujaba hacia arriba.

Más tarde, llegué a la superficie.

En el centro de la ciénaga, girando en redondo, mi canoa me esperaba. Era ya de día, y los mochuelos y los canarios cantaban en las ramas lejanas de una ceiba.

Desde el día en que vi por vez primera al Encanto de las Aguas, no he podido vivir un momento fuera de la ciénaga.

DE CÓMO NACIERON LAS GARZAS BLANCAS Y LAS GARZAS GRISES DE LA CIÉNAGA DE AYAPEL

Mucho antes de yo nacer no había garzas blancas ni garzas grises en la Ciénaga de Ayapel.

El primer hombre que los Dioses de las Tinieblas hicieron en el país de los Zenúes era grande y fuerte como un samán. Y ese primer hombre grande y fuerte como un samán tuvo muchos hijos. Tuvo muchos hijos, y todos los días les daba consejos.

Tantos hijos tuvo y tantos consejos les daba, que poco a poco su pelo se le fue poniendo gris y después blanco.

Una noche en la que el primer hombre de los Zenúes grande y fuerte como un samán contaba alrededor de una hoguera unas historias de animales que servían para los hombres, los que lo escuchaban comenzaron a sentir en el ambiente sonidos parecidos a los que hacen las garzas con sus alas cuando vuelan.

Ellos no conocían todavía el golpeteo de las alas de las garzas cuando vuelan.

Llevados por la curiosidad, se acercaron a él para ver qué era lo que producía aquellos sonidos. Y cuál no sería su sorpresa cuando vieron salir de su cabeza unos animales grandes y extraños, parecidos a los pájaros, que volaban hacia la ciénaga.

Parecían pájaros, y volaban hacia la noche de la ciénaga.

Silenciosos, los hijos del primer hombre grande y fuerte como un samán de los Zenúes se sentaron nuevamente en la arena y siguieron escuchando las historias. Más tarde, soñolientos, se retiraron a descansar.

Por la mañana, se levantaron con otros cantos, con unos cantos nuevos que ellos no conocían, y miraron hacia los árboles. Allí, unas enormes garzas blancas y grises vociferaban, batían sus alas, y se lanzaban rápidas hacia las aguas de la ciénaga.

Y fue así como nacieron las garzas blancas y las garzas grises de la Ciénaga de Ayapel.

Parte II

MI AVENTURA CON EL MARTÍN PESCADOR QUE NO VIVÍA EN LA CIÉNAGA DE AYAPEL

Un mediodía en que las aguas de la Ciénaga de Ayapel estaban tan frescas como la noche y hacía un calor que derretía la cera de los remiendos de mi canoa, decidí amarrarla a uno de los mangles de la orilla, y pegarme un buen baño.

El sol estaba en lo más alto del cielo y había pocos animales en los árboles. Algunos goleros volaban en círculos cerca de las nubes. Todo estaba quieto.

Salté, me metí al agua, nadé y me zambullí varias veces.

En una de esas zambullidas sentí que algo muy fuerte me agarraba y me elevaba por los aires. Era un martín pescador.

Atraído seguramente por mi olor a sábalo, el Martín pescador me aprisionó con su pico, voló y se posó en una de las ramas altas de un samán que crecía cerca de la ciénaga.

Yo no salía de mi asombro. Todos los pájaros de la región me conocían, y no me explicaba cómo este que ahora me tenía en su pico hacía por comerme.

De momento no hice ningún esfuerzo por zafarme del pájaro. Pero cuando el Martín pescador empezó a azotarme contra la rama y a apretar más fuerte, ya no pude más.

Me azotaba y me azotaba, y yo metía las manos y me valía de las piernas para que la rama no me golpeara.

En esas estaba cuando me acordé de las garzas de la ciénaga.

Lancé entonces un grito de garza herida, y esperé.

El Martín pescador se quedó quieto. El grito lo asustó y se quedó quieto, pero no me soltó.

Esperé.

En eso todo se puso blanco y gris como la madrugada, y oí gritos de garzas blancas y garzas grises por todas partes. ¡Eran las garzas que venían en mi ayuda!

Enseguida, la nube de garzas se desgajó sobre el Martín pescador, picándolo por todas partes y arrancándole las plumas.

Sin otro camino qué coger, el pájaro me soltó y alzó el vuelo. Iba todo maltratado y algunas de sus plumas caían en la ciénaga.

Golpeado y con un susto que por nada del mundo se me pasaba, me arrastré por entre la yerba hasta donde estaba mi canoa. Y desde allí, cansado y sudoroso, alcancé a ver cómo aquel pájaro se perdía a lo lejos, y las garzas, tranquilas y felices por haberme salvado, volvían a sus nidos en los huecos de los árboles viejos, al otro lado de la ciénaga.

Ese pájaro no era de los que yo a diario me encontraba en las orillas de la ciénaga.

Ese Martín pescador no vivía en la Ciénaga de Ayapel.

TIGRE

Yo siempre he tratado con peces y con pájaros. A ellos los entiendo y ellos me entienden.

Pero yo nunca había tratado con Tigre.

Tigre es un animal de respeto. Silencioso, no se siente en la montaña, y es conocido cuando viene a beber a la orilla de la ciénaga.

Él sabe que es poderoso, y por eso bebe siempre en la misma parte. Y por allí nadie se acerca. Solamente él arrima a esa parte, bebe y se va.

De noche, Tigre ronca. Tiene hambre. Entonces sale.

Sale y olfatea, a ver qué encuentra.

Cuando la noche es lluviosa es cuando más le gusta salir. De allí que los primeros Zenúes llamaran a las noches lluviosas Noches de Tigre.

Una de esas noches, por casualidad, me encontré con Tigre. Había oído el grito de un pájaro en la orilla, vine, y ahí estaba él. Bebía. Alzaba la cabeza, olfateaba y bebía.

Yo me paré en la punta de la canoa, para verlo mejor. Él me miró, y no se movió. Sus ojos parecían dos tizones en la noche de la ciénaga.

Tigre me sostenía la mirada.

Así estuvimos, silenciosos, mirándonos un buen rato. Luego, casi al mismo tiempo, ambos dimos la vuelta y nos fuimos.

No sé por qué, pero esa noche sentí que Tigre me respeta.

Y yo también lo respeto a él.

DE CÓMO LAS HORMIGAS ROJAS LLEGARON UN DÍA A LA CIÉNAGA DE AYAPEL

Una tarde, en el lugar más lejano de la ciénaga, observé una línea roja.

Era una hermosa línea roja que bajaba del cielo y atravesaba la ciénaga de lado a lado.

Y era como si toda la Ciénaga de Ayapel estuviera ardiendo.

A medida que me acercaba, la línea roja crecía y su color se confundía con el de los rayos del sol al atardecer.

Remé más fuerte atraído por aquella misteriosa línea roja, y me acerqué con cuidado.

Cuando la tuve a la vista, noté que se movía. Parecía que se balanceara sobre el agua, sin querer tocarla.

Y se movía. Y el agua estaba roja. Todo estaba rojo.

Asombrado, me acerqué mucho más y me di cuenta de qué se trataba. Eran hormigas. Hormigas rojas.

¡Miles de hormigas rojas unían sus patas y formaban un puente rojo que atravesaba la ciénaga!

Seguí la línea durante algún tiempo, de regreso, hasta llegar a la orilla. Allí, como en una fiesta, muchas hormigas desembarcaban y comenzaban a hacer sus casas en la tierra.

No sé cuánto duró aquello, pero cuando volví al centro de la ciénaga, ya el puente se había cortado en una de sus puntas. Lentamente se cortaba, y se acercaba a la orilla.

Y llegó un momento en que ya no hubo línea roja: ¡la última de aquellas hormigas rojas había desembarcado en Ayapel!

No sé todavía cómo hicieron esas hormigas para mantener el puente desde la mitad de la ciénaga hasta la orilla, pero fue así como llegaron las hormigas rojas a Ayapel.

Por la Ciénaga de Ayapel...

Parte III

LA BAILADORA NEGRA
DE LA CIÉNAGA DE AYAPEL

Hubo un tiempo en que el país de los Zenúes comenzó a llenarse de rumores. Eran rumores que salían del aire y del agua y luego crecían y crecían y se convertían en cantos y en porros y en cumbias.

Y la noche parecía toda hecha de tambores. Y esos tambores se metían por todas partes y parecía que estuvieran dentro de nosotros porque de pronto nos invadía una felicidad reciente como acabada de hacer, y bailábamos y nos malhayábamos por no tener a nuestro lado a una negra bailadora para que acompañara esa cumbia o ese danzón que nos salían del fondo del pecho.

Una de esas noches, que no son todas las noches, el rumor me agarró en pleno centro de la ciénaga.

Yo dejé mi remo y mi arpón, y me paré en la punta de la canoa, aguzando el oído.

Y el rumor se fue metiendo despacito, despacito, y luego fue creciendo dentro de mí, hasta que ya no pude más y lancé un grito.

Era un grito de alegría, un grito de victoria lo que salía de lo más hondo de mí y se regaba por los confines de la ciénaga.

Hubo un corto silencio. El rumor crecía dentro y fuera de mí. Luego, miles de gritos. Desde los muchos lugares de la ciénaga, otros como yo contestaban mi grito.

Grité nuevamente.

¡Y nuevamente me respondieron!

En eso, una negra hermosa como la noche, vestida de blanco y con un pañuelo rojo en la cabeza, apareció delante de mí.

La negra venía del agua y bailaba sobre el agua, ¡y su baile no se parecía a ninguno de los bailes de este mundo!

Cerré los ojos, y los abrí al momento. No era sueño: ahí estaba ella, la negra invitándome a bailar.

Como buen bailador, no desprecié la invitación y me hice al agua.

Y bailé.

Bailé hasta bien entrada la madrugada, abandonado al ritmo de los tambores y de las maracas y embrujado por los movimientos de la negra.

De pronto, el rumor se fue apagando...

A medida que la claridad del nuevo día se venía desde la Serranía de Ayapel, el rumor se iba apagando. Se apagaba...

Y se apagó. Y no volví a ver más a la negra.

Bailé hasta bien entrada la madrugada, abandonado al ritmo de los tambores y de las maracas y embrujado por los movimientos de la negra.

Entonces caí en cuenta de que estaba encima del agua, y me hundí. Y el agua estaba muy fría, y en ella también estaba el rumor.

Nadé rápidamente, salí, y me fui directo a la canoa.

Todo estaba quieto. Más tarde vendría la música de los pájaros.

Después, mucho después, mi entendimiento me dijo que aquella era la bailadora negra de la Ciénaga de Ayapel, la misma que aparece todos los años por enero en la plaza del pueblo, invitando a todo el mundo a bailar.

Y desde mi encuentro con la bailadora negra de la ciénaga soy también música.

Yo soy Juan Sábalo, pero soy también música...

LAS REGIONES DEL ARCO IRIS

Yo no sabía dónde nacía el arco iris.

Llovía, y al rato lo veía salir de algún lugar de la ciénaga, volar al cielo y alejarse inclinado hacia el otro lado, dejándome el recuerdo fresco de sus colores en las niñas de mis ojos. Una tarde en la que el arco iris pasó por encima del pueblo y de él comenzaron a desprenderse peces de colores que caían sobre las casas y en los patios y sobre la cabeza de mis hermanos, los Zenúes, decidí descubrir el sitio en que nacía.

Seguí sus colores en contraria, me metí ciénaga adentro, y remé. Remé sin descansar, y cuando ya el arco iris comenzaba a desaparecer y yo creía que no iba a poder encontrar el sitio donde nacía, ocurrió lo que ocurrió.

Sin que yo moviera para nada el remo, la canoa cogía velocidad y se perdía en lo más profundo de la ciénaga.

Y aquello no era propiamente agua, sino una corriente de colores que me arrastraba hacia el fondo mismo de la Ciénaga de Ayapel.

¡Había llegado al punto mismo donde nace el arco iris!

Un murmullo de palomas al atardecer llenó mis oídos. Me quedé quieto.

Era la música de los colores. Porque los colores también tienen música, su propia música.

Miré. Todo nacía en una fuente. Era una fuente de colores la que me atraía. Seguramente, cuando llegara la hora del segundo arco iris, me llevaría por los aires hasta más allá del pueblo, junto con su música y sus peces de colores.

Cuando aquella coloración de misterio empezó a hervir de nuevo, sentí miedo.

Porque el miedo es cosa de hombres, sentí miedo. Y le di vuelta a mi canoa y salí de allí.

(A mí que me hablen de agua. Ese lenguaje lo entiendo. Pero de aire, de volar, eso es para los pájaros).

Salí de allí y vi entonces cómo el segundo arco iris se estiraba, tomaba vuelo y se perdía en lo más alto de las nubes.

Marchaba en dirección al pueblo.

Animado, siguiendo siempre la línea de colores del segundo arco iris, llegué a la orilla de la ciénaga, que es la orilla del pueblo. Pero el segundo arco iris tampoco se quedó en el pueblo. Ellos, los arcos iris, no se quedan nunca en los pueblos. Pasó por encima, y fue a meterse al otro lado de la Serranía, allá donde viven Tigre y el Mono. Después se desvaneció, y ya no lo volví a ver más.

Dicen que el arco iris es el llanto del Encanto de las Aguas. Yo no sé si eso será cierto, pero lo que sí sé es que dondequiera que haya agua y haya música, allí habrá arco iris.

TÍO CONEJO

De Tío Conejo sé mucho. Tanto, que duraría nueve días y nueve noches contando sus historias, sin repetir ninguna y sin que a ninguno de ustedes les dé sueño, y no se acabarían sus historias. Tío Conejo fue hecho por los mismísimos Dioses de las Tinieblas.

Cuentan que un día uno de los Dioses de las Tinieblas paseaba con forma de hombre por el país de los Zenúes. Distraído como iba, el Dios de las Tinieblas tropezó con una piedra y cayó. Rabioso, el Dios de las Tinieblas se levantó, señaló a la piedra, y gritó:

—«¡Apártate de mi camino, piedra!».

Así dijo, y su voz era la voz del trueno cuando retumba en el cerro de Murrucucú.

Y la piedra se apartó. Adquirió vida la piedra, y saltó hacia un matorral cercano.

Y ya no era piedra, sino conejo. Tío Conejo.

Lleno de ira, el Dios de las Tinieblas lo vio y le dijo:

—«Te condeno a que vivas siempre escondiéndote de matorral en matorral, perseguido por las especies mayores vivientes en el país de los Zenúes».

Y se fue a su mundo de Tinieblas.

En cuanto a Tío Conejo, saltando llegó sin saberlo al lugar de la ciénaga donde bebía Tigre. Pero él todavía no sabía quién era Tigre, ni lo poderoso que era.

Y se acercó, bebió y se refrescó.

En eso, llegó Tigre. Y lo vio, y sus rugidos de furia llegaron a todos los rincones de la ciénaga y se extendieron hasta más allá, donde empieza la serranía.

A grandes saltos, asustado, Tío Conejo se escapó esta vez de las garras de Tigre. Pero Tigre no olvidaría fácilmente aquella ofensa.

(De allí viene la enemistad de siglos entre Tigre y Tío Conejo. No se pueden ver).

Extraño en aquel mundo, Tío Conejo empezó a luchar por su vida. Y fue en esa lucha donde aprendió todo lo que sabe.

Porque Tío Conejo es el animal que más sabe en la tierra de los Zenúes.

Y los primeros Zenúes, que conocían el lenguaje de la Tierra, conocieron sus historias y lo hicieron su animal preferido. Decían que era el único animal que por su malicia se parecía a ellos, y contaban a sus hijos y a sus nietos sus historias.

Contaron a todos las historias de Tío Conejo, y se encariñaron tanto con él que lo llamaron Tío Conejo.

Y se quedó Tío Conejo.

Tío Conejo fue hecho por los mismísimos Dioses de las Tinieblas. Y la lucha por la vida le dio la malicia que tiene.

UNA NOCHE ENTRE LAS NOCHES Juan Sábalo no apareció en las arenas de la orilla.

Por mucho que sonamos los troncos huecos, por mucho que lo llamamos y por mucho que quemamos incienso y flor de amor en la fogata, Juan Sábalo no apareció.

Y un silencio muy grande se aposentó sobre nosotros.

Y todos lloramos en silencio.

Lloraron los pescadores de sábalo de Ayapel. Lloraron las bailadoras de fandango de Ayapel. Y lloraron los contadores de cuentos, los raicilleros y los rezanderos de culebras de Ayapel.

Todos lloramos esa noche.

Amaneció. Nadie se había movido de la orilla de la ciénaga. Juan Sábalo no aparecía, y todos, siempre en silencio, mirábamos hacia la línea azul donde la ciénaga se vuelve cielo para ver si lo veíamos a lo lejos, parado en su canoa. Nada.

Todo estaba quieto en los alrededores de la ciénaga. Los pájaros tampoco cantaron esa mañana, y las garzas no salieron a comer en los manglares. Solamente un canto triste de paloma guarumera se oía a la distancia, bien metido el monte.

Diez canoas salieron en busca de Juan Sábalo. Diez canoas en las que parecía no ir nadie, de lo calladas que iban.

Llegamos al centro de la ciénaga. Todo estaba tranquilo en el centro de la ciénaga, y allí estaba la canoa. Era la canoa de Juan Sábalo.

La canoa de Juan Sábalo estaba sola en medio de la ciénaga, y allí estaban su remo, su arpón de raíz de guayacán y su atarraya de rayos pálidos de luna. Todo estaba allí, menos Juan Sábalo. De Juan Sábalo no había la menor seña.

Algo nos dijo entonces que Juan Sábalo no volvería, y nos dirigimos a la orilla. Ninguno de nosotros quiso tocar las cosas de Juan Sábalo. Allí las dejamos, en su canoa, en el centro de la ciénaga.

Nueve días y nueve noches duró una neblina gris-azulosa sobre la Ciénaga de Ayapel. Y el día parecía metido en agua, y la noche podía tocarse con los dedos, de lo espesa que se ponía.

Juan Sábalo no volvió a aparecer.

Solo en enero, cuando el rumor empieza a crecer en las aguas de la ciénaga y a meterse en nosotros haciéndonos sentir tambores acá adentro, oímos su voz.

Es la voz de la ciénaga, pero es su voz.

Entonces nos reunimos y hacemos fogatas y echamos cuentos y sonamos tambores y bailamos hasta el amanecer sabiendo que él está aquí, que nuestras historias son sus historias y que en cada uno de nosotros hay ya muchísimo de él. Y él como que nos escucha y se alegra, porque muchos de nosotros lo hemos visto bailar a lo lejos, con la bailadora negra de la ciénaga, sobre las aguas tranquilas y murmurantes de la Ciénaga de Ayapel.