CUENTAN LOS ABUELOS que antiguamente, en el país de los Zenúes, no había luz ni ciénagas ni ríos. Eran los primeros tiempos, todo era oscuro, y únicamente los Dioses de las Tinieblas habían creado la Tierra y las Piedras.
Todavía no se conocía el agua.
En un lugar distante del país de los Zenúes, otros dioses creaban otros mundos. Otros mundos como el de los Zenúes. Otros mundos con Tierra y con Piedras.
En esos mundos, los Dioses de las Tinieblas ya habían hecho al agua. Y se disponían a hacer la luz.
En el país de los Zenúes no había agua ni luz, pero los Dioses de las Tinieblas empezaban a hacer los primeros hombres. Y los hicieron, primero que al agua y a la luz.
Y los días eran todos parecidos, y no eran propiamente días sino una larga noche en la que no había Sol ni Luna ni estrellas.
Uno de esos días-noches, una paloma de uno de los otros mundos parecidos al de los Zenúes, pasó por aquí. La paloma llevaba una gota de agua en su pico, y cada vez que batía sus alas se deshacían las tinieblas a su paso y nacía también el viento.
La paloma era de luz.
La paloma venía de un remoto lugar al que solo los Dioses de las Tinieblas tenían acceso. Y en ese lugar remoto todo era agua y todo era luz. Agua y luz.
Al pasar por aquí, la paloma miró hacia abajo y se sintió muy triste por la oscuridad y por la falta de agua del país de los Zenúes. Y fue tanta su tristeza, que se decidió a bajar y se posó en la rama más alta de un viejo samán.
Desde allí, contempló cómo la luz que salía de sus alas se regaba por aquella tierra desconocida para ella, iluminándolo todo. Y se emocionó. Y fue tanta su emoción, que dejó que la gota de agua resbalara de su pico y fuera a caer en el sitio más profundo y pleno de paisajes del extenso valle.
Y la gota de agua se convirtió en una bella ciénaga.
Y los primeros Zenúes, que al llegar la luz comenzaron a ver, vieron la ciénaga. Y se asombraron hasta el límite del asombro, y la llamaron Ayapel.
Ciénaga de Ayapel.
Allí nació Juan Sábalo.
AL PRINCIPIO, LOS PRIMEROS ZENÚES se acercaron con temor a la Ciénaga de Ayapel. El viento, surgido de las alas de la paloma de luz, movía sus aguas y las azotaba contra la orilla, y de todo ese movimiento salía un quejido constante como de Espíritu Maligno. El reflejo de sus aguas, en las que muchas veces vieron sus rostros, les inspiraba, a su vez, una extraña fascinación que lindaba con los sueños y con la Muerte.
A ellos no podía gustarles ese quejido permanente de los Espíritus del Mal que salía constantemente de la Ciénaga de Ayapel. Y aunque muchos de ellos se acercaron a mirarse en sus aguas para conocer su rostro, no dejaban de pensar en que aquello podía tener alguna relación estrecha con la Muerte.
Y el miedo se les transformó en ira, y un día la emprendieron a pedradas contra la ciénaga.
Y duraron muchos días y muchas noches –porque ahora sí había días y había noches– tirándole piedras a la ciénaga.
Pero los Dioses de las Tinieblas habían decidido que la Ciénaga de Ayapel fuera otro mundo. Un mundo de agua. Un mundo como el de los primeros Zenúes, pero de agua.
Y así fue.
Todas las piedras que caían a la Ciénaga de Ayapel se convertían inmediatamente en peces. Las piedras pequeñas en peces pequeños. Las piedras grandes en peces grandes. Y las piedras de colores en hermosos peces de colores.
Y la Ciénaga de Ayapel se llenó de pronto de bocachicos, charúas, lisetas, bagres, sábalos y mojarras de todos los tamaños y todos los colores que jugueteaban con la luz del Sol repitiendo sus rayos en sus escamas plateadas.
Cuando ya la Ciénaga de Ayapel se había llenado de peces y los primeros Zenúes se acostumbraban a sus jugueteos del mediodía con los rayos del Sol, nació Juan Sábalo.
Y cuando Juan Sábalo nació, los primeros Zenúes no sabían que los peces podían comerse.
JUAN SÁBALO NACIÓ UNA MADRUGADA de misterio.
Habiéndole perdido todo temor a la Ciénaga de Ayapel, los primeros Zenúes comenzaron a venerarla. Y venían a sus orillas a traerle ofrendas. Ofrendas de flores y de palomas, que soltaban en sus orillas.
Y sus mujeres ofrendaron vida en sus orillas.
Apenas sentían en sus entrañas el llamado de la Vida, venían a la ciénaga. Allí se arrodillaban, y nacían los segundos hombres y los terceros hombres y los hombres de siempre.
Y nuestro primer baño fue en sus aguas. Y nuestro primer calor, el de sus arenas blancas.
Los padres de Juan Sábalo vivían a orillas de la Ciénaga de Ayapel. Allí, al arrullo de sus aguas, construyeron una casa de palma y bahareque, y la rodearon de árboles frutales y de prados.
Allí nació Juan Sábalo.
Y su primer baño fue en sus aguas. Y su primer calor, el de sus arenas blancas.
Juan Sábalo nació y creció en la Ciénaga de Ayapel, y sus compañeros fueron las garzas grises y blancas y los pájaros que diariamente permanecían en sus contornos.
Todavía no le decían Juan Sábalo.
UNA MAÑANA, grandecito ya, Juan Sábalo se dirigió a la ciénaga. El viento desordenaba sus cabellos largos y negros como la noche, y de ellos escapaba un quejido como el de la ciénaga.
Juan Sábalo nunca le tuvo miedo a la Ciénaga de Ayapel, y sus padres solían decir que empezaba a parecérsele.
Corría y corría por la arena, cuando tropezó con un pez que se había acercado mucho a la orilla, y ya casi se moría.
Era un sábalo.
Juan Sábalo había observado a los pájaros. Al martín pescador, sobre todo. Ellos planeaban en lo alto del cielo, miraban, miraban y, de pronto, se lanzaban a la ciénaga. De allí, batiendo sus alas, salían hacia el árbol más próximo a tragarse a su presa, casi siempre un sábalo.
Decidido, Juan Sábalo tomó al pez que agonizaba en la orilla, y lo llevó raudo a su casa. Y sus padres, que no sabían que los peces podían comerse, no encontraban qué hacer con él.
Y era la hora de la comida, y todos tenían mucha hambre.
Pero los Dioses de las Tinieblas habían decidido que los peces fueran alimento de los primeros Zenúes. Y así, los padres de Juan Sábalo descubrieron el rico sabor del pescado y Juan Sábalo se convirtió en el primer pescador de Ayapel.
Y Juan Sábalo no saldría ya nunca más de la Ciénaga de Ayapel.
LOS PRIMEROS ZENÚES CREYERON que Juan Sábalo se había vuelto loco. Sin embargo, poco a poco comenzaron a descubrir el sabor del pescado y las delicias de su pesca, y se aventuraron entusiasmados a la ciénaga.
Y fueron pescadores.
Y toda la ciénaga se llenó de hombres y de mujeres y de niños que pescaban de día y de noche y prendían hogueras y contaban historias. Una de esas historias era la de Juan Sábalo.
Juan Sábalo era ya un hombre, le decían Juan Sábalo y vivía en la Ciénaga de Ayapel. Era fuerte, tenía la piel lisa y seca de los sábalos y olía a sábalo.
Emprendedor, Juan Sábalo iba siempre adelante. Por eso todos lo admiraban. Y comenzaban a venerarlo. Se había construido una canoa de un tronco seco, y desde muy tempranas horas se internaba en la ciénaga.
Y nadie sabía a dónde iba ni qué hacía.
Se dice que fue él quien inventó el primer arpón con una fuerte raíz de guayacán, y tejió las primeras atarrayas enhebrando rayos pálidos de luna.
Cuando sus padres murieron, no se le conoció más familia que los pájaros. Los pescadores más veteranos de la ciénaga aseguraban que entendía perfectamente el lenguaje de las aves, y que hablaba con ellas a gritos al amanecer.
La única forma de hacerlo salir de la ciénaga era tocándole un tronco hueco. Entonces se acercaba sigiloso a la orilla, bajaba de su canoa y permanecía sereno, regazado hasta las rodillas y con los pies metidos en el agua.
Y era como si no estuviera. Y un olor fuerte, a sábalo, impregnaba nuestras ropas y atraía a las garzas y a los pájaros.
SE PONÍA DE FIESTA EL PUEBLO
Hombres, mujeres, niños y viejos se sentaban alrededor de una fogata, y los más viejos empezaban a contar sus historias.
Era noche de luna llena, y las aguas de la ciénaga parecían leche espumosa, plateada.
Llegado un momento, a la medianoche, todos se callaban y dirigían sus ojos hacia Juan Sábalo.
Juan Sábalo chupaba dos veces su tabaco, miraba como si no mirara, y hablaba. Y era entonces cuando lográbamos conocer algunas de sus historias.
Extrañas y maravillosas historias las de Juan Sábalo, contadas por Juan Sábalo.
Porque Juan Sábalo tenía una voz lenta y firme como la de la ciénaga, y cuando contaba sus historias, la ciénaga se quejaba y todos callábamos y solamente se oía el viento y la voz queda de Juan Sábalo y la voz de la ciénaga remedándolo.
Y sus lenguas de agua llegaban hasta la orilla y se deshacían ante nuestros pies, refrescándonos.
Y así pasaba la noche y llegaba la mañana. Y nadie se movía de su sitio hasta cuando él se callaba, se metía en su canoa de tronco de árbol, y se perdía en el fuego intenso que se hacía allá donde únicamente se ve una línea azul de agua y de cielo. El pueblo se ponía de fiesta cuando Juan Sábalo venía a contar sus historias.
Uno de los primeros sábalos que yo pesqué estaba encantado. Lo supe desde el primer momento en que le tiré el arpón, y su primer tirón hizo temblar la tierra, salir las aguas de su sitio y oscurecer el Sol.
Durante quince días y quince noches recorrí la ciénaga detrás del sábalo, que no dejaba de tirar.
El día número quince, al ver que yo no me rendía, el sábalo se detuvo de pronto, giró en redondo, y se hundió.
Aquel tirón me sacó de la canoa, y yo me fui al fondo de la ciénaga, detrás del sábalo. Todavía yo no conocía el fondo de la ciénaga.
Cortando con fuerza el agua, el sábalo me paseó por todo el fondo. Charúas, lisetas, mojarras y bocachicos se apartaban asustados, viéndonos pasar.
Llevábamos en esas, tres días y tres noches –porque en el agua también se sabe si es de día o es de noche–, cuando sentí que entraba en un sitio seco y lleno de luz.
¡Un sitio seco y lleno de luz en el fondo de la ciénaga!
Allí vivía el Encanto de las Aguas.
Y el Encanto de las Aguas tenía forma de hombre, de pez y de pájaro.
Y todos los peces, desde el más pequeño hasta el más grande, le obedecían.
El sábalo desapareció, yo solté el cordel, y me quedé solo con el Encanto de las Aguas.
El Encanto de las Aguas me miró y me habló en lengua de pez. Yo no le entendí, pero sabía que era lengua de pez. Entonces me habló en lengua de pájaro.
Y su voz era la voz de la mañana.
—Eres el único que ha logrado llegar hasta mis dominios –dijo.
Yo no contesté.
—Y quien conoce mis dominios tiene que vivir en ellos para siempre, y someterse a sus leyes –dijo.
Yo no contesté.
—Soy la vida de la ciénaga, y también su voz –gritó.
Contesté entonces con un canto grueso de garza gris:
—Soy Juan Sábalo, y he vivido y viviré siempre en la Ciénaga de Ayapel.
Él me respondió.
—Pescarás solamente para comer, y vivirás en paz con los habitantes de este mundo.
Y desapareció.
Todo se oscureció, y sentí que un viento de agua muy fuerte me empujaba hacia arriba.
Más tarde, llegué a la superficie.
En el centro de la ciénaga, girando en redondo, mi canoa me esperaba. Era ya de día, y los mochuelos y los canarios cantaban en las ramas lejanas de una ceiba.
Desde el día en que vi por vez primera al Encanto de las Aguas, no he podido vivir un momento fuera de la ciénaga.
Mucho antes de yo nacer no había garzas blancas ni garzas grises en la Ciénaga de Ayapel.
El primer hombre que los Dioses de las Tinieblas hicieron en el país de los Zenúes era grande y fuerte como un samán. Y ese primer hombre grande y fuerte como un samán tuvo muchos hijos. Tuvo muchos hijos, y todos los días les daba consejos.
Tantos hijos tuvo y tantos consejos les daba, que poco a poco su pelo se le fue poniendo gris y después blanco.
Una noche en la que el primer hombre de los Zenúes grande y fuerte como un samán contaba alrededor de una hoguera unas historias de animales que servían para los hombres, los que lo escuchaban comenzaron a sentir en el ambiente sonidos parecidos a los que hacen las garzas con sus alas cuando vuelan.
Ellos no conocían todavía el golpeteo de las alas de las garzas cuando vuelan.
Llevados por la curiosidad, se acercaron a él para ver qué era lo que producía aquellos sonidos. Y cuál no sería su sorpresa cuando vieron salir de su cabeza unos animales grandes y extraños, parecidos a los pájaros, que volaban hacia la ciénaga.
Parecían pájaros, y volaban hacia la noche de la ciénaga.
Silenciosos, los hijos del primer hombre grande y fuerte como un samán de los Zenúes se sentaron nuevamente en la arena y siguieron escuchando las historias. Más tarde, soñolientos, se retiraron a descansar.
Por la mañana, se levantaron con otros cantos, con unos cantos nuevos que ellos no conocían, y miraron hacia los árboles. Allí, unas enormes garzas blancas y grises vociferaban, batían sus alas, y se lanzaban rápidas hacia las aguas de la ciénaga.
Y fue así como nacieron las garzas blancas y las garzas grises de la Ciénaga de Ayapel.