Prólogo
Juan José Arreola: un autor imprescindible
Leer a Juan José Arreola (Zapotlán el Grande, hoy Ciudad Guzmán, 21
de septiembre de 1918 – Guadalajara, 3 de diciembre de 2001), uno de los más importantes
escritores mexicanos de todos los tiempos, es un verdadero placer y, además, un reto a la
inteligencia.
Entre muchas otras profesiones y ocupaciones, Arreola fue panadero, granjero, vendedor
ambulante, carpintero, actor, locutor, estrella de la televisión, editor, periodista,
columnista, corrector de estilo, escritor de solapas en el Fondo de Cultura Económica,
traductor, dramaturgo, profesor de teatro y literatura. Asimismo, fue director de talleres
de creación y creó las editoriales Los Presentes, Cuadernos del Unicornio, Libros del
Unicornio, Ediciones Mester y las revistas Eos, Pan, Mester, que formaron y visibilizaron
escritores fundamentales como Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Sergio
Pitol, Elena Poniatowska, Beatriz Espejo, Inés Arredondo, René Avilés Fabila, Jorge
Ibargüengoitia y Guillermo Samperio, entre otros mexicanos y latinoamericanos. Pero, sin
duda, lo mejor de su vida fue ser escritor.
Hasta antes de Arreola el cuento se consideraba un género menor tanto en México como en
Latinoamérica, como el entrenamiento para escribir novela, pero él logró que el cuento no
fuera subestimado ni rebajado, sino más leído, y que poco a poco tuviera la misma
importancia que la novela. Escribir un buen cuento es tan difícil o más que escribir una
buena novela. Faulkner, por ejemplo, decía irónicamente que “todo novelista quiere escribir
poesía, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento, y al volver a fracasar, y
solo entonces, se pone a escribir novelas”.
Que en México el cuento fuera visto de otra manera y que se equiparara de alguna forma con la
novela, que se leyera más, se debe a que Arreola asumió riesgos, fue atrevido con el manejo
del lenguaje, experimentó, se distanció de la tradición cuentística latinoamericana, del
cuento clásico, subvirtió los cánones, acogió nuevos temas, nuevos personajes, nuevas
maneras de narrar. Se apartó de la literatura que se venía escribiendo: rural, anecdótica,
realista, melodramática, seria, solemne, trágica, historicista, heroísta, e hizo de la suya
algo realmente vanguardista. Sus cuentos fueron epístolas, ensayos, entrevistas, crónicas,
diarios, poemas en prosa, aforismos, recetas, anuncios publicitarios, notas periodísticas,
parábolas sin enseñanza, fábulas sin moraleja, epigramas, monólogos, soliloquios, diálogos,
relatos sencillos aparentemente intrascendentes llenos de hondura; en fin, una hibridación
de géneros y de formas de narrar dentro de un mismo género. Cuentos atravesados por el
absurdo, lo fantástico, el sarcasmo, la crítica, la ironía, el humor, el desparpajo y, sobre
todo, por la imaginación. De esta manera, Juan José Arreola, Juan Rulfo y después Carlos
Fuentes son los fundadores del nuevo cuento mexicano, el cual nació a mediados del siglo XX
y se convirtió en el modelo de los nuevos cuentistas.
Arreola obtuvo prestigiosos premios literarios, como el Premio Jalisco de Literatura en 1953,
el Premio Xavier Villaurrutia en 1963, el Premio Nacional de Lingüística y Literatura en
1976, el Premio Nacional de Periodismo en 1977, el Premio Universidad Nacional Autónoma de
México en 1987, el Premio Internacional de Literatura Juan Rulfo en 1990, el Premio
Internacional de Literatura Alfonso Reyes en 1995, entre otros, y publicó una obra sólida
compuesta por libros de cuentos, ensayo y la novela fragmentaria y polifónica La feria
(1963).
La presente antología, realizada por el escritor Luis Fernando Macías, contiene treinta y
siete cuentos de sus cuatro libros del género, que revelan la maestría del autor y sus
múltiples registros: Varia invención (1949) —en este libro se aprecia la influencia de la
literatura española del Siglo de Oro—, Confabulario (1952) —obra pionera del cuento
fantástico en México—, Palíndroma (1971) —se entremezclan la ficción y la autobiografía— y
Bestiario (1972) —libro que Arreola, bloqueado para escribirlo, dictó al joven José Emilio
Pacheco, su estudiante del taller de creación, que evoca los relatos cortos sobre animales,
de Esopo, Borges, Cortázar y Kafka.
Así, pues, El guardagujas y otros cuentos recoge la esencia de los cuentos de Juan José
Arreola y evidencia su versatilidad: sátiras de la vida moderna, críticas a la sociedad de
consumo, la condición humana, el drama del ser, el amor, la relación entre el hombre y la
mujer, la ciencia, la tecnología, el progreso, la animalización de las conductas de los
hombres; asimismo, asuntos teológicos y morales, reflexiones sobre el arte, homenajes y
parodias a escritores como Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Kafka, Shakespeare y
Kierkegaard; igualmente, en ellos resaltan con intensidad el humor, la sátira, la ironía, la
crítica, la imaginación desbordada y el lenguaje preciso, rítmico, coloquial. Borges
afirmaba que lo más importante de la obra de Arreola era su “ilimitada imaginación, regida
por una lúcida inteligencia”.
En estos cuentos, y en su obra en general, el lector encontrará variedad de tonos, de temas,
de personajes, de narradores; además, ingenio, imaginación, inteligencia, elegancia,
frescura, agudeza, hondura, desparpajo, realismo, fantasía, terror, poesía, ciencia ficción,
drama, juego, gracia, humor, cuentos redondos, perfectos, breves, concisos, a los que no les
sobra una palabra y nada les falta.
En cuanto al humor, el de Arreola no se caracteriza por el chiste fácil; el suyo es un humor
negro, fino, inteligente, despiadado, crítico, irreverente, muchas veces un humor que se
desprende de historias terriblemente tristes, desoladoras, narradas de manera jovial,
divertida, un humor que está entre la risa y el llanto. “Me siento feliz de haber
desembocado en humorista —afirma Arreola—. Quizá lo que más pueda salvarse de mí es el soplo
de broma con que agito los problemas más profundos, ya sean floraciones del mar o
floraciones celestes. Lo mismo hablaría yo de las negruras del abismo que de las alturas de
la luz. Allí el viento de mi espíritu se mueve con una sonrisa macabra y funesta. Tal vez
tengo una incapacidad para tratar en serio los grandes temas. Necesito salirme por la
tangente de la pirueta”.
En Una reputación, por ejemplo, el penúltimo cuento de esta antología, el personaje-narrador,
un hombre poco caballeroso, descortés, que en los buses nunca cede el puesto, inicia
diciendo: “En los autobuses suelo disimular esta carencia con la lectura o el abatimiento.
Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante una mujer que estaba de pie, con un
vago aspecto de ángel anunciador”. La mujer le agradece el cumplido efusivamente y dos o
tres pasajeros se quedan mirándolo como pensando “qué hombre tan caballeroso”. Luego,
desocupado otro puesto, el hombre se sienta y de inmediato sube otra mujer a quien le cede
su asiento. Ahora no lo miran ni dos ni tres personas sino la mitad de los pasajeros. Más
adelante el hombre vuelve a sentarse hasta que le llega una prueba mucho más importante que
las anteriores. Al final, el hombre descortés, incómodo con él mismo por su caballerosidad
que no siente y a la que por alguna razón se vio obligado, hace algo que solo a Arreola se
le podría ocurrir. Este es un cuento de humor fino, como muchos de los suyos; un cuento para
releer y releer y reírse siempre; una historia divertida, cargada de ironía, de gracia,
concisa, sin digresiones innecesarias, con un argumento original, un inicio atrapador y un
final contundente, características de los grandes cuentos.
Anuncio es otro cuento de humor, ironía, crítica sobre una empresa que vende mujeres robot de
plástico tan reales como las reales, con olores, con sabores, que se manejan con control
remoto y están hechas “de materiales sintéticos que reproducen a voluntad las
características más superficiales o recónditas de la belleza femenina”. Con la salida al
mercado de estas mujeres caen en picada los prostíbulos, aumenta el infantilismo en los
hombres, se disparan los matrimonios entre hombre y muñeca. La ironía del cuento radica en
las ventajas que tienen las muñecas en comparación con las esposas: salen más económicas,
los hombres deciden si las ponen a hablar o no. Sin embargo, la ironía mayor solo se
descubre al final del anuncio.
Otro cuento narrado a manera de anuncio de radio, también humorístico e hiperbólico como el
anterior, que podría ser catalogado como ciencia ficción, es Baby H.P., donde se ofrece a
las amas de casa un producto para convertir la energía de los niños de la casa (que corren,
brincan, gritan, lloran, estorban, no dejan hacer nada) en energía eléctrica para los focos,
la nevera, la calefacción, el televisor, el equipo de sonido, para todo. La ironía del
cuento reside en que el producto se inventó para que las mamás vean con otros ojos el
ajetreo de sus hijos y no pierdan “la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que
es una fuente generosa de energía”.
Como ya se dijo, el humor y el absurdo están presentes en la obra de Arreola. Además de los
referenciados anteriormente, en esta antología hay muchos otros, como, por solo mencionar
tres más: Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos —por medio de una carta un hombre
insatisfecho por el arreglo de sus zapatos le escribe al zapatero exhortándolo a amar su
trabajo y pidiéndole que los vuelva a reparar para, si queda satisfecho con el arreglo,
escribirle otra carta de felicitación y agradecimiento—, El rinoceronte —empleando la ironía
narra cómo una mujer puede cambiar a un hombre: controlarle los vicios, los excesos,
cambiarle los gustos, la comida— y Parábola del trueque —un mercader anda gritando por las
calles que cambia esposas viejas por esposas nuevas y los hombres, dando un dinero de más,
corren a cambiar las suyas, menos uno, a quien le sucede, por tomar esa decisión, algo
inesperado.
De igual manera, además del humor, en esta antología se encuentran minicuentos lúcidos, que
así mismo son aforismos, pequeños poemas en prosa, muy inteligentes, ingeniosos, algunos
bastante cifrados que obligan a la relectura, en la que se encuentran cada vez significados
e interpretaciones nuevos. Cuentos como Cuento de horror, Diálogo con Borges, Felinos, entre
otros, dan cuenta de la maestría de Arreola en la minificción, quien en sus textos sabe ser
conciso, preciso, sin dejar nunca de contar una historia. Incluso, su novela La feria está
conformada por 288 cuentos o fragmentos que se pueden leer de manera independiente y
significan por sí mismos, pero que leídos todos hacen una totalidad. Arreola es un maestro
del cuento corto, del relato breve, de la minificción, sin duda. Bestiario, considerado por
gran parte de la crítica como su gran obra, corrobora la anterior afirmación. De este libro
sobre animales, como el sapo, el avestruz, la jirafa, la hiena, el hipopótamo, la presente
antología recoge una muestra significativa que evidencia la destreza de este escritor en el
campo del cuento corto y la genialidad en lo referente a su visión sobre los animales.
También se encuentran cuentos sobre la literatura y el arte en general, como Monólogo del
insumiso, una crítica a la literatura romántica hispanoamericana, y El discípulo, una
apreciación aguda sobre la belleza, tema significativo en la historia del arte. Además, el
tema teológico, tan importante en la narrativa de Arreola, está presente en los cuentos El
silencio de Dios y En verdad os digo, historia que reinterpreta con ironía las palabras de
Jesús referidas a que es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico
al reino de los cielos. En este cuento, Arreola se vale de su ingenio y propone, para salvar
el alma de los ricos, un proyecto amparado en la ciencia que consiste en desintegrar un
camello para que pase vivo, condición obligatoria, por el ojo de la aguja. Los ricos deben
apoyar el proyecto durante años dando y dando su dinero para “contratar millares de
técnicos, gerentes y obreros” y continuar con las investigaciones. Al final, empobrecidos,
los ricos podrán entrar al reino de los cielos por la aguja, así el camello no pase.
Esta antología presenta temas, registros, tonos, estilos, personajes, narradores, lenguaje y
atmósferas variados. Pero si hay un texto importante e imprescindible en la obra de Juan
José Arreola es El guardagujas, que a todas luces es una creación influenciada por Kafka,
uno de sus escritores predilectos. Este relato absurdo, que se presta para muchas
interpretaciones, con tensión e intensidad que nunca caen, cuenta la historia de un
forastero que espera su tren para dirigirse a un lugar que no conoce y es abordado por un
viejo que intenta persuadirlo de no subirse, argumentando múltiples razones descabelladas.
El guardagujas es una obra redonda, perfecta, con un final contundente, una historia que se
queda en la memoria, un cuento que podría hacer parte de la literatura realista pero también
de la fantástica.
El guardagujas y otros cuentos es un libro que recoge lo más selecto de la cuentística de
Arreola, clásico del cuento del siglo XX. Una colección para divertirse, pensar,
preguntarse, especular, interpretar, leer, releer. Un abrebocas para que el lector se
entusiasme a conocer la obra completa de Juan José Arreola, autor imprescindible de la
literatura latinoamericana.
David Betancourt
¡Comienza tu lectura!
Parte I
Ágrafa musulmana en
papiro de Oxyrrinco
Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí
para encontrarte.
Anuncio
Dondequiera que la presencia de la mujer es difícil, onerosa o perjudicial, ya sea en la
alcoba
del soltero, ya en el campo de concentración, el empleo de Plastisex©, es sumamente
recomendable. El ejército y la marina, así como algunos directores de establecimientos
penales y
docentes, proporcionan a los reclusos el servicio de estas atractivas e higiénicas
criaturas.
Ahora nos dirigimos a usted, dichoso o desafortunado en el amor. Le proponemos la mujer que
ha soñado toda la vida: se maneja por medio de controles automáticos y está hecha de
materiales sintéticos que reproducen a voluntad las características más superficiales o
recónditas de la belleza femenina. Alta y delgada, menuda y redonda, rubia o morena,
pelirroja o platinada: todas están en el mercado. Ponemos a su disposición un ejército de
artistas plásticos, expertos en la cultura y el diseño, la pintura y el dibujo; hábiles
artesanos del moldeado y el vaciado; técnicos en cibernética y electrónica, pueden desatar
para usted una momia de la decimoctava dinastía o sacarle de la tina a la más rutilante
estrella de cine, salpicada todavía por el agua y las sales del baño matinal.
Tenemos listas para ser enviadas todas las bellezas famosas del pasado y del presente, pero
atendemos cualquier solicitud y fabricamos modelos especiales. Si los encantos de Madame
Recamier no le bastan para olvidar a la que lo dejó plantado, envíenos fotografías,
documentos, medidas, prendas de vestir y descripciones entusiastas. Ella quedará a sus
órdenes mediante un tablero de controles no más difícil de manejar que los botones de un
televisor.
Si usted quiere y dispone de recursos suficientes, ella puede tener ojos de esmeralda, de
turquesa o de azabache legítimo, labios de coral o de rubí, dientes de perlas y… etcétera,
etcétera. Nuestras damas son totalmente indeformables e inarrugables, conservan la suavidad
de su tez y la turgencia de sus líneas, dicen que sí en todos los idiomas vivos y muertos de
la tierra, cantan y se mueven al compás de los ritmos de moda. El rostro se presenta
maquillado de acuerdo con los modelos originales, paro pueden hacerse toda clase de
variantes, al gusto de cada quien, mediante los cosméticos apropiados.
La boca, las fosas nasales, la cara interna de los párpados y las demás regiones mucosas,
están hechas con suavísima esponja saturada con sustancias nutritivas y estuosas, de
viscosidad variable y con diferentes índices afrodisíacos y vitamínicos, extraídas de algas
marinas y plantas medicinales. «Hay leche y miel bajo tu lengua…», dice el Cantar de los
cantares. Usted puede emular los placeres de Salomón; haga una mixtura con leche de cabra y
miel de avispas; llene con ella el depósito craneano de su Plastisex©, sazónela al oporto o
al benedictine: sentirá que los ríos del paraíso fluyen a su boca en el largo beso
alimenticio. (Hasta ahora, nos hemos reservado bajo patente el derecho de adaptar las
glándulas mamarias como redomas de licor).
Nuestras venus están garantizadas para un servicio perfecto de diez años —duración promedio
de cualquier esposa—, salvo los casos en que sean sometidas a prácticas anormales de
sadismo. Como en todas las de carne y hueso, su peso es rigurosamente específico y el
noventa por ciento corresponde al agua que circula por las finísimas burbujas de su cuerpo
esponjado, caldeada por un sistema venoso de calefacción eléctrica. Así se obtiene la
ilusión perfecta del desplazamiento de los músculos bajo la piel, y el equilibrio
hidrostático de las masas carnosas durante el movimiento. Cuando el termostato se lleva a un
grado de temperatura febril, una tenue exudación salina aflora a la superficie cutánea. El
agua no solo cumple funciones físicas de plasticidad variable, sino también claramente
fisiológicas e higiénicas: haciéndola fluir intensamente de dentro hacia fuera, asegura la
limpieza rápida y completa de las Plastisex©.
Un armazón de magnesio, irrompible hasta en los más apasionados abrazos y finamente diseñado
a partir del esqueleto humano, asegura con propiedad todos los movimientos y posiciones de
la Plastisex©. Con un poco de práctica, se puede bailar, luchar, hacer ejercicios
gimnásticos o acrobáticos y producir en su cuerpo reacciones de acogida o rechazo más o
menos enérgicas. (Aunque sumisas, las Plastisex© son sumamente vigorosas, ya que están
equipadas con un motor eléctrico de medio caballo de fuerza.)
Por lo que se refiere a la cabellera y demás vegetaciones pilosas, hemos logrado producir una
fibra de acetato que tiene las características del pelaje femenino, y que lo supera en
belleza, textura y elasticidad. ¿Es usted aficionado a los placeres del olfato? Sintonice
entonces la escala de los olores. Desde el tenue aroma axilar hecho a base de sándalo y
almizcle, hasta las más recias emanaciones de la mujer asoleada y deportiva: ácido butírico
puro, o los más quintaesenciados productos de la perfumería moderna. Embriáguese a su gusto.
La gama olfativa se extiende naturalmente hasta el aliento, sí, porque nuestras venus
respiran acompasada o agitadamente. Un regulador asegura la curva creciente de sus anhelos,
desde el suspiro al gemido, mediante el ritmo controlable de sus canjes respiratorios.
Automáticamente el corazón acompasa la fuerza y la velocidad de sus latidos…
En la rama de accesorios, la Plastisex© rivaliza en vestuario y ornato con el atuendo de las
señoras más distinguidas. Desnuda, es sencillamente insuperable: púber o impúber, en la flor
de la juventud o con todas las opulencias maduras del otoño, según el matiz peculiar de cada
raza o mestizaje.
Para los amantes celosos, hemos superado el antiguo ideal del cinturón de castidad: un
estuche de cuerpo entero que convierte a cada mujer en una fortaleza de acero inexpugnable.
Y por lo que toca a la virginidad, cada Plastisex© va provista de un dispositivo que no
puede violar más que usted mismo, el himen plástico que es un verdadero sello de garantía.
Tan fiel al original, que al ser destruido se contrae sobre sí mismo y reproduce las
excrecencias coralinas llamadas carúnculas mirtiformes.
Siguiendo la inflexible línea de ética comercial que nos hemos trazado, nos interesa
denunciar los rumores, más o menos encubiertos, que algunos clientes neuróticos han hecho
circular a propósito de nuestra venus. Se dice que hemos creado una mujer tan perfecta, que
varios modelos, ardientemente amados por hombres solitarios, han quedado encinta y que otros
sufren ciertos trastornos periódicos. Nada más falso. Aunque nuestro departamento de
investigación trabaja a toda capacidad y con un presupuesto triplicado, no podemos jactarnos
todavía de haber librado a la mujer de tan graves servidumbres. Desgraciadamente, no es
fácil desmentir con la misma energía la noticia publicada por un periódico irresponsable,
acerca de que un joven inexperto murió asfixiado en brazos de una mujer de plástico. Sin
negar la posibilidad de semejante accidente, afirmamos que solo puede ocurrir en virtud de
un imperdonable descuido.
El aspecto moral de nuestra industria ha sido hasta ahora insuficientemente interpretado.
Junto a los sociólogos que nos alaban por haber asestado un duro golpe a la prostitución (en
Marsella hay una casa a la que ya no podemos llamar de mala nota porque funciona
exclusivamente a base de Plastisex©), hay otros que nos acusan de fomentar maniáticos
afectados de infantilismo. Semejantes timoratos olvidan adrede las cualidades de nuestro
invento, que lejos de limitarse al goce físico, asegura dilectos placeres intelectuales y
estéticos a cada uno de los afortunados usuarios.
Como era de esperarse, las sectas religiosas han reaccionado de modo muy diverso ante el
problema. Las iglesias más conservadoras siguen apoyando implacablemente el hábito de la
abstinencia, y a lo sumo se limitan a calificar como pecado venial el que se comete en
objeto inanimado (!). Pero una secta disidente de los mormones ha celebrado ya numerosos
matrimonios entre progresistas caballeros humanos y encantadoras muñecas de material
sintético. Aunque reservamos nuestra opinión acerca de esas uniones ilícitas para el vulgo,
nos es muy grato participar que hasta el día de hoy todas han sido generalmente felices.
Solo en casos aislados algún esposo ha solicitado modificaciones o perfeccionamientos de
detalle en su mujer, sin que se registre una sola sustitución que equivalga a divorcio. Es
también frecuente el caso de clientes antiguamente casados que nos solicitan copias fieles
de sus esposas (generalmente con algunos retoques), a fin de servirse de ellas sin
traicionarlas en ocasiones de enfermedades graves o pasajeras, y durante ausencias
prolongadas e involuntarias, que incluyen el abandono y la muerte.
Como objeto de goce, la Plastisex© debe ser empleada de modo mesurado y prudente, tal como la
sabiduría popular aconseja respecto a nuestra compañera tradicional. Normalmente utilizado,
su débito asegura la salud y el bienestar del hombre, cualquiera que sea su edad y
complexión. Y por lo que se refiere a los gastos de inversión y mantenimiento, la Plastisex©
se paga ella sola. Consume tanta electricidad como un refrigerador, se puede enchufar en
cualquier contacto doméstico, y equipada con sus más valiosos aditamentos pronto resulta
mucho más económica que una esposa común y corriente. Es inerte o activa, locuaz o
silenciosa a voluntad, y se puede guardar en el closet.
Lejos de representar una amenaza para la sociedad, la venus Plastisex© resulta una aliada
poderosa en la lucha por la restauración de los valores humanos. En vez de disminuirla
engrandece y dignifica a la mujer, arrebatándole su papel de instrumento placentero, de
sexófora, para emplear un término clásico. En lugar de mercancía deprimente, costosa o
insalubre, nuestras prójimas se convertirán en seres capaces de desarrollar sus
posibilidades creadoras hasta un alto grado de perfección.
Al popularizarse el uso de la Plastisex©, asistiremos a la eclosión del genio femenino, tan
largamente esperada. Y las mujeres, libres ya de sus obligaciones tradicionalmente eróticas,
instalarán para siempre en su belleza transitoria el puro reino del espíritu.
Armisticio
Con fecha de hoy retiro de tu vida mis tropas de ocupación. Me desentiendo
de todos los invasores en cuerpo y alma. Nos veremos las caras en la tierra de nadie. Allí
donde
un ángel señala desde lejos invitándonos a entrar: Se alquila paraíso, en ruinas.
Baby H.P.
Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya tenemos a
la
venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a revolucionar la economía
hogareña.
El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con perfección
al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras, anillos y broches. Las
ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada uno de los movimientos del niño,
haciéndolos converger en una botellita de Leyden que puede colocarse en la espalda o en el
pecho, según necesidad. Una aguja indicadora señala el momento en que la botella está llena.
Entonces usted, señora, debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se
descargue automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y
representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para fines de
alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los innumerables artefactos que
invaden ahora los hogares.
De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni siquiera
perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una fuente generosa de
energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro horas del día se
transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de tromba licuadora, o en quince
minutos de música radiofónica.
Las familias numerosas pueden satisfacer todas sus demandas de electricidad instalando un
Baby H.P. en cada uno de sus vástagos, y hasta realizar un pequeño y lucrativo negocio,
trasmitiendo a los vecinos un poco de la energía sobrante. En los grandes edificios de
departamentos pueden suplirse satisfactoriamente las fallas del servicio público, enlazando
todos los depósitos familiares.
El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no cohíbe ni
trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que contribuye al
desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu, puede despertarse la
ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas recompensas cuando sobrepasen
sus récords habituales. Para este fin se recomiendan las golosinas azucaradas, que devuelven
con creces su valor. Mientras más calorías se añadan a la dieta del niño, más kilovatios se
economizan en el contador eléctrico.
Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo lleven
siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo, de las que
ellos vuelven con el acumulador rebosante de energía.
Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente que ellos
mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe decirse sobre el temor
supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P. atraen rayos y centellas.
Ningún accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre todo si se siguen al pie de la
letra las indicaciones contenidas en los folletos explicativos que se obsequian en cada
aparato.
El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y precios.
Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus coyunturas son extensibles.
Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P. Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill.
Baltasar Gérard [1555 - 1582]
Ir a matar al príncipe de Orange. Ir a matarlo y cobrar luego los veinticinco mil
escudos que ofreció Felipe II por su cabeza. Ir a pie, solo, sin recursos, sin pistola,
sin cuchillo, creando el género de los asesinos que piden a su víctima el dinero que
hace falta para comprar el arma del crimen, tal fue la hazaña de Baltasar Gérard, un
joven carpintero de Dóle.
A través de una penosa persecución por los Países Bajos, muerto de hambre y de fatiga,
padeciendo incontables demoras entre los ejércitos españoles y flamencos, logró abrirse paso
hasta su víctima. En dudas, rodeos y retrocesos invirtió tres años y tuvo que soportar la
vejación de que Gaspar Añastro le tomara la delantera.
El portugués Gaspar Añastro, comerciante en paños, no carecía de imaginación, sobre todo ante
un señuelo de veinticinco mil escudos. Hombre precavido, eligió cuidadosamente el
procedimiento y la fecha del crimen. Pero a última hora decidió poner un intermediario entre
su cerebro y el arma: Juan Jáuregui la empuñaría por él.
Juan Jáuregui, jovenzuelo de veinte años, era tímido de por sí. Pero Añastro logró templar su
alma hasta el heroísmo, mediante un sistema de sutiles coacciones cuya secreta clave se nos
escapa. Tal vez lo abrumó con lecturas heroicas; tal vez lo proveyó de talismanes; tal vez
lo llevó metódicamente hacia un consciente suicidio.
Lo único que sabemos con certeza es que el día señalado por su patrón (18 de marzo de 1582),
y durante los festivales celebrados en Amberes para honrar al duque de Anjou en su
cumpleaños, Jáuregui salió al paso de la comitiva y disparó sobre Guillermo de Orange a
quemarropa. Pero el muy imbécil había cargado el cañón de la pistola hasta la punta. El arma
estalló en su mano como una granada. Una esquirla de metal traspasó la mejilla del príncipe.
Jáuregui cayó al suelo, entre el séquito, acribillado por violentas espadas.
Durante diecisiete días Gaspar Añastro esperó inútilmente la muerte del príncipe. Hábiles
cirujanos lograron contener la hemorragia, taponando con sus dedos, día y noche, la arteria
destrozada. Guillermo se salvó finalmente, y el portugués, que tenía en el bolsillo el
testamento de Jáuregui a favor suyo, se llevó la más amarga desilusión de su vida. Maldijo
la imprudencia de confiar en un joven inexperto.
Poco tiempo después la fortuna sonrió para Baltasar Gérard, que recibía de lejos las trágicas
noticias. La supervivencia del príncipe, cuya vida parecía estarle reservada, le dio nuevas
fuerzas para continuar sus planes, hasta entonces vagos y llenos de incertidumbre.
En mayo logró llegar hasta el príncipe, en calidad de emisario del ejército. Pero no llevaba
consigo ni siquiera un alfiler. Difícilmente pudo calmar su desesperación mientras duraba la
entrevista. En vano ensayó mentalmente sus manos enflaquecidas sobre el grueso cuello del
flamenco. Sin embargo, logró obtener una nueva comisión. Guillermo lo designó para volver al
frente, a una ciudad situada en la frontera francesa. Pero Baltasar ya no pudo resignarse a
un nuevo alejamiento.
Descorazonado y caviloso, vagó durante dos meses en los alrededores del palacio de Delft.
Vivió con la mayor miseria, casi de limosna, tratando de congraciarse lacayos y cocineros.
Pero su aspecto extranjero y miserable a todos inspiraba desconfianza.
Un día lo vio el príncipe desde una de las ventanas del palacio y mandó un criado a
reconvenirlo por su negligencia. Baltasar respondió que carecía de ropas para el viaje, y
que sus zapatos estaban materialmente destrozados. Conmovido, Guillermo le envió doce
coronas.
Radiante, Baltasar fue corriendo en busca de un par de magníficas pistolas, bajo el pretexto
de que los caminos eran inseguros para un mensajero como él. Las cargó cuidadosamente y
volvió al palacio. Diciendo que iba en busca de pasaporte, llegó hasta el príncipe y expresó
su petición con voz hueca y conturbada. Se le dijo que esperara un poco en el patio.
Invirtió el tiempo disponible planeando su fuga, mediante un rápido examen del edificio.
Poco después, cuando Guillermo de Orange en lo alto de la escalera despedía a un personaje
arrodillado, Baltasar salió bruscamente de su escondite, y disparó con puntería excelente.
El príncipe alcanzó a murmurar unas palabras y rodó por la alfombra, agonizante.
En medio de la confusión, Baltasar huyó a las caballerizas y los corrales del palacio, pero
no pudo saltar, extenuado, la tapia de un huerto. Allí fue apresado por dos cocineros.
Conducido a la portería, mantuvo un grave y digno continente. No se le hallaron encima más
que unas estampas piadosas y un par de vejigas desinfladas con las que pretendía —mal
nadador— cruzar los ríos y canales que le salieran al paso.
Naturalmente, nadie pensó en la dilación de un proceso. La multitud pedía ansiosa la muerte
del regicida. Pero hubo que esperar tres días, en atención a los funerales del príncipe.
Baltasar Gérard fue ahorcado en la plaza pública de Delft, ante una multitud encrespada que
él miró con desprecio desde el arrecife del cadalso. Sonrió ante la torpeza de un carpintero
que hizo volar un martillo por los aires. Una mujer conmovida por el espectáculo estuvo a
punto de ser linchada por la animosa muchedumbre.
Baltasar rezó sus oraciones con voz clara y distinta, convencido de su papel de héroe. Subió
sin ayuda la escalerilla fatal.
Felipe II pagó puntualmente los veinticinco mil escudos de recompensa a la familia del
asesino.
Camélidos
El pelo de la llama es de impalpable suavidad, pero sus tenues guedejas están cinceladas
por el duro viento de las montañas, donde ella se pasea con arrogancia, levantando el
cuello esbelto para que sus ojos se llenen de lejanía, para que su fina nariz absorba
todavía más alto la destilación suprema del aire enrarecido.
Al nivel del mar, apegado a una superficie ardorosa, el camello parece una pequeña góndola de
asbesto que rema lentamente y a cuatro patas el oleaje de la arena, mientras el viento
desértico golpea el macizo velamen de sus jorobas.
Para el que tiene sed, el camello guarda en sus entrañas rocosas la última veta de humedad;
para el solitario, la llama afelpada, redonda y femenina, finge los andares y la gracia de
una mujer ilusoria.
Carta a un zapatero
que compuso mal unos zapatos
Estimable señor:
Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va
a
extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.
En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento,
augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos
cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Estas fueron precisamente sus palabras y puedo
repetirlas).
Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los
encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a
esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen
una nueva fisonomía, casi siempre deprimente.
Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo
les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura.
Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante.
Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas.
Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle
las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.
Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están
hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo
ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un
rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.
Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted
había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de
calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que
recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran.
Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante
muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían
ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso
firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Solo que
daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos
me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan.
Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines.
También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones
mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir.
Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece
censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de
tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos brillante y
lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas modestas de renovar
el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas como usted.
Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas
conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo
resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la
razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está
cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen
peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis
zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas
líneas estéticas. Y ahora…
Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie
tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un quicio
de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero, tienen
forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades humanas.
Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy
triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para
derrochar.
A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no
intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le
escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis
zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese
oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud… Perdón; usted es todavía joven.
Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par
de calzados.
Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente
para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del
trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.
Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos
infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.
Solo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su
corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos,
intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.
Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de
gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.
Soy sinceramente su servidor.
Cláusula III
Soy un Adán que sueña con el paraíso, pero siempre me despierto con las costillas
intactas.
Corrido
Hay en Zapotlán una plaza que le dicen de Ameca, quién sabe por qué. Una calle ancha
y empedrada se da contra un testerazo, partiéndose en dos. Por allí desemboca el
pueblo en sus campos de maíz.
Así es la Plazuela de Ameca, con su esquina ochavada y sus casas de grandes portones. Y en
ella se encontraron una tarde, hace mucho, dos rivales de ocasión. Pero hubo una muchacha de
por medio.
La Plazuela de Ameca es tránsito de carretas. Y las ruedas muelen la tierra de los baches,
hasta hacerla finita, finita. Un polvo de tepetate que arde en los ojos, cuando el viento
sopla. Y allí había, hasta hace poco, un hidrante. Un caño de agua de dos pajas, con su
llave de bronce y su pileta de piedra.
La que primero llegó fue la muchacha con su cántaro rojo, por la ancha calle que se parte en
dos. Los rivales caminaban frente a ella, por las calles de los lados, sin saber que se
darían un tope en el testerazo. Ellos y la muchacha parecía que iban de acuerdo con el
destino, cada uno por su calle.
La muchacha iba por agua y abrió la llave. En ese momento los dos hombres quedaron al
descubierto, sabiéndose interesados en lo mismo. Allí se acabó la calle de cada quien, y
ninguno quiso dar paso adelante. La mirada que se echaron fue poniéndose tirante, y ninguno
bajaba la vista.
—Oiga amigo, qué me mira.
—La vista es muy natural.
Tal parece que así se dijeron, sin hablar. La mirada lo estaba diciendo todo. Y ni un ai te
va, ni ai te viene. En la plaza que los vecinos dejaron desierta como adrede, la cosa iba a
comenzar.
El chorro de agua, al mismo tiempo que el cántaro, los estaba llenando de ganas de pelear.
Era lo único que estorbaba aquel silencio tan entero. La muchacha cerró la llave dándose
cuenta cuando ya el agua se derramaba. Se echó el cántaro al hombro, casi corriendo con
susto.
Los que la quisieron estaban en el último suspenso, como los gallos todavía sin soltar,
embebidos uno y otro en los puntos negros de sus ojos. Al subir la banqueta del otro lado,
la muchacha dio un mal paso y el cántaro y el agua se hicieron trizas en el suelo.
Esa fue la merita señal. Uno con daga, pero así de grande, y otro con machete costeño. Y se
dieron de cuchillazos, sacándose el golpe un poco con el sarape. De la muchacha no quedó más
que la mancha de agua, y allí están los dos peleando por los destrozos del cántaro.
Los dos eran buenos, y los dos se dieron en la madre. En aquella tarde que se iba y se
detuvo. Los dos se quedaron allí bocarriba, quién degollado y quién con la cabeza partida.
Como los gallos buenos, que nomás a uno le queda tantito resuello.
Muchas gentes vinieron después, a la nochecita. Mujeres que se pusieron a rezar y hombres que
dizque iban a dar parte. Uno de los muertos todavía alcanzó a decir algo: preguntó que si
también al otro se lo había llevado la tiznada.
Después se supo que hubo una muchacha de por medio. Y la del cántaro quebrado se quedó con la
mala fama del pleito. Dicen que ni siquiera se casó. Aunque se hubiera ido hasta Jilotlán de
los Dolores, allá habría llegado con ella, a lo mejor antes que ella, su mal nombre de
mancornadora.
Cuento de horror
La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.
De balística
Ne saxa ex catapultis latericium discuterent.
—César, De bello civili lib. 2.
Catapultae turribus impositae et quoe
spicula mitterent, et quoe saxa.
—Appianus, Ibericoe
Esas que allí se ven, vagas cicatrices entre los campos de labor, son las ruinas del
campamento de Nobílior. Más allá se alzan los emplazamientos militares de Castillejo, de
Renieblas y de Peña Redonda. De la remota ciudad sólo ha quedado una colina cargada de
silencio…
—¡Por favor! No olvide usted que yo he venido desde Minnesota. Déjese ya de frases y dígame
qué, cómo y a cuál distancia disparaban las balistas.
—Pide usted un imposible.
—Pero usted es reconocido como una autoridad universal en antiguas máquinas de guerra. Mi
profesor Burns, de Minnesota, no vaciló en darme su nombre y su dirección como un norte
seguro.
—Dé usted al profesor, a quien estimo mucho por carta, las gracias de mi parte y un sincero
pésame por su optimismo. A propósito, ¿qué ha pasado con sus experimentos en materia de
balística romana?
—Un completo fracaso. Ante un público numeroso, el profesor Burns prometió volarse la barda
del estadio de Minnesota y le falló el jonrón. Es la quinta vez que le hacen quedar mal sus
catapultas, y se halla bastante decaído. Espera que yo le lleve algunos datos que lo pongan
en el buen camino, pero usted…
—Dígale que no se desanime. El malogrado Ottokar von Soden consumió los mejores años de su
vida frente al rompecabezas de una ctesibia machina que funcionaba a base de aire
comprimido. Y Gatteloni, que sabía más que el profesor Burns, y probablemente que yo,
fracasó en 1915 con una máquina estupenda, basada en las descripciones de Ammiano Marcelino.
Unos cuatro siglos antes, otro mecánico florentino, llamado Leonardo de Vinci, perdió el
tiempo construyendo unas ballestas enormes, según las extraviadas indicaciones del célebre
amateur Marco Vitruvio Polión.
—Me extraña y ofende, en cuanto devoto de la mecánica, el lenguaje que usted emplea para
referirse a Vitruvio, uno de los genios primordiales de nuestra ciencia.
—Ignoro la opinión que usted y su profesor Burns tengan de este hombre nocivo. Para mí,
Vitruvio es un simple aficionado. Lea usted por favor sus libri decem con algún
detenimiento: a cada paso se dará cuenta de que Vitruvio está hablando de cosas que no
entiende. Lo que hace es transmitirnos valiosísimos textos griegos que van de Eneas el
Táctico a Herén de Alejandría, sin orden ni concierto.
—Es la primera vez que oigo tal desacato. ¿En quién puede uno entonces depositar sus
esperanzas? ¿Acaso en Sexto Julio Frontino?
—Lea usted su Stratagematon con la mayor cautela. A primera vista se tiene la impresión de
haber dado en el clavo. Pero el desencanto no tarda en abrirse paso a través de sus
intransitables descripciones y errores. Frontino sabía mucho de acueductos, atarjeas y
cloacas, pero en materia de balística es incapaz de calcular una parábola sencilla.
—No olvide usted, por favor, que a mi regreso debo preparar una tesis doctoral de doscientas
cuartillas sobre balística romana, y redactar algunas conferencias. Yo no quiero sufrir una
vergüenza como la de mi maestro en el estadio de Minnesota. Cíteme usted, por favor, algunas
autoridades antiguas sobre el tema. El profesor Burns ha llenado mi mente de confusión con
sus relatos, llenos de repeticiones y de salidas por la tangente.
—Permítame felicitar desde aquí al profesor Burns por su gran fidelidad. Veo que no ha hecho
otra cosa sino transmitir a usted la visión caótica que de la balística antigua nos dan
hombres como Marcelino, Arriano, Diodoro, Josefo, Polibio, Vegecio y Procopio. Le voy a
hablar claro. No poseemos ni un dibujo contemporáneo, ni un solo dato concreto. Las
pseudobalistas de Justo Lipsio y de Andrea Palladio son puras invenciones sobre papel,
carentes en absoluto de realidad.
—Entonces, ¿qué hacer? Piense usted, se lo ruego, en las doscientas cuartillas de mi tesis.
En las dos mil palabras de cada conferencia en Minnesota.
—Le voy a contar una anécdota que lo pondrá en vías de comprensión.
—Empiece usted.
—Se refiere a la toma de Segida. Usted recuerda naturalmente que esta ciudad fue ocupada por
el cónsul Nobílior en 153.
—¿Antes de Cristo?
—Me parece innecesario, más bien dicho, me parecía innecesario hacer a usted semejantes
precisiones.
—Usted perdone.
—Bueno. Nobílior tomó Segida en 153. Lo que usted ignora con toda seguridad es que la pérdida
de la ciudad, punto clave en la marcha sobre Numancia, se debió a una balista.
—¡Qué respiro! Una balista eficaz.
—Permítame. Sólo en sentido figurado.
—Concluya usted su anécdota. Estoy seguro de que volveré a Minnesota sin poder decir nada
positivo.
—El cónsul Nobílior, que era un hombre espectacular, quiso abrir el ataque con un gran
disparo de catapulta…
—Dispénseme, pero estamos hablando de balistas…
—Y usted, y su famoso profesor de Minnesota, ¿pueden decirme acaso cuál es la diferencia que
hay entre una balista y una catapulta? ¿Y entre una fundíbula, una doríbola y una palintona?
En materia de máquinas antiguas, ya lo ha dicho don José Almirante, ni la ortografía es fija
ni la explicación satisfactoria. Aquí tiene usted estos títulos para un mismo aparato:
petróbola, litóbola, pedrera o petraria. Y también puede llamar usted onagro, monancona,
políbola, acrobalista, quirobalista, toxobalista y neurobalista a cualquier máquina que
funcione por tensión, torsión o contrapesación. Y como todos estos aparatos eran desde el
siglo IV a. C. generalmente locomóviles, les corresponde con justicia el título general de
carrobalistas.
—…
—Lo cierto es que el secreto que animaba a estos iguanodontes de la guerra se ha perdido.
Nadie sabe cómo se templaba la madera, cómo se adobaban las cuerdas de esparto, de crin o de
tripa, cómo funcionaba el sistema de contrapesos.
—Siga usted con su anécdota, antes de que yo decida cambiar el asunto de mi tesis doctoral, y
expulse a mis imaginarios oyentes de la sala de conferencias.
—Nobílior, que era un hombre espectacular, quiso abrir el ataque con un gran disparo de
balista…
—Veo que tiene usted sus anécdotas perfectamente memorizadas. La repetición ha sido literal.
—A usted, en cambio, le falla la memoria. Acabo de hacer una variante significativa.
—¿De veras?
—He dicho balista en vez de catapulta, para evitar una nueva interrupción por parte de usted.
Veo que el tiro me ha salido por la culata.
—Lo que yo quiero que salga, por donde sea, es el disparo de Nobílior.
—No saldrá.
—Qué, ¿no acabará usted de contarme su anécdota?
—Sí, pero no hay disparo. Los habitantes de Segida se rindieron en el preciso instante en que
la balista, plegadas todas sus palancas, retorcidas las cuerdas elásticas y colmadas las
plataformas de contrapeso, se aprestaba a lanzarles un bloque de granito. Hicieron señales
desde las murallas, enviaron mensajeros y pactaron. Se les perdonó la vida, paro a condición
de que evacuaran la ciudad para que Nobílior se diera el imperial capricho de incendiarla.
—¿Y la balista?
—Se estropeó por completo. Todos se olvidaron de ella, incluso los artilleros, ante el
regocijo de tan módica victoria. Mientras los habitantes de Segida firmaban su derrota, las
cuerdas se rompieron, estallaron los arcos de madera, y el brazo poderoso que debía lanzar
la descomunal pedrada, quedó en tierra exánime, desgajado, soltando el canto de su puño…
—¿Cómo así?
—¿Pero no sabe usted acaso que una catapulta que no dispara inmediatamente se echa a perder?
Si no le enseñó esto el profesor Burns, permítame que dude mucho de su competencia. Pero
volvamos a Segida. Nobílior recibió además mil ochocientas libras de plata como rescate de
la gente principal, que inmediatamente hizo moneda para conjurar el inminente motín de los
soldados sin paga. Se conservan algunas de esas monedas. Mañana podrá usted verlas en el
Museo de Numancia.
—¿No podría usted conseguirme una de ellas como recuerdo?
—No me haga reír. El único particular que posee monedas de la época es el profesor Adolfo
Schulten, que se pasó la vida escarbando en los escombros de Numancia, levantando planos,
adivinando bajo los surcos del sembrado la huella de los emplazamientos militares. Lo que sí
puedo conseguirle es una tarjeta postal con el anverso y reverso de la susodicha moneda.
—Sigamos adelante.
—Nobílior supo sacarle mucho partido a la toma de Segida, y las monedas que acuñó llevan por
un lado su perfil, y por el otro la silueta de una balista y esta palabra: Segisa.
—¿Y por qué Segisa y no Segida?
—Averígüelo usted. Una errata del que hizo los cuños. Esas monedas sonaron muchísimo en Roma.
Y todavía más, la fama de la balista. Los talleres del imperio no se daban abasto para
satisfacer las demandas de los jefes militares, que pedían catapultas por docenas, y cada
vez más grandes. Y mientras más complicadas, mejor.
—Pero dígame algo positivo. Según usted, ¿a qué se debe la diferencia de los nombres si se
alude siempre al mismo aparato?
—Tal vez se trata de diferencias de tamaño, tal vez se debe al tipo de proyectiles que los
artilleros tenían a la mano. Vea usted, las litóbolas o petrarias, como su nombre lo indica,
bueno, pues arrojan piedras. Piedras de todos tamaños. Los comentaristas van desde las
veinte o treinta libras hasta los ocho o doce quintales. Las políbolas, parece que también
arrojaban piedras, pero en forma de metralla, esto es, nubes de guijarros. Las doríbolas
enviaban, etimológicamente, dardos enormes, pero también haces de flechas. Y las
neurobalistas, pues vaya usted a saberlo… barriles con mixtos incendiarios, haces de leña
ardiendo, cadáveres y grandes sacos de inmundicias para hacer más grueso el aire inficionado
que respiraban los felices sitiados. En fin, yo sé de una balista que arrojaba grajos.
—¿Grajos?
—Déjeme contarle otra anécdota.
—Veo que me he equivocado de arqueólogo y de guía.
—Por favor, es muy bonita. Casi poética. Seré breve. Se lo prometo.
—Cuente usted y vámonos. El sol cae ya sobre Numancia.
—Un cuerpo de artillería abandonó una noche la balista más grande de su legión sobre una
eminencia del terreno que resguardaba la aldehuela de Bures, en la ruta de Centóbriga. Como
usted comprende, me remonto otra vez al siglo II a. C., pero sin salirme de la región. A la
mañana siguiente, los habitantes de Bures, un centenar de pastores inocentes, se encontraron
frente a aquella amenaza que había brotado del suelo. No sabían nada de catapultas, pero
husmearon el peligro. Se encerraron a piedra y cal en sus cabañas, durante tres días. Como
no podían seguir así indefinidamente, echaron suertes para saber quién iría en la mañana
siguiente a inspeccionar el misterioso armatoste. Tocó la suerte a un jovenzuelo tímido y
apocado, que se dio por condenado a muerte. La población pasó la noche despidiéndolo y
dándole fortaleza, pero el muchacho temblaba de miedo. Antes de salir el sol en la mañana
invernal, la balista debió de tener un tenebroso aspecto de patíbulo.
—¿Volvió con vida el jovenzuelo?
—No. Cayó muerto al pie de la balista, bajo una descarga de grajos que habían pernoctado
sobre la máquina de guerra y que se fueron volando asustados…
—¡Santo Dios! Una balista que rinde la ciudad de Segida sin arrojar un solo disparo. Otra que
mata un pastorcillo con un puñado de volátiles. ¿Esto es lo que yo voy a contar en
Minnesota?
—Diga usted que las catapultas se empleaban para la guerra de nervios. Añada que todo el
Imperio Romano no era más que eso, una enorme máquina de guerra complicada y estorbosa,
llena de palancas antagónicas, que se quitaban fuerza unas a otras. Discúlpese usted
diciendo que fue un arma de la decadencia.
—¿Tendré éxito con eso?
—Describa usted con amplitud el fatal apogeo de las balistas. Sea pintoresco. Cuente que el
oficio de magíster llegó a ser en las ciudades romanas sumamente peligroso. Los chicos de la
escuela infligían a sus maestros verdaderas lapidaciones, atacándolos con aparatos de
bolsillo que eran una derivación infantil de las manubalistas guerreras.
—¿Tendré éxito con eso?
—Sea imponente. Hable con detalle acerca de la formación de un tren legionario. Deténgase a
considerar sus dos mil carruajes y bestias de carga, las municiones, utensilios de
fortificación y de asedio. Hable de los innumerables mozos y esclavos; critique el auge de
comerciantes y cantineros, haga hincapié en las prostitutas. La corrupción moral, el
peculado y el venéreo ofrecerán a usted sus generosos temas. Describa también el gran horno
portátil de piedra hasta las ruedas, debido al talento del ingeniero Cayo Licinio Lícito,
que iba cociendo el pan por el camino, a razón de mil piezas por kilómetro.
—¡Qué portento!
—Tome usted en cuenta que el horno pesaba dieciocho toneladas, y que no hacía más de tres
kilómetros diarios…
—¡Qué atrocidad!
—Sea pertinaz. Hable sin cesar de las grandes concentraciones de balistas. Sea generoso en
las cifras, yo le proporciono las fuentes. Diga que en tiempos de Demetrio Poliorcetes
llegaron a acumularse ochocientas máquinas contra una sola ciudad. El ejército romano,
incapaz de evolucionar, sufría retardos desastrosos, topado entre el denso maderamen de sus
agobiantes máquinas guerreras.
—¿Tendré éxito con eso?
—Concluya usted diciendo que la balista era un arma psicológica, una idea de fuerza, una
metáfora aplastante.
—¿Tendré éxito con eso?
(En este momento el arqueólogo vio en el suelo una piedra que le pareció muy apropiada para
poner punto final a su enseñanza. Era un guijarro basáltico, grueso y redondeado, de unos
veinte kilos de peso. Desenterrándolo con grandes muestras de entusiasmo, lo puso en brazos
del alumno).
—¡Tiene usted suerte! Quería llevarse una moneda de recuerdo, y he aquí lo que el destino le
ofrece.
—¿Pero qué es esto?
—Un valioso proyectil de la época romana, disparado sin duda alguna por una de esas máquinas
que tanto le preocupan.
(El estudiante recibió el regalo, un tanto confuso).
—¿Pero… está usted seguro?
—Llévese esta piedra a Minnesota, y póngala sobre su mesa de conferenciante. Causará una
fuerte impresión en el auditorio.
—¿Usted cree?
—Yo mismo le obsequiaré una documentación en regla, para que las autoridades le permitan
sacarla de España.
—¿Pero está usted seguro de que esta piedra es un proyectil romano?
(La voz del arqueólogo tuvo un exasperado acento sombrío).
—Tan seguro estoy de que lo es, que si usted, en vez de venir ahora, anticipa unos dos mil
años su viaje a Numancia, esta piedra, disparada por uno de los artilleros de Escipión, le
habría aplastado la cabeza.
(Ante aquella respuesta contundente, el estudiante de Minnesota se quedó pensativo, y
estrechó afectuosamente la piedra contra su pecho. Soltando por un momento uno de sus
brazos, se pasó la mano por la frente, como queriendo borrar, de una vez por todas, el
fantasma de la balística romana).
El sol se había puesto ya sobre el árido paisaje numantino. En el cauce seco del Merdancho
brillaba una nostalgia de río. Los serafines del Ángelus volaban a lo lejos, sobre
invisibles aldeas. Y maestro y discípulo se quedaron inmóviles, eternizados por un
instantáneo recogimiento, como dos bloques erráticos bajo el crepúsculo grisáceo.
Diálogo con Borges
La última vez que nos encontramos Jorge Luis Borges y yo, estábamos muertos. Para
distraernos, nos pusimos a hablar de la eternidad.
Parte II
El discípulo
De raso negro, bordeada de armiño y con gruesos alamares de plata y de ébano, la gorra de
Andrés
Salaino es la más hermosa que he visto. El maestro la compró a un mercader veneciano y
es
realmente digna de un príncipe. Para no ofenderme, se detuvo al pasar por el Mercado
Viejo y
eligió este bonete de fieltro gris. Luego, queriendo celebrar el estreno nos puso de
modelo
el
uno al otro.
Dominado mi resentimiento, dibujé una cabeza de Salaino, lo mejor que ha salido de mi
mano.
Andrés aparece tocado con su hermosa gorra, y con el gesto altanero que pasea por las
calles
de Florencia, creyéndose a los dieciocho años un maestro de la pintura. A su vez,
Salaino me
retrató con el ridículo bonete y con el aire de un campesino recién llegado de San
Sepolcro.
El maestro celebró alegremente nuestra labor, y él mismo sintió ganas de dibujar. Decía:
«Salaino sabe reírse y no ha caído en la trampa». Y luego, dirigiéndose a mí: «Tú sigues
creyendo en la belleza. Muy caro lo pagarás. No falta en tu dibujo una línea, pero
sobran
muchas. Traedme un cartón. Os enseñaré cómo se destruye la belleza».
Con un lápiz de carbón trazó el bosquejo de una bella figura: el rostro de un ángel, tal
vez
el de una hermosa mujer. Nos dijo: «Mirad, aquí está naciendo la belleza. Estos dos
huecos
oscuros son sus ojos; estas líneas imperceptibles, la boca. El rostro entero carece de
contorno. Esta es la belleza». Y luego, con un guiño: «Acabemos con ella». Y en poco
tiempo,
dejando caer unas líneas sobre otras, creando espacios de luz y de sombra, hizo de
memoria
ante mis ojos maravillados el retrato de Gioia. Los mismos ojos oscuros, el mismo óvalo
del
rostro, la misma imperceptible sonrisa.
Cuando yo estaba más embelesado, el maestro interrumpió su trabajo y comenzó a reír de
manera
extraña. «Hemos acabado con la belleza», dijo. «Ya no queda sino esta infame
caricatura».
Sin comprender, yo seguía contemplando aquel rostro espléndido y sin secretos. De
pronto, el
maestro rompió en dos el dibujo y arrojó los pedazos al fuego de la chimenea. Quedé
inmóvil
de estupor. Y entonces él hizo algo que nunca podré olvidar ni perdonar. De ordinario
tan
silencioso, echó a reír con una risa odiosa, frenética. «¡Anda, pronto, salva a tu
señora
del fuego!». Y me tomó la mano derecha y revolvió con ella las frágiles cenizas de la
hoja
de cartón. Vi por última vez sonreír el rostro de Gioia entre las llamas.
Con mi mano escaldada lloré silencioso, mientras Salaino celebraba ruidosamente la pesada
broma del maestro.
Pero sigo creyendo en la belleza. No seré un gran pintor, y en vano olvidé en Sansepolcro
las
herramientas de mi padre. No seré un gran pintor, y Gioia casará con el hijo de un
mercader.
Pero sigo creyendo en la belleza.
Trastornado, salgo del taller y vago al azar por las calles. La belleza está en torno de
mí,
y llueve oro y azul sobre Florencia. La veo en los ojos oscuros de Gioia, y en el porte
arrogante de Salaino, tocado con su gorra de abalorios. Y en las orillas del río me
detengo
a contemplar mis dos manos ineptas.
La luz cede poco a poco y el Campanile recorta en el cielo su perfil sombrío. El panorama
de
Florencia se oscurece lentamente, como un dibujo sobre el cual se acumulan demasiadas
líneas. Una campana deja caer el comienzo de la noche.
Asustado, palpo mi cuerpo y echo a correr temeroso de disolverme en el crepúsculo. En las
últimas nubes creo distinguir la sonrisa fría y desencantada del maestro, que hiela mi
corazón. Y vuelvo a caminar lentamente, cabizbajo, por calles cada vez más sombrías,
seguro
de que voy a perderme en el olvido de los hombres.
El faro
Lo que hace Genaro es horrible. Se sirve de armas imprevistas. Nuestra situación se
vuelve asquerosa.
Ayer, en la mesa, nos contó una historia de cornudo. Era en realidad graciosa, pero como
si
Amelia y yo pudiéramos reírnos, Genaro la estropeó con sus grandes carcajadas falsas.
Decía:
“¿Es que hay algo más chistoso?” Y se pasaba la mano por la frente, encogiendo los
dedos,
como buscándose algo. Volvía a reír: “¿Cómo se sentirá llevar cuernos?”. No tomaba en
cuenta
para nada nuestra confusión.
Amelia estaba desesperada. Yo tenía ganas de insultar a Genaro, de decirle toda la verdad
a
gritos, de salirme corriendo y no volver nunca. Pero como siempre, algo me detenía.
Amelia
tal vez, aniquilada en la situación intolerable.
Hace ya algún tiempo que la actitud de Genaro nos sorprendía. Se iba volviendo cada vez
más
tonto. Aceptaba explicaciones increíbles, daba lugar y tiempo para nuestras más
descabelladas entrevistas. Hizo diez veces la comedia del viaje, pero siempre volvió el
día
previsto. Nos absteníamos inútilmente en su ausencia. De regreso, traía pequeños regalos
y
nos estrechaba de modo inmoral, besándonos casi el cuello, teniéndonos excesivamente
contra
su pecho. Amelia llegó a desfallecer de repugnancia entre semejantes abrazos.
Al principio hacíamos las cosas con temor, creyendo correr un gran riesgo. La impresión
de
que Genaro iba a descubrirnos en cualquier momento, teñía nuestro amor de miedo y de
vergüenza. La cosa era clara y limpia en este sentido. El drama flotaba realmente sobre
nosotros, dando dignidad a la culpa. Genaro lo ha echado a perder. Ahora estamos
envueltos
en algo turbio, denso y pesado. Nos amamos con desgana, hastiados, como esposos. Hemos
adquirido poco a poco la costumbre insípida de tolerar a Genaro. Su presencia es
insoportable porque no nos estorba; más bien facilita la rutina y provoca el cansancio.
A veces, el mensajero que nos trae las provisiones dice que la supresión de este faro es
un
hecho. Nos alegramos Amelia y yo, en secreto. Genaro se aflige visiblemente: “¿A dónde
iremos?”, nos dice. “¡Somos aquí tan felices!” Suspira. Luego, buscando mis ojos: “Tú
vendrás con nosotros, a dondequiera que vayamos”. Y se queda mirando el mar con
melancolía.
El guardagujas1
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso
cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano
en
visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó
su
reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse el
forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la
mano
una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriendo al
viajero,
que le preguntó con ansiedad:
—Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
—¿Lleva usted poco tiempo en este país?
—Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
—Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es
buscar
alojamiento en la fonda para viajeros —y señaló un extraño edificio ceniciento que
más
bien parecía un presidio.
—Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
—Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda
conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
—¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
—Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
—Por favor…
—Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido
posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se
refiere a
la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias
abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para
las
aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las
indicaciones
contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes
del
país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su
patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
—Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
—Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los
rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están
sencillamente
indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún
tren
tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he
visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron
abordarlos.
Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a
subir a
un hermoso y confortable vagón.
—¿Me llevará ese tren a T.?
—¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por
satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un
rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
—Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a
ese
lugar, ¿no es así?
—Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar
con
personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos.
Por
regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país.
Hay
quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…
—Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted…
—El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero
de
una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta
para
un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni
siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
—Pero el tren que pasa por T., ¿ya se encuentra en servicio?
—Y no solo ése. En realidad, hay muchísimos trenes en la nación, y los viajeros
pueden
utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un
servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera
ser
conducido al sitio que desea.
—¿Cómo es eso?
—En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas
desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes
expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los
viajeros
sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales
casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón
capilla
ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar
el
cadáver de un viajero lujosamente embalsamado en los andenes de la estación que
prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que
falta
uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los
golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera —es otra de
las
previsiones de la empresa— se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda
padecen
los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en que faltan ambos rieles, allí
los
viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.
—¡Santo Dios!
—Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos accidentes. El tren fue a
dar
en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los
ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo, que de las obligadas conversaciones
triviales
surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se transformaron pronto en
idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos
que
juegan con los vestigios enmohecidos del tren.
—¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!
—Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted a convertirse en héroe.
No
crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus
capacidades de
sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las
páginas
más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el
maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En
la
ruta faltaba el puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista, en vez
de
poner marcha atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario
para
seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y
conducido en hombros al otro lado del abismo, que todavía reservaba la sorpresa de
contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan
satisfactorio
que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose
con
hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a
afrontar
esa molestia suplementaria.
—¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!
—¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se ve que es usted un hombre
de
convicciones. Alójese por lo pronto en la fonda y tome el primer tren que pase.
Trate de
hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy,
los
viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto
para
invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble
falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a
aplastarse
unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va
dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y
furiosos,
maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de
golpes.
—¿Y la policía no interviene?
—Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada estación, pero la
imprevisible
llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los
miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger
la
salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de esa ayuda todo lo
que
llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de
escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un
entrenamiento
adecuado. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en
movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura
para
evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.
—Pero una vez en el tren, ¿está uno a cubierto de nuevas contingencias?
—Relativamente. Solo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría
darse
el caso de que creyera haber llegado a T., y solo fuese una ilusión. Para regular la
vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar
mano
de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sido construidas
en
plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco
de
atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las
personas
que figuran en ellas están llenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los
estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad:
llevan
en el rostro las señales de un cansancio infinito.
—Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí.
—Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin embargo, no debe excluirse la
posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como desea. La organización de los
ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas.
Vea
usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un
boleto
para ir a T. Viene un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia:
“Hemos llegado a T.”. Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se
hallan
efectivamente en T.
—¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?
—Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de algo. Inténtelo de
todas
maneras. Suba usted al tren con la idea fija de que va a llegar a T. No trate a
ninguno
de los pasajeros. Podrán desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta
denunciarlo
a las autoridades.
—¿Qué está usted diciendo?
En virtud del estado actual de las cosas los trenes viajan llenos de espías. Estos
espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu
constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla solo por hablar.
Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase,
por
sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si
usted
llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más, pasaría el resto
de
su vida en un vagón cárcel o le obligarían a descender en una falsa estación perdida
en
la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y
no
ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.
—Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.
—En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se lo aseguro, muchas
tentaciones en
el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de
un
espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda
clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer
en
ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y
los
movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido
semanas
enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los
cristales.
—¿Y eso qué objeto tiene?
—Todo esto lo hace la empresa con el sano propósito de disminuir la ansiedad de los
viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que
un
día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya
no
les importe saber adónde van ni de dónde vienen.
—Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
—Yo, señor, solo soy guardagujas. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y solo
aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado
nunca, ni
tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes
han
creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido.
Ocurre a
veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los
pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que
admiren
las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de
ruinas
célebres: “Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual”, dice
amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el
tren
escapa a todo vapor.
—¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por
congregarse
y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares
adecuados,
muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se
abandonan
lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría
a
usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una
muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad
y de
picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y
se
puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
—¿Es el tren? —preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta
distancia,
se volvió para gritar:
—¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
—¡X! —contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la
linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del
tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.
El rinoceronte
Durante diez años luché con un rinoceronte; soy la esposa divorciada del juez
McBride.
Joshua McBride me poseyó durante diez años con imperioso egoísmo. Conocí sus
arrebatos de
furor, su ternura momentánea, y en las altas horas de la noche, su lujuria
insistente y
ceremoniosa.
Renuncié al amor antes de saber lo que era, porque Joshua me demostró con alegatos
judiciales que el amor solo es un cuento que sirve para entretener a las criadas. Me
ofreció en cambio su protección de hombre respetable. La protección de un hombre
respetable es, según Joshua, la máxima ambición de toda mujer.
Diez años luché cuerpo a cuerpo con el rinoceronte, y mi único triunfo consistió en
arrastrarlo al divorcio.
Joshua McBride se ha casado de nuevo, pero esta vez se equivocó en la elección.
Buscando
otra Elinor, fue a dar con la horma de su zapato. Pamela es romántica y dulce, pero
sabe
el secreto que ayuda a vencer a los rinocerontes. Joshua McBride ataca de frente,
pero
no puede volverse con rapidez. Cuando alguien se coloca de pronto a su espalda,
tiene
que girar en redondo para volver a atacar. Pamela lo ha cogido de la cola, y no lo
suelta, y lo zarandea. De tanto girar en redondo, el juez comienza a dar muestras de
fatiga, cede y se ablanda. Se ha vuelto más lento y opaco en sus furores; sus
prédicas
pierden veracidad, como en labios de un actor desconcentrado. Su cólera no sale ya a
la
superficie. Es como un volcán subterráneo, con Pamela sentada encima, sonriente. Con
Joshua, yo naufragaba en el mar; Pamela flota como un barquito de papel en una
palangana. Es hija de un pastor prudente y vegetariano que le enseñó la manera de
lograr
que los tigres se vuelvan también vegetarianos y prudentes.
Hace poco vi a Joshua en la iglesia, oyendo devotamente los oficios dominicales. Está
como enjuto y comprimido. Tal parece que Pamela, con sus dos manos frágiles, ha
estado
reduciendo su volumen y le ha ido doblando el espinazo. Su palidez de vegetariano le
da
un suave aspecto de enfermo.
Las personas que visitan a los McBride me cuentan cosas sorprendentes. Hablan de unas
comidas incomprensibles, de almuerzos y cenas sin rosbif; me describen a Joshua
devorando enormes fuentes de ensalada. Naturalmente, de tales alimentos no puede
extraer
las calorías que daban auge a sus antiguas cóleras. Sus platos favoritos han sido
metódicamente alterados o suprimidos por implacables y adustas cocineras. El
patagrás y
el gorgonzola no envuelven ya el roble ahumado del comedor en su untuosa
pestilencia.
Han sido remplazados por insípidas cremas y quesos inodoros que Joshua come en
silencio,
como un niño castigado. Pamela, siempre amable y sonriente, apaga el habano de
Joshua a
la mitad, raciona el tabaco de su pipa y restringe su whisky.
Esto es lo que me cuentan. Me place imaginarlos a los dos solos, cenando en la mesa
angosta y larga, bajo la luz fría de los candelabros. Vigilado por la sabia Pamela,
Joshua el glotón absorbe colérico sus livianos manjares. Pero sobre todo, me gusta
imaginar al rinoceronte en pantuflas, con el gran cuerpo informe bajo la bata,
llamando
en las altas horas de la noche, tímido y persistente, ante una puerta obstinada.
El silencio de Dios
Creo que esto no se acostumbra: dejar cartas abiertas sobre la mesa para que
Dios
las lea.
Perseguido por días veloces, acosado por ideas tenaces, he venido a parar en esta
noche
como a una punta de callejón sombrío. Noche puesta a mis espaldas como un muro y
abierta
frente a mí como una pregunta inagotable.
Las circunstancias me piden un acto desesperado y pongo esta carta delante de los
ojos
que lo ven todo. He retrocedido desde la infancia, aplazando siempre esta hora en
que
caigo por fin. No trato de aparecer ante nadie como el más atribulado de los
hombres.
Nada de eso. Cerca o lejos debe haber otros que también han sido acorralados en
noches
como esta. Pero yo pregunto: ¿cómo han hecho para seguir viviendo? ¿Han salido
siquiera
con vida de la travesía?
Necesito hablar y confiarme; no tengo destinatario para mi mensaje de náufrago.
Quiero
creer que alguien va a recogerlo, que mi carta no flotará en el vacío, abierta y
sola,
como sobre un mar inexorable.
¿Es poco un alma que se pierde? Millares caen sin cesar, faltas de apoyo, desde el
día en
que se alzan para pedir las claves de la vida. Pero yo no quiero saberlas, no
pretendo
que caigan en mis manos las razones del universo. No voy a buscar en esta hora de
sombra
lo que no hallaron en espacios de luz los sabios y los santos. Mi necesidad es breve
y
personal.
Quiero ser bueno y solicito unos informes. Eso es todo. Estoy balanceado en un
vértigo de
incertidumbre, y mi mano, que sale por último a la superficie, no encuentra una
brizna
para detenerse. Y es poco lo que me falta, sencillo el dato que necesito.
Desde hace algún tiempo he venido dando un cierto rumbo a mis acciones, una
orientación
que me ha parecido razonable, y estoy alarmado. Temo ser víctima de una
equivocación,
porque todo, hasta la fecha, me ha salido muy mal.
Me siento sumamente defraudado al comprobar que mis fórmulas de bondad producen
siempre
un resultado explosivo. Mis balanzas funcionan mal. Hay algo que me impide elegir
con
claridad los ingredientes del bien. Siempre se adhiere una partícula maligna y el
producto estalla en mis manos.
¿Es que estoy incapacitado para la elaboración del bien? Me dolería reconocerlo, pero
soy
capaz de aprendizaje.
No sé si a todos les sucede lo mismo. Yo paso la vida cortejado por un afable demonio
que
delicadamente me sugiere maldades. No sé si tiene una autorización divina: lo cierto
es
que no me deja en paz ni un momento. Sabe dar a la tentación atractivos
insuperables. Es
agudo y oportuno. Como un prestidigitador, saca cosas horribles de los objetos más
inocentes y está siempre provisto de extensas series de malos pensamientos que
proyecta
en la imaginación como rollos de película. Lo digo con toda sinceridad: nunca voy al
mal
con pasos deliberados; él facilita los trayectos, pone todos los caminos en declive.
Es
el saboteador de mi vida.
Por si a alguien le interesa, consigno aquí el primer dato de mi biografía moral: un
día
en la escuela, en los primeros años, la vida me puso en contacto con unos niños que
sabían cosas secretas, atrayentes, que participaban con misterio.
Naturalmente, no me cuento entre los niños felices. Un alma infantil que guarda
pesados
secretos es algo que vuela mal, es un ángel lastrado que no puede tomar altura. Mis
días
de niño, que decoraron suaves paisajes, ostentan a menudo manchas deplorables. El
maligno, con apariciones puntuales de fantasma, daba a mis sueños un giro de
pesadilla y
puso en los recuerdos pueriles un sabor punzante y criminoso.
Cuando supe que Dios miraba todos mis actos traté de esconderle los malos por oscuros
rincones. Pero al fin, siguiendo la indicación de personas mayores, mostré abiertos
mis
secretos para que fueran examinados en tribunal. Supe que entre Dios y yo había
intermediarios, y durante mucho tiempo tramité por su conducto mis asuntos, hasta
que un
mal día, pasada la niñez, pretendí atenderlos personalmente.
Entonces se suscitaron problemas cuyo examen fue siempre aplazado. Empecé a
retroceder
ante ellos, a huir de su amenaza, a vivir días y días cerrando los ojos, dejando al
bien
y al mal que hicieran conjuntamente su trabajo. Hasta que una vez, volviendo a
mirar,
tomé el partido de uno de los dos trabados contendientes.
Con ánimo caballeresco, me puse al lado del más débil. Aquí está el resultado de
nuestra
alianza:
Hemos perdido todas las batallas. De todos los encuentros con el enemigo salimos
invariablemente apaleados y aquí estamos, batiéndonos otra vez en retirada durante
esta
noche memorable.
¿Por qué es el bien tan indefenso? ¿Por qué tan pronto se derrumba? Apenas se
elaboran
cuidadosamente unas horas de fortaleza, cuando el golpe de un minuto viene a echar
abajo
toda la estructura. Cada noche me encuentro aplastado por los escombros de un día
destruido, de un día que fue bello y amorosamente edificado.
Siento que una vez no me levantaré más, que decidiré vivir entre ruinas, como una
lagartija. Ahora, por ejemplo, mis manos están cansadas para el trabajo de mañana. Y
si
no viene el sueño, siquiera el sueño como una pequeña muerte para saldar la cuenta
pesarosa de este día, en vano esperaré mi resurrección. Dejaré que fuerzas oscuras
vivan
en mi alma y la empujen, en barrena, hacia una caída acelerada.
Pero también pregunto: ¿se puede vivir para el mal? ¿Cómo se consuelan los malos de
no
sentir en su corazón el ansia tumultuosa del bien? Y si detrás de cada acto malévolo
se
esconde un ejército de castigo, ¿cómo hacen para defenderse? Por mi parte, he
perdido
siempre esa lucha, y bandas de remordimiento me persiguen como espadachines hasta el
callejón de esta noche.
Muchas veces he revistado con satisfacción un cierto grupo de actos bien
disciplinados y
casi victoriosos, y ha bastado el menor recuerdo enemigo para ponerlos en fuga. Me
veo
precisado a reconocer que muchas veces soy bueno solo porque me faltan oportunidades
aceptables de ser malo, y recuerdo con amargura hasta dónde pude llegar en las
ocasiones
en que el mal puso todos sus atractivos a mi alcance.
Entonces, para conducir el alma que me ha sido otorgada, pido, con la voz más
urgente, un
dato, un signo, una brújula.
El espectáculo del mundo me ha desorientado. Sobre él desemboca al azar y lo confunde
todo. No hay lugar para recoger una serie de hechos y confrontarlos. La experiencia
va
brotando siempre detrás de nuestros actos, inútil como una moraleja.
Veo a los hombres en torno de mí, llevando vidas ocultas, inexplicables. Veo a los
niños
que beben voces contaminadas, y a la vida como nodriza criminal que los alimenta de
venenos. Veo pueblos que disputan las palabras eternas, que se dicen predilectos y
elegidos. A través de los siglos, se ven hordas de sanguinarios y de imbéciles; y de
pronto, aquí y allá, un alma que parece señalada con un sello divino.
Miro a los animales que soportan dulcemente su destino y que viven bajo normas
distintas;
a los vegetales que se consumen después de una vida misteriosa y pujante, y a los
minerales duros y silenciosos.
Enigmas sin cesar caen en mi corazón, cerrados como semillas que una savia interior
hace
crecer.
De cada una de las huellas que la mano de Dios ha dejado sobre la tierra, distingo y
sigo
el rastro. Pongo agudamente el oído en el rumor informe de la noche, me inclino al
silencio que se abre de pronto y que un sonido interrumpe. Espío y trato de ir hasta
el
fondo, de embarcarme al conjunto, de sumarme en el todo. Pero quedo siempre aislado;
ignorante, individual, siempre a la orilla.
Desde la orilla entonces, desde el embarcadero, dirijo esta carta que va a perderse
en el
silencio…
Efectivamente, tu carta ha ido a dar al silencio. Pero sucede que yo me encontraba
allí
en tales momentos. Las galerías del silencio son muy extensas y hacía mucho que no
las
visitaba.
Desde el principio del mundo vienen a parar aquí todas esas cosas. Hay una legión de
ángeles especializados que se ocupan en trasmitir los mensajes de la tierra. Después
de
que son cuidadosamente clasificados, se guardan en unos ficheros dispuestos a lo
largo
del silencio.
No te sorprendas porque contesto una carta que según la costumbre debería quedar
archivada para siempre. Como tú mismo has pedido, no voy a poner en tus manos los
secretos del universo, sino a darte unas cuantas indicaciones de provecho. Creo que
serás lo suficientemente sensato para no juzgar que me tienes de tu parte, ni hay
razón
alguna para que vayas a conducirte desde mañana como un iluminado.
Por lo demás, mi carta va escrita con palabras. Material evidentemente humano, mi
intervención no deja en ellas rastro; acostumbrado al manejo de cosas más
espaciosas,
estos pequeños signos, resbaladizos como guijarros, resultan poco adecuados para mí.
Para expresarme adecuadamente, debería emplear un lenguaje condicionado a mi
sustancia.
Pero volveríamos a nuestras eternas posiciones y tú quedarías sin entenderme. Así
pues,
no busques en mis frases atributos excelsos: son tus propias palabras, incoloras y
naturalmente humildes que yo ejercito sin experiencia.
Hay en tu carta un acento que me gusta. Acostumbrado a oír solamente recriminaciones
o
plegarias, tu voz tiene un timbre de novedad. El contenido es viejo, pero hay en
ella
sinceridad, una lamentación de hijo doliente y una falta de altanería.
Comprende que los hombres se dirigen a mí de dos modos: bien el éxtasis del santo,
bien
las blasfemias del ateo. La mayoría utiliza también para llegar hasta aquí un
lenguaje
sistematizado en oraciones mecánicas que generalmente dan en el vacío, excepto
cuando el
alma conmovida las reviste de nueva emoción.
Tú hablas tranquilamente y solo te podría reprochar el que hayas dicho con tanta
formalidad que tu carta iba a dar al silencio, como si lo supieras de antemano. Fue
una
casualidad que yo me encontrara allí cuando acababas de escribir. Si retardo un poco
mi
visita, cuando leyera tus apasionadas palabras tal vez ya no existiría sobre la
tierra
ni el polvo de tus huesos.
Quiero que veas al mundo tal cual yo lo contemplo: como un grandioso experimento.
Hasta
ahora los resultados no son muy claros, y confieso que los hombres han destruido
mucho
más de lo que yo había presupuesto. Pienso que no sería difícil que acabaran con
todo. Y
esto, gracias a un poco de libertad mal empleada.
Tú apenas rozas problemas que yo examino a fondo con amargura. Hay el dolor de todos
los
hombres, el de los niños, el de los animales que se les parecen tanto en su pureza.
Veo
sufrir a los niños y me gustaría salvarlos para siempre: evitar que lleguen a ser
hombres. Pero debo esperar todavía un poco más, y espero confiadamente.
Si tú tampoco puedes soportar la brizna de libertad que llevas contigo, cambia la
posición de tu alma y sé solamente pasivo, humilde. Acepta con emoción lo que la
vida
ponga en tus manos y no intentes los frutos celestes; no vengas tan lejos.
Respecto a la brújula que pides, debo aclararte que te he puesto una quién sabe
dónde, y
que no puedo darte otra. Recuerda que lo que yo podía darte ya te lo he concedido.
Quizás te convendría reposar en alguna religión. Esto también lo dejo a tu criterio.
Yo
no puedo recomendarte alguna de ellas porque soy el menos indicado para hacerlo. De
todos modos, piénsalo y decídete si hay dentro de ti una voz profunda que lo
solicita.
Lo que sí te recomiendo, y lo hago muy ampliamente, es que en lugar de ocuparte en
investigaciones amargas, te dediques a observar más bien el pequeño cosmos que te
rodea.
Registra con cuidado los milagros cotidianos y acoge en tu corazón a la belleza.
Recibe
sus mensajes inefables y tradúcelos en tu lengua.
Creo que te falta actividad y que todavía no has penetrado en el profundo sentido del
trabajo. Deberías buscar alguna ocupación que satisfaga a tus necesidades y que te
deje
solamente algunas horas libres. Toma esto con la mayor atención, es un consejo que
te
conviene mucho. Al final de un día laborioso no suele encontrarse uno con noches
como
esta, que por fortuna estás acabando de pasar profundamente dormido.
En tu lugar, yo me buscaría una colocación de jardinero o cultivaría por mi cuenta un
prado de hortalizas. Con las flores que habría en él, y con las mariposas que irán a
visitarlas, tendría suficiente para alegrar mi vida.
Si te sientes muy solo, busca la compañía de otras almas, y frecuéntala, pero no
olvides
que cada alma está especialmente construida para la soledad.
Me gustaría ver otras cartas sobre tu mesa. Escríbeme, si es que renuncias a tratar
cosas
desagradables. Hay tantos temas de qué hablar, que seguramente tu vida alcanzará
para
muy pocos. Escojamos los más hermosos.
En vez de firma, y para acreditar esta carta (no pienses que la estás soñando), te
voy a
ofrecer una cosa: me manifestaré a ti durante el día, de un modo en que puedas
fácilmente reconocerme, por ejemplo… Pero no, tú solo, solo tú habrás de
descubrirlo.
El sapo
Salta de vez en cuando, solo para comprobar su radical estático. El salto tiene
algo
de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón.
Prensado en un bloque de lodo frío, el sapo se sumerge en el invierno como una
lamentable
crisálida. Se despierta en primavera, consciente de que ninguna metamorfosis se ha
operado en él. Es más sapo que nunca, en su profunda desecación. Aguarda en silencio
las
primeras lluvias.
Y un buen día surge de la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia
rencorosa,
como un corazón tirado al suelo. En su actitud de esfinge hay una secreta
proposición de
canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de
espejo.
En verdad os digo
Todas las personas interesadas en que el camello pase por el ojo de la aguja,
deben
inscribir su nombre en la lista de patrocinadores del experimento Niklaus.
Desprendido de un grupo de sabios mortíferos, de esos que manipulan el uranio, el
cobalto
y el hidrógeno, Arpad Niklaus deriva sus investigaciones actuales a un fin
caritativo y
radicalmente humanitario: la salvación del alma de los ricos.
Propone un plan científico para desintegrar un camello y hacerlo que pase en chorro
de
electrones por el ojo de una aguja. Un aparato receptor (muy semejante en principio
a la
pantalla de televisión) organizará los electrones en átomos, los átomos en moléculas
y
las moléculas en células, reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema
primitivo. Niklaus ya logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua pesada.
También ha podido evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la materia, la
energía cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece inútil abrumar aquí
al
lector con esa cifra astronómica.
La única dificultad seria en que tropieza el profesor Niklaus es la carencia de una
planta atómica propia. Tales instalaciones, extensas como ciudades, son
increíblemente
caras. Pero un comité especial se ocupa ya en solventar el problema económico
mediante
una colecta universal. Las primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven
para
costear la edición de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos, así
como
para asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite proseguir sus
cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los inmensos laboratorios.
En la hora presente, el comité solo cuenta con el camello y la aguja. Como las
sociedades
protectoras de animales aprueban el proyecto, que es inofensivo y hasta saludable
para
cualquier camello (Niklaus habla de una probable regeneración de todas las células),
los
parques zoológicos del país han ofrecido una verdadera caravana. Nueva York no ha
vacilado en exponer su famosísimo dromedario blanco.
Por lo que toca a la aguja, Arpad Niklaus se muestra muy orgulloso, y la considera
piedra
angular de la experiencia. No es una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto
dado a
luz por su laborioso talento. A primera vista podría ser confundida con una aguja
común
y corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace en zurcir
con
ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha de un portentoso
metal
todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas insinuado por Niklaus, parece
dar a
entender que se trata de un cuerpo compuesto exclusivamente de isótopos de níquel.
Esta
sustancia misteriosa ha dado mucho que pensar a los hombres de ciencia. No ha
faltado
quien sostenga la hipótesis risible de un osmio sintético o de un molibdeno
aberrante, o
quien se atreva a proclamar públicamente las palabras de un profesor envidioso que
aseguró haber reconocido el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos grumos
cristalinos enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a ciencia cierta
es
que la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un chorro de electrones a
velocidad ultracósmica.
En una de esas explicaciones tan gratas a los abstrusos matemáticos, el profesor
Niklaus
compara el camello en tránsito con un hilo de araña. Nos dice que si aprovecháramos
ese
hilo para tejer una tela, nos haría falta todo el espacio sideral para extenderla, y
que
las estrellas visibles e invisibles quedarían allí prendidas como briznas de rocío.
La
madeja en cuestión mide millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos
tres
quintos de segundo.
Como puede verse, el proyecto es del todo viable y hasta diríamos que peca de
científico.
Cuenta ya con la simpatía y el apoyo moral (todavía no confirmado oficialmente) de
la
Liga Interplanetaria que preside en Londres el eminente Olaf Stapledon.
En vista de la natural expectación y ansiedad que ha provocado en todas partes la
oferta
de Niklaus, el comité manifiesta un especial interés llamando la atención de todos
los
poderosos de la tierra, a fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes que
están pasando camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos individuos, que
no
titubean en llamarse hombres de ciencia, son simples estafadores a caza de
esperanzados
incautos. Proceden de un modo sumamente vulgar, disolviendo el camello en soluciones
cada vez más ligeras de ácido sulfúrico. Luego destilan el líquido por el ojo de la
aguja, mediante una clepsidra de vapor, y creen haber realizado el milagro. Como
puede
verse, el experimento es inútil y de nada sirve financiarlo. El camello debe estar
vivo
antes y después del imposible traslado.
En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar dinero en indescifrables obras de
caridad, las personas interesadas en la vida eterna que posean un capital estorboso,
deben patrocinar la desintegración del camello, que es científica, vistosa y en
último
término lucrativa. Hablar de generosidad en un caso semejante resulta del todo
innecesario. Hay que cerrar los ojos y abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas de
que
todos los gastos serán cubiertos a prorrata. El premio será igual para todos los
contribuyentes: lo que urge es aproximar lo más que sea posible la fecha de entrega.
El monto del capital necesario no podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y
el
profesor Niklaus, con toda honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto que no
sea
fundamentalmente elástico. Los suscriptores deben cubrir con paciencia y durante
años,
sus cuotas de inversión. Hay necesidad de contratar millares de técnicos, gerentes y
obreros. Deben fundarse subcomités regionales y nacionales. Y el estatuto de un
colegio
de sucesores del profesor Niklaus, no tan solo debe ser previsto, sino presupuesto
en
detalle, ya que la tentativa puede extenderse razonablemente durante varias
generaciones. A este respecto no está de más señalar la edad provecta del sabio
Niklaus.
Como todos los propósitos humanos, el experimento Niklaus ofrece dos probables
resultados: el fracaso y el éxito. Además de simplificar el problema de la salvación
personal, el éxito de Niklaus convertirá a los empresarios de tan mística
experiencia en
accionistas de una fabulosa compañía de transportes. Será muy fácil desarrollar la
desintegración de los seres humanos de un modo práctico y económico. Los hombres del
mañana viajarán a través de grandes distancias, en un instante y sin peligro,
disueltos
en ráfagas electrónicas.
Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un
fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su
obra
humanitaria no hará sino aumentar en grandeza, como una progresión geométrica, o
como el
tejido de pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el
glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos,
empobrecidos
en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos
por
la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase.
Eva
Él la perseguía a través de la biblioteca entre mesas, sillas y facistoles. Ella
se
escapaba hablando de los derechos de la mujer, infinitamente violados. Cinco mil
años absurdos los separaban. Durante cinco mil años ella había sido
inexorablemente
vejada, postergada, reducida a la esclavitud. Él trataba de justificarse por
medio
de una rápida y fragmentaria alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y
trémulos ademanes.
En vano buscaba él los textos que podían dar apoyo a sus teorías. La biblioteca,
especializada en literatura española de los siglos XVI y XVII, era un dilatado
arsenal
enemigo, que glosaba el concepto del honor y algunas atrocidades por el estilo.
El joven citaba infatigablemente a J. J. Bachofen, el sabio que todas las mujeres
debían
leer, porque les ha devuelto la grandeza de su papel en la prehistoria. Si sus
libros
hubieran estado a mano, él habría puesto a la muchacha ante el cuadro de aquella
civilización oscura, regida por la mujer cuando la tierra tenía en todas partes una
recóndita humedad de entraña y el hombre trataba de alzarse de ella en palafitos.
Pero a la muchacha todas estas cosas la dejaban fría. Aquel período matriarcal, por
desgracia no histórico y apenas comprobable, parecía aumentar su resentimiento. Se
escapaba siempre de anaquel en anaquel, subía a veces a las escalerillas y abrumaba
al
joven bajo una lluvia de denuestos. Afortunadamente, en la derrota, algo acudió en
auxilio del joven. Se acordó de pronto de Heinz Wölpe. Su voz adquirió citando a
este
autor un nuevo y poderoso acento.
«En el principio solo había un sexo, evidentemente femenino, que se reproducía
automáticamente. Un ser mediocre comenzó a surgir en forma esporádica, llevando una
vida
precaria y estéril frente a la maternidad formidable. Sin embargo, poco a poco fue
apropiándose ciertos órganos esenciales. Hubo un momento en que se hizo
imprescindible.
La mujer se dio cuenta, demasiado tarde, de que le faltaba ya la mitad de sus
elementos
y tuvo necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud de esa
separación
progresista y de ese regreso accidental a su punto de origen.»
La tesis de Wölpe sedujo a la muchacha. Miró al joven con ternura. «El hombre es un
hijo
que se ha portado mal con su madre a través de toda la historia», dijo casi con
lágrimas
en los ojos.
Lo perdonó a él, perdonando a todos los hombres. Su mirada perdió resplandores, bajó
los
ojos como una madona. Su boca, endurecida antes por el desprecio, se hizo blanda y
dulce
como un fruto. Él sentía brotar de sus manos y de sus labios caricias mitológicas.
Se
acercó a Eva temblando y Eva no huyó.
Y allí en la biblioteca, en aquel escenario complicado y negativo, al pie de los
volúmenes de conceptuosa literatura, se inició el episodio milenario, a semejanza de
la
vida en los palafitos.
Felinos
Si no domesticamos a todos los felinos fue exclusivamente por razones de tamaño,
utilidad y costo de mantenimiento. Nos hemos conformado con el gato, que come
poco.
In Memoriam
El lujoso ejemplar en cuarto mayor con pastas de cuero repujando, tenue de
olor
a tinta recién impresa en fino papel de Holanda, cayó como una pesada lápida
mortuoria sobre el pecho de la baronesa viuda de Büssenhausen.
La noble señora leyó entre lágrimas la dedicatoria de dos páginas, compuesta en
reverentes unciales germánicas. Por consejo amistoso, ignoró los cincuenta capítulos
de
la Historia comparada de las relaciones sexuales, gloria imperecedera de su difunto
marido, y puso en un estuche italiano aquel volumen explosivo.
Entre los libros científicos redactados sobre el tema, la obra del barón Büssenhausen
se
destaca de modo casi sensacional, y encuentra lectores entusiastas en un público
cuya
diversidad mueve a envidia hasta a los más austeros hombres de estudio. (La
traducción
abreviada en inglés ha sido un best-seller.)
Para los adalides del materialismo histórico, este libro no es más que una enconada
refutación de Engels. Para los teólogos, el empeño de un luterano que dibuja en la
arena
del hastío círculos de esmerado infierno. Los psicoanalistas, felices, bucean un mar
de
dos mil páginas de pretendida subconsciencia. Sacan a la superficie datos nefandos:
Büssenhausen es el pervertido que traduce en su lenguaje impersonal la historia de
un
alma atormentada por las más extraviadas pasiones. Allí están todos sus devaneos,
ensueños libidinosos y culpas secretas, atribuidos siempre a inesperadas comunidades
primitivas, a lo largo de un arduo y triunfante proceso de sublimación.
El reducido grupo de los antropólogos especialistas niega a Büssenhausen el nombre de
colega. Pero los críticos literarios le otorgan su mejor fortuna. Todos están de
acuerdo
en colocar el libro dentro del género novelístico, y no escatiman el recuerdo de
Marcel
Proust y de James Joyce. Según ellos, el barón se entregó a la búsqueda infructuosa
de
las horas perdidas en la alcoba de su mujer. Centenares de páginas estancadas narran
el
ir y venir de un alma pura, débil y dubitativa, del ardiente Venusberg conyugal a la
gélida cueva del cenobita libresco.
Sea de ello lo que fuere, y mientras viene la calma, los amigos más fieles han
tendido
alrededor del castillo Büssenhausen una afectuosa red protectora que intercepta los
mensajes del exterior. En las desiertas habitaciones señoriales la baronesa
sacrifica
galas todavía no marchitas, pese a su edad otoñal. (Es hija de un célebre
entomólogo, ya
desaparecido, y de una poetisa que vive).
Cualquier lector medianamente dotado puede extraer de los capítulos del libro más de
una
conclusión turbadora. Por ejemplo, la de que el matrimonio surgió en tiempos remotos
como un castigo impuesto a las parejas que violaban el tabú de endogamia.
Encarcelados
en el borne, los culpables sufrían las inclemencias de la intimidad absoluta,
mientras
sus prójimos se entregaban afuera a los irresponsables deleites del más libre amor.
Dando muestra de fina sagacidad, Büssenhausen define el matrimonio como un rasgo
característico de la crueldad babilonia. Y su imaginación alcanza envidiable altura
cuando nos describe la asamblea primitiva de Samarra, dichosamente prehamurábica. El
rebaño vivía alegre y despreocupado, distribuyéndose el generoso azar de la caza y
la
cosecha, arrastrando su tropel de hijos comunales. Pero a los que sucumbían al ansia
prematura o ilegal de posesión, se les condenaba en buena especie a la saciedad
atroz
del manjar apetecido.
Derivar de allí modernas conclusiones psicológicas es tarea que el barón realiza, por
así
decirlo, con una mano en la cintura. El hombre pertenece a una especie animal llena
de
pretensiones ascéticas. Y el matrimonio, que en un principio fue castigo formidable,
se
volvió poco después un apasionado ejercicio de neuróticos, un increíble pasatiempo
de
masoquistas. El barón no se detiene aquí. Agrega que la civilización ha hecho muy
bien
en apretar los lazos conyugales. Felicita a todas las religiones que convirtieron el
matrimonio en disciplina espiritual. Expuestas a un roce continuo, dos almas tienen
la
posibilidad de perfeccionarse hasta el máximo pulimento, o de reducirse a polvo.
“Científicamente considerado, el matrimonio es un molino prehistórico en el que dos
piedras ruejas se muelen a sí mismas, interminablemente, hasta la muerte”. Son
palabras
textuales del autor. Le faltó añadir que a su tibia alma de creyente, porosa y
caliza,
la baronesa oponía una índole de cuarzo, una consistencia de valquiria. (A estas
horas,
en la soledad de su lecho, la viuda gira impávidas aristas radiales sobre el
recuerdo
impalpable del pulverizado barón).
El libro de Büssenhausen podría ser fácilmente desdeñado si solo contuviera los
escrúpulos personales y las represiones de un marido chapado a la antigua, que nos
abruma con sus dudas acerca de que podamos salvarnos sin tomar en cuenta el alma
ajena,
presta a sucumbir a nuestro lado, víctima del aburrimiento, de la hipocresía, de los
odios menudos, de la melancolía perniciosa. Lo grave está en que el barón apoya con
una
masa de datos cada una de sus divagaciones. En la página más descabellada, cuando lo
vemos caer vertiginosamente en un abismo de fantasía, nos sale de pronto con una
prueba
irrefutable entre sus manos de náufrago. Si al hablar de la prostitución
hospitalaria
Malinowski le falla en las islas Marquesas, allí está para servirle Alf Theodorsen
desde
su congelada aldea de lapones. No caben dudas al respecto. Si el barón se equivoca,
debemos confesar que la ciencia se pone curiosamente de acuerdo para equivocarse con
él.
A la imaginación creadora y desbordante de un Lévy-Brühl, añade la perspicacia de un
Frazer, la exactitud de un Wilhelm Eilers, y de vez en cuando, por fortuna, la
suprema
aridez de un Franz Boas.
Sin embargo, el rigor científico del barón decae con frecuencia y da lugar a ciertas
páginas de gelatina. En más de un pasaje la lectura es sumamente penosa, y el
volumen
adquiere un peso visceral, cuando la falsa paloma de Venus bate alas de murciélago,
o
cuando se oye el rumor de Píramo y Tisbe que roen, cada uno por su lado, un espeso
muro
de confitura. Nada más justo que perdonar los deslices de un hombre que se pasó
treinta
años en el molino, con una mujer abrasiva, de quien lo separaban muchos grados en la
escala de la dureza humana.
Desoyendo la algarabía escandalizada y festiva de los que juzgan la obra del barón
como
un nuevo resumen de historia universal, disfrazado y pornográfico, nosotros nos
unimos
al reducido grupo de los espíritus selectos que adivinan en la Historia comparada de
las
relaciones sexuales una extensa epopeya doméstica, consagrada a una mujer de temple
troyano. La perfecta casada en cuyo honor se rindieron miles y miles de pensamientos
subversivos, acorralados en una dedicatoria de dos páginas, compuesta en reverentes
unciales germánicas: la baronesa Gunhild de Büssenhausen, née condesa de
Magneburg-Hohenheim.
La migala
La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no
disminuye.
El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera,
me
di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el
destino.
Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me
dio
algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces
comprendí
que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de
terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante,
cuando de
regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía
descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran
dos
pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso
animal
que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno
personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal
infierno de los hombres.
La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un
cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida
indescriptible.
Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los
pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con
el
cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el
paso
cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de
entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y
se
perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha
muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a
poner
frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A
veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír,
aunque sé que son imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando
desaparece, no
sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado
a
pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a
merced
de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un
alto
precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con
la
certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me
pierdo en
conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea
embrolladamente
por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su
cabeza
y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que
en
otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
Monólogo del insumiso
La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no
disminuye.
El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria
callejera,
me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el
destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una
clara
mirada.
Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui
me
dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña.
Entonces
comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la
máxima
dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso,
vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña,
ese
peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la
llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera
inocente y
el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo.
Dentro
de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para
destruir,
para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr
como un
cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida
indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha
sido
recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia
invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto
con
el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con
precisión,
el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su
consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma
inútilmente se apresta y se perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que
ha
muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a
poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en
la
cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he
aprendido
a oír, aunque sé que son imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando
desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de
la
casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una
superchería
y que me hallo a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha
engañado,
haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala
con
la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando
me
pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea
embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se
detiene, levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un
invisible
compañero.
Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo
que
en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
La jirafa
Al darse cuenta de que había puesto demasiado altos los frutos de un árbol
predilecto, Dios no tuvo más remedio que alargar el cuello de la jirafa.
Cuadrúpedos de cabeza volátil, las jirafas quisieron ir por encima de su realidad
corporal y entraron resueltamente al reino de las desproporciones. Hubo que
resolver
para ellas algunos problemas biológicos que más parecen de ingeniería y de
mecánica:
un circuito nervioso de doce metros de largo; una sangre que se eleva contra la
ley
de la gravedad mediante un corazón que funciona como bomba de pozo profundo; y
todavía, a estas alturas, una lengua eyéctil que va más arriba, sobrepasando con
veinte centímetros el alcance de los belfos para roer los pimpollos como una
lima de
acero.
Con todos sus derroches de técnica, que complican extraordinariamente su galope y
sus
amores, la jirafa representa mejor que nadie los devaneos del espíritu: busca en
las
alturas lo que otros encuentran al ras del suelo.
Pero como finalmente tiene que inclinarse de vez en cuando para beber el agua
común,
se ve obligada a desarrollar su acrobacia al revés. Y se pone entonces al nivel
de
los burros.
Notas
Empleado encargado del manejo de las
agujas
de una vía férrea.
Parte III
Nabónides
El propósito original de Nabónides, según el profesor Rabsolom, era simplemente
restaurar los tesoros arqueológicos de Babilonia. Había visto con tristeza las
gastadas piedras de los santuarios, las borrosas estelas de los héroes y los
sellos anulares que dejaban una impronta ilegible sobre los documentos
imperiales. Emprendió sus restauraciones metódicamente y no sin una cierta
parsimonia. Desde luego, se preocupó por la calidad de los materiales, eligiendo
las piedras de grano más fino y cerrado.
Cuando se le ocurrió copiar de nuevo las ochocientas mil tabletas de que constaba
la biblioteca babilónica, tuvo que fundar escuelas y talleres para escribas,
grabadores y alfareros. Distrajo de sus puestos administrativos un buen número
de empleados y funcionarios, desafiando las críticas de los jefes militares que
pedían soldados y no escribas para apuntalar el derrumbe del imperio,
trabajosamente erigido por los antepasados heroicos, frente al asalto envidioso
de las ciudades vecinas. Pero Nabónides, que veía por encima de los siglos,
comprendió que la historia era lo que importaba. Se entregó denodadamente a su
tarea, mientras el suelo se le iba de los pies.
Lo más grave fue que una vez consumadas todas las restauraciones, Nabónides no
pudo cesar ya en su labor de historiador. Volviendo definitivamente la espalda a
los acontecimientos, solo se dedicaba a relatarlos sobre piedra o sobre arcilla.
Esta arcilla, inventada por él a base de marga y asfalto, ha resultado aún más
indestructible que la piedra. (El profesor Rabsolom es quien ha establecido la
fórmula de esa pasta cerámica. En 1913 encontró una serie de piezas enigmáticas,
especie de cilindros o pequeñas columnas, que se hallaban revestidas con esa
sustancia misteriosa. Adivinando la presencia de una escritura oculta, Rabsolom
comprendió que la capa de asfalto no podía ser retirada sin destruir los
caracteres. Ideó entonces el procedimiento siguiente: vació a cincel la piedra
interior, y luego, por medio de un desincrustante que ataca los residuos
depositados en las huellas de la escritura, obtuvo cilindros huecos. Por medio
de sucesivos vaciados seccionales, logró hacer cilindros de yeso que presentaron
la intacta escritura original. El profesor Rabsolom sostiene, atinadamente, que
Nabónides procedió de este modo incomprensible previendo una invasión enemiga
con el habitual acompañamiento de furia iconoclasta. Afortunadamente, no tuvo
tiempo de ocultar así todas sus obras).
Como la muchedumbre de operarios era insuficiente, y la historia acontecía con
rapidez, Nabónides se convirtió también en lingüista y en gramático: quiso
simplificar el alfabeto, creando una especie de taquigrafía. De hecho, complicó
la escritura plagándola de abreviaturas, omisiones y siglas que ofrecen toda una
serie de nuevas dificultades al profesor Rabsolom. Pero así logró llegar
Nabónides hasta sus propios días, con entusiasmada minuciosidad; alcanzó a
escribir la historia de su historia y la somera clave de sus abreviaturas, pero
con tal afán de síntesis, que este relato sería tan extenso como la Epopeya de
Gilgamesh, si se le compara con las últimas concisiones de Nabónides.
Hizo redactar también —Rabsolom dice que la redactó él mismo— una historia de sus
hipotéticas hazañas militares, él, que abandonó su lujosa espada en el cuerpo
del primer guerrero enemigo. En el fondo, tal historia era un pretexto más para
esculpir tabletas, estelas y cilindros.
Pero los adversarios persas fraguaban desde lejos la perdición del soñador. Un
día llegó a Babilonia el urgente mensaje de Creso, con quien Nabónides había
concertado una alianza. El rey historiador mandó grabar en un cilindro el
mensaje y el nombre del mensajero, la fecha y las condiciones del pacto. Pero no
acudió al llamado de Creso. Pero después, los persas cayeron por sorpresa en la
ciudad, dispersando el laborioso ejército de escribas. Los guerreros babilonios,
descontentos, combatieron apenas, y el imperio cayó para no alzarse más de sus
escombros.
La historia nos ha trasmitido dos oscuras versiones acerca de la muerte de su
fiel servidor. Una de ellas lo sacrifica a manos de un usurpador, en los días
trágicos de la invasión persa. La otra nos dice que fue hecho prisionero y
llevado a una isla lejana. Allí murió de tristeza, repasando en la memoria el
repertorio de la grandeza babilonia. Esta última versión es la que se acomoda
mejor a la índole apacible de Nabónides.
Parábola del trueque
Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles
del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente
fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía,
pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro
quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como
candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del
traficante. Muchos quedaron arruinados. Solo un recién casado pudo hacer cambio
a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las
extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso.
Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me
miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso
frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me
aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre.
Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Solo yo que la conozco
podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el
mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por
nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos
a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de
escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
—¿Por qué no me cambiaste por otra? —me dijo al fin, llevándose los platos.
No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos
temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un
papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad
tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales.
Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama.
Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas
banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos.
Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía.
Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la
fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus
opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme
como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a
salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es
peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir
verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente
conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que
yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer
momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la
imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora,
se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté
en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y
vestidos.
—¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su
respuesta entre lágrimas:
—¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que
parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos
recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno
de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres
no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada,
ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de
tercera, de sabe Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas
reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado,
que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo
también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma
de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con
alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la
señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las
mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros
las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas
acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien
supo que había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que
despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el
recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío.
Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el
cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud
general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba
trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos,
haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi
conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por
cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del
mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban
al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y
desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién
casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que
ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, esa que
él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si
prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla
verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos
declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y
realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se
va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados
pensamientos de orgullo.
Parturient montes
…nascetur ridiculas mus.
—Horacio, Ad Pisones, 139.
Entre amigos y enemigos se difundió la noticia de que yo sabía una nueva versión del
parto de
los montes. En todas partes me han pedido que la refiriera, dando muestras de una
expectación que rebasa con mucho el interés de semejante historia. Con toda honestidad,
una
y otra vez remití la curiosidad del público a los textos clásicos y a las ediciones de
moda.
Pero nadie se quedó contento: todos querían oírla de mis labios. De la insistencia
cordial
pasaban, según su temperamento, a la amenaza, a la coacción y al soborno. Algunos
flemáticos
solo fingieron indiferencia para herir mi amor propio en lo más vivo. La acción directa
tendría que llegar tarde o temprano.
Ayer fui asaltado en plena calle por un grupo de resentidos. Cerrándome el paso en todas
direcciones, me pidieron a gritos el principio del cuento. Muchas gentes que pasaban
distraídas también se detuvieron, sin saber que iban a tomar parte en un crimen.
Conquistadas sin duda por mi aspecto de charlatán comprometido, prestaron de buena gana
su
concurso. Pronto me hallé rodeado por la masa compacta.
Abrumado y sin salida, haciendo un total acopio de energía, me propuse acabar con mi
prestigio de narrador. Y he aquí el resultado. Con una voz falseada por la emoción,
trepado
en mi banquillo de agente de tránsito que alguien me puso debajo de los pies, comienzo a
declamar las palabras de siempre, con los ademanes de costumbre: “En medio de terremotos
y
explosiones, con grandiosas señales de dolor, desarraigando los árboles y desgajando las
rocas, se aproxima un gigante advenimiento. ¿Va a nacer un volcán? ¿Un río de fuego? ¿Se
alzará en el horizonte una nueva y sumergida estrella? Señoras y señores: ¡Las montañas
están de parto!”.
El estupor y la vergüenza ahogan mis palabras. Durante varios segundos prosigo el
discurso a
base de pura pantomima, como un director frente a la orquesta enmudecida. El fracaso es
tan
real y evidente, que algunas personas se conmueven. “¡Bravo!”, oigo que gritan por allí,
animándome a llenar la laguna. Instintivamente me llevo las manos a la cabeza y la
aprieto
con todas mis fuerzas, queriendo apresurar el fin del relato. Los espectadores han
adivinado
que se trata del ratón legendario, pero simulan una ansiedad enfermiza. En torno a mí
siento
palpitar un solo corazón.
Yo conozco las reglas del juego, y en el fondo no me gusta defraudar a nadie con una
salida
de prestidigitador. Bruscamente me olvido de todo. De lo que aprendí en la escuela y de
lo
que he leído en los libros. Mi mente está en blanco. De buena fe y a mano limpia, me
pongo a
perseguir al ratón. Por primera vez se produce un silencio respetuoso. Apenas si algunos
asistentes participan en voz baja a los recién llegados, ciertos antecedentes del drama.
Yo
estoy realmente en trance y me busco por todas partes el desenlace, como un hombre que
ha
perdido la razón.
Recorro mis bolsillos uno por uno y los dejo volteados, a la vista del público. Me quito
el
sombrero y lo arrojo inmediatamente, desechando la idea de sacar un conejo. Deshago el
nudo
de mi corbata y sigo adelante, profundizando en la camisa, hasta que mis manos se
detienen
con horror en los primeros botones del pantalón.
A punto de caer desmayado, me salva el rostro de una mujer que de pronto se enciende con
esperanzado rubor. Afirmado en el pedestal, pongo en ella todas mis ilusiones y la elevo
a
la categoría de musa, olvidando que las mujeres tienen especial debilidad por los temas
escabrosos. La tensión llega en este momento a su máximo. ¿Quién fue el alma caritativa
que
al darse cuenta de mi estado avisó por teléfono? La sirena de la ambulancia preludia en
el
horizonte una amenaza definitiva.
En el último instante, mi sonrisa de alivio detiene a los que sin duda pensaban en
lincharme.
Aquí, bajo el brazo izquierdo, en el hueco de la axila, hay un leve calor de nido… Algo
aquí
se anima y se remueve… Suavemente, dejo caer el brazo a lo largo del cuerpo, con la mano
encogida como una cuchara. Y el milagro se produce. Por el túnel de la manga desciende
una
tierna migaja de vida. Levanto el brazo y extiendo la palma triunfal.
Suspiro, y la multitud suspira conmigo. Sin darme cuenta, yo mismo doy la señal del
aplauso y
la ovación no se hace esperar. Rápidamente se organiza un desfile asombroso ante el
ratón
recién nacido. Los entendidos se acercan y lo miran por todos lados, se cercioran de que
respira y se mueve, nunca han visto nada igual y me felicitan de todo corazón. Apenas se
alejan unos pasos y ya comienzan las objeciones. Dudan, se alzan de hombros y menean la
cabeza. ¿Hubo trampa? ¿Es un ratón de verdad? Para tranquilizarme, algunos entusiastas
proyectan un paseo en hombros, pero no pasan de allí. El público en general va
dispersándose
poco a poco. Extenuado por el esfuerzo y a punto de quedarme solo, estoy dispuesto a
ceder
la criatura al primero que me la pida.
Las mujeres temen casi siempre a esta clase de roedores. Pero aquella cuyo rostro
resplandeció entre todos, se aproxima y reclama con timidez el entrañable fruto de
fantasía.
Halagado a más no poder, yo se lo dedico inmediatamente, y mi confusión no tiene límites
cuando se lo guarda amorosa en el seno.
Al despedirse y darme las gracias, explica como puede su actitud, para que no haya malas
interpretaciones. Viéndola tan turbada, la escucho con embeleso. Tiene un gato, me dice,
y
vive con su marido en un departamento de lujo. Sencillamente, se propone darles una
pequeña
sorpresa. Nadie sabe allí lo que significa un ratón.
Pueblerina
Al volver la cabeza sobre el lado derecho para dormir el último, breve y delgado sueño de
la
mañana, don Fulgencio tuvo que hacer un gran esfuerzo y empitonó la almohada. Abrió los
ojos. Lo que hasta entonces fue una blanda sospecha, se volvió certeza puntiaguda.
Con un poderoso movimiento del cuello don Fulgencio levantó la cabeza, y la almohada voló
por
los aires. Frente al espejo, no pudo ocultarse su admiración, convertido en un soberbio
ejemplar de rizado testuz y espléndidas agujas. Profundamente insertados en la frente,
los
cuernos eran blanquecinos en su base, jaspeados a la mitad, y de un negro aguzado en los
extremos.
Lo primero que se le ocurrió a don Fulgencio fue ensayarse el sombrero. Contrariado, tuvo
que
echarlo hacia atrás: eso le daba un aire de cierta fanfarronería.
Como tener cuernos no es una razón suficiente para que un hombre metódico interrumpa el
curso
de sus acciones, don Fulgencio emprendió la tarea de su ornato personal, con minucioso
esmero, de pies a cabeza. Después de lustrarse los zapatos, don Fulgencio cepilló
ligeramente sus cuernos, ya de por sí resplandecientes.
Su mujer le sirvió el desayuno con tacto exquisito. Ni un solo gesto de sorpresa, ni la
más
mínima alusión que pudiera herir al marido noble y pastueño. Apenas si una suave y
temerosa
mirada revoloteó un instante, como sin atreverse a posar en las afiladas puntas.
El beso en la puerta fue como el dardo de la divisa. Y don Fulgencio salió a la calle
respingando, dispuesto a arremeter contra su nueva vida. Las gentes lo saludaban como de
costumbre, pero al cederle la acera un jovenzuelo, don Fulgencio adivinó un esguince
lleno
de torería. Y una vieja que volvía de misa le echó una de esas miradas estupendas,
insidiosa
y desplegada como una larga serpentina. Cuando quiso ir contra ella el ofendido, la
lechuza
entró en su casa como el diestro detrás de un burladero. Don Fulgencio se dio un golpe
contra la puerta, cerrada inmediatamente, que le hizo ver estrellas. Lejos de ser una
apariencia, los cuernos tenían que ver con la última derivación de su esqueleto. Sintió
el
choque y la humillación hasta la punta de los pies.
Afortunadamente, la profesión de don Fulgencio no sufrió ningún desdoro ni decadencia.
Los
clientes acudían a él entusiasmados, porque su agresividad se hacía cada vez más patente
en
el ataque y la defensa. De lejanas tierras venían los litigantes a buscar el patrocinio
de
un abogado con cuernos.
Pero la vida tranquila del pueblo tomó a su alrededor un ritmo agobiante de fiesta brava,
llena de broncas y herraderos. Y don Fulgencio embestía a diestro y siniestro, contra
todos,
por quítame allá esas pajas. A decir verdad, nadie le echaba sus cuernos en cara, nadie
se
los veía siquiera. Pero todos aprovechaban la menor distracción para ponerle un buen par
de
banderillas; cuando menos, los más tímidos se conformaban con hacerle unos burlescos y
floridos galleos. Algunos caballeros de estirpe medieval no desdeñaban la ocasión de
colocar
a don Fulgencio un buen puyazo, desde sus engreídas y honorables alturas. Las serenatas
del
domingo y las fiestas nacionales daban motivo para improvisar ruidosas capeas populares
a
base de don Fulgencio, que achuchaba, ciego de ira, a los más atrevidos lidiadores.
Mareado de verónicas, faroles y revoleras, abrumado con desplantes, muletazos y pases de
castigo, don Fulgencio llegó a la hora de la verdad lleno de resabios y peligrosos
derrotes,
convertido en una bestia feroz. Ya no lo invitaban a ninguna fiesta ni ceremonia
pública, y
su mujer se quejaba amargamente del aislamiento en que la hacía vivir el mal carácter de
su
marido.
A fuerza de pinchazos, varas y garapullos, don Fulgencio disfrutaba sangrías cotidianas y
pomposas hemorragias dominicales. Pero todos los derrames se le iban hacia dentro, hasta
el
corazón hinchado de rencor.
Su grueso cuello de Miura hacía presentir el instantáneo fin de los pletóricos. Rechoncho
y
sanguíneo, seguía embistiendo en todas direcciones, incapaz de reposo y de dieta. Y un
día
que cruzaba la plaza de armas, trotando a la querencia, don Fulgencio se detuvo y
levantó la
cabeza azorado, al toque de un lejano clarín. El sonido se acercaba, entrando en sus
orejas
como una tromba ensordecedora. Con los ojos nublados, vio abrirse a su alrededor un coso
gigantesco; algo así como un Valle de Josafat lleno de prójimos con trajes de luces. La
congestión se hundió luego en su espina dorsal, como una estocada hasta la cruz. Y don
Fulgencio rodó patas arriba sin puntilla.
A pesar de su profesión, el notorio abogado dejó su testamento en borrador. Allí
expresaba,
en un sorprendente tono de súplica, la voluntad postrera de que al morir le quitaran los
cuernos, ya fuera a serrucho, ya a cincel y martillo. Pero su conmovedora petición se
vio
traicionada por la diligencia de un carpintero oficioso, que le hizo el regalo de un
ataúd
especial, provisto de dos vistosos añadidos laterales.
Todo el pueblo acompañó a don Fulgencio en el arrastre, conmovido por el recuerdo de su
bravura. Y a pesar del apogeo luctuoso de las ofrendas, las exequias y las tocas de la
viuda, el entierro tuvo un no sé qué de jocunda y risueña mascarada.
Receta casera
Haga correr dos rumores. El de que está perdiendo la vista y el de que tiene un espejo
mágico en su casa. Las mujeres caerán como las moscas en la miel.
Espérelas detrás de la puerta y dígale a cada una que ella es la niña de sus ojos,
cuidando
de que no lo oigan las demás, hasta que les llegue su turno.
El espejo mágico puede improvisarse fácilmente, profundizando en la tina de baño. Como
todas
son unas narcisas, se inclinarán irresistiblemente hacia el abismo doméstico.
Usted puede, entonces ahogarlas a placer o salpimentarlas al gusto.
Sinesio de Rodas
Las páginas abrumadoras de la Patrología griega de Paul Migne han sepultado la memoria
frágil de Sinesio de Rodas, que proclamó el imperio terrestre de los ángeles del azar.
Con su habitual exageración, Orígenes dio a los ángeles una importancia excesiva dentro
de la
economía celestial. Por su parte, el piadoso Clemente de Alejandría reconoció por
primera
vez un ángel guardián a nuestra espalda. Y entre los primeros cristianos del Asia Menor
se
propagó un afecto desordenado por las multiplicidades jerárquicas.
Entre la masa oscura de los herejes angelólogos, Valentino el Gnóstico y Basílides, su
eufórico discípulo, emergen con brillo luciferino. Ellos dieron alas al culto maniático
de
los ángeles. En pleno siglo II quisieron alzar del suelo pesadísimas criaturas
positivas,
que llevan hermosos nombres científicos, como Dínamo y Sofía, a cuya progenie bestial
debe
el género humano sus desdichas.
Menos ambicioso que sus predecesores, Sinesio de Rodas aceptó el Paraíso tal y como fue
concebido por los Padres de la iglesia, y se limitó a vaciarlo de sus ángeles. Dijo que
los
ángeles viven entre nosotros y que a ellos debemos entregar directamente todas nuestras
plegarias, en su calidad de concesionarios y distribuidores exclusivos de las
contingencias
humanas. Por un mandato supremo, los ángeles dispersan, provocan y acarrean los mil y
mil
accidentes de la vida. Los hacen cruzar y entretejerse unos con otros, en un movimiento
acelerado y aparentemente arbitrario. Pero a los ojos de Dios, van urdiendo una tela de
complicados arabescos, mucho más hermosa que el constelado cielo nocturno. Los dibujos
del
azar se transforman, ante la mirada eterna, en misteriosos signos cabalísticos que
narran la
aventura del mundo.
Los ángeles de Sinesio, como innumerables y veloces lanzaderas, están tejiendo desde el
principio de los tiempos la trama de la vida. Vuelan de un lado a otro, sin cesar,
trayendo
y llevando voliciones, ideas, vivencias y recuerdos, dentro de un cerebro infinito y
comunicante, cuyas células nacen y mueren con la vida efímera de los hombres.
Tentado por el auge maniqueo, Sinesio de Rodas no tuvo inconveniente en alojar en su
teoría a
las huestes de Lucifer, y admitió los diablos en calidad de saboteadores. Ellos
complican la
urdimbre sobre la que los ángeles traman; rompen el buen hilo de nuestros pensamientos,
alteran los colores puros, se birlan la seda, el oro y la plata, y los suplen con burdo
cañamazo. Y la humanidad ofrece a los ojos de Dios su lamentable tapicería, donde
aparecen
tristemente alteradas las líneas del diseño original.
Sinesio se pasó la vida reclutando operarios que trabajaran del lado de los ángeles
buenos,
pero no tuvo continuadores dignos de estima. Solamente se sabe que Fausto de Milevio, el
patriarca maniqueo, cuando ya viejo y desteñido volvía de aquella memorable entrevista
africana en que fue decisivamente vapuleado por San Agustín, se detuvo en Rodas para
escuchar las prédicas de Sinesio, que quiso ganarlo para una causa sin porvenir. Fausto
escuchó las peticiones del angelófilo con deferencia senil, y aceptó fletar una pequeña
y
desmantelada embarcación que el apóstol abordó peligrosamente con todos sus discípulos,
rumbo a una empresa continental. No se volvió a saber nada de ellos, después de que se
alejaron de las costas de Rodas, en un día que presagiaba tempestad.
La herejía de Sinesio careció de renombre y se perdió en el horizonte cristiano sin
estela
aparente. Ni siguiera obtuvo el honor de ser condenada oficialmente en concilio, a pesar
de
que Eutiques, abad de Constantinopla, presentó a los sinodales una extensa refutación,
que
nadie leyó, titulada Contra Sinesio.
Su frágil memoria ha naufragado en un mar de páginas: la Patrología griega de Paul Migne.
Teoría de Dulcinea
En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la
vida
eludiendo a la mujer concreta. Prefirió el goce manual de la lectura, y se
congratulaba
eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos
fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe
después de cuatrocientas páginas de hazañas, embustes y despropósitos.
En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva.
Con
cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de
lana,
de joven mujer campesina recalentada por el sol.
El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en
pos
a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas,
alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas
en
el aire.
Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa.
Solo
tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca. Pero
un
rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil
ante la tumba del caballero demente.
Topos
Después de una larga experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que
la
única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al enemigo en su
propio
sistema.
En la lucha contra el topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico
de la
tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir que mueren
irremisiblemente carbonizados.
Tales agujeros tienen una apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden
con
facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una profunda atracción. Se
les
ve dirigirse en fila solemne hacia la muerte espantosa, que pone a sus intrincadas
costumbres un desenlace vertical.
Recientemente se ha demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas de
terreno invadido.
Una de dos
Yo también he luchado con el ángel. Desdichadamente para mí, el ángel era un
personaje
fuerte, maduro y repulsivo, con bata de boxeador.
Poco antes habíamos estado vomitando, cada uno por su lado, en el cuarto de baño. Porque
el
banquete, más bien la juerga, fue de lo peor. En casa me esperaba la familia: un pasado
remoto.
Inmediatamente después de su proposición, el hombre comenzó a estrangularme de modo
decisivo.
La lucha, más bien la defensa, se desarrolló para mí como un rápido y múltiple análisis
reflexivo. Calculé en un instante todas las posibilidades de pérdida y salvación,
apostando
a vida o sueño, dividiéndome entre ceder y morir, aplazando el resultado de aquella
operación metafísica y muscular.
Me desaté por fin de la pesadilla como el ilusionista que deshace sus ligaduras de momia
y
sale del cofre blindado. Pero llevo todavía en el cuello las huellas mortales que me
dejaron
las manos de mi rival. Y en la conciencia, la certidumbre de que solo disfruto una
tregua,
el remordimiento de haber ganado un episodio banal en la batalla irremisiblemente
perdida.
Una mujer amaestrada
Hoy me detuve a contemplar este curioso espectáculo: en una plaza de las afueras, un
saltimbanqui polvoriento exhibía una mujer amaestrada. Aunque la función se daba a
ras
del suelo y en plena calle, el hombre concedía la mayor importancia al círculo de
tiza
previamente trazado, según él, con permiso de las autoridades. Una y otra vez hizo
retroceder a los espectadores que rebasaban los límites de esa pista improvisada. La
cadena que iba de su mano izquierda al cuello de la mujer, no pasaba de ser un
símbolo,
ya que el menor esfuerzo habría bastado para romperla. Mucho más impresionante
resultaba
el látigo de seda floja que el saltimbanqui sacudía por los aires, orgulloso, pero
sin
lograr un chasquido.
Un pequeño monstruo de edad indefinida completaba el elenco. Golpeando su tamboril daba
fondo
musical a los actos de la mujer, que se reducían a caminar en posición erecta, a salvar
algunos obstáculos de papel y a resolver cuestiones de aritmética elemental. Cada vez
que
una moneda rodaba por el suelo, había un breve paréntesis teatral a cargo del público.
«¡Besos!», ordenaba el saltimbanqui. «No. A ese no. Al caballero que arrojó la moneda».
La
mujer no acertaba, y una media docena de individuos se dejaba besar, con los pelos de
punta,
entre risas y aplausos. Un guardia se acercó diciendo que aquello estaba prohibido. El
domador le tendió un papel mugriento con sellos oficiales, y el policía se fue
malhumorado,
encogiéndose de hombros.
A decir verdad, las gracias de la mujer no eran cosa del otro mundo. Pero acusaban una
paciencia infinita, francamente anormal, por parte del hombre. Y el público sabe
agradecer
siempre tales esfuerzos. Paga por ver una pulga vestida; y no tanto por la belleza del
traje, sino por el trabajo que ha costado ponérselo. Yo mismo he quedado largo rato
viendo
con admiración a un inválido que hacía con los pies lo que muy pocos podrían hacer con
las
manos.
Guiado por un ciego impulso de solidaridad, desatendí a la mujer y puse toda mi atención
en
el hombre. No cabe duda de que el tipo sufría. Mientras más difíciles eran las suertes,
más
trabajo le costaba disimular y reír. Cada vez que ella cometía una torpeza, el hombre
temblaba angustiado. Yo comprendí que la mujer no le era del todo indiferente, y que se
había encariñado con ella, tal vez en los años de su tedioso aprendizaje. Entre ambos
existía una relación, íntima y degradante, que iba más allá del domador y la fiera.
Quien
profundice en ella, llegará indudablemente a una conclusión obscena.
El público, inocente por naturaleza, no se da cuenta de nada y pierde los pormenores que
saltan a la vista del observador destacado. Admira al autor de un prodigio, pero no le
importan sus dolores de cabeza ni los detalles monstruosos que puede haber en su vida
privada. Se atiene simplemente a los resultados, y cuando se le da gusto, no escatima su
aplauso.
Lo único que yo puedo decir con certeza es que el saltimbanqui, a juzgar por sus
reacciones,
se sentía orgulloso y culpable. Evidentemente, nadie podría negarle el mérito de haber
amaestrado a la mujer; pero nadie tampoco podría atenuar la idea de su propia vileza.
(En
este punto de mi meditación, la mujer daba vueltas de carnero en una angosta alfombra de
terciopelo desvaído).
El guardián del orden público se acercó nuevamente a hostilizar al saltimbanqui. Según
él,
estábamos entorpeciendo la circulación, el ritmo casi, de la vida normal. «¿Una mujer
amaestrada? Váyanse todos ustedes al circo». El acusado respondió otra vez con
argumentos de
papel sucio, que el policía leyó de lejos con asco. (La mujer, entre tanto, recogía
monedas
en su gorra de lentejuelas. Algunos héroes se dejaban besar; otros se apartaban
modestamente, entre dignos y avergonzados).
El representante de las autoridades se fue para siempre, mediante la suscripción popular
de
un soborno. El saltimbanqui, fingiendo la mayor felicidad, ordenó al enano del tamboril
que
tocara un ritmo tropical. La mujer, que estaba preparándose para un número matemático,
sacudía como pandero el ábaco de colores. Empezó a bailar con descompuestos ademanes
difícilmente procaces. Su director se sentía defraudado a más no poder, ya que en el
fondo
de su corazón cifraba todas sus esperanzas en la cárcel. Abatido y furioso, increpaba la
lentitud de la bailarina con adjetivos sangrientos. El público empezó a contagiarse de
su
falso entusiasmo, y quien más, quien menos, todos batían palmas y meneaban el cuerpo.
Para completar el efecto, y queriendo sacar de la situación el mejor partido posible, el
hombre se puso a golpear a la mujer con su látigo de mentiras. Entonces me di cuenta del
error que yo estaba cometiendo. Puse mis ojos en ella, sencillamente, como todos los
demás.
Dejé de mirarlo a él, cualquiera que fuese su tragedia. (En ese momento, las lágrimas
surcaban su rostro enharinado).
Resuelto a desmentir ante todos mis ideas de compasión y de crítica, buscando en vano con
los
ojos la venia del saltimbanqui, y antes de que otro arrepentido me tomara la delantera,
salté por encima de la línea de tiza al círculo de contorsiones y cabriolas.
Azuzado por su padre, el enano del tamboril dio rienda suelta a su instrumento, en un
crescendo de percusiones increíbles. Alentada por tan espontánea compañía, la mujer se
superó a sí misma y obtuvo un éxito estruendoso. Yo acompasé mi ritmo con el suyo y no
perdí
pie ni pisada de aquel improvisado movimiento perpetuo, hasta que el niño dejó de tocar.
Como actitud final, nada me pareció más adecuado que caer bruscamente de rodillas.
Una reputación
La cortesía no es mi fuerte. En los autobuses suelo disimular esta carencia con la
lectura o el abatimiento. Pero hoy me levanté de mi asiento automáticamente, ante
una
mujer que estaba de pie, con un vago aspecto de ángel anunciador.
La dama beneficiada por ese rasgo involuntario lo agradeció con palabras tan efusivas,
que
atrajeron la atención de dos o tres pasajeros. Poco después se desocupó el asiento
inmediato, y al ofrecérmelo con leve y significativo ademán, el ángel tuvo un hermoso
gesto
de alivio. Me senté allí con la esperanza de que viajaríamos sin desazón alguna.
Pero ese día me estaba destinado, misteriosamente. Subió al autobús otra mujer, sin alas
aparentes. Una buena ocasión se presentaba para poner las cosas en su sitio; pero no fue
aprovechada por mí. Naturalmente, yo podía permanecer sentado, destruyendo así el germen
de
una falsa reputación. Sin embargo, débil y sintiéndome ya comprometido con mi compañera,
me
apresuré a levantarme, ofreciendo con reverencia el asiento a la recién llegada. Tal
parece
que nadie le había hecho en toda su vida un homenaje parecido: llevó las cosas al
extremo
con sus turbadas palabras de reconocimiento.
Esta vez no fueron ya dos ni tres las personas que aprobaron sonrientes mi cortesía. Por
lo
menos la mitad del pasaje puso los ojos en mí, como diciendo: “He aquí un caballero”.
Tuve
la idea de abandonar el vehículo, pero la deseché inmediatamente, sometiéndome con
honradez
a la situación, alimentando la esperanza de que las cosas se detuvieran allí.
Dos calles adelante bajó un pasajero. Desde el otro extremo del autobús, una señora me
designó para ocupar el asiento vacío. Lo hizo solo con una mirada, pero tan imperiosa,
que
detuvo el ademán de un individuo que se me adelantaba; y tan suave, que yo atravesé el
camino con paso vacilante para ocupar en aquel asiento un sitio de honor. Algunos
viajeros
masculinos que iban de pie sonrieron con desprecio. Yo adiviné su envidia, sus celos, su
resentimiento, y me sentí un poco angustiado. Las señoras, en cambio, parecían
protegerme
con su efusiva aprobación silenciosa.
Una nueva prueba, mucho más importante que las anteriores, me aguardaba en la esquina
siguiente: subió al camión una señora con dos niños pequeños. Un angelito en brazos y
otro
que apenas caminaba. Obedeciendo la orden unánime, me levanté inmediatamente y fui al
encuentro de aquel grupo conmovedor. La señora venía complicada con dos o tres paquetes;
tuvo que correr media cuadra por lo menos, y no lograba abrir su gran bolso de mano. La
ayudé eficazmente en todo lo posible; la desembaracé de nenes y envoltorios, gestioné
con el
chofer la exención de pago para los niños, y la señora quedó instalada finalmente en mi
asiento, que la custodia femenina había conservado libre de intrusos. Guardé la manita
del
niño mayor entre las mías.
Mis compromisos para con el pasaje habían aumentado de manera decisiva. Todos esperaban
de mí
cualquier cosa. Yo personificaba en aquellos momentos los ideales femeninos de
caballerosidad y de protección a los débiles. La responsabilidad oprimía mi cuerpo como
una
coraza agobiante, y yo echaba de menos una buena tizona en el costado. Porque no dejaban
de
ocurrírseme cosas graves. Por ejemplo, si un pasajero se propasaba con alguna dama, cosa
nada rara en los autobuses, yo debía amonestar al agresor y aun entrar en combate con
él. En
todo caso, las señoras parecían completamente seguras de mis reacciones de Bayardo. Me
sentí
al borde del drama.
En esto llegamos a la esquina en que debía bajarme. Divisé mi casa como una tierra
prometida.
Pero no descendí incapaz de moverme, la arrancada del autobús me dio una idea de lo que
debe
ser una aventura trasatlántica. Pude recobrarme rápidamente; yo no podía desertar así
como
así, defraudando a las que en mí habían depositado su seguridad, confiándome un puesto
de
mando. Además, debo confesar que me sentí cohibido ante la idea de que mi descenso
pusiera
en libertad impulsos hasta entonces contenidos. Si por un lado yo tenía asegurada la
mayoría
femenina, no estaba muy tranquilo acerca de mi reputación entre los hombres. Al bajarme,
bien podría estallar a mis espaldas la ovación o la rechifla. Y no quise correr tal
riesgo.
¿Y si aprovechando mi ausencia un resentido daba rienda suelta a su bajeza? Decidí
quedarme
y bajar el último, en la terminal, hasta que todos estuvieran a salvo.
Las señoras fueron bajando una a una en sus esquinas respectivas, con toda felicidad. El
chofer ¡santo Dios! acercaba el vehículo junto a la acera, lo detenía completamente y
esperaba a que las damas pusieran sus dos pies en tierra firme. En el último momento, vi
en
cada rostro un gesto de simpatía, algo así como el esbozo de una despedida cariñosa. La
señora de los niños bajó finalmente, auxiliada por mí, no sin regalarme un par de besos
infantiles que todavía gravitan en mi corazón, como un remordimiento.
Descendí en una esquina desolada, casi montaraz, sin pompa ni ceremonia. En mi espíritu
había
grandes reservas de heroísmo sin empleo, mientras el autobús se alejaba vacío de aquella
asamblea dispersa y fortuita que consagró mi reputación de caballero.
Un pacto con el diablo
Aunque me di prisa y llegué al cine corriendo, la película
había
comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre
de
aspecto distinguido.
—Perdone usted —le dije—, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la
pantalla?
—Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
—Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
—Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown
durante
siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
—¿Siete nomás?
—El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.
Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero
quise
saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que
Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
—En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
—El diablo.
—¿Cómo es eso? —repliqué sorprendido.
—El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
—Entonces el diablo…
—Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de
dinero,
mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba.
Con
ojos de reproche, mi vecino añadió:
—Ya llegarás al séptimo año, ya.
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
—Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de
la
pantalla donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos y dijo sin mirarme:
—Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
—Siendo así…
—En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza.
Hice un esfuerzo para comprender lo que serían esos años, y vi la imagen de Paulina,
sonriente, con un traje nuevo y rodeada de cosas hermosas. Esta imagen dio origen a
otros
pensamientos:
—Usted acaba de decirme que el alma de Daniel Brown no valía nada: ¿cómo, pues, el diablo
le
ha dado tanto?
—El alma de ese pobre muchacho puede mejorar, los remordimientos pueden hacerla crecer
—contestó filosóficamente mi vecino, agregando luego con malicia—: entonces el diablo no
habrá perdido su tiempo.
—¿Y si Daniel se arrepiente?…
Mi interlocutor pareció disgustado por la piedad que yo manifestaba. Hizo un movimiento
como
para hablar, pero solamente salió de su boca un pequeño sonido gutural. Yo insistí:
—Porque Daniel Brown podría arrepentirse, y entonces…
—No sería la primera vez que al diablo le salieran mal estas cosas. Algunos se le han ido
ya
de las manos a pesar del contrato.
—Realmente es muy poco honrado —dije, sin darme cuenta.
—¿Qué dice usted?
—Si el diablo cumple, con mayor razón debe el hombre cumplir —añadí como para explicarme.
—Por ejemplo… —y mi vecino hizo una pausa llena de interés.
—Aquí está Daniel Brown —contesté—. Adora a su mujer. Mire usted la casa que le compró.
Por
amor ha dado su alma y debe cumplir.
A mi compañero le desconcertaron mucho estas razones.
—Perdóneme —dijo—, hace un instante usted estaba de parte de Daniel.
—Y sigo de su parte. Pero debe cumplir.
—Usted, ¿cumpliría?
No pude responder. En la pantalla, Daniel Brown se hallaba sombrío. La opulencia no
bastaba
para hacerle olvidar su vida sencilla de campesino. Su casa era grande y lujosa, pero
extrañamente triste. A su mujer le sentaban mal las galas y las alhajas. ¡Parecía tan
cambiada!
Los años transcurrían veloces y las monedas saltaban rápidas de las manos de Daniel, como
antaño la semilla. Pero tras él, en lugar de plantas, crecían tristezas, remordimientos.
Hice un esfuerzo y dije:
—Daniel debe cumplir. Yo también cumpliría. Nada existe peor que la pobreza. Se ha
sacrificado por su mujer, lo demás no importa.
—Dice usted bien. Usted comprende porque también tiene mujer, ¿no es cierto?
—Daría cualquier cosa porque nada le faltase a Paulina.
—¿Su alma?
Hablábamos en voz baja. Sin embargo, las personas que nos rodeaban parecían molestas.
Varias
veces nos habían pedido que calláramos. Mi amigo, que parecía vivamente interesado en la
conversación, me dijo:
—¿No quiere usted que salgamos a uno de los pasillos? Podremos ver más tarde la película.
No pude rehusar y salimos. Miré por última vez a la pantalla: Daniel Brown confesaba
llorando
a su mujer el pacto que había hecho con el diablo.
Yo seguía pensando en Paulina, en la desesperante estrechez en que vivíamos, en la
pobreza
que ella soportaba dulcemente y que me hacía sufrir mucho más. Decididamente, no
comprendía
yo a Daniel Brown, que lloraba con los bolsillos repletos.
—Usted, ¿es pobre?
Habíamos atravesado el salón y entrábamos en un angosto pasillo, oscuro y con un leve
olor de
humedad. Al trasponer la cortina gastada, mi acompañante volvió a preguntarme:
—Usted, ¿es muy pobre?
—En este día —le contesté—, las entradas al cine cuestan más baratas que de ordinario y,
sin
embargo, si supiera usted qué lucha para decidirme a gastar ese dinero. Paulina se ha
empeñado en que viniera; precisamente por discutir con ella llegué tarde al cine.
—Entonces, un hombre que resuelve sus problemas tal como lo hizo Daniel, ¿qué concepto le
merece?
—Es cosa de pensarlo. Mis asuntos marchan muy mal. Las personas ya no se cuidan de
vestirse.
Van de cualquier modo. Reparan sus trajes, los limpian, los arreglan una y otra vez.
Paulina
misma sabe entenderse muy bien. Hace combinaciones y añadidos, se improvisa trajes; lo
cierto es que desde hace mucho tiempo no tiene un vestido nuevo.
—Le prometo hacerme su cliente —dijo mi interlocutor, compadecido—; en esta semana le
encargaré un par de trajes.
—Gracias. Tenía razón Paulina al pedirme que viniera al cine; cuando sepa esto va a
ponerse
contenta.
—Podría hacer algo más por usted —añadió el nuevo cliente—; por ejemplo, me gustaría
proponerle un negocio, hacerle una compra…
—Perdón —contesté con rapidez—, no tenemos ya nada para vender: lo último, unos aretes de
Paulina…
—Piense usted bien, hay algo que quizás olvida…
Hice como que meditaba un poco. Hubo una pausa que mi benefactor interrumpió con voz
extraña:
—Reflexione usted. Mire, allí tiene usted a Daniel Brown. Poco antes de que usted
llegara, no
tenía nada para vender, y, sin embargo…
Noté, de pronto, que el rostro de aquel hombre se hacía más agudo. La luz roja de un
letrero
puesto en la pared daba a sus ojos un fulgor extraño, como fuego. Él advirtió mi
turbación y
dijo con voz clara y distinta:
—A estas alturas, señor mío, resulta por demás una presentación. Estoy completamente a
sus
órdenes.
Hice instintivamente la señal de la cruz con mi mano derecha, pero sin sacarla del
bolsillo.
Esto pareció quitar al signo su virtud, porque el diablo, componiendo el nudo de su
corbata,
dijo con toda calma:
—Aquí, en la cartera, llevo un documento que…
Yo estaba perplejo. Volvía a ver a Paulina de pie en el umbral de la casa, con su traje
gracioso y desteñido, en la actitud en que se hallaba cuando salí: el rostro inclinado y
sonriente, las manos ocultas en los pequeños bolsillos de su delantal. Pensé que nuestra
fortuna estaba en mis manos. Esta noche apenas si teníamos algo para comer. Mañana
habría
manjares sobre la mesa. Y también vestidos y joyas, y una casa grande y hermosa. ¿El
alma?
Mientras me hallaba sumido en tales pensamientos, el diablo había sacado un pliego
crujiente
y en una de sus manos brillaba una aguja.
“Daría cualquier cosa porque nada te faltara”. Esto lo había dicho yo muchas veces a mi
mujer. Cualquier cosa. ¿El alma? Ahora estaba frente a mí el que podía hacer efectivas
mis
palabras. Pero yo seguía meditando. Dudaba. Sentía una especie de vértigo. Bruscamente,
me
decidí:
—Trato hecho. Solo pongo una condición.
El diablo, que ya trataba de pinchar mi brazo con su aguja, pareció desconcertado:
—¿Qué condición?
—Me gustaría ver el final de la película —contesté.
—¡Pero qué le importa a usted lo que ocurra a ese imbécil de Daniel Brown! Además, eso es
un
cuento. Déjelo usted y firme, el documento está en regla, solo hace falta su firma, aquí
sobre esta raya.
La voz del diablo era insinuante, ladina, como un sonido de monedas de oro. Añadió:
—Si usted gusta, puedo hacerle ahora mismo un anticipo.
Parecía un comerciante astuto. Yo repuse con energía:
—Necesito ver el final de la película. Después firmaré.
—¿Me da usted su palabra?
—Sí.
Entramos de nuevo en el salón. Yo no veía en absoluto, pero mi guía supo hallar
fácilmente
dos asientos.
En la pantalla, es decir, en la vida de Daniel Brown, se había operado un cambio
sorprendente, debido a no sé qué misteriosas circunstancias.
Una casa campesina, destartalada y pobre. La mujer de Brown estaba junto al fuego,
preparando
la comida. Era el crepúsculo y Daniel volvía del campo con la azada al hombro. Sudoroso,
fatigado, con su burdo traje lleno de polvo, parecía, sin embargo, dichoso.
Apoyado en la azada, permaneció junto a la puerta. Su mujer se le acercó, sonriendo. Los
dos
contemplaron el día que se acababa dulcemente, prometiendo la paz y el descanso de la
noche.
Daniel miró con ternura a su esposa, y recorriendo luego con los ojos la limpia pobreza
de
la casa, preguntó:
—Pero, ¿no echas tú de menos nuestra pasada riqueza? ¿Es que no te hacen falta todas las
cosas que teníamos?
La mujer respondió lentamente:
—Tu alma vale más que todo eso, Daniel…
El rostro del campesino se fue iluminando, su sonrisa parecía extenderse, llenar toda la
casa, salir del paisaje. Una música surgió de esa sonrisa y parecía disolver poco a poco
las
imágenes. Entonces, de la casa dichosa y pobre de Daniel Brown brotaron tres letras
blancas
que fueron creciendo, creciendo, hasta llenar toda la pantalla.
Sin saber cómo, me hallé de pronto en medio del tumulto que salía de la sala, empujando,
atropellando, abriéndome paso con violencia. Alguien me cogió de un brazo y trató de
sujetarme. Con gran energía me solté, y pronto salí a la calle.
Era de noche. Me puse a caminar de prisa, cada vez más de prisa, hasta que acabé por
echar a
correr. No volví la cabeza ni me detuve hasta que llegué a mi casa. Entré lo más
tranquilamente que pude y cerré la puerta con cuidado.
Paulina me esperaba.
Echándome los brazos al cuello, me dijo:
—Pareces agitado.
—No, nada, es que…
—¿No te ha gustado la película?
—Sí, pero…
Yo me hallaba turbado. Me llevé las manos a los ojos. Paulina se quedó mirándome, y
luego,
sin poderse contener, comenzó a reír, a reír alegremente de mí, que deslumbrado y
confuso me
había quedado sin saber qué decir. En medio de su risa, exclamó con festivo reproche:
—¿Es posible que te hayas dormido?
Estas palabras me tranquilizaron. Me señalaron un rumbo. Como avergonzado, contesté:
—Es verdad, me he dormido.
Y luego, en son de disculpa, añadí:
—Tuve un sueño, y voy a contártelo.
Cuando acabé mi relato, Paulina me dijo que era la mejor película que yo podía haberle
contado. Parecía contenta y se rio mucho.
Sin embargo, cuando yo me acostaba, pude ver cómo ella, sigilosamente, trazaba con un
poco de
ceniza la señal de la cruz sobre el umbral de nuestra casa.