Algunas notas alrededor de
San Manuel Bueno, mártir,
de Miguel de Unamuno
El escritor bilbaíno Miguel de Unamuno era bastante inclinado a llevar la contraria, a no ser clasificado o identificado con una posición absoluta, a vivir a contrapelo, en suma. En concordancia con ello, acuña el término nivola para denominar sus obras narrativas, distanciándose así del formato e intenciones de la novela realista, la que era la norma en su tiempo. La nivola está a medio camino entre la ficción narrativa y el ensayo, permitiéndole explorar, de ida y vuelta entre reflexión filosófica y ficción novelesca, cuestiones que atañen a conflictos existenciales. Por ejemplo, Niebla (1914) pone en el personaje de Augusto Pérez, en sus vivencias, dilemas y decisiones, ideas antes expuestas en Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos (1913).
El ensayo La agonía del cristianismo (publicado en 1931 pero escrito años antes) guarda la misma relación arriba señalada con San Manuel Bueno, mártir. En un prólogo a esta obra, Unamuno señala, siendo consciente del carácter emblemático de esta obra que “Esta novelita ha de ser una de mis obras más leídas y gustadas en adelante como una de las más características de mi producción toda novelesca. (...) Y quien dice novelesca dice filosófica y teológica. Y así pienso yo, que tengo la conciencia de haber puesto en ella todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana”. Este sentimiento trágico, es el que recorre no solo las cuatro obras mencionadas sino el grueso de su obra, y que con matices hermana a su generación. No se trata ya de una tragedia de proporciones cósmicas, como cuando el héroe clásico se enfrenta con el destino, con lo inevitable, con los dioses y sus voluntades caprichosas, o la nacida de la duda del atormentado santo místico, que al fin ha de ser resuelta favorablemente: se trata, en palabras del mismo escritor, que estaría “tratando de narrar la oscura y dolorosa congoja cotidiana que atormenta al espíritu de la carne y al espíritu del hueso de hombres y mujeres de carne y hueso espirituales”, prescindiendo de todo decorado o aparataje, que sacaría de foco su real interés: la agónica condición humana de asumirse como mortal, sin certezas de trascendencias de ningún tipo. Rebelde contra la mortalidad inscrita inexorablemente en nuestros cuerpos, Unamuno se alza como un nuevo Prometeo contra este hecho ineludible.
El protagonista, Manuel Bueno, párroco de ValazulOscuro de Lucerna, es, en palabras de Kierkegaard que Unamuno hace suyas “un dudador”, y en tal condición “(…) no es impensable que nadie pueda exponer la verdad positiva tan excelentemente como un dudador; solo que este no la cree (…)”, tal como cita nuestro autor al filósofo danés. Es decir, el párroco unamuniano no cree en la vida eterna, pero finge tener fe y vive “como si” la tuviera, en un heroico y trágico acto que pretende no perjudicar la salud espiritual, la cordura y esperanzas de todos los creyentes que le han sido confiados a su cuidado. Súmesele a este angustioso dilema surgido de guardar y lidiar con este contradictorio secreto, el que el párroco se sumerge de lleno en la vida activa de su comunidad: trabaja con sus manos, acompaña al médico, al maestro, interpreta música en las fiestas pueblerinas, como si en su espíritu estuviera grabado este lema que Unamuno consigna en sus diarios (Diario íntimo, cuaderno 1): “Quiero oír, vivir y morir en el ejército de los humildes, uniendo mis oraciones a las suyas, con la santa libertad del obediente”. Libertad y obediencia que no riñen entre sí, que se someten al yugo de la angustia íntima del personaje, vida activa que llena de movimiento y compañía el vacío existencial entrevisto y temido, ya que confiesa que en esa compañía tolera lo intolerable: martirio de quien no cree pero simula hacerlo en compañía, nunca en la soledad que lo haría imposible de sobrellevar: “Con aquella su constante actividad, con aquel mezclarse en las tareas y las diversiones de todos, parecía querer huir de sí mismo, querer huir de su soledad. «Le temo a la soledad», repetía.” (Capítulo 8).
Si Unamuno redefine lo trágico como un evento íntimo, no colectivo, cotidiano y no excepcional, también así lo hará con la idea de santidad. Desde Cristo (“Aparta de mí este cáliz”) a Tomás (que, incrédulo, insiste en tocar las heridas del resucitado), a los eremitas tentados por Satán en sus yermos y a los santos arrebatados por la búsqueda mística, la vacilación en la creencia es resuelta positivamente: de hecho, pareciera ser que la duda es parte del camino a la santidad. Manuel Bueno no puede seguir esta fórmula, ya impracticable en su tiempo y mundo. Su santidad pareciera derivarse de llevar a cuestas la certeza de la incredulidad, simulando que se cree, asumiendo el tormento para beneficio de los otros. Manuel Bueno se sacrifica para que su rebaño viva en el espejismo consolador, en la dramaturgia fingida de su entrega sincera, un oxímoron que bien asume el santo de ValazulOscuro de Lucerna. Ver, tras el juego teatral y de espejos, de sombras y sueños, una verdad que, por su carácter corrosivo para una humanidad simple que solo busca vivir y medrar, ha de ser ocultada en el pecho del sufriente y mártir. De ahí que las religiones, cualquiera, son, sin embargo, para don Manuel, un elemento irrenunciable, no por lo que revelan, sino por lo que permiten creer y, de este modo, agrupar y seguir adelante.
Prolonga Unamuno esa enseñanza que el siglo de oro y su barroco afincaron en España: la vida como sueño, la vida como teatro, como juego de espejos, como sombra. La duda del Segismundo calderoniano entre vida y sueño, o la del auto sacramental del mismo dramaturgo El gran teatro del mundo, donde todos los personajes alegóricos representan un papel en una obra cuyo fin pareciera ser solo ella misma, y que se cierra con los versos “Y pues representaciones/ es aquesta vida toda, / merezca alcanzar perdón/ de las unas y las otras”. El párroco de la pequeña población ha visto el trucaje, el reflejo, la sombra, la máscara, y, sin embargo, hace como si estas dimensiones fueran verdaderas, porque asume que su propio desengaño, encarnado y agónicamente vivido, no sería soportable a los otros: él se obliga a cargar con la cruz de la incredulidad y así intenta redimir a los otros, atajando con su ejemplo cualquier duda en la fe de su feligresía. Ángela, la narradora y creyente sin vacilación, su hermano Lázaro, escéptico y luego resucitado y converso por vía de las obras y las confidencias del párroco, y el mismo Manuel Bueno, configuran una tríada de actitudes ante la fe, aparentemente opuestas pero realmente complementarias: la ingenua y sólida de Ángela, la desenmascaradora de Lázaro, que al comprender al sacerdote lo valora y se convierte a su causa 1, y la sacrificada y atormentada del presbítero. Y si el teatro barroco es aquí convocado, no podía serlo menos don Quijote: él se empeña en creer, a pesar de la larga cadena de decepciones que es su recorrido por la obra. Don Quijote cree para que Sancho vea más allá de la evidencia grosera de los sentidos, para que gigantes, doncellas, ejércitos y caballeros andantes vuelvan a una vida que su mundo ya no permite.
Extemporáneos, don Quijote y don Manuel convocan a lo Otro absoluto, que ya ha sido expulsado y declarado muerto por sus siglos, pero que ellos, sabiéndolo, y en pro de quienes los rodean, se empeñan en invocar para que, a fuerza de hacerlo, cobre una realidad así sea fantasmal, pero no menos eficaz. Creer sabiendo que ya hay ahí un vacío no remediable, se convierte en una tarea heroica, a contracorriente. Vivir “como si”, sin otro sentido que propiciar un suelo firme a quienes no ven la transescena. Allí resuenan los ecos indudables de Platón y su caverna, donde los esclavos no creen a su compañero que se ha liberado y que vuelve a denunciar como sombras lo que hasta entonces habían tomado por verdad, y que, incluso, amenazan con quitarle la vida, llenos de pánico por la pérdida de sus certezas, de que sus confiables sombras resulten solo pura apariencia sin sustancia.
La misma transparencia de las alusiones en los nombres de los protagonistas (Ángela, Lázaro, Manuel Bueno) no dejan dudas acerca de cómo ellos encarnan, más que personajes copiados de corresponsales de carne y hueso, alegorías transparentes de sus funciones dentro del relato. En la Conclusión de su El sentimiento trágico de la vida, Unamuno reformula la fórmula cartesiana Cogito ergo sum (“Pienso, luego existo”) por la de Homo sum, ergo cogito, es decir, en tanto que humano, y de mortal condición, pienso. De ahí la necesidad de multiplicar las perspectivas sobre la relación entre vida y creencia a través de esos tres prismas cuyos vértices encarnan sus personajes alegóricos, y que van del descreimiento absoluto a su opuesto, una fe insobornable, decantándose a través del desafío de Lázaro que irá del uno al otro, como haciendo el camino entre la agonía permanente y secreta del párroco y la plenitud confesa de Ángela. La crisis de desencantamiento de su mundo, otrora imperio español que se ha deshecho ante los ojos de su generación, es traducido por Unamuno en términos abarcadores de la humanidad entera: como don Quijote, intentará, contra cualquier evidencia, imponer su voluntad a ese mundo reacio, creyendo incrédulamente, insistiendo en una labor condenada al fracaso glorioso. Si en La agonía del cristianismo Unamuno concluía que el cristianismo en la modernidad no podía más que ser una experiencia atribulada, lo que subraya lo ya dicho al principio de estas páginas: el escritor bilbaíno encarna, una vez más, esta contradicción irreductible, esa fe agonizante de su personaje, espejo actualizado del caballero de la Mancha: necesidad de creer transformada en voluntad de hacerlo, una voluntad y una necesidad de creer, cuando ya se está más allá de la ingenuidad, que persiste como último bastión y razón vital del personaje. El lago y la montaña, reiterativos a lo largo de esta narración, persisten como testigos mudos, inalterables, inquietantes por ello, de esta condición contradictoria.
En suma, pues, don Manuel asume una ficción que se sabe como tal, pero que es sincera y calla en la parte del credo que afirma la creencia en la resurrección y la vida perdurable, ya que él solo se asume no en una respuesta sino en la contradicción permanente, en la agonía sin tregua. Ángela, desde su orilla, tratará de justificar esta actitud martirizada: “creo que Dios nuestro Señor, por no sé qué sagrados y no escudriñados designios, les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en el acabamiento de su tránsito se les cayó la venda”. Así, de nuevo como en Don Quijote, quien recupera una contradictoria lucidez en el lecho mortuorio y dice a Sancho que ahora está cuerdo, “Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. (…) -Señores –dijo don Quijote-, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco, y ya soy cuerdo: fue don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano” (II,74), Ángela aspira a que “la venda” que un secreto propósito divino puso ante los ojos de don Manuel y de Lázaro, haya caído en la última contienda, la de sus muertes, revelándoles aquello que en vida jamás podrán alcanzar: la validez de una vida vivida bajo el asumir una valiente y desconsolada duda.
¿Por qué leer a Unamuno hoy?: la respuesta, me atrevo, es que Unamuno proclama un llamado a seguir las normas o senderos de tránsito vital que nosotros mismos nos imponemos, con el beneficio de los otros como objeto primordial. Más que dádivas o tormentos prometidos, nuestra era egoísta y autocomplaciente encuentra en la figura humilde de Manuel Bueno su contracara, ya que no son estas amenazas u ofertas su motor, sino que lo son sus convicciones íntimas, insobornables, aunque duelan y atormenten.
Jorge Echavarría Carvajal
Profesor asociado
Universidad Nacional de Colombia - Sede Medellín
Notas
“-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendí sus móviles, y con esto comprendí su santidad; porque es un santo, hermana, todo un santo. No trataba al emprender ganarme para su santa causa -porque es una causa santa, santísima-, arrogarse un triunfo, sino que lo hacía por la paz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, de los que le están encomendados; comprendí que si les engaña así -si es que esto es engaño- no es por medrar. Me rendí a sus razones, y he aquí mi conversión”
Autorretrato de Unamuno, en «Auto-retrato»
(Revista Ibérica, 30 de septiembre de 1902).
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